Entre tanto, Langelot llamaba a otra puerta en la que una placa rezaba: «Sr. Roger Noél, director general».
El despacho del gran hombre estaba amueblado también al estilo moderno, pero en lugar de gráficas, podían verse en las paredes algunas telas abstractas. El propio Roger Noél, un hombre de unos cuarenta años y cabellos grises cortados a cepillo, estaba sentado tras una mesa formada por una placa de cristal colocada sobre cuatro pies de hierro forjado.
—¿Qué tal va nuestro sistema? —preguntó a Langelot, sacándose la pipa de la boca.
—Cinco sobre cinco, mi capitán. La recepcionista me da exactamente cuatro minutos para hablar de generalidades, después me llama por teléfono; yo me excuso y acompaño fuera al visitante. Si insiste, le doy una cita para la semana que viene.
—¿Cuáles son las últimas cifras?
—673 personas han pedido informaciones por teléfono, 94 se han presentado aquí desde esta mañana y 25 han afirmado haberse sentido seducidas por nuestros métodos y consideran la posibilidad de confiarnos sus campañas publicitarias.
Roger Noél sonrió brevemente.
—Dicho de otra forma: los negocios marchan.
—Marchan incluso demasiado bien, mi capitán. Acabo de recibir la visita de una amiga que me ha reconocido. No sé qué venía a hacer aquí: la he puesto en la puerta antes de que tuviera tiempo de explicarse. Por desgracia, no se ha creído todo lo que le he contado. Apenas he vuelto la espalda, se ha puesto a explorar las dependencias. Por suerte, nuestro sistema de televisión en circuito cerrado me ha señalado su presencia, pero le confieso que no sé qué hacer con la curiosa.
—¿Quién es?
—Choupette, mi capitán.
—¿Choupette?
—Ya la conoce usted: es la hija del profesor Propergol.
—¡Ah! ¡La señorita Roche-Verger! Bien, bien… ¿Qué está haciendo ahora?
Roger Noél miró una pantalla colocada sobre su mesa. Era un televisor que permitía observar lo que ocurría en las distintas dependencias de la agencia.
—La señorita está en el fichero, que ni siquiera ha habido tiempo de pintar —observó el director de la agencia F.E.A.—. Busca desesperadamente cualquier cosa que recuerde las fichas habituales y no encuentra más que telas de araña, una escoba vieja y tres botes de conserva vacíos. Oiga, Langelot, esa puerta tendría que haber estado cerrada con llave.
—La dejamos abierta para los pintores, mi capitán.
—Es lamentable. Y ahora ¿qué sugiere que hagamos?
—He venido a pedir sus órdenes, mi capitán. Reglamentariamente, habría que encerrarla durante unos días.
—Si, pero su padre provocaría un escándalo. El profesor Roche-Verger no es un hombre fácil de mantener callado.
—¿Le encerramos también?
—¿Ocho días antes del lanzamiento de «Bradamante»? ¡Imposible!
—¿Dejamos que Choupette se marche tranquilamente, sin explicaciones, con la esperanza de que no haga nada? Después de todo, no puede haber adivinado gran cosa.
—Langelot, creo que olvida usted la pasión del profesor Roche-Verger por las adivinanzas de toda clase. Probablemente, es él quien, intrigado por la emisión de ayer, nos ha enviado a su hija. Si ella vuelve esta noche y le dice que le ha encontrado precisamente a usted, cubriendo las funciones de jefe de publicidad de una agencia falta de ficheros, el profesor no tendrá paz hasta que haya resuelto el acertijo. Además, su hija tampoco debe de estar muy satisfecha: ¡su héroe convertido en burócrata! Se tomará todo el trabajo necesario para volver a convertirle en el héroe que no hubiera debido dejar de ser.
—Tiene razón, mi capitán. Pierdo el oremus.
Roger Noél no se dejó engañar por el aire malicioso de Langelot. Se inclinó hacia delante.
—Vamos, vamos, muchacho, usted tiene ya una idea. Suéltela, rápido.
—Pues bien, mi capitán, creo que podríamos emplear a Choupette en la agencia F.E.A.
—¿Sin decirle nada?
—Al contrario: diciéndoselo todo.
—¿Y el profesor?
—Le otorgaríamos confianza y se le pediría que guardara el secreto. Después de todo, le encanta averiguar secretos ajenos, pero sabe guardar los suyos perfectamente.
El capitán llenó su pipa con aire pensativo. La solución propuesta por Langelot era simple, audaz y por otra parte conforme a la doctrina del S.N.I.F.: «Comprometer cuando no se puede evitar ni eliminar».
Pero el director de la agencia F.E.A. no había tomado aún una decisión cuando el pomo de una de las puertas de acceso a su despacho giró lentamente y la hoja se entreabrió sin ruido.
Choupette asomó la cabeza por la abertura con mucha precaución.
—¡Oh! —gritó, al descubrir a los dos hombres. Después, al reconocer al más viejo de los dos, exclamó—: ¡El capitán Montferrand!
—Entre, entre, señorita —dijo el falso Roger Noél, sacándose la pipa de la boca y poniéndose en pie para recibir a la muchacha—. ¿Está usted contenta de su exploración?
Choupette enrojeció hasta las orejas:
—Yo… yo no quería ser indiscreta —tartamudeó.
—Si, si; eso es precisamente lo que usted quería. Siéntese, pues; hablábamos de usted, y acabamos de decidir que le ofrecemos un puesto en la agencia F.E.A. sólo para unos días: de aquí al 13 de marzo.
—¡Oh! Estupendo entonces —gritó Choupette, dejándose caer en un sillón que tenía parte de potro de tortura y parte de hoja de árbol tropical—. Así no tendré que preparar mi trabajo de matemáticas.