Epílogo

Ya está. Al menos la primera parte del plan se ha podido coronar con éxito. Han hecho falta dos borradores para que el profesor Albert Einstein dé el visto bueno, pero al final ha rubricado la misiva que le van a mandar al presidente Roosevelt. Le advierten de los avances de la fisión del uranio, del peligro de que los nazis desarrollen una bomba atómica antes que nadie, antes que los americanos. Pero lo que queda a partir de ahora no va a ser tampoco sencillo, y cuando Leo Szilard piensa eso no se refiere a la forma en que los americanos van a afrontar el desarrollo de su bomba atómica, para eso, por desgracia, todavía queda bastante, sino a otra fase de la operación que habrá de suceder antes y no será menos compleja: primero habrán de entregar la carta al presidente Roosevelt, y eso no va a ser tarea fácil, y mucho menos van a poder hacerlo tan rápidamente como les gustaría. Su amigo Alexander Sachs, el banquero, ha conseguido una entrevista con el presidente, pero todavía van a tardar al menos dos meses en encontrarse. Dos meses, se lamenta Leo Szilard. Dos meses. Pero no le queda más remedio que esperar. Al presidente de los Estados Unidos de América no lo puede ver cualquiera cuando le apetezca. No queda más remedio que tener paciencia, y a pesar del tiempo tan angustioso que les queda por delante, hasta que se produzca la entrevista, Leo Szilard está más tranquilo porque Albert Einstein ha firmado la carta que Alexander Sachs le va a entregar a Roosevelt. Había viajado de nuevo hasta Long Island. Al final fue Edward Teller quien hizo de chófer. Por más que lo intentó no pudo ponerse en contacto con Stanislaw Zukrowski. Tal vez aún estuviese de vacaciones con esa joven que había respondido al teléfono en su casa cuando lo llamó. Pero le parecía extraño, porque Stanislaw Zukrowski tenía tantas o más ganas que él de que Einstein firmase aquella carta que le iban a mandar al presidente Roosevelt.

Tardaron menos en llegar que la otra vez porque Leo Szilard recordaba el lugar exacto donde estaba la casa en la que Albert Einstein pasaba el verano. Había visto a su amigo un poco más taciturno que de costumbre, pero lo achacó a la gravedad del momento: un pacifista convencido como él acababa de poner su firma al final de una carta en la que se pedía al presidente de los Estados Unidos que impulsase un programa para desarrollar una bomba atómica. Pese a ello Leo Szilard estaba seguro de que había algo más, un espectro en el fondo de los ojos de Albert Einstein cuyo significado no llegaba a alcanzar. No preguntó. Hay ciertas cosas en las que un hombre, por muy amigo que sea, no debe inmiscuirse.

Al despedirse le preguntó por Alfonso Altamira, el profesor español. Había visto la casa de Ramírez de Ayala al otro lado de la calle y recordó que estaba pasando unos días allí. La primera vez que vino a visitar a Albert Einstein ese verano se le hizo tarde, pero ahora tenía un momento para pasar a saludarlo. Sin embargo, Einstein le dijo que Altamira ya había regresado a Brooklyn. El día anterior, concretamente. No estaba seguro Leo Szilard, pero por un momento le dio la sensación de que la sombra que había visto esa tarde detrás de los ojos de Albert Einstein se había agigantado de repente cuando le preguntó por Alfonso Altamira. Procuró que el padre de la Teoría de la Relatividad no se diera cuenta y cambió de tema inopinadamente después de decirle que esperaba encontrar al español en Manhattan en septiembre, en alguna de las reuniones de la calle Catorce.

En cualquier caso, llevaba la carta con la firma de Albert Einstein guardada en la carpeta, y eso era lo único que importaba.

Poldek Horowitz cerró la carpeta donde guardaba las páginas del manuscrito sobre la historia de Polonia que estaba preparando con la certeza de que aún pasaría mucho tiempo hasta que ese libro se publicase y los estudiantes lo utilizasen. Hitler y Stalin se habían repartido el territorio de su país y Polonia había dejado de existir. El ejército polaco no había podido resistir la embestida de las divisiones de Von Rundstedt y Von Bock mientras el Ejército Rojo invadía el país por el este.

Los panzers ya desfilaban por las calles de Varsovia y los nazis no tardarían en entrar en Cracovia. Se avecinaban malos tiempos para los judíos. Su amigo Stanislaw Zukrowski estaba en lo cierto. Debía haberle hecho caso, pero ya no tenía sentido lamentarse. Era demasiado tarde.

Por más que lo había intentado no había podido hablar con él. Esperaba al menos que su secretaria y la mujer que respondió al teléfono cuando lo llamó a su casa hubieran podido comunicarle que lo había llamado. Aunque su amigo le había pedido que no lo hiciera, al final repitió en polaco, de todas las formas que fue capaz, que estaba seguro de que esa tal Frida Klein era hija de Agniezska Waleska y de Albert Einstein. No estaba muy seguro del alcance de su descubrimiento, pero no tenía dudas de que para su amigo Stanislaw Zukrowski sería importante saberlo.

Guardó la carpeta con el manuscrito en una maleta y la colocó sobre la cama. Muchos judíos se habían marchado ya de Cracovia. Él todavía no sabía qué hacer. La historia le decía que aquello no era nuevo: de vez en cuando los de su religión se veían obligados a marcharse del lugar donde vivían y tenían que encontrar otro lugar en el que establecerse. Poldek Horowitz cogió su equipaje y echó un último vistazo antes de cerrar la puerta del apartamento del Kazimierz donde había vivido los últimos dos años.

Seguro que los judíos saldrían adelante. Si su amigo Stanislaw Zukrowski estuviese allí, seguro que lo tacharía de ingenuo, le diría que no era sano ser tan optimista, pero Poldek Horowitz estaba convencido de que la única forma de poder soportar la tragedia que se avecinaba era pensando que algún día las cosas podrían ir mejor.

Alfonso Altamira González de Tejada regresó a la casa de Arturo Ramírez de Ayala en Nassau Point un fin de semana a mediados de septiembre. Jamás había acudido a la vivienda que su amigo le prestaba más que unos días en agosto, pero este año había roto la norma. Aunque ya hacía fresco por las tardes y los días eran cada vez más cortos, todavía eran agradables los paseos por la orilla de la bahía de Peconic. Albert Einstein había regresado a Princeton hacía pocas semanas, con lo que no había muchas posibilidades de que se lo encontrase. Al final había firmado la carta para impulsar el desarrollo de la bomba atómica por parte de los Estados Unidos, y ahora que la guerra en Europa había empezado, la primera bomba atómica de la historia no era una quimera, sino una locura cuya aparición sólo era cuestión de tiempo. Altamira era consciente del peligro que suponía la creación de un arma así, pero, puesto que ya no era posible una vuelta atrás, deseaba con todas sus fuerzas que fuesen los americanos y no los nazis quienes la fabricasen primero. La Wehrmacht había invadido Polonia después de que Hitler y Stalin hubieran llegado a un acuerdo para repartirse el país, y a Francia y a Inglaterra no les había quedado otro remedio que declararle la guerra a Alemania. Se avecinaban malos tiempos, y Altamira se sentía cada vez más viejo y más solo.

Antes de regresar a Brooklyn, la mañana después de que Frida se ahogase en las aguas de la bahía de Peconic, Newton se había puesto a escarbar en la parte de atrás de la casa y había dejado al descubierto el cadáver de Gaspar Puig. La policía todavía estaba allí. Él mismo los había llamado esa noche, desde la casa de Albert Einstein, después de que hubieran regresado al embarcadero los dos con el cadáver de Frida. Les hicieron muchas preguntas, y luego, cuando apareció el cadáver de Gaspar Puig, vinieron muchas preguntas más. Más tarde llegaron dos agentes del FBI, que los interrogaron por separado, a Albert Einstein y a Alfonso Altamira, y cuando regresó a Brooklyn había tenido que acudir otras dos veces a una oficina de los federales, y estaba seguro de que todavía tendrían que hacerle muchas preguntas más. No se lamentaba Altamira por ello. Sabía que lo que había ocurrido, o lo que había estado a punto de ocurrir, era lo bastante importante como para que el FBI quisiera saber muchas cosas. Había cobijado en su casa a una agente alemana, y eso, aunque los Estados Unidos aún no habían tomado parte en la guerra en Europa, era algo que el FBI no dejaría pasar por alto. Estaba seguro de estar sometido a alguna clase de vigilancia discreta, pero procuraba tomárselo con buen humor. Al cabo, él no era más que un ciudadano extranjero, un exiliado cuya situación era tan precaria que no tendría ninguna posibilidad de protestar si las cosas se complicaban y al final alguien decidía meterlo en la cárcel o mantenerlo a buen recaudo hasta que todo se aclarase.

Al menos el fin de semana que viajó hasta Long Island no había tenido la sensación de que alguien lo vigilaba. Apenas quedaban ya veraneantes en Nassau Point, y durante el paseo que dio por la mañana no se encontró con nadie. Había caminado sin rumbo, a veces detrás de Newton, y otras veces era el perro el que lo seguía a él. Casi sin darse cuenta, aunque en el fondo sabía que no había nada inocente en la ruta que lo había llevado hasta allí, se encontró en el embarcadero al que Albert Einstein y él habían llegado mientras Frida von Kleinsberg los encañonaba. El Tinef ya no estaba. Según había podido saber, lo habían llevado hasta Southold, y Albert Einstein le había pedido a David Rothman, el comerciante del que se había hecho tan amigo ese verano, que lo guardase en su casa.

Sólo quedaba en el muelle la pequeña barca de los Trefmann a la que Albert Einstein lo había amarrado por orden de Frida von Kleinsberg. Altamira comprobó que aún le faltaba el travesaño que había arrancado para soltarse.

Se sentó en un extremo del embarcadero, se quitó los zapatos, se arremangó el pantalón y metió los pies en el agua. Luego encendió la pipa y se desabrochó un par de botones de la camisa. El agua de la bahía estaba tan tranquila que por un momento pudo olvidarse de lo que había ocurrido allí unas pocas semanas antes.

Dio una profunda calada a la pipa y pensó que al final las cosas no habían salido tan mal. Lamentaba mucho que Gaspar Puig hubiera muerto —al final se había convertido en un héroe, y Altamira se consolaba pensando que a su buen amigo le gustaría ser recordado como tal—, y estaba seguro, más seguro incluso que los agentes del FBI que lo investigaban, de que antes o después alguien encontraría el cadáver de Stanislaw Zukrowski.

Frida von Kleinsberg había conseguido engañarlos a todos, y a él más que a nadie. Pero eso era algo que ya no podía cambiar. Al final ella no había podido llevar a cabo su misión y pronto los americanos estarían desarrollando su propia bomba atómica.

No habló con Albert Einstein sobre ella el resto del tiempo que permaneció en Peconic después de que todo terminase. Estaba seguro de que para Einstein era tan perturbador el hecho de que Frida von Kleinsberg pudiera ser su hija como para él haber estado enamorado de ella durante tanto tiempo sin llegar a sospechar siquiera que era una agente de la Abwehr. Incluso para Albert Einstein sería peor. Estaba convencido de ello. No le gustaría estar en su pellejo. Una mujer que podía ser su hija había venido hasta Estados Unidos para matarlo, y además había puesto su firma al final de una carta que iba a cambiar el mundo para siempre.

Suspiró Altamira. Cerró los ojos. Sacó los pies del agua. De pronto le había parecido que estaba más fría. Acarició el lomo de Newton, que se había tumbado junto a él.

No podía saber dentro de cuánto tiempo, tal vez algunos años, pero la única verdad era que antes o después alguien conseguiría fabricar una bomba atómica, el arma más poderosa y más destructiva que jamás había existido sobre la faz de la Tierra. Sacudió la cabeza, resignado. Era como si de repente se hubiera hecho de noche. El sol estaba a su espalda y lo único que podía ver en el horizonte era oscuridad. No había nada que él pudiera hacer. El mundo había cambiado, para siempre, y las cosas ya nunca volverían a ser como antes.

Diciembre de 2006