Segunda parte

Dos meses han pasado ya y nadie le hace caso. Enrico Fermi ha conseguido una reunión con el almirante Hooper y sus consejeros, pero los militares no han entendido nada. Szilard ha podido acompañarlo. Esa fría mañana de marzo ha tenido que morderse la lengua, dejar que el italiano sea quien ponga en antecedentes a quienes llevan uniforme. A Fermi le han dado el Premio Nobel de Física en 1938 y es uno de los científicos más famosos que han buscado refugio en Estados Unidos, pero ni siquiera es capaz de arrancar más que un bostezo de sus interlocutores. A esas alturas del siglo XX los militares todavía se preocupan más por los gases tóxicos que se utilizaron en la Gran Guerra que por el más que posible programa de armas atómicas que están desarrollando los nazis. Los oficiales del Alto Mando norteamericano le parecen tan ingenuos que piensan que porque la Convención de Ginebra haya prohibido el uso de armas químicas habrá algún país que se niegue a utilizarlas si piensa que con ello puede ganar la guerra. Incluso Estados Unidos lo haría. Cualquiera lo haría. Si alguno de los que mandan entendiera lo que él trataba de explicar estaría moviendo los hilos para que el uso de las armas atómicas se prohibiera antes aún de que fuera posible fabricarlas. Pero a pesar de que todo el mundo está convencido de que habrá guerra en Europa antes de que acabe el año, cuando Fermi les advierte del peligro de las armas atómicas los muy zoquetes piensan que se trata de las fabulaciones de un loco. Y después de la reunión Leo Szilard no sabe qué le duele más, si la desidia de los militares norteamericanos que se han negado a dedicar un presupuesto para la investigación atómica o que Enrico Fermi, a pesar de que ya ningún científico puede tener dudas de que el átomo es fisionable, piense a estas alturas que la fabricación de una bomba atómica no es posible. El italiano incluso no cree que sea peligroso publicar en una revista científica los últimos avances en Física Atómica. Increíble. Ni siquiera él, que ha abandonado Italia porque su esposa es judía, quiere darse cuenta de que no corren buenos tiempos para pensar que los avances científicos no deben tener fronteras. Se lo había dicho dos meses antes. Al menos ha tenido la deferencia de utilizar su fama y su prestigio para que el almirante Hooper los escuche.

El científico húngaro se está enfrentando a una tarea titánica en solitario. Es como un caballero cruzado que ha perdido su estandarte y blande su espada en mitad del desierto, desgañitándose para advertir a sus compañeros que se empeñan en no escucharlo porque se ha obcecado en encontrar un camino equivocado. Pero el caballero Leo Szilard no bajará los brazos hasta que lo haya conseguido. Es la única meta que tiene en su vida desde hace cuatro años, un pequeño haz de luz que vislumbra al final del camino, o que quiere pensar que está ahí, porque si no hubiera esperanza sería demasiado terrible. No quiere ni imaginar que porque él haya escatimado algún esfuerzo, porque se haya cansado de hablar con alguien, de humillarse o de que lo tomen por un visionario alucinado, al final los nazis ganen la partida y las banderas con las esvásticas sean las únicas que ondeen en Europa durante los próximos mil años, como ha vaticinado Hitler.

La reunión con el almirante Hooper y sus asesores ha resultado un fracaso, pero Leo Szilard no se va a rendir. No ha conseguido más que alguna palmada en la espalda y vagas promesas que se le han antojado más bien un consuelo o la forma que el almirante ha tenido de sacudirse el problema, de quitárselos de en medio, a Enrico Fermi y a él. Al cabo, los militares se limitan a realizar su trabajo, y muchas veces éste no es más que hacer cumplir las órdenes y que se respete la cadena de mando. Y para llegar a lo más alto de esta cadena, al propio presidente Roosevelt, aún tendrá que sortear varios grados del escalafón. Pero, de todo lo que ha pasado, no es el rechazo o la ignorancia de los militares lo que más le duele a Leo Szilard. Lo saca de sus casillas, pero en el fondo comprende que los hombres del Pentágono no tienen por qué compartir sus miedos o sus inquietudes, aunque deberían, porque tienen otras cosas más importantes de las que preocuparse, y que no le parecen tan extrañas o tan inverosímiles como que de una partícula pueda brotar la mayor cantidad de energía que el ser humano ha visto jamás. Lo peor son sus colegas, los científicos. Algunos de ellos le parecen ahora un hatajo de memos vanidosos empeñados en una carrera peligrosa por ver quién llega el primero a la meta y consigue el billete a Estocolmo sin querer darse cuenta de que la bestia acecha escondida, agazapada, con las orejas empinadas para enterarse de todo y los colmillos babeantes y las uñas afiladas, preparada para dar el zarpazo definitivo. Szilard, desesperado después de que Enrico Fermi no quisiera guardar el secreto, escribió una carta a Frédéric Joliot. El yerno de Marie Curie ha descubierto que para fisionar un átomo hace falta un mínimo de dos neutrones que lo bombardeen, y que en cada fisión se liberan 3,5 nuevos neutrones. Y así sucesivamente, hasta alcanzar una reacción en cadena en milésimas de segundo que liberará una fuerza inmensa. Y todo con una masa muy pequeña. Joliot y su mujer, Irene Curie, son científicos de izquierdas, viven en París y debían de sentir el aliento repugnante de la bestia tan cerca como el propio Szilard lo había sentido cuando vivía en Europa. El húngaro estaba convencido de que no harían públicos sus hallazgos en el campo de la Física Atómica y que convencerían a sus colegas europeos de que también guardasen el secreto, pero tres días después de reunirse con el almirante Hooper la revista Nature ha publicado que Frédéric Joliot ha descubierto cuántos neutrones se necesitan para fisionar un átomo. Maldita vanidad. A Leo Szilard no le sirven de nada los argumentos que el francés ha utilizado para disculparse. Es imposible que la carta en la que le pedía discreción no haya llegado a tiempo. Szilard prefiere imaginar a Joliot corriendo al aeropuerto de Le Bourget y deteniendo un avión en la misma pista para entregarle al piloto su artículo y asegurarse así de que saldría en el próximo número de Nature. Están todos locos y son unos inconscientes. Por lo visto, ganar un Premio Nobel no es suficiente para Frédéric Joliot. Tres años antes ha viajado a Estocolmo con su mujer y ha conocido al rey de Suecia, pero no tiene bastante y quiere repetir, igualar la marca de su suegra, la estupenda Marie Curie, que había llegado a tener dos Premios Nobel en su estantería, aunque sea a costa de hacer saltar el mundo por los aires. El caballero Szilard sigue solo en el desierto, profiriendo alaridos como un poseso, pero sus compañeros de armas piensan que no ve más que un espejismo, se dan codazos cómplices a su espalda, algunos incluso se ríen de él cuando piensan que no los está viendo. Sin embargo, está tan convencido de lo que tiene que hacer que no le importa. Se ha propuesto conseguir su propósito, como si hubiera jurado ante su rey, o mejor, ante su dama, que lo haría. Él no va a escatimar esfuerzos, no se va a rendir jamás. Pero le da miedo pensar, aunque los demás todavía no se han dado cuenta, que puede llegar un momento en que las fuerzas le fallen y tenga que clavar la rodilla en el suelo y ya no pueda levantarse, que luego caerá de bruces sobre la arena caliente y que antes de cerrar los ojos sentirá el frío de una nube negra que bajará desde el cielo, oscureciendo el mundo para siempre.