CAPÍTULO II

El profesor abandonó su servilleta sobre el plato de raviolis, y se levantó de la mesa.

—Hija mía —declaró—, ésta ha sido una cena notable. Espero que hayas tenido tanto gusto en servirla y Asunción en prepararla, como tendré yo en digerirla sentado en mi butaca y viendo la televisión. He observado que la «tele» favorece la digestión casi tanto como la digestión favorece la televisión. Bueno, yo me entiendo. Ofrezcan el brazo a las damas.

Frase puramente retórica, ya que no había más damas ni caballeros que el profesor y su hija, quienes pasaron al salón sin ningún orden.

Roche-Verger se dirigió en primer lugar a la ventana, separó las cortinas dobles de yute azul y echó un vistazo a la calle.

—¡Ah, ah! —exclamó—. Ahí está la «grulla». Lástima que no llueva.

—Pues esta noche hay dos, que se contemplan como dos perros de porcelana —contestó Choupette.

El profesor había puesto el apodo de «grullas» a los inspectores de policía que la Dirección de Vigilancia del Territorio enviaba para protegerle, y que, día y noche, montaban guardia ante la puerta de su casa o de su despacho. ¡Y es que las investigaciones del sabio, a quien los periódicos apodaban «profesor Propergol», estaban relacionadas con los cohetes y por tanto interesaban a la defensa nacional! Pero a Roche-Verger le molestaba que le impusieran tal protección y siempre deseaba los peores males a sus guardaespaldas.

—¡Dos! —exclamó—. ¡Protestaré ante el ministro!

Luego añadió en un tono optimista:

—Bueno, con los chaparrones de marzo, esos señores sabrán lo que es bueno. De aquí a mañana, tienen tiempo de estar hechos una sopa. A propósito, Choupette, voy a ponerte una adivinanza. ¿Qué es lo que empieza por U y sirve para hacer música?

—No lo sé —contestó Choupette, tendiéndose sobre la alfombra, ante el aparato de televisión.

Su padre adoraba los acertijos y le exponía uno nuevo cada noche…, por lo menos.

—Vamos, hija. Empieza por U; y está muy claro.

—¡Uquelele! —exclamó Choupette—. Pero eso es trampa: es una palabra inglesa.

—No es uquelele, es un violín, una palabra completamente nuestra.

—Es una adivinanza estúpida.

—Ahora, dime: ¿qué es lo que empieza por D y sirve para hacer música?

Dos violines, supongo.

—Exactamente. ¿Qué es lo que empieza por T y sirve para hacer música?

—¡Oh, papá! Tres violines, claro.

—Nada de eso, hija. Una trompeta.

Choupette puso morrito y conectó el televisor. Roche-Verger, muy orgulloso de si mismo, se instaló en un sillón con los muelles hundidos y la tapicería hecha jirones, que le gustaba muy especialmente. La pequeña pantalla se iluminó.

Alice Despoir, presentadora de voz suave y cabellos color platino, leía las previsiones meteorológicas, poniendo la boca en forma de corazón.

En la región parisiense, se prevén numerosos chaparrones durante la noche. En cambio, al sur de una linea Nantes-Saint-Etienne…

—¡Ah, ah! —murmuró Roche-Verger, frotándose las manos—. Nuestras «grullas» no tienen más que esperar. Ya lo ha dicho esa señora: ¡numerosos chaparrones!

En aquel momento, el rostro sonriente y sofisticado de la señorita Alice Despoir desapareció bruscamente de la pantalla. Se formaron unas rayas de luz sobre fondo negro, un rumor inquietante, un chisporroteo y la pantalla quedó a oscuras.

—¿Una avería? —se asombró Roche-Verger.

Pero ya se estaba formando una nueva imagen en la pantalla. De la sombra emergía la silueta monumental de un hombre sentado en un sillón. Su rostro permaneció brumoso hasta el final de la emisión, como si el objetivo hubiera estado mal enfocado; pero su cuerpo, sus manos y los detalles de la habitación en la que se encontraba —una estrecha cabina, llena de indicadores, cuadrantes, botones con luz y palancas diversas— aparecieron claramente.

El hombre era grueso, adiposo, enorme. Sus mejillas gelatinosas oscilaban cuando hablaba. Su cuello se fundía con su torso colosal. Los dedos, semejantes a morcillas blancas, reposaban sobre los brazos cromados del sillón. Tenía una sola pierna, paralizada, que parecía la pata de un elefante; la otra se reducía a un corto muñón, cortada casi a la altura de la ingle.

No se podían distinguir los rasgos de su rostro, pero se adivinaban desdibujados por la grasa y la carne.

—¿Quién es ése? —se asombró el profesor—. ¿El último premio de belleza de Saint-Tropez?

Choupette no separaba los ojos de la pantalla. Sintió un escalofrío. Le parecía que una presencia amenazadora se había introducido en el pequeño apartamento de las afueras de París, en el que siempre había vivido.

Un hilillo de voz escapó por el altavoz. La montaña humana chillaba como una rata.

—Buenas noches, señores y señoras.

»Voy a presentarme: me llaman señor T. Ustedes no me conocen aún, pero ya me conocerán… Y pronto.

»El 13 de marzo exactamente.

»Esta noche tengo algo que comunicarles.

»Hasta ahora, han estado ustedes gobernados por organismos formados por incapaces, y limitados por los estrechos marcos de sus naciones respectivas. Esta época medieval, o mejor dicho: prehistórica, precientífica en una palabra, ha concluido.

»A partir del 13 de marzo, la humanidad no tendrá más que un jefe.

»Yo.

»Yo dirijo ya una red llamada la red T.T., que significa Terror Total.

»Les exhorto a someterse ciegamente a todas las órdenes que reciban de los miembros de esta red. Exhorto en particular a los gobiernos a que me presenten su dimisión. Toda resistencia será reprimida sin piedad.

»Tienen tres días para escoger: se someterán al régimen científico, el único viable en la época moderna, y participarán en la elevación de la humanidad hacia cimas nunca alcanzadas hasta ahora, o bien como deplorables residuos ligados a un orden de cosas irremediablemente condenado, serán machacados por la marcha de la historia.

»Señoras y señores, buenas noches. Aquí el señor T, que les habla desde su Cuartel General.

La imagen del voluminoso personaje se borró de la pantalla. Corrieron unas sombras, mezcladas con manchas blancas y cortadas por estrías.

Tras unos instantes de oscuridad total, reapareció el rostro familiar, pero visiblemente turbado de la señorita Alice Despoir quien, con voz neutra, pronunció:

—Tras esta breve interrupción, ajena a nuestra voluntad, reanudamos nuestras emisiones normales en el conjunto de nuestra red. Al sur de una linea Nantes-Saint-Etienne…

—¿Qué significa esto? ¿Quién era ese guasón? —preguntó Roche-Verger—. Es evidente que se trata de una broma, pero es la primera vez que la dirección de la O.R.T.F. se permite una cosa semejante. Oye, Choupette, hazles una llamada por teléfono y pregúntales qué significa esto.

A Choupette le costó bastante conseguir comunicación con la O.R.T.F. Todas las lineas estaban ocupadas. Por fin, una voz masculina le contestó en tono abrumado:

O.R.T.F. Dígame. ¿Qué desea usted?

—Señor —dijo Choupette—, querría saber qué emisión era ésa del hombre gordo. ¿Se trata de un nuevo «Thierry la Fronde»?

—No, señorita: es un anuncio publicitario.

Y el funcionario colgó.

—Parece que era publicidad —dijo Choupette, perpleja, a su padre.

—Curioso, muy curioso —observó el profesor—. Creía que no hacían publicidad en medio de las noticias nacionales. Si han querido intrigarnos, ¡lo han conseguido!