—Tarda un poco en arreglarse —observó Langelot, mirando su reloj de pulsera—. ¿Se estará haciendo la permanente o qué?
—Debe de ponerse brillantina en el poco pelo que le queda; recorta los pelillos de la nariz, se anuda una corbata rosa con rayas verdes… —contestó alegremente Choupette. Pero, de pronto, se interrumpió—. ¿Y si también él hubiera sido…?
Langelot frunció el ceño. Hacia media hora larga que los dos jóvenes esperaban en el saloncito polvoriento, contemplando el jardín en el que crecían algunos rosales poco prósperos.
—No ha entrado nadie —dijo Langelot.
—Puede haber una puerta trasera —objetó Choupette.
—¿Y cómo habrían podido encontrar a Kauf? En cuanto a Ranee, habían previsto nuestra maniobra según parece; y también ellos han podido consultar los ficheros de las agencias de teatro. Pero Kauf…
—¿Estás seguro de que no nos han seguido?
—Nunca se está seguro. Si tenían varios coches… Tienes razón: voy a ver.
Langelot se puso en pie, pero en aquel momento se oyó el pesado golpeteo que ya conocían los dos jóvenes y, unos momentos después, apareció la enorme silueta de Kauf en el vano de la puerta.
El hombre se acababa de afeitar, se había puesto un traje azul marino con rayas grises y una corbata granate y había tomado su muleta de los domingos: toda de metal, con un cojín de cuero bajo el sobaco.
—Sí ustedes están dispuestos, yo lo estoy ya —anunció.
—En marcha —dijo Langelot, visiblemente aliviado.
El señor Kauf se entretuvo aún en decir adiós a la pequeña Patricia y le recomendó que dijera a sus padres que él estaría de vuelta hacia la medianoche.
—Sobre todo, que no se olviden de mirar la «tele» —precisó—. Se llevarán una sorpresa. Pórtate bien, Patricia. Hasta luego.
—Hasta luego, papi —dijo la pequeña, besando a su abuelo en la mejilla.
Cinco minutos después, el «Renault 16» del S.N.I.F. reemprendía el camino hacia París. El señor Kauf, girando a un lado y otro sus ojillos recelosos, observaba el camino.
—¿Adónde me llevan ustedes? —preguntó—. ¿A su agencia?
—No —contestó Langelot—. Ya son casi las seis. Es mejor que vayamos a la emisora de Radio.
El agente secreto, conocedor de la suerte de Anatole Ranee, pensaba que era preferible no conducir a Horace Kauf cerca de la agencia F.E.A., cuya existencia y dirección ya debía de conocer el enemigo.
Al llegar a la calle de Passy, el «Renault» se hundió en las entrañas del garaje subterráneo. Numerosos agentes de policía recorrían el lugar, pero Langelot puso en el parabrisas su carnet del S.N.I.F. y pasó sin dificultades. Dejó a Kauf junto a un ascensor reservado a los servicios de seguridad, pidió a un agente que aparcara su coche y acompañó al empleado del metro hasta el estudio 523, que había sido requisado por el S.N.I.F.
Kauf no podía creer lo que veían sus ojos.
—Nunca hubiera pensado que un señor que hace publicidad pudiera ser tan importante —confesó—. Falta poco para que los agentes de policía se pongan firmes al verle, señor Pichenet. ¡Y es usted tan joven, además! ¡Hay que ver lo que hace la cultura! ¡Y, dígame! ¿por qué hay tantos agentes de policía?
—No tiene nada que ver con nuestra emisión —mintió Langelot—. Un embajador extranjero debe visitar el edificio esta noche.
A la entrada del estudio 523, hubo que identificarse de nuevo ante un agente que montaba guardia. Luego, Langelot corrió a la sala de control, para llamar al capitán Montferrand y explicarle por qué había preferido llevar al señor Kauf directamente al estudio.
—Muy bien —dijo Montferrand—. Avise al comisario Didier. Yo voy en seguida.
—¿Hay alguna novedad sobre el asesinato de Ranee, mi capitán?
—La investigación continúa. De momento, no hay ningún resultado.
De las siete a las ocho, Kauf ensayó su papel bajo la dirección de un agente del S.N.I.F., quien se hizo pasar por un miembro de la Comedia Francesa.
—¡Ah! Es usted Maurice Estienne —exclamó Kauf—. Le reconozco, señor. Estoy encantado de conocerle. Le vi el sábado pasado en El enfermo imaginario, una obra clásica, como suele decirse. ¡Qué gracioso estaba usted, señor!
El teniente Charles se mordió los labios:
—Estoy encantado de que me conozca, señor Kauf. Con frecuencia me dicen que me caracterizo mal, que no sé cambiar de aspecto. Pero, a fin de cuentas, ¿qué es la gloria? Que le reconozcan a uno los empleados del metro.
—No hay trabajos inútiles —dijo Kauf, descontento.
—Es precisamente lo que quiero decir. A cada uno su especialidad. Y lo que a mí me gusta es que me reconozcan las personas que no son de mi ambiente. Cuando otros comediantes me ven en la TV y exclaman «¡A lo tuyo, Estienne!», no me hace ningún efecto. Pero el hecho de que usted, que no es un especialista, venga a felicitarme, me produce, puedo asegurárselo, un cosquilleo de orgullo profesional.
Kauf no pareció muy convencido de las buenas intenciones del actor, pero se dejó aconsejar sobre la interpretación de su papel, haciendo todos los esfuerzos posibles para hablar en un registro más agudo. Sin duda, hubiera sido más fácil trabajar con Anatole Ranee, actor profesional, pero la buena voluntad de Kauf reemplazó al talento.
—No le pido que recite:
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya se oyen los claros clarines!
Decía el teniente Charles, con gestos dramáticos.
—Ni:
Soy el cantor de América, autóctono y salvaje, mi lira tiene un alma, mi canto un ideal…
Con la sombra en la cintura ella sueña en su baranda, verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata.
—Le pido que simplemente tenga un aspecto natural y articule claramente. La expresión amenazadora vendrá después.
El excelente señor Kauf acabó por ofrecer una interpretación aceptable del señor T, y pudieron llevarle a cenar a un comedor privado, contiguo a la cafetería del personal.
El señor Didier, en el papel de Martinelli, consejero jurídico de la agencia F.E.A., y Roger Noél, director general de dicha agencia, se reunieron con Pichenet, el jefe de publicidad, con Estienne, consejero dramático, y con la señorita Roche-Verger, secretaria.
La cena resultó animada. Después del segundo vaso de borgoña. Kauf gritó, dándose varias palmadas en su única pierna:
—¡La verdad es que hay que decir que son ustedes pintorescos, los de la publicidad!
Trataron de hacerle explicar esta observación, pero no hizo más que repetir:
—¡Claro que si! Y cuando digo pintorescos, quiero decir pintorescos.
A las veinte horas cincuenta minutos, según un escenario cuidadosamente preparado y con la colaboración del señor Des Bruchettes, de la señorita Despoir y de los técnicos que estaban en el secreto, Kauf fue introducido en el estudio 523 e instalado ante un decorado que ya había sido utilizado para representar la cabina del piloto de un submarino.
El texto que debía leer fue colocado sobre un atril situado fuera del campo de la cámara. Varios inspectores de policía, debidamente armados, ocuparon posiciones en el exterior del estudio.
—No corramos riesgos inútiles —dijo Didier, resoplando como una foca.
A las diez de la noche, en el estudio 278, protegido también por centinelas, la señorita Alice Despoir, un poco pálida bajo el maquillaje, empezó la lectura del boletín de las previsiones meteorológicas. A las diez y un minuto, la emisión fue interrumpida en el estudio 278 y tras algunas rayas y crujidos, se reemprendió en el estudio 523.
Varios centenares de miles de telespectadores vieron aparecer en su pantalla la silueta monumental que estaban esperando. Esta vez, su rostro era claramente visible. Cuadros de mando y distintos interruptores se alineaban en torno a él. De su boca brotó un hilillo de voz.
Langelot, Didier, Choupette y Montferrand se habían reunido en la sala de control del estudio 523. Observaban a su falso señor T por las pantallas reservadas a tal efecto, directamente, a través del cristal que les separaba de él.
El profesor Roche-Verger lo contemplaba en el salón de su apartamento, en Chátillon-sous-Bagneux y no dejaba de repetir:
—Yo he visto a este hombre en algún sitio. Anoche, desde luego, pero también mucho tiempo antes… Sólo que ha cambiado. ¿Quién puede ser?
Philippe Axe, Riri el Risueño y tres de sus hombres observaban también al falso señor T. Los cinco estaban sentados ante el televisor de que estaba provista la base T.T., en pleno corazón de París. La sala en la que se encontraban formaba parte de un local de hormigón, blindado, inencontrable, impenetrable.
Con atenta mirada, seguían los menores movimientos de los gruesos labios que se agitaban en la pantalla.