Séptima parte

Otro problema. Leo Szilard se echaría a reír, incluso le dan ganas de hacerlo para aliviar la tensión. Más que el intento desesperado de un científico de detener el programa nuclear de los nazis, muy bien podría parecer la conspiración absurda de tres judíos húngaros. Eugene Wigner, Edward Teller y él mismo. Esta vez Eugene Wigner no va a poder hacer de chófer, y por más que lo ha intentado no ha podido localizar a Stanislaw Zukrowski para que lo lleve. No está en su casa de Manhattan ni en su despacho de Queens. Menos mal que ha podido recurrir a Edward Teller, otro judío húngaro exiliado, para que lo acerque otra vez a la casa de Long Island donde pasa el verano Albert Einstein.

Ha escrito dos cartas. En realidad ha escrito muchas, y las que llevará en su próximo viaje a Long Island para que Albert Einstein les dé el visto bueno no son más que el resultado de muchos borradores, algunos de ellos demasiado largos, para despertar el interés del presidente Roosevelt, para advertirle de la amenaza tan grave a la que se van a enfrentar. Alexander Sachs, otro buen amigo, ya tiene una copia, y la está estudiando para aportar también lo que considere oportuno. No en vano va a ser él quien se encargue de hacer llegar la misiva al presidente. No es fácil llegar a la Casa Blanca. Ni siquiera lo sería para Albert Einstein. Pero Alexander Sachs, un prestigioso banquero, puede presumir de visitar de vez en cuando el despacho oval y departir unos minutos con Franklin Delano Roosevelt. Leo Szilard espera que los argumentos impactantes de la carta y la firma de Albert Einstein al final consigan el efecto necesario para que el presidente tome la decisión correcta. Ya que no se puede detener el programa atómico de los nazis, no queda otro remedio que adelantarse a ellos, que los americanos consigan terminar el suyo antes de que los científicos de Hitler lo hagan. Werner Heisenberg regresará pronto a Alemania, y Leo Szilard está seguro de que, por mucho que le haya contado a Enrico Fermi que la bomba atómica alemana no estará preparada antes del final de la guerra que se avecina, nadie puede estar seguro de nada, ni siquiera el propio Heisenberg, que aunque parece tener buenas intenciones —y Leo Szilard no está seguro de ello— no puede saber cuánto durará la contienda que se avecina. Lo único que Werner Heisenberg puede saber es lo que sabe todo el mundo, algo que hasta a los más optimistas no les queda más remedio que reconocer: que la guerra en Europa no tardará mucho en comenzar. Es cuestión de meses, pocos, de semanas quizá. La ambición de la fiera rabiosa es imposible de saciar. Hasta ahora los ingleses y los franceses han mirado para otro lado esperando que las concesiones que le han hecho calmen su ambición, pero con cada pequeña victoria la fiera se ha ido haciendo cada vez más fuerte. Ahora Gran Bretaña y Francia le han dado un ultimátum a la bestia, una advertencia que parece ridícula a estas alturas: si la Wehrmacht invade Polonia le declararán la guerra a Alemania. Leo Szilard no cree que a Hitler le vayan a achantar a estas alturas las amenazas de los británicos y los franceses. Puede que incluso le suenen a risa.

Ha puesto en un compromiso terrible a un amigo. Leo Szilard lo sabe, pero no le ha quedado otra opción. Es su mejor baza y no la puede desperdiciar, y está seguro de que Albert Einstein lo comprende, y que al final lo perdonará, aunque lo haya empujado a la encrucijada más difícil de su vida. Poner su rúbrica al final de esa carta supone traicionar sus principios, y si lo hace sólo será en aras de un bien mayor. Después sólo quedará esperar, cruzar los dedos, rezar.

Ha quedado con Edward Teller dentro de tres días para ir a visitar de nuevo a Albert Einstein. Tres días que van a ser los más largos de toda su vida.