Roche-Verger se acostó preocupado. Le caían bien los bromistas, pero, sin saber por qué, aquel bromista le hacia sentirse incómodo. En la voz de rata del señor T había sonado una especie de convicción maléfica. Antes de meterse en cama, el profesor llamó a la O.R.T.F.
—Dígame, joven —dijo, al oír la voz insegura de un empleado—, según parece, la emisión del señor T, a las veintidós horas, era un anuncio.
—Sí, señor…
—Tenía entendido que no admitían publicidad entre las noticias de la televisión francesa.
—No la hay para las marcas en particular, señor; pero existe en favor de los productos en general.
El viejo empleado recitaba su respuesta como si se hubiera tratado de una lección.
—¿Se puede saber —continuó el profesor— si se presumía que la declaración que acabamos de escuchar iba a hacernos comprar más coches o más cigarrillos?
—Aún se ignora, señor. El anuncio en cuestión forma parte de una serie. El número 2 está programado para mañana a la misma hora.
A la mañana siguiente, mientras se afeitaba con una navaja barbera casi tan larga como un machete, Roche-Verger dijo a su hija, a través de una nube de espuma de jabón:
—¿Sabes que aún no la he encontrado?
—Encontrado, ¿qué, papá? —preguntó Choupette que bebía precipitadamente su chocolate antes de dirigirse al instituto.
—La solución del acertijo, naturalmente —contestó el ilustre profesor Propergol—. ¿Quién es ese señor T? ¿Qué es lo que vende?
—Yo no sé nada —balbuceó Choupette—. Ya veremos.
—Ya veremos, ya veremos —refunfuñó el profesor—. También un ciego decía: «Ya veremos». ¿Tienes clase esta tarde?
—No, papá. Hoy es jueves.
—Pues bien, me harás el favor de llamar de nuevo a las oficinas de televisión y preguntarles qué agencia de publicidad nos montó la sorpresita de anoche. Incluso te aconsejaría que fueras a ver a esos astutos individuos de esa agencia y que trates de averiguar qué es lo que quieren conseguir. Iría yo con mucho gusto, pero «Bradamante» me reclama. ¡Adiós, hija!
«Bradamante» era el cohete en el que trabajaba Roche-Verger desde hacia tiempo y que ya estaba a punto de terminar.
—¡Papá, papá! —llamó Choupette—. Has olvidado afeitarte la mejilla derecha.
Pero Roche-Verger ya no la oía. Bajaba la escalera de cuatro en cuatro. Unos segundos después, saltaba al interior de su decrépito automóvil, un «403» que sólo aguantaba con el esfuerzo de cordeles y alambres, y se dirigía hacia el Centro de Estudios sobre los Cohetes, del que era miembro eminente.
Choupette pasó la mañana en el instituto. Almorzó allí mismo, en la cafetería. Después de comer, vaciló; podía irse al cine, preparar su trabajo de matemáticas o cumplir el encargo que le había confiado su padre, encargo que, según todas las probabilidades, él ya habría olvidado.
«Pobre papá —pensó—, si le ayudo a resolver el acertijo que le atormenta, quedará muy contento».
Una nueva llamada telefónica a la O.R.T.F. informó a la señorita Roche-Verger de que el anuncio de la víspera pertenecía a la agencia de publicidad F.E.A. Así pues, la joven tomó el metro. Eran las dos horas y cinco minutos de la tarde cuando empujó la puerta de la agencia, instalada en el tercer piso del número 14 de la Chaussée-d’Antin. Olía a pintura reciente en el vasto vestíbulo iluminado con lámparas de neón. Detrás de una mesa metálica se sentaba una linda recepcionista con la que hablaba un caballero de sombrero de hongo.
—Si, señor —decía la recepcionista en tono cansado—. Es la agencia F.E.A., quien…
—¿Quién es su cliente? —cortó el caballero.
La joven sacudió la cabeza.
—Lo siento, señor, no podemos revelarlo al público. Es secreto; es uno de los argumentos publicitarios con los que contamos para…
—Muy bien, ¡pues no es una gran idea asustar a los honrados ciudadanos con el pretexto de venderles molinillos de café! —refunfuñó el hombre marchándose.
Choupette avanzó unos pasos:
—Buenos días, señorita. ¿Ha sido su agencia la productora de la emisión de anoche del señor T?
La recepcionista marcó un cartón extendido ante ella, sobre el que ya se alineaban un centenar de marcas hechas a lápiz. Esforzándose en sonreír amablemente, dijo:
—Si, señorita. Y no podemos revelar el nombre de nuestro cliente. El secreto es uno de los argumentos publicitarios con los que contamos…
—Aún no le he preguntado nada —cortó Choupette—. Represento a una firma importante que se ha sentido seducida por sus métodos, y querría hablar con uno de sus directores.
—¡Ah, eso es distinto! —dijo la recepcionista con frialdad.
Punteó otro cartón, descolgó un teléfono y anunció.
—Señor Pichenet, es para usted.
Después indicó a Choupette:
—Siéntese. En seguida la atenderán.
La señorita Roche-Verger se sentó en una silla de níquel y plástico. La vida que llevaba la hija del ilustre profesor no era especialmente alegre. No tenía madre, ni muchas amigas; salía poco. Una sola vez había participado en una verdadera aventura, en compañía del joven agente secreto Langelot: en aquella ocasión, la muchacha dio muestras de ingenio, sangre fría y valor.
«Después de todo, si tengo esas cualidades más vale que las utilice —pensaba, mientras aguardaba al señor Pichenet, a quien imaginaba viejo, barrigón y calvo—. Si conseguí engañar a tres grupos de espías profesionales, malo será que no llegue a averiguar el secreto de una pequeña agencia publicitaria como la F.E.A. No sé si el señor Pichenet creerá mi historia, pero adivino que voy a divertirme».
No imaginaba lo acertada que iba.
—Augusto Pichenet, jefe de publicidad, para servirla.
Ella levantó la cabeza y gritó:
—¡Langelot!