Choupette había escuchado boquiabierta la narración que acababa de hacerle Montferrand para ponerla al corriente de la situación, aunque sin entrar en los detalles de la discusión.
—Para mi —concluyó—, hay una cosa indiscutible: la empresa del señor T, cualquiera que sea, está condenada al fracaso. No será nunca el dueño del mundo. Pero antes de desaparecer él, puede causar un daño incalculable a la humanidad en general y a Francia en particular, puesto que, según parece, quiere hacernos el honor de empezar por nosotros. Y eso es lo que debemos impedir. Y sólo nos quedan tres días.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Choupette, quien ya se sentía parte integrante de la agencia F.E.A.
—Como Snif ha dicho, nuestra misión es doble: por una parte, evitar que cunda el pánico; por otra, oponernos a la ofensiva que se desencadenará el día 13. Casi todos los agentes de que disponemos han sido dedicados a esta segunda actividad: están interrogando, de nuevo, a los agentes del T.T. que habíamos podido detener anteriormente; tratan de descubrir el helicóptero y los dos automóviles; repasan todos los ficheros oficiales para tratar de descubrir quién es el señor T. La primera actividad ha sido confiada a la agencia F.E.A., creada por nosotros de arriba a abajo entre la medianoche y las ocho de esta mañana. Y debo confesarle, señorita, que en esto puede ayudarnos, porque a la agencia le falta personal. Si su señor padre no se opone…
Una llamada telefónica a Roche-Verger acabó con las dificultades que hubieran podido presentarse por aquel lado.
—Señor profesor, aquí Langelot —se anunció el joven oficial—. ¿Puedo pedirle que me preste a Choupette para gastar una broma a todos los telespectadores de Francia? Esta noche le explicará ella misma los detalles.
—Se la presto, se la presto, amigo mío —dijo distraídamente el profesor.
—A propósito, ¿sabe usted qué diferencia hay entre una mosca y un auvernés? —le comentó Langelot, sonriéndose.
Roche-Verger prestó atención de inmediato:
—¿Una mosca y un auvernés? No, amigo mío, no la veo.
—Pues que un auvernés se suena y una mosca no se auverna[5]…
—¡Ja, ja! ¡Excelente! Y dígame, ¿sabe por qué el mochuelo es un animal feliz?
—No, señor profesor.
—Porque su mujer es estupenda[6].
Riendo a carcajadas, el profesor colgó y se hundió de nuevo en sus cálculos.
—Hijos míos —dijo Montferrand—, puesto que ya no nos queda más que dar de alta a nuestra nueva secretaria en la Seguridad Social, propongo que vayan a hacer ahora el encarguito que había hecho a Augusto Pichenet. La presencia de una ayudante quedará muy bien en la escenificación correspondiente.
—Pero no puedo representar a una secretaria tal como voy —protestó Choupette—. No llevo medias ni carmín en los labios.
—Pueden comprar todo eso de camino —contestó Montferrand—. Langelot, incluya las medias y el carmín en la nota de gastos.
Los dos jóvenes bajaron corriendo las escaleras del número 14 de la Chaussée-d’Antin. Iban cogidos de la mano, riendo contentos de haberse encontrado de nuevo y de trabajar juntos.
—Estaba tan decepcionada pensando que habías desertado…
—¡En seguida has de soltar palabras altisonantes! —le reprochó Langelot.
—Cuéntame lo que has hecho desde la última vez que te vi.
—Oh, no gran cosa —contestó Langelot con la modestia que se convierte en algo natural en los agentes secretos.
—¿Cuántos espías has capturado?
—He estado de permiso la mitad del tiempo —mintió el agente secreto.
Le estaba prohibido hablar de las misiones realizadas, no solamente a los no iniciados sino también a sus propios camaradas.
—¿Sigues utilizando tu «dos caballos»? —preguntó Choupette.
—Esta vez nos ha correspondido el tratamiento de las grandes ocasiones. Al «capi» le ha tocado un «DS» y a mi un «Renault 16»: hay que demostrar que los negocios de la F.E.A. van bien. Vamos a las Galerías Lafayette: comprarás lo que quieras para tener el aspecto de una secretaria a la moda.
A decir verdad, Langelot tenía también otra razón para llevar a Choupette a las Galerías Lafayette: temía que le siguiera alguno de los miembros de la red T.T. y sabía que unos grandes almacenes son un lugar excelente para despistar a los eventuales perseguidores.
A las quince horas y treinta minutos, el señor Augusto Pichenet, joven y brillante jefe de publicidad de la agencia F.E.A., subía a su «Renault 16» acompañado por una secretaria perfectamente segura de sí misma: maquillaje, traje de chaqueta, bolso y zapatos a juego. Lo único que desentonaba en el conjunto era el peinado, pero Langelot había decidido que no tenían tiempo de pasar por la peluquería.
—Nadie te mirará muy de cerca —declaró—. Y, de lejos, te echarían cuarenta años, por lo menos.
Choupette no sabía si debía considerar aquello como un cumplido.
—¿Vas a explicarme, por fin, adónde vamos? —preguntó.
Langelot, tras poner en marcha el automóvil, tendió una fotografía a su «secretaria».
—Mira la facha del tipo al que vamos a hacer una entrevista.
—¡Es el señor T! —exclamó ella—. ¿Vas armado, Langelot?
En la fotografía, tomada de frente, se veía un voluminoso personaje de rasgos borrosos, ojos glaucos, manos gruesas y con sólo una pierna. Choupette no pudo evitar un movimiento de miedo: ayudar a Langelot en una encuesta, de acuerdo, pero afrontar al propio señor T…
Langelot sonrió con indulgencia.
—Querida señorita Roche-Verger, es usted una secretaria sin par, pero se apresura demasiado a sacar conclusiones tan intempestivas como prematuras. El amable personaje, cuyos rasgos admira usted en esta foto, se parece, en efecto, al señor T, pero menos de lo que usted cree. En realidad, se trata del señor Anatole Ranee, ex actor, empleado actualmente en los estudios de doblaje, tras un accidente que le privó de la pierna derecha: la misma que falta a nuestro amigo el señor T. Vive en la calle de la Croix-Nivert, número 36, París-15.
—¿Y vamos a pedirle que interprete el papel de señor T?
—No se te puede ocultar nada.
—¿Y esta noche aparecerá en la televisión para hacer publicidad de un producto cualquiera?
—Explicará que la conquista del mundo de la que ha hablado el señor T debe realizarse de forma pacifica: por medio de la venta de los productos de una empresa nacionalizada.
—¿Y le pondremos al corriente del secreto?
—No, le diremos que el actor contratado para representar el papel ha caído enfermo y que debemos reemplazarle a toda velocidad. Así la gente se tranquilizará, los valores bursátiles, que esta mañana vacilaban recobrarán su estabilidad y el pánico disparado por papá T habrá errado el tiro.
—Es usted genial, señor Pichenet.
—Señorita Roche-Verger, lo menos que puede hacer es abrigar esos sentimientos hacia su jefe.
Al tiempo que echaba frecuentes miradas por el retrovisor, Langelot conducía el «Renault» con mano firme.
—Me resulta distinto a mi querido y viejo «dos caballos» —observó.
—Langelot, ¿cómo os las habéis arreglado para encontrar un actor tan parecido?
—Hemos revisado los ficheros de un buen número de agencias teatrales.
En apariencia, nadie seguía al «Renault», que llegó sin obstáculos a la calle de la Croix-Nivert.
Langelot aparcó con habilidad en un pequeño espacio libre y los dos jóvenes recorrieron a pie los últimos metros que les separaban de la casa de aspecto miserable en la que habitaba Anatole Ranee.
Una portera bastante malencarada les informó:
—¿El señor Ranee? Tercer piso, segunda puerta a la izquierda.
Ascendieron por una escalera llena de olores de cocina.
Entre el primer y el segundo piso se cruzaron con un hombrecillo, cuyo perfil recordaba una hoja de cuchillo, que descendía precipitadamente. Incluso dio un empujón a Choupette y ni se paró a disculparse.
—¡Eh, ciudadano —le gritó Langelot—, si tiene prisa, puede saltar por la ventana: se va más rápido!
El hombre no se dignó recoger el sarcasmo y desapareció en una vuelta de la escalera.
Una tarjeta de visita mugrienta indicaba el piso de:
ANATOLE RANCE
Actor
Tercer premio de Tragedia del
Conservatorio de París, 1927
Langelot hizo un guiño a Choupette, se estiró, tomó su aire más solemne y llamó secamente con los nudillos, dando tres golpecitos autoritarios y secos.
Sólo le respondió el silencio.
Augusto Pichenet llamó por segunda vez.
Nada.
—Sin embargo, hemos telefoneado y nos ha dicho que estaría en casa —precisó Langelot.
Llamó una tercera vez, sin obtener mejores resultados.
Frunciendo el entrecejo, giró el pomo de la puerta, que cedió.
—Espérame aquí —dijo Langelot a Choupette.
Con todos sus sentidos alerta, entró en un estrecho pasillo oscuro. A tientas, encontró el conmutador y encendió. Vio otra puerta y la empujó con prudencia.
Al abrirla, descubrió una habitación de aspecto modesto y extraño, con la paredes cubiertas de fotografías de actores.
En un sillón medio roto, estaba sentado un tullido obeso, con los ojos desorbitados. A sus pies yacía una muleta. De su pecho sobresalía el mango de un cuchillo.