CAPÍTULO VII

El comisario Didier había regresado a su despacho. Lo primero que supo fue que los telespectadores llamaban desde todas partes a la O.R.T.F., reclamando explicaciones sobre la emisión que acababan de ver. Creyendo hacerlo bien, un empleado había contestado que se trataba de un anuncio publicitario.

—¡Qué asno! —gruñó el comisario.

Ya preveía todas las dificultades que traería aquello. Sin embargo, comprendiendo que lo esencial era evitar un pánico general, dio orden de que siguieran contestando en el mismo sentido.

«Todo es mejor —pensaba— que el enloquecimiento que se apoderaría de la población si creyera que mentimos y que ese señor T será, en efecto, un personaje todopoderoso dentro de tres días».

Nuevas informaciones le permitieron comprobar que la señorita Despoir había reanudado valientemente la emisión en el punto en que le habían obligado a abandonarla: así pues, parecía posible ocultar al público el golpe de fuerza que acababa de perpetrarse.

Sonó el teléfono: era el ministro del Interior que llamaba al comisario Didier.

—¿Qué es lo que me dicen? —susurraba el ministro, furibundo—. Se le confía la seguridad de la casa de la Radio y se revela usted incapaz de hacer frente a sus responsabilidades. ¿Qué me dirá mi colega de la Información? No sabré qué cara poner delante de él. Probablemente, me veré obligado a presentar mi dimisión, y todo eso, Didier, habrá sido por culpa de usted y, en fin, ¿quién es ese señor T? ¿Un bromista? ¿Un loco? Sin duda, habrá aprovechado un momento de distracción por su parte…

El comisario resopló enérgicamente en el aparato y decidió interrumpir al ministro.

—Temo que no sea nada de eso, señor ministro. El hombre que se hace llamar señor T es conocido por los diversos servicios de información franceses. Por lo que yo sé, el S.N.I.F. se ha ocupado de él anteriormente. Su golpe de mano estaba perfectamente montado y…

—¡Ah! ¡El S.N.I.F.! Muy bien —exclamó el gran hombre—. En ese caso, el asunto le corresponde a mi colega del Ejército.

Según su costumbre, tiró el teléfono por los aires. Uno de sus secretarios lo atrapó al vuelo y volvió a colocarlo en su sitio con todo cuidado.

Una hora más tarde, después de que se consultara al propio Primer Ministro, se celebró una reunión de autoridades en una de las salas de conferencias del S.N.I.F. El secretario de Estado representaba al Primer Ministro; el comisario principal Didier al ministro del Interior; el señor Des Bruchettes al ministro de Información; el capitán Montferrand al Servicio Nacional de Información Funcional, cuyo jefe estaba presente, aunque invisible.

—Señores —empezó el secretario de Estado—, hay una cosa muy clara en todo esto: no podemos subestimar los acontecimientos de esta noche.

—Vamos —intervino el señor Des Bruchettes, poniéndose ante el ojo izquierdo su monóculo de viejo elegante—. No dramaticemos. El señor T ha tenido la habilidad de dar con éxito un golpe de fuerza en la sede de la Radio: ¿significa esto que pueda apoderarse del gobierno del mundo? Probablemente, se trate de un enajenado.

—Soy de su misma opinión —dijo el secretario de Estado—. Pero pensemos que en el mundo moderno los locos pueden disponer, si se dan las circunstancias favorables, de un poder prácticamente ilimitado. Bastaría con que hubiera un loco en el Pentágono o en el Kremlin para desencadenar una guerra mundial, por ejemplo.

—Porque dispondría de todo el potencial bélico de su país.

—Sin duda, pero ¿sabemos de qué potencial dispone el señor T?

—El S.N.I.F. puede informarnos sobre esto, ¿no es cierto? —dijo el comisario.

De un altavoz escapó una voz metálica:

—Proporcióneles nuestras informaciones, Montferrand.

Ninguno de los personajes reunidos en la sala de conferencias había visto nunca a Snif en persona. Ni siquiera Montferrand, quien habló con voz inalterable, hojeando un voluminoso expediente colocado ante él.

—Hemos tropezado con la red del señor T, en varias ocasiones. Dicha red se nos presenta como una organización de espionaje industrial particularmente eficaz e implacable en sus métodos; dispone de los instrumentos y del armamento más moderno y está repartida en bases nacionales. Nosotros hemos destruido sucesivamente la base alemana[1] y la italiana[2].

»Después de estas destrucciones, hemos podido reunir una documentación importante, que nos ha permitido detener e interrogar a numerosas personas comprometidas con el señor T.

»De estos interrogatorios se desprenden varias conclusiones. Primera: la división de la red es perfectamente estanca: la detención de un sospechoso casi nunca conduce al desmantelamiento de un grupo. Segunda: el conjunto de la organización es de una flexibilidad y de una solidez que recuerdan más los servicios secretos profesionales que los de espionaje. Tercera: toda la red está a manos de un hombre que se hace llamar señor T y a quien nadie ha visto, según parece, más que en la televisión, y cuya finalidad, hasta la fecha, aparece oscura. Ahora, sabemos que aspira a dominar el mundo.

—¡Dominar el mundo! —se burló el señor Des Bruchettes—. Parece un folletín, capitán. Una compañía de guardias republicanos nos desembarazaría de nuestro duende lobo.

—Sin duda, si supieran dónde encontrarle. Ahora bien, él parece emitir permanentemente desde un cuartel general perfectamente organizado y que nada nos permite situar. Puede hallarse en un apartamento blindado en pleno París o en una granja perdida en el Tirol…

—O en un submarino en alta mar, frente a nuestras costas —sugirió Didier.

—O en un avión en vuelo, como el cuartel general móvil del Pentágono —añadió el secretario de Estado.

—Pues bien, no hay más que encontrar ese cuartel general —dijo el señor Des Bruchettes—. Señores, todos ustedes son tan inteligentes que yo no dudo…

—Resulta —pronunció, de pronto, la voz metálica que salía del altavoz—, que los días, incluso las horas están contadas. Si el señor T se ha tomado la molestia de hacer una declaración hoy, 10 de marzo, para anunciar que asumiría el poder el 13, es que ha decidido pasar al ataque. Su finalidad me parece clara: desencadenar el pánico general, que favorecerá la ofensiva propiamente dicha. Nuestra primera misión consiste en evitar el pánico en cuestión.

—Nos ocupamos de ello activamente, Snif —contestó Didier—. Hemos declarado que la emisión del señor T era publicitaria. Sin duda, hubiera sido preferible hablar de un nuevo folletín televisado, pero el empleado que ha contestado ha dicho lo primero que le ha pasado por la cabeza… Se trata de uno de sus funcionarios, señor Des Bruchettes. Si hubiera sido un policía…

—Probablemente hubiera insultado a su interlocutor.

El aludido se enfadó.

—¡Le prohíbo que…!

—Señores, no tenemos tiempo que perder —cortó la voz de Snif—. Lo hecho, hecho está. Ahora se trata simplemente de no sacar al público de su error, ya que, de lo contrario, las consecuencias son más que previsibles: para empezar, el hundimiento de la Bolsa. Señor secretario de Estado, ¿debo entender que el asunto T queda confiado al S.N.I.F.?

—Huuum… Éstas son las órdenes del Primer Ministro: el S.N.I.F. será la punta de lanza de una operación mixta conducida por los servicios de la Presidencia, del Interior y del Ejército.

—Perfectamente. Montferrand, de aquí a mañana por la mañana, montará usted una agencia publicitaria que se hará responsable de la misión de esta noche y tendrá la función de infundir confianza a la gente.

—Bien —dijo el capitán.

—Nuestra segunda misión —prosiguió la voz metálica—, consiste en hacer frente a la ofensiva que va a desencadenar la red T.T., tanto si consigue sembrar el pánico como si no lo consigue.

—Aquí le esperaba, señor invisible —dijo Des Bruchettes con tono sarcástico—. ¿Cómo se imagina usted tal ofensiva? ¿Una insurrección popular que se desencadene simultáneamente en París, en Nueva York y en Moscú? ¿Un bombardeo masivo a todas las capitales del mundo? ¿Una invasión de marcianos?

—Más probablemente como una cadena de sabotajes de envergadura, realizados con armas nucleares, bacteriológicas o térmicas —contestó Snif—. Sabotajes de este tipo que se produjeran en puntos sensibles del globo bastarían para desencadenar diversas guerras civiles y, con muchas probabilidades, algunas guerras nacionales. La confusión que resultaría de todo esto permitiría a grupos adecuadamente armados el apoderarse de todos los puestos de mando. Imagine que un organismo cualquiera amenaza con esparcir la lepra a través de Francia, y verá usted si una buena parte de la población no reclama la capitulación inmediata de las fuerzas del orden.

—Sí, pero el mundo entero…

—Es posible que el señor T esté exagerando cuando habla de gobernar el mundo entero, por lo menos en un futuro inmediato. Pero si tiene la posibilidad de sembrar el desorden, aunque no sea más que en la Europa Occidental, o únicamente en Francia, ya vale la pena de que nos ocupemos de él.

—Completamente de acuerdo con usted, Snif —dijo el secretario de Estado—. Hace cincuenta años, un loco con una ametralladora Hottchkiss era ya temible. Hoy día, un loco con una bomba atómica merece toda la atención de nuestros servicios.

—¿Qué nos prueba que tenga una bomba atómica a su disposición? —objetó el señor Des Bruchettes.

—En todo caso, sabemos que dispone de un helicóptero en pleno París, lo que no es corriente —replicó el comisario Didier.

—Y lo que excluye la posibilidad de una broma de mal gusto montada por estudiantes o cualquier otro grupo de bromistas —añadió el secretario de Estado.

—Supongo que ninguno de nuestros Sherlock Holmes habrá tenido la idea de fotografiar al Fantomas de los tiempos modernos —ironizó Des Bruchettes.

Por toda respuesta, el capitán Montferrand empujó hacia él una fotografía que representaba un tullido de enorme tamaño, de ojos glaucos, como ostras, y boca entreabierta, que dejaba pasar la lengua, semejante a un salchichón.

—Un escaparate de charcutería en una sola persona —dijo el secretario de Estado, con un escalofrío de repugnancia.

—¿A quién debemos este cliché? —preguntó Didier.

—Al subteniente Langelot, del S.N.I.F.[3]

—¿Langelot? Ya le conozco —dijo Didier resoplando con fuerza. Ya en otras circunstancias había tenido relación con el joven agente secreto[4].

Des Bruchettes se arrellanó en su sillón.

—Y ahora —dijo—, ¿qué proponen estos señores para que nos opongamos a la ofensiva nuclear bacteriológica térmica que nos amenaza de aquí a tres días?