Tercera parte

Imposible. Parece mentira. Ya sólo le queda subir al Empire State, hasta la última planta, y desplegar una pancarta para que la gente se entere de lo que está pasando. Leo Szilard lo haría si no fuera consciente del peligro de airear sus miedos a los cuatro vientos. Ha llamado a tantas puertas que le parece imposible que nadie haya querido darse cuenta de la gravedad del asunto. Dentro de no mucho tiempo estallará la guerra en Europa, está convencido. Tarde o temprano Hitler pedirá o tomará por la fuerza algo que ni los ingleses ni los franceses podrán permitir sin que se les caiga la cara de vergüenza y tendrán que declararle la guerra. Ya han mirado para otro lado tantas veces, esperando aplacar así a la fiera rabiosa, que lo único que han conseguido es envalentonarla, malacostumbrarla cuando han visto que enseña sus colmillos afilados, los espumarajos que le salen de la boca, deseando saltar sobre ellos, amenazando con tomar lo que cree que, por justicia, le corresponde. No comprende Szilard cómo no han querido darse cuenta, ni los ingleses ni los franceses, de que la bestia puede estar preparando un arma tan poderosa que cuando esté lista ni siquiera tendrá que volver a enseñar los colmillos para pedir lo que quiera, lo que se le antoje, para hacer que todos, los ingleses, los franceses, incluso los norteamericanos, que se sienten tan seguros protegidos por dos océanos, se postren de rodillas y supliquen clemencia. Apenas le queda nada por hacer ya. Sus colegas que pueden ayudarlo parecen más interesados en alcanzar la fama que en ocultar a las fuerzas del mal sus hallazgos o no quieren arriesgar su reputación o el pasaporte a Estocolmo por algo que muy bien puede no ser verdad o estar sólo en la imaginación de unos cuantos fanáticos o alucinados como él mismo. Leo Szilard nunca ha buscado la fama, y tampoco le ha preocupado que algún día lo llamen desde Estocolmo para decirle que ha ganado el Premio Nobel de Física, y la arrogancia o los deseos de grandeza de sus colegas no le parecen sino absurdas competiciones de niños de parvulario. Pero sabe también que si su nombre fuera más conocido, si le hubieran dado el Premio Nobel unos años antes, su voz tendría mucha más fuerza de la que tiene ahora y no le costaría ser escuchado por quien hiciera falta, por el mismo presidente Roosevelt si se diera el caso.

Las últimas noticias que han llegado de Europa le han robado el sueño estos días. Los nazis se han apoderado de las minas de Joachimstahl, en Bohemia, y Leo Szilard sabe que eso significa que van a intentar conseguir la mayor cantidad de uranio posible. Y el uranio es imprescindible para fabricar una bomba atómica. Tal vez todo el uranio que puedan encontrar en las minas de Bohemia no sea suficiente para realizar los experimentos necesarios y fabricar la bomba finalmente, y Leo Szilard está seguro de que entonces Hitler no vacilará en invadir el país que haga falta para conseguirlo.

Ojalá eso no tenga que ocurrir. Ojalá que alguien de los que mandan, alguien de los que pueden tomar decisiones importantes, tenga la sensatez suficiente para hacerle caso y la valentía de llevar a cabo las acciones pertinentes para neutralizar el arma poderosa que los nazis han puesto tanto empeño en desarrollar. Ojalá, piensa Leo Szilard, que el mundo despierte del letargo inocente en el que parece estar sumido, como si al mirar para otro lado se pudiera impedir que Hitler y sus científicos sigan adelante con su proyecto, un proyecto que el físico atribulado está seguro de que ya ha comenzado en algún laboratorio de Alemania. Seguro que Werner Heisenberg estaba al tanto del mismo, tal vez lo dirigía en la sombra.

Lo peor de todo es que se le está acabando el tiempo. Si los nazis no consiguen extraer el uranio necesario de las minas de Joachimstahl para fabricar su bomba atómica, Leo Szilard sabe que el único lugar con garantías suficientes para extraer todas las toneladas del mineral que se necesitan está en el Congo, en el Congo Belga. Hay que alertar a los belgas. Pero quién es él sino un pobre exiliado y desesperado. Como va a poder ponerse en contacto con el rey de Bélgica si a sus espaldas, y algunos abiertamente, lo tildan de demente.

Cuando piensa que su voz debería ser escuchada vuelve a lamentarse por no haber conseguido ser un científico más lamoso de lo que es. Aunque todavía no está todo perdido. Es posible que la bestia cuya rabia nadie puede calmar haya puesto ya sus ojos en el Congo Belga, pero él tiene una carta guardada en la manga. Es amigo de un físico muy famoso, el más famoso de todos, tal vez el más famoso de todos los tiempos. Ahora vive en su retiro de Princeton, como un rey que ha abdicado y disfruta de una jubilación tranquila y feliz, pero sabe que en cuanto le advierta del peligro de que los nazis fabriquen una bomba atómica ofrecerá su fama y sus contactos para impedirlo. Abre la agenda donde debe de estar el número de teléfono de la casa del profesor Albert Einstein y, mientras lo busca, se pregunta cuánto tiempo hace que no habla con su viejo amigo. Dos años por lo menos. Incluso hacía mucho tiempo que los dos habían patentado juntos un nuevo tipo de refrigerador que todavía no les había reportado ningún dinero. Leo Szilard está seguro de que Albert Einstein se mostrará encantado de ayudarle en su lucha desesperada. Al descubridor de la Teoría de la Relatividad sí lo escucharán. Todos quieren hacerse fotos con él, es amigo de reyes y de presidentes, incluso Roosevelt presume de la amistad del hombre del cabello desordenado que vive en el número 112 de la calle Mercer de Princeton. Pero en ese momento tan delicado lo mejor es que Albert Einstein es amigo de Isabel, la reina madre de Bélgica, y ese contacto supone un canal de comunicación muy importante. Mientras gira el dial piensa que le va a decir que aquella fórmula que había enunciado más de treinta años antes, E=mc², al fin había encontrado una aplicación práctica. Terriblemente práctica.