Acaba de comenzar el mes de julio, y Leo Szilard sabe que cada día que se retrasan es un día que le regalan a la bestia hambrienta para que pueda preparar el arma que la hará invencible. Desde que se le ocurrió el nombre de Albert Einstein para advertir a los belgas de que pusieran a buen recaudo sus explotaciones de uranio en el Congo apenas ha podido pensar en otra cosa. Princeton no queda demasiado lejos de Nueva York, pero él no conduce. Ni siquiera tiene coche. Son esos pequeños detalles —no tener coche, no saber conducir— como una bofetada o un mazazo en la cara que le muestran sin miramientos su condición de judío exiliado que, a pesar de ser un científico reputado, en realidad no es más que uno de tantos extranjeros en un país enorme que tiene otras cosas más importantes de las que preocuparse. No puede evitar la sensación angustiosa, por desgracia, de que Estados Unidos prefiere mantenerse al margen de los problemas de Europa, sin querer darse cuenta del peligro que puede correr también si la bestia consigue fabricar el arma y poner la proa hacia América después de haber doblegado a todos y cada uno de los países europeos. Porque lo conseguirá si tiene la bomba atómica. No le cabe duda, bastará una demostración, como un vendedor que quiere dar a conocer un producto novedoso a los consumidores. Será tan simple como eso. Como un prestidigitador que deja boquiabierto al público, sólo que este mago no sacará un conejo de la chistera, sino que habrá abierto una caja de Pandora que ya nadie podrá cerrar.
Pero nadie descuelga el teléfono en la casa de su querido Albert Einstein en Princeton, y lo primero que se le ha ocurrido es ir él mismo y llamar a la puerta del número 112 de la calle Mercer, y si no contesta nadie preguntar en la casa de al lado por si saben dónde puede estar. Leo Szilard está a punto de caer en la barrena de la desesperación porque no se le ocurre dónde poder localizar al científico más famoso del mundo pero también el más caótico. Tampoco parecen estar en la casa ni su hijastra, Margot, ni su hermana Maja, ni siquiera la secretaria que lleva veinte años a su lado, Helen Dukas. Se habrán ido de vacaciones, seguro que a un lugar tranquilo, tal vez sin teléfono, aunque seguro que también con el mar o un lago cerca y una embarcación de vela en la que Albert Einstein pueda pasar las horas ociosas del verano dando bandazos inconexos de marinero inexperto que no ha querido aprender nunca las normas más elementales de navegación.
Necesita un medio de transporte rápido, alguien que tenga coche. Pero ese verano la suerte parece darle la espalda. Tiene un buen amigo, el químico polaco Stanislaw Zukrowski. Él tiene un coche moderno, potente y descapotable, y le gusta conducir por las carreteras del estado, viajar. Pero Stanislaw Zukrowski no siempre es fácil de localizar. No estaba cuando lo llamó a su casa del Greenwich Village. Una mujer con un ligero acento alemán le ha dicho que aún no había regresado cuando lo llamó. Al final lo ha localizado en su oficina del almacén del empresario Arturo Ramírez de Ayala en Queens. Zukrowski le ha dicho que dentro de unos días va a viajar a Chicago. A pesar de que Werner Heisenberg ha dejado claro que sólo cenará con Enrico Fermi, el polaco va a conducir cuatrocientos kilómetros para intentar hablar con él. Bien hecho. Zukrowski es un tipo capaz y concienzudo que intentará averiguar todo lo posible sobre el programa atómico nazi.
Para que lo lleven a visitar a Albert Einstein Leo Szilard no puede esperar un día más. Se le ha ocurrido llamar a otro físico húngaro para que le eche una mano, Eugene Wigner: hay tantos judíos húngaros exiliados que cualquiera diría que forman parte de una hermandad secreta, una conjura, sí, para salvar al mundo, para evitar que el planeta salte por los aires. Eugene Wigner también vive en Princeton, muy cerca de Albert Einstein, y también da clases en la misma universidad que ha acogido a su antiguo profesor en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín. Después de hablar con Leo Szilard, Eugene Wigner ha ido a buscar al profesor Einstein a su casa, pero, efectivamente, no contesta nadie. Mas su colega es un hombre que no se da por vencido y no tarda en averiguar el paradero del genio. Se ha ido a pasar el verano a la bahía de Peconic, en Long Island, a la misma casa que le había alquilado al doctor Moore el verano anterior. El verano anterior, se detiene Leo Szilard a pensar un momento. Un año antes tal vez habría esperado, pero en doce meses han cambiado tanto las cosas que piensa que si espera a que termine el verano para ir a visitar al profesor Albert Einstein tal vez será ya demasiado tarde.
Eugene Wigner está al tanto de sus desvelos y de sus preocupaciones. Fue a la primera persona que llamó, a primeros de año, para contarle el hallazgo maravilloso y terrible de los neutrones. Wigner incluso le acompañó en la reunión con el escéptico almirante Hooper, en la que no consiguieron nada más que los tomasen por dos locos húngaros exiliados que deberían dedicarse a la ciencia ficción en lugar de investigar en el respetable campo de la Física Atómica.
Eugene ha conseguido el teléfono de la casa donde Albert Einstein pasa el verano. Si antes había pensado decirle abiertamente que su fórmula E=mc² había encontrado por fin una aplicación práctica, ahora, mientras escucha el tono de llamada del teléfono, piensa que no es la mejor idea ser tan directo con su viejo amigo, con su antiguo maestro. El profesor Einstein ha elegido vivir como un eremita, y aunque ha asistido a todos y cada uno de los científicos exiliados que le han pedido ayuda para establecerse en los Estados Unidos, aún no se ha pronunciado públicamente sobre la guerra que está a punto de comenzar en Europa.
Cambia Leo Szilard unas frases de cortesía con el maestro, le muestra su indignación, y Albert Einstein está de acuerdo, por los ignominiosos Acuerdos de Múnich. Los nazis se han apoderado de los Sudetes, y el resto de Europa, sobre todo Francia y Gran Bretaña, quienes tendrían más que decir en el asunto, ha mirado para otro lado con tal de no enfurecer más a la bestia rabiosa. Leo Szilard respira hondo antes de decirle al científico más famoso del mundo que si Eugene Wigner y él pueden ir a visitarlo a Long Island le contarán algo de extrema gravedad, y, lo más importante, que su ayuda va a ser fundamental para detener la furia de la bestia. Contiene el aire Leo Szilard mientras espera la respuesta del creador de la Teoría de la Relatividad. De acuerdo, responde Einstein. Szilard cierra el puño de la mano libre, la mano que no sujeta el auricular del teléfono, en señal de victoria. La cita va a ser el 15 de julio. Esta noche va a ser la primera de muchas noches que dormirá a pierna suelta.