Primera parte

El mundo ya nunca será el mismo. Leo Szilard, físico húngaro refugiado en Estados Unidos, lleva casi seis años rumiando la idea de que las cosas ya nunca serán como antes, pero nadie le hace caso. A veces le parece que todos quieren taparse los oídos para no escuchar la verdad terrible que les tiene que contar, el único futuro posible, ese que, si dedicasen aunque fuera sólo un momento a considerarlo, les impediría volver a dormir tranquilos, ni una noche, ninguna más, como a él le pasa, hasta que el peligro se hubiera neutralizado. Quieren no saber, prefieren fingir que no se enteran a enfrentarse a la verdad, mirar para otro lado, como llevan seis años haciendo, desde que los nazis gobiernan Alemania, antes aún, cuando las directrices del Partido Nacionalsocialista empezaban a calar hondo entre los alemanes, cuando todavía era posible detener al monstruo que acabaría tragándose la libertad y empezaría a reclamar lo que creía que le pertenecía por derecho.

Pero él no va a permitirlo. Esta vez no. Aunque sea lo último que haga en su vida, no va dejar que ocurra.

Lleva toda la mañana dando cortos paseos en su despacho de la Universidad de Columbia, desesperado, como un animal enjaulado. Es eso lo que le gustaría, piensa, tener la fuerza de un león para que todos los demás temblasen de miedo o al menos reparasen en su presencia, que no pudieran fingir que no lo veían y no lo ningunearan cuando abriese la boca y enseñase los colmillos y su rugido atemorizase a los otros habitantes de la selva. Pero no tiene tiempo ni ánimo para sonreír: una fiera le gustaría ser, tener la energía de un felino enorme y hambriento para poder arrostrar los problemas que se le vienen encima, no sólo a él —si fuera nada más que a él, aceptaría con gusto la carga—, sino al mundo entero, y nadie más que él mismo parece darse cuenta, como si la amenaza que se extiende por Europa, una nube siniestra que nunca más dejara ver el sol, no fuera sino el peligro más grande al que jamás se han enfrentado los hombres.

Pronto habrá una guerra. El científico no tiene dudas. Qué persona con una brizna de sentido común las tendría. Más pronto que tarde, aunque todavía algunos ingenuos quieren pensar para no perturbar su propia tranquilidad que el conflicto puede evitarse, Gran Bretaña y Francia le declararían la guerra a Hitler, y el físico húngaro espera que Roosevelt se sume a ellos. América será un aliado poderoso, imprescindible para la guerra que se avecina. Hitler había comenzado su estrategia pidiendo un poco, sólo un trozo cada vez, y le había salido tan bien que incluso los británicos y los franceses habían mirado para otro lado esperando que las concesiones aplacasen el apetito inacabable de los nazis: el incendio del Reichstag, la ilegalización del Partido Socialdemócrata, las leyes de Núremberg, la Wehrmacht ocupando la zona desmilitarizada al oeste del Rin. Y el mundo miró para otro lado. Qué vergüenza. Luego se anexionaron Austria, y la última humillación se había firmado en Múnich, seis meses antes: con la excusa del Lebensraum, el espacio vital que necesitaba el pueblo alemán, Chamberlain y Daladier le habían entregado los Sudetes a Hitler como quien le lanza su último pedazo de carne a un perro rabioso esperando saciarlo y que ya no vuelva para pedir más. Pero Leo Szilard ha visto los ojos y los espumarajos en los colmillos del perro enfermo demasiado cerca y demasiadas veces para saber que una vez que ha probado bocado ya no parará hasta comérselo todo, hasta que ya no le quede nada que arrebatar. Había visto los ojos y había sentido su aliento tan cerca que había vomitado al ver desfilar las esvásticas en Berlín, antes de marcharse. Él estuvo a punto de ser engullido también, pero pudo escapar a tiempo, antes de sentirse amenazado incluso, pocos días después de que las llamas se tragasen el Reichstag, en un tren que lo llevó de Berlín a Viena, igual que un delincuente, después de haber pasado media vida trabajando en Alemania como el científico honrado y talentoso que era, huyendo de la bestia rabiosa que lo destruye todo, como una rata hambrienta y pestilente, con los ahorros de toda su vida guardados en los zapatos, arrastrando dos maletas en las que había empaquetado todo lo que poseía, de Berlín a Viena, luego de Austria a Inglaterra y de allí a Estados Unidos, siempre de un lado para otro, incansable, como el apátrida en que se ha convertido después de que las esvásticas sellasen las fronteras. Ahora se gana la vida en Nueva York, como profesor en la Universidad de Columbia, pero en el fondo no es más que uno de los muchos exiliados europeos que a pesar de haber conseguido un trabajo decente y llevar una existencia sencilla pero digna no son otra cosa que extranjeros en un país que no acaban de comprender. Y cuando el mundo está a punto de saltar por los aires se pregunta cómo va a ser capaz un judío húngaro exiliado de llamar la atención de los políticos y de los militares norteamericanos sin que lo tomen por un científico demente con afán de notoriedad.

Y es que, aunque les pese a quienes no quieren escucharlo, el mundo puede estallar por los aires, y Leo Szilard lamenta que ese pensamiento no sea una metáfora. Se había dado cuenta casi seis años antes, en Londres, muy cerca del British Museum, mientras esperaba en el cruce de Southampton Row a que el semáforo se pusiera en verde. Lo que intuyó entonces no lo dejó dormir esa noche, y muchas veces desde entonces, y por culpa de aquella visión, no ha podido volver a conciliar un sueño decente. Un átomo se fisiona en otros dos átomos al ser bombardeado por neutrones, y al escindirse libera otros neutrones que a su vez pueden romper otros átomos, primero dos, luego cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos. Así, en progresión geométrica, todo en menos de un segundo, una reacción en cadena, miles de millones de átomos que liberan energía, una capacidad de destrucción que la humanidad jamás ha imaginado desde que holla la faz de la tierra. Como en aquella novela de H. G. Wells que había leído dos décadas atrás, El mundo en libertad. La ciencia ficción podía convertirse en una realidad. Y aquella maravillosa ecuación que había hecho famoso al profesor Albert Einstein, su viejo amigo, E=mc², había adquirido para él de pronto una relevancia real si alguien encontraba la forma de dominar los males que saldrían de aquella peligrosa caja de Pandora. Una gran cantidad de energía que se consigue con una masa insignificante. Primero había que dar con el elemento, y él mismo, cinco años atrás, había apostado por el berilio. Estaba equivocado. Pero no tuvo dudas de que él, o cualquiera de sus colegas, podría averiguar la clave. Sólo esperaba que el hallazgo sucediera a este lado de la frontera alemana y que quien lo descubriera tuviera sólo una pizca de sensatez para no ir corriendo a que la revista Nature, o cualquier otra, publicase el resultado de su investigación.

Ahora ya sabe que el núcleo no es un bloque monolítico, como había sostenido el danés Niels Bohr, sino maleable como una gota de agua, una unidad que puede escindirse en dos mitades, y al fisionarse liberar neutrones que a su vez puedan escindir otros átomos. Lo ha descubierto Lise Meitner, y Leo Szilard ha suspirado tranquilo porque ella es uno de los suyos. Pero su tranquilidad apenas ha durado más que el tiempo que ha tardado en enterarse de la noticia. ¿Cuánto tardarán, se pregunta, sus antiguos colegas del Instituto Kaiser Wilhelm, que ahora controlan los nazis, en enterarse de que la fisión es posible, por fin, y, lo que más le preocupa, en saber que el elemento idóneo es el uranio?

El mundo puede estallar por los aires. No ha dejado de repetirse esa idea, de contárselo a los demás, a los pocos que han querido escucharlo. Y Leo Szilard no quiere que el mundo se convierta en una bola incandescente, una pira enorme a la espera de que alguien lo bastante loco se atreva a encender la mecha. Se ha prometido hacer cuanto esté en su mano por evitarlo, y, aunque le vaya la vida en ello, no va a dejar que nadie prenda fuego a esa pira, y mucho menos va a permitir —lo piensa, se le acelera el pulso y enseguida tiene que buscar el pañuelo para secarse el sudor de la frente— que esa mano sea la de cualquiera de los que fueron sus colegas en el Instituto Kaiser Wilhelm, algún científico que se quedó en Alemania para vitorear al Führer. Él ha visto los ojos de la bestia demasiado cerca y ha conocido el miedo en primera fila como para poder confiar en nadie.