Las cosas se van acoplando poco a poco. Al menos eso es lo que le parece. Leo Szilard está más tranquilo desde que fue a visitar a su viejo amigo, el profesor Albert Einstein, a Long Island. Al final fue Eugene Wigner quien lo llevó en su coche. Stanislaw Zukrowski debía de estar camino de Chicago con esa mujer de acento alemán que respondió al teléfono en su casa. El húngaro no puede dejar de envidiar, como cualquier hombre, el éxito de Stanislaw Zukrowski con las mujeres.
Eugene Wigner y él atravesaron Manhattan y Queens, y después de perderse varias veces consiguieron llegar a Long Island, pero una vez allí tampoco les resultó fácil encontrar la casa del profesor Albert Einstein. Su viejo amigo le había dado las señas —Old Grove Road, Nassau Point, Peconic, Long Island—, pero ni aun así eran capaces de dar con la casa. Se detuvieron en Patchogue. No eran más que dos pobres judíos húngaros exiliados perdidos entre un marasmo de casas de verano que buscaban al científico más famoso de toda la historia para salvar al mundo y no eran capaces de encontrarlo. De no haber sido un asunto tan grave el que tenían que tratar con el genio, se hubieran parado, Eugene Wigner y él, y hubieran soltado una larga carcajada para aliviar la tensión. Tan cómica y tan grandilocuente a la vez les parecía la aventura que a los dos les daban ganas de echarse a reír. Siguieron conduciendo hacia el este, hacia el final de la isla, pero cuando llegaron a Nassau Point encontraron unas cuantas casas desperdigadas frente a la bahía de Peconic, lo bastante alejadas entre sí como para que los vecinos no se molestasen, y, lo peor, para que nadie supiera cuál era la vivienda que habitaba el hombre al que habían venido a buscar.
Se hacía tarde ya cuando le preguntaron a un chaval que caminaba por la calle, le preguntaron más por aliviar la tensión que de verdad esperando una respuesta. No sabía el nombre del profesor Einstein, pero en cuanto se lo describieron el crío no tuvo dudas. Señaló con el dedo una casa, al otro lado de la calle. No debía de haber muchos sexagenarios con la melena blanca enmarañada, sombrero de paja y pantalones por encima de los tobillos y una cuerda como cinturón que paseaban por el vecindario con un cuaderno para garrapatear fórmulas con las que intentar desentrañar los secretos del universo.
Los esperaba en el porche, a los dos. Estaba despidiéndose de un amigo. David Rothman, se llamaba. Era un comerciante de Southold con el que Albert Einstein había trabado amistad ese verano. Después de que Rothman se marchase Albert Einstein les obsequió con uno de sus sarcasmos habituales cuando le contaron que habían llegado tarde porque se habían perdido. El genio se echó a reír. Creía que eran todos los demás científicos los que decían que Albert Einstein estaba perdido, les dijo. Sonrieron los dos, Wigner y él: al menos el ninguneo al que había sometido la comunidad científica al profesor Einstein no había minado su buen humor. Según la mayoría, hacía muchos años que Albert Einstein estaba acabado, y casi nadie pensaba ya que pudiera aportar ningún descubrimiento notable a la Física. Pero con sesenta años cumplidos, después de la visita de sus dos colegas húngaros no iba a tardar en volver a estar en primera línea de combate.
Al otro lado de la calle, más abajo, en el porche de una casa, junto a la vereda que bajaba hasta la playa, alguien cuyos rasgos le resultaban familiares pero no pudo descifrar a quién correspondían porque estaba en la sombra los saludaba con la mano. Szilard y Wigner respondieron con el mismo gesto, sin llegar a saber de quién se trataba. Albert Einstein también había levantado la mano para saludar, y cuando los conducía al porche les explicó que se trataba de Alfonso Altamira, el profesor español, que pasaba unos días en la casa de Arturo Ramírez de Ayala. Altamira, había dicho Szilard, enarcando las pobladas cejas. Hacía tiempo que no lo veía. Luego pasaría a saludarlo. Ahora no había tiempo que perder. Tenía que contarle al profesor Einstein el motivo de su visita.
Nadie al que se lo hubiera contado lo creería, pero Szilard tuvo que poner al día a Albert Einstein sobre los avances de la Física Atómica. Aislado en su paraíso de Princeton, cerrilmente empeñado en demostrar a todo el mundo que era él quien tenía razón y no todos esos científicos que se habían abrazado a los postulados volubles de la Mecánica Cuántica, que se postraban de rodillas ante quienes aseguraban que era el azar el que dirigía el destino de las partículas subatómicas, como si fueran sacerdotes que les mostrasen la hornacina que albergaba el Santo Grial, ya ni siquiera leía las publicaciones científicas donde los físicos se apresuraban en publicar sus descubrimientos, igual que él mismo había hecho más de treinta años antes por primera vez. Pero a pesar de la opinión que muchos expresaban demasiado a la ligera, Leo Szilard estaba seguro de que Albert Einstein entendería enseguida, en unos minutos, lo que estaba pasando. Le cuenta que la fabricación de una bomba atómica ya no es una utopía, le explica que el uranio es el único elemento que encierra la energía necesaria para abrir la caja de los truenos. Después de asentir con gesto grave, el físico al que a pesar de haberse quedado anticuado todos los demás científicos admiraban y anhelaban su beneplácito aunque no estuviesen de acuerdo con él, lo había comprendido todo, y les preguntó qué podría hacer por ellos.
Szilard le contó que los nazis controlaban las minas de uranio de Joachimstahl, en Bohemia, y que si de allí no podían extraer la suficiente cantidad de uranio para realizar los experimentos necesarios y después fabricar una bomba atómica, la única posibilidad que quedaba era la explotación que controlaba la Compañía Minera del Alto Katanga, en el Congo Belga. Mil doscientas toneladas de uranio, recalcó Leo Szilard. Mil doscientas. Los nazis están dispuestos a comprarlo, pero si estalla la guerra en Europa y Alemania invade Bélgica ya no necesitarán pagar ningún precio por él.
El profesor Einstein entornó los ojos, sabedor de cuál iba a ser su papel. Y aunque le unía cierta amistad con Isabel, la reina madre de Bélgica, no le parecía elegante aprovecharse de su relación para poner a la venerable anciana en un compromiso. Y había que tener en cuenta que él todavía no se había nacionalizado y no era un ciudadano estadounidense de pleno derecho, y aunque era un científico famoso y respetado, no estaba seguro de hasta qué punto el Departamento de Estado norteamericano vería con buenos ojos que un extranjero como él instara al jefe de un Estado europeo a tomar medidas para proteger sus reservas de uranio de los nazis. Szilard estuvo a punto de desesperarse. Al final el viaje no iba a servir para nada, pero reconocía también que al profesor Einstein no le faltaba razón. Aquello se parecía cada vez más a una conspiración de científicos desesperados. Habrá que alertar al Departamento de Estado, y tendrán que ser ellos los que pongan sobre aviso a los belgas del peligro que puede suponer para el mundo que los nazis controlen sus minas africanas. Y hay que hacerlo todo con mucha discreción también, porque es muy importante que los servicios de información alemanes no se enteren de lo que ellos saben. Leo Szilard sacudió la cabeza, en el porche de la casa de Einstein, mirando la taza de té que le había servido Margot, la hijastra del genio. Sabía hasta qué punto los burócratas norteamericanos podrían ser lentos como tortugas e ineficaces como niños inocentes, pero para hacer las cosas bien no les quedaba otro remedio que seguir el procedimiento reglamentario, tan estricto en la política como en la vida militar. Al menos el nombre de Albert Einstein serviría como aval y podría aligerar los trámites.
Anochecía ya cuando decidieron que era hora de regresar a Manhattan. Que Eugene Wigner supiera conducir no significaba que fuera un automovilista experto, no como Stanislaw Zukrowski, al que le apasionaban tanto los coches modernos y la velocidad como las mujeres. Szilard dedicó unos segundos a pensar en él y sonrió, imaginándolo al volante de su descapotable camino de Chicago, con la mujer que había respondido al teléfono de su casa recostada en su hombro.
Cuando salieron a la calle entornó los ojos y miró al porche de la casa de Arturo Ramírez de Ayala, pero no vio a Alfonso Altamira. El profesor español le caía bien, y le hubiera gustado saludarlo. Pero ya era tarde, y si cruzaba la calle y llamaba a su puerta sabía que tendrían que entretenerse demasiado tiempo. Apenas había luz ya, y aún les quedaban dos —o quizá tres— horas de viaje para regresar a Manhattan. Si es que no volvían a perderse, lo cual, dados los antecedentes, era bastante probable. La próxima vez que vinieran, y Leo Szilard estaba seguro de que tendría que volver a visitar al profesor Albert Einstein muy pronto, intentaría pasar a saludar a Alfonso Altamira.
Al marcharse Leo Szilard vio por el espejo retrovisor que, desde la puerta de su casa, dando una calada a su pipa, pensativo, su viejo amigo miraba el coche perderse al final de la calle. Szilard lo conocía bien y sabía que Albert Einstein no dejaría de rumiar todo lo que habían hablado, que le daría vueltas hasta encontrar la solución más oportuna, como si de un problema de Física se tratase. Cuando el automóvil de Wigner desapareció detrás de la cuesta la imagen del premio Nobel, pensativo, solitario como un ermitaño en la puerta de su casa seguía pegada a su retina. Era un recuerdo del que le costaría desprenderse. Se le antojaba Einstein un genio que llevaba años aletargado dentro de una lámpara mágica esperando que alguien tuviera un motivo lo bastante importante para frotar el metal y despertarlo. Ya no había vuelta atrás. Le habían contado que el mundo corría el peligro real de estallar por los aires si los nazis conseguían desarrollar con eficacia el proyecto de construcción de una bomba atómica. Y Albert Einstein ya no pararía hasta encontrar una solución. Él no iba a permitir que algo así ocurriese, no lo haría si estaba en su mano impedirlo. Y lo estaba. Sabía que lo estaba. Leo Szilard cerró los ojos y procuró relajarse mientras Eugene Wigner se afanaba en mirar en los carteles alguna indicación que le mostrase cómo regresar a la ciudad de Nueva York.