La noche anterior. Alice Despoir, locutora de la O.R.T.F., estaba sentada en el estudio 278, frente a una cámara de televisión. Se preparaba a leer las previsiones meteorológicas para la noche del 10 al 11 de marzo y, al tiempo que hojeaba con una mano las páginas mecanografiadas, alisaba con la otra sus cabellos rubio platino.
La casa de la Radio, inmenso laberinto circular, se alzaba junto al Sena, horadando la noche con sus centenares de ventanas iluminadas.
Dos grandes automóviles se detuvieron ante la entrada principal. De cada uno de ellos descendieron tres hombres. Los conductores arrancaron en seguida y los dos vehículos se perdieron en París sin dejar rastro.
Los seis hombres entraron en el edificio. Los tres primeros marchaban con paso rápido, y las manos metidas en los bolsillos. Era evidente que sabían adónde se dirigían. Los otros tres les seguían llevando unas maletas.
Los dos equipos tomaron el ascensor hasta el segundo piso, giraron a la derecha en el largo corredor insonorizado y avanzaron hasta el estudio 278. Una luz roja encendida sobre las dos puertas que conducían respectivamente al estudio y a la sala de control significaban que la emisión había comenzado ya y que estaba prohibida la entrada.
El jefe de los seis hombres, un individuo bajó, con un rostro que recordaba la hoja de un cuchillo, que formaba parte del primer equipo de tres, empujó la puerta del control y entró. Varios personajes estaban sentados en una relativa oscuridad, inclinados sobre sus mesas electrónicas o bien observando las pantallas de televisión colocadas ante ellos, sobre las que se veía el rostro sonriente y sofisticado de la señorita Alice Despoir. Un grueso cristal separaba la sala de control del estudio.
—Están ustedes detenidos. Pónganse en pie, de cara a la pared, con las manos en la nuca —ordenó el intruso con voz cortante, mostrando una metralleta «Sten», que había mantenido escondida hasta entonces bajo el impermeable.
Hubo unos instantes de vacilación.
—¿En nombre de quién nos detienen ustedes? —preguntó el jefe de la emisión.
—Me llamo Philippe Axe. Soy el jefe de la base en París de la red Terror Total. Obedezcan inmediatamente.
En aquel mismo momento, uno de los adjuntos de Philippe Axe interrumpió la emisión oprimiendo un botón de un tablero electrónico, mientras el segundo adjunto penetraba en el estudio.
—¡Arriba las manos! ¡En pie! Y pónganse en el rincón como unos niños —ordenó en tono jovial a la locutora y al operador.
La señorita Despoir se puso en pie:
—Señor, ¿quién le ha dado permiso?…
—Cállate, guapa, y colócate en el rincón si no quieres recibir un poco de plomo en tu carita.
—¿Quién es usted?
—Me llaman Riri el Risueño, pero no sé si mis bromas serán de tu gusto.
Alice Despoir se encogió de hombros y obedeció. Entonces, entró el segundo equipo. En un instante, desplegaron e instalaron sobre un caballete una pantalla de cine; frente a la pantalla colocaron un proyector y enfocaron sobre éste la cámara.
Tras una mirada intercambiada entre Philippe Axe y el jefe del grupo técnico, se restableció la emisión mientras la imagen del señor T, monumental y amenazadora, aparecía sobre la pantalla cinematográfica y su voz maligna empezaba a vibrar en el estudio.
En cuanto el señor T acabó su discurso, los dos comandos recogieron su material y abandonaron el lugar.
—Señores, gracias por su cooperación. Esperamos que el mundo entero sea tan razonable como han sido ustedes —lanzó Philippe Axe a los técnicos de la O.R.T.F., mientras Riri el Risueño se despedía de la señorita Despoir.
—Volveremos a vernos después del 13, guapa. Será usted locutora del señor T.
Los seis hombres se lanzaron corredor adelante, tropezándose con uno de los directores de la O.R.T.F., quien llegaba seguido por el comisario Didier, encargado de la seguridad de la casa de la Radio. Los dos importantes personajes habían sido advertidos por una llamada telefónica del grupo TV de la torre Eiffel.
—Señores, señores, ¿quiénes son ustedes? —gritó el grueso comisario, resoplando con fuerza.
—De la base en París del movimiento T.T. —contestó fríamente Axe, metiéndose en un ascensor seguido de sus acólitos.
Para entonces, acudían ya varios agentes de policía y diversos funcionarios.
—¡Rodeen la casa de la Radio! —ordenó Didier.
Hubo un frenético movimiento de llamadas telefónicas; los parisienses oyeron las sirenas de la policía, que convergían hacia la calle de Passy.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado? —preguntaban técnicos y productores en los pasillos.
Si los dos equipos hubieran contado con escapar en automóvil, hubiesen sido capturados, probablemente, porque ciertas puertas se habían cerrado ya automáticamente y unos policías, con sus pistolas del calibre 7,65 en la mano, habían tomado posiciones junto a los otros. Pero los hombres del señor T no se preocuparon demasiado.
El ascensor les dejó en el último piso. Y ellos se precipitaron a la escalera que desembocaba en la terraza.
París se extendía en torno a ellos, constelado de luces que centelleaban en la noche. El Sena, reluciente, parecía inmóvil.
—Hermosa vista, ¿eh? —observó Riri.
—Esteban parece retrasarse —dijo uno.
—No. Aún tiene treinta segundos. Es que nosotros hemos ido aprisa —replicó Axe, mirando su reloj de pulsera.
Se oyó un zumbido que cubrió el rumor nocturno de París. En la noche apareció un punto negro que se acercó a toda velocidad al edificio de la Radio. Treinta segundos después, un gran helicóptero se posaba en la terraza, agitando sus palas en el aire y ensordeciendo a Axe y a sus hombres con su zumbido.
Treinta segundos más tarde se alzó de nuevo, llevando a los seis individuos que acababan de cumplir su primera misión: la operación que el señor T había bautizado con el nombre de «Crepúsculo».