Capítulo XXV

Altamira había conseguido empujar el Tinef, y aunque había sido imposible hacerlo volcar, había logrado que Frida Klein cayese al agua.

Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba acurrucado y amarrado en el fondo estrecho y húmedo de la barquita y, al principio, cuando escuchó la conversación entre Frida y Albert Einstein, era como si las voces le llegasen de un sueño lejano que se volvía más nítido a cada momento. Tomaba conciencia de la realidad a medida que pasaban los minutos: primero el dolor de las manos, donde le apretaban las ligaduras, las arcadas por tener un pañuelo en la boca, luego la punzada en la cabeza, como si hubiese pasado una noche pesada de insomnio; más tarde el frío y la humedad de la madera en la espalda, pero las voces, sobre todo escuchar las voces de Frida y Albert Einstein, fue lo que le recordó que su vida había sufrido un grave revés, que la mujer de la que había estado perdidamente enamorado —o de la que todavía estaba perdidamente enamorado: no era fácil utilizar otro tiempo verbal cuando la sorpresa aún era tan reciente— resultaba ser una agente nazi que había venido hasta Nueva York tal vez con el único propósito de acabar con la vida de Albert Einstein. Enterarse de ello había supuesto comprender un montón de cosas, como descubrir en una fórmula sencilla el origen de la vida. Todo era mentira en su relación con Frida Klein, con Frida von Kleinsberg, según acababa de enterarse. Todo había sido mentira siempre, en Brooklyn y en Long Island, ahora y en Madrid. Ya no tenía dudas de que la razón por la que ella irrumpió en su plácida vida de profesor en la Universidad Central en 1935 no fue otra que sus denodados esfuerzos para intentar que a Albert Einstein le concedieran una cátedra en España. El judío más célebre del mundo era una molestia para los nazis que convenía quitar de en medio cuanto antes, y Madrid podía ser un buen lugar para ello si al final aceptaba el puesto que le habían ofrecido.

No te fíes de ella, le había dicho su amigo Gaspar Puig. La razón era tan simple y tan obvia que, tumbado en la barca que arrastraba el bote que Frida dirigía hacia el centro de la bahía para acabar con la vida de Albert Einstein, con los ojos cerrados en parte porque aún no se había despertado del todo y también porque sabía que si ella pensaba que aún estaba inconsciente todavía podía tener una posibilidad, no sabía muy bien de qué, se lamentaba por haber sido tan estúpido, tan ingenuo como un adolescente enamorado, peor aún, como un niño que todavía cree en los reyes magos.

Frida von Kleinsberg podía ser la hija ilegítima de Albert Einstein. Era todo tan complicado que resultaba difícil encontrarle sentido. La única certeza era que Frida iba a matar a Albert Einstein para que no pudiera interferir en el programa atómico de los nazis, que lo ahogaría en el mar y, para que pareciera un accidente y nadie sospechase, dejaría también su barco allí, a la deriva, y que luego regresaría hasta el embarcadero en el pequeño bote en el que él estaba amarrado y lo mataría a él también. Ésa era la única verdad posible, y Altamira tenía las manos atadas al travesaño de la barca que servía para sentarse. Apenas podía estirar las piernas en la cubierta, y a pesar de haberse despertado por completo, no había abierto los ojos ni se había movido porque no estaba seguro de que Frida von Kleinsberg no pudiera verlo desde su posición. Lo mejor era que creyese que aún permanecía inconsciente, que podría acabar con la vida de Albert Einstein sin que nadie se lo impidiera y que luego podría volver hasta la orilla con él para matarlo también. No tenía mucho que perder Altamira si intentaba algo, pero también era cierto que no se le ocurría nada que hacer, nada salvo esperar a que Frida estuviese tan concentrada en procurar que Albert Einstein dejase de respirar bajo las aguas de la bahía para jugárselo todo a una carta.

No podréis vencer, oyó decir a Albert Einstein, y al moverse su barca se dio cuenta de que los dos, Frida von Kleinsberg y él, se habían levantado, porque el costado del bote en el que estaban ellos estaba pegado al suyo y un movimiento de cualquiera de los dos barcos, tan pequeños, hacía que el otro se moviese también. Por eso Altamira permanecía quieto, aguantaba la respiración esperando el momento oportuno para moverse, para poder hacer algo.

Yo no soy más que una mota de polvo en el mundo, un científico insignificante, añadió Einstein, y luego dijo algo más, pero Alfonso Altamira ya no lo escuchaba. Apretó los párpados y tiró un poco de la cuerda. Estaba muy bien atado y soltarse no iba a ser posible. De eso estaba seguro. Pero tal vez el travesaño de madera cedería si tiraba con la fuerza suficiente. La barca estaba muy descuidada y pedía a gritos una mano de pintura. Con un poco de suerte la madera estaría lo bastante vieja y vencida como para no poder resistir el tirón de un hombre desesperado. Pero no podía moverse. Todavía no.

Luego Frida dijo algo sobre los judíos, y Albert Einstein parecía enfadado o cansado o impaciente por terminar con todo de una vez. Acabemos ya, le dijo. ¿Qué se supone que tengo que hacer? Fue entonces cuando la barca en la que estaba Altamira empezó a moverse. Sin duda había comenzado un forcejeo entre Frida von Kleinsberg y Albert Einstein, y matar a un hombre, aunque se trate de un anciano resignado o incluso tenga ganas de acabar con todo de una vez, no es tan fácil como puede parecer, sobre todo si se quiere hacer en silencio, sin disparar una pistola ni dar voces que alerten a los vecinos que duermen en alguna de las casas de la orilla.

Fue ése el momento que Altamira aprovechó para levantar la cabeza. Frida von Kleinsberg le había tapado la boca a Albert Einstein y trataba de empujarlo al agua. Era un barco demasiado pequeño para que dos personas se movieran con tanta violencia. Pero al final Frida von Kleinsberg conseguiría empujar a Einstein al mar, o si no también podría tirarse con él y ahogarlo porque era muy buena nadadora. Ya no le sorprendían las habilidades de Frida que tanto había admirado: era una gran deportista y manejaba la vela con la soltura de quien ha pasado muchas horas navegando. Sin duda era una agente muy bien entrenada que no temía enfrentarse sola a dos sexagenarios. Ya había logrado sacar medio cuerpo de Albert Einstein fuera del Tinef cuando Altamira se levantó, sin poder estirar el cuerpo del todo porque las cuerdas no le dejaban hacerlo. La embarcación donde estaban Frida von Kleinsberg y Albert Einstein mostraba un equilibrio precario porque los dos estaban apoyados en la borda de estribor, cerca de la proa, por donde estaba entrando agua ya que la refriega estaba hundiendo el barco por ese lado. Pero las fuerzas de Albert Einstein no tardarían en fallar. Altamira no tenía mucho tiempo si quería hacer algo, aunque también sabía que si fallaba ya no tendría otra oportunidad, que Frida contaba con la fuerza, la motivación y con el entrenamiento necesarios para acabar con la vida de los dos a la vez. Cogió aire, levantó la pierna, y antes de empujar la barca pensó que había ocasiones en las que le gustaría ser creyente para poder encomendarse a Dios sin ruborizarse.

Hubo de hacerlo dos veces y, a pesar de no haberse podido levantar del todo, la patada al Tinef había sido lo bastante fuerte como para hacer caer a Frida Klein al agua. Se inclinó tanto que por un momento le pareció que iba a volcar, pero inmediatamente el mástil recuperó la verticalidad. Durante un par de segundos no pudo ver ni a Albert Einstein ni a Frida. Parecía como si nunca hubieran estado, era como si todo lo que había pasado no fuese más que un mal sueño y al despertar tan sólo hubiera encontrado el mar en silencio y el Tinef a punto de volcar. Sólo oía su propia respiración y el rumor suave de alguna ola que dibujaba la brisa, el mismo viento que tal vez lo había despertado y a lo mejor le había dado una oportunidad de salvar la vida.

Pero no había sido un sueño. Sus manos seguían atadas al travesaño. Tiró con fuerza pero sólo consiguió que le sangrasen las muñecas. Tal vez no podría, o quizá tendría que intentarlo más fuerte, si es que podía.

Fue la cabeza de Albert Einstein lo primero que vio aparecer cuando el Tinef volvió a ponerse derecho. Se movía con torpeza y, aunque apenas podía distinguirle la cara porque el pelo mojado se la tapaba, le sorprendió que su colega se mostrase tan tranquilo después de lo que había pasado. Entornó Altamira los ojos, como quien quiere escrutar el horizonte, porque no lograba ver a Frida. Pensó que podía estar buceando, que ella podía aguantar varios minutos debajo del agua, un tiburón peligroso, un monstruo marino que acecha y que tal vez aparecería de repente y volcaría su barco también, y él se ahogaría porque estaba amarrado y no podría nadar para salvarse.

Tiró otra vez del tablón, con más fuerza, con todas las energías que le quedaban, y ahora sintió que la madera cedía, sólo un poco, pero al menos era una esperanza. Miró alrededor de nuevo, y sólo veía a Albert Einstein, levantándose de mala manera, en calma. Tenía que soltarse antes de que Frida apareciera, y sobre todo tenía que procurar salvar la vida de Albert Einstein. No estaba muy seguro de que la policía lo tomase en serio, a él, un profesor español que daba clases en un instituto de Brooklyn, cuando les contase que la muerte del científico más famoso del mundo se debía a una conspiración de los nazis. Investigarían su pasado, se enterarían de que hacía cuatro años que conocía a Frida von Kleinsberg, que ella había trabajado con él en Madrid, y tal vez al FBI no le costaría entretejer oscuras tramas que lo señalasen culpable. Pero él era un hombre viejo al que no le importaba morir si no le quedaba otro remedio: lo peor era el tiempo precioso que les regalarían a los nazis para que pudiesen construir la bomba atómica. Aunque detuviesen a Frida von Kleinsberg, si Albert Einstein no salía con vida y contaba lo que había pasado, los alemanes habrían conseguido su objetivo.

Seguía sin ver a Frida. Pero no habría pasado más de un minuto, o un minuto y medio quizá, desde que había desaparecido, y estaba seguro de que ella podía aguantar ese tiempo debajo del agua sin respirar, tal vez mucho más, y no lograba comprender qué estaría tramando.

Como si quisiera contestar a sus pensamientos, Albert Einstein cayó al agua. Concentrado como estaba en liberarse de sus ligaduras, no había podido verlo, pero estaba seguro de que Frida había tirado de él para hacerlo caer al mar. El siguiente paso sería intentar ahogarlo, y a ella no le iba a resultar difícil porque era más joven y más fuerte y Albert Einstein no sabía nadar. Bastaría un minuto, dos minutos tal vez, para que todo hubiese terminado.

Tiró de nuevo del tablón y, a pesar de los goterones de sangre que le brotaban bajo los nudos de la cuerda, a la altura de las muñecas, se alegró al comprobar que a cada tirón que daba la madera cedía un poco más.

El travesaño cedió por fin, y Altamira lo arrojó a la cubierta con rabia y se sacó el pañuelo de la boca antes de pasar al Tinef. Por culpa de la niebla y de la falta de luz de luna apenas podía ver nada. Sólo escuchaba Altamira un chapoteo desesperado, cerca del barco. Si se tiraba al agua con las manos atadas lo único que conseguiría sería que Frida pudiera ahogarlos a los dos, a Einstein y a él. Pero tampoco podía quedarse quieto y esperar a que Frida acabase con la vida de Albert Einstein. El Tinef volvió a inclinarse peligrosamente por la proa y Altamira se tiró sobre la popa para estabilizar el barco. Si se hundía, él, atado como estaba y con Frida en el agua, no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir.

La proa del barco se levantó gracias al contrapeso del cuerpo de Altamira y entonces la pistola con la que Frida Klein los había encañonado se desplazó hasta la popa. Antes de que Alfonso Altamira pudiera darse cuenta ya la había cogido. A pesar de ser hijo de militar, ni siquiera de niño había cogido un arma de su padre para jugar. Era la primera vez en su vida que empuñaba una pistola y no sabía muy bien qué hacer con ella. Se levantó y miró el cañón como si fuera un apéndice extraño que brotase de sus manos, una excrecencia que un cirujano habilidoso debiera extirpar.

Sacudió la cabeza Altamira, sin estar seguro de lo que iba a hacer. No debía de haber pasado ni siquiera un minuto desde que Frida Klein había tirado de Albert Einstein y lo había hecho caer al agua. Si no hacía nada, dentro de muy poco tiempo el único hombre capaz de convencer al presidente Roosevelt de que los Estados Unidos comenzasen su propio programa de fabricación de la bomba atómica habría dejado de existir. Y si disparaba a ciegas también era probable que él mismo lo matase sin querer. Tampoco quería matar a Frida Klein, a pesar de todo no quería matarla, pero no podía pensar en eso ahora. El maldito azar, se lamentó, antes de aguzar el oído y entornar los ojos. Por culpa de la niebla y de la oscuridad no podía ver nada, pero a un lado del barco se distinguía un leve chapoteo. Imaginaba al profesor Einstein arañando la cara de Frida Klein, tratando en un último intento desesperado de aferrarse a la vida. La imaginaba a ella, empujando hacia el fondo de la bahía la cabeza del que podía ser su padre, vengándose por fin al cabo de tantos años de rencor. Eran demasiadas cosas como para detenerse a pensar. No había tiempo. Levantó la pistola y apretó el gatillo, y al disparar la bahía de Peconic se iluminó, como si hubieran estallado fuegos artificiales. Durante un instante pudo ver la cara de Frida Klein un poco más allá, antes de que volviese a reinar la oscuridad. El retroceso de la pistola había estado a punto de hacerlo caer. Volvió a levantar el arma y apuntó en la misma dirección, un poco más arriba, una, dos, tres, cuatro, cinco veces más, procurando acertar por encima de sus cabezas para no matarlos. Cada fogonazo le mostraba imágenes inconexas de lo que estaba pasando en el agua: una mujer endiablada, un científico que trata de zafarse de ella. Volvió a apretar el gatillo pero esta vez no hubo relámpago, no escuchó un disparo que estuviera a punto de reventarle los tímpanos. Había vaciado el cargador y ya no podía hacer otra cosa salvo esperar en el Tinef o lanzarse al mar para tratar de salvar la vida de Albert Einstein. Aunque no estaba seguro de lo que iba a hacer, tenía que saltar al agua a pesar de tener las manos atadas. Por suerte las tenía amarradas por delante y no por detrás, y con las manos lo bastante separadas como para poder nadar un poco. Al menos podría mantenerse a flote y volver al barco si entre los dos conseguían reducir a Frida y que no saliese del agua, que también era una posibilidad que se le acababa de ocurrir pero que procuraba alejar de su mente porque no quería que le estorbase ahora que la prioridad era salvar a Albert Einstein.

Se quitó los zapatos y se tiró al mar. Era difícil mantenerse a flote con las manos atadas, pero no era imposible. Había de meter la cabeza y sacarla del agua una y otra vez para impulsarse con las piernas.

Sólo tardó unos segundos en llegar.

Y no había rastro de Frida.

—¿Dónde está ella? —le preguntó a Einstein, casi sin aliento. Se había detenido un momento a descansar.

Su colega se lo quedó mirando. Lo vio cerrar los ojos y asentir, detrás de la cortina espesa de su melena empapada, como si hubiera adivinado que en la pregunta de Altamira no era miedo a que ella apareciera lo que había, sino preocupación por lo que pudiera haberle pasado.

Ich weiss es nicht —respondió Einstein—. Sie ist versunken.

No lo sé. Se está hundiendo. Por la tensión del momento Albert Einstein le estaba hablando en alemán sin darse cuenta.

Había demasiada distancia entre el Tinef y ellos para que Albert Einstein pudiera tener alguna oportunidad de salvarse, de llegar él solo para poder sujetarse si no sabía nadar.

—¿Puede aguantar un poco, Herr Einstein?

Albert Einstein chapoteaba a duras penas.

Noch ein bischen —dijo, sin poder evitar que se le colase un buche de agua.

Todavía un poco. Altamira pensó que podía ser suficiente, que en unos segundos podría estar la diferencia entre la vida y la muerte, la de él, la de Albert Einstein y él, o la de los tres. Cogió aire y se sumergió en el agua. Tenía el convencimiento de que Frida von Kleinsberg ya no era un peligro para ninguno de los dos, pero estaba tan oscuro que no podía ver nada. Y la prioridad, la única prioridad, era salvar la vida de Albert Einstein.

Tuvo que ponerse de espaldas para tirar de él y, con un esfuerzo enorme, mantenerlo a flote. El Tinef estaba a unos siete u ocho metros, pero con las manos atadas y el peso de Albert Einstein, le parecía una distancia inalcanzable. Suerte que el genio se mantenía tranquilo. De no ser así, Alfonso Altamira estaba seguro de que los dos se ahogarían sin remedio.

No fue sencillo, pero que Albert Einstein mantuviese la calma facilitó las cosas. Hubo de pararse tres veces para reponer fuerzas mientras lo arrastraba hacia el barco, pero al cabo de poco tiempo estaban los dos agarrados a la borda.

—¿Está usted bien, Herr Proffessor?

Ausgezeichnet —respondió Albert Einstein, a duras penas.

Que dijera que se encontraba estupendamente no dejaba de tener su gracia dadas las circunstancias.

Todavía no habían subido al Tinef. Alfonso Altamira miró a Albert Einstein, que, empapado, como él, respiraba trabajosamente. Lo miraba el premio Nobel y parecía entender lo que pensaba su viejo amigo a pesar de todo.

Altamira miró alrededor, pero con la niebla apenas podía distinguir nada. ¿Dónde estaba Frida Klein? Alfonso Altamira ahora no tenía miedo. Ya no pensaba en ella como en un tiburón hambriento que merodea alrededor del casco, un monstruo marino cuyos tentáculos van a salir a la superficie para engullirlo.

—¡Frida! —gritó, temiéndose lo peor.

Apenas escuchó un chapoteo débil en la dirección contraria al barco. Albert Einstein estaba bien, y quizá alguno de los disparos había alcanzado a Frida Klein. Pero todavía estaba viva. Y tal vez si él iba a buscarla tendría alguna oportunidad de salvarla. Pero Albert Einstein no resistiría mucho más tiempo sujeto a la borda del Tinef, y para el mundo era mucho más importante la vida de Albert Einstein que la de Frida von Kleinsberg. Ella era una agente nazi y él era el único científico lo bastante famoso como para que el presidente Roosevelt lo escuchase y se decidiera a hacer algo para impedir la fabricación de la bomba atómica por parte de los nazis. Alfonso Altamira quería salvarlos a los dos. Pero si volvía para salvar a Frida von Kleinsberg era muy probable que cuando saliese a la superficie Albert Einstein ya se hubiera ahogado. Si se entretenía en ayudar al profesor Einstein a subir al barco, para cuando regresase al lugar donde estaba Frida —con las manos atadas le costaría llegar más del doble de tiempo del que necesitaría si no estuviera atado— a buen seguro que ya habría dejado de respirar y lo único que habría en sus pulmones sería el agua helada de la bahía de Peconic. Pero también podía nadar hasta donde estaba Frida y al final no conseguir salvarla. Y aunque era lo que menos le importaba, también cabía la posibilidad de que él mismo se ahogase en el intento. De nuevo aspiró una bocanada de aire, como si fuera a nadar hacia donde suponía que estaba Frida, pero ya sabía que no lo haría. Murmuró una maldición. Con las pocas energías que le quedaban ayudaría a Albert Einstein a subir al Tinef.

—Ella debe de estar malherida. Creo que debería intentar salvarla.

Albert Einstein suspiró. También parecía agotado.

—Nunca hay que rendirse —dijo, sin embargo, como si le diera su beneplácito.

Subieron los dos al Tinef trabajosamente. Primero lo hizo Albert Einstein, y luego ayudó a Altamira.

—Remando llegaremos antes.

Cuando dijo la frase ya se había sentado en uno de los dos travesaños habilitados para ello, había empuñado los remos y se había puesto a moverlos, sin poder evitar un gesto de dolor y de agotamiento.

Altamira había cogido el trozo de madera astillada al que había estado atado en la barca de los Trefmann y frotaba con furia las cuerdas que le sujetaban las muñecas salpicadas de sangre mezclada con agua salada.

No tardaron más de medio minuto. Remando en una barca parecía que estaba todo mucho más cerca que nadando. Cuando Albert Einstein dijo que habían llegado, Altamira pudo separar las manos. Todavía tenía restos de cuerda en las muñecas, pero ya podía mover los brazos con libertad. No se lo pensó antes de tirarse al agua. Ni siquiera dijo nada. Cuando saltó por la borda todavía no había soltado el trozo de astilla con el que se había liberado.

No fue fácil encontrar a Frida Klein. Altamira no creía que sus pulmones pudieran aguantar más de treinta o cuarenta segundos bajo el agua, pero esperaba que fuera suficiente para poder comprobar lo que había pasado. No le quedó más remedio que volver a salir a la superficie a respirar tres veces hasta que pudo agarrar su melena que se hundía en el mar. Frida ya no se movía, pero a pesar de ello Alfonso Altamira no se rendía. Tiró de ella y consiguió sacar la cabeza del agua para respirar. Estaba agotado y apenas podía respirar el español cuando salió a la superficie.

Herr Proffessor —le dijo a Einstein—. Ya la tengo.

Con la ayuda de Albert Einstein consiguieron subirla al Tinef. Luego lo hizo Altamira. Frida von Kleinsberg no se movía. Altamira le puso las dos manos en la boca del estómago y apretó con fuerza, una, dos, tres, cuatro veces, para que expulsase el agua que había tragado. Después de que lo intentase un par de veces más, la boca de Frida von Kleinsberg vomitó un borbotón de agua, ruidosamente, como un grifo que alguien abre por primera vez, y un chorro de sangre tibia se le escapó del cuello. Estaba pálida. No respiraba. Alfonso Altamira se inclinó sobre ella. Le tapó la nariz y puso su boca en la de Frida, para insuflarle aire en los pulmones. Lo hacía y también empujaba el pecho de la mujer con las dos manos a pesar de que sabía que era inútil, a pesar de saber que ya estaba todo perdido, que ya estaba todo perdido incluso cuando logró sacarla del agua. Alguno de los disparos había tenido la mala suerte de acertar.

Vamos, Frida, vamos, dijo, sin embargo. Vamos, Frida, vamos. Le gritaba, como si ella pudiera escucharlo. Le gritaba y volvía a poner su boca en la de ella, y luego le empujaba el pecho tan fuerte que le parecía que podía romperle las costillas. Vamos, Frida, vamos, repitió, no una, sino muchas veces. Nunca había que rendirse, nunca había que bajar los brazos. Vamos, Frida, vamos. Era como si estuviesen los dos solos y pudiera salvarla si no capitulaba. Vamos. Para Altamira nada había sucedido esa noche, nada salvo que ella no podía respirar.

Vamos, Frida, repitió, por enésima vez. Sólo había sucedido eso, y mientras trataba de insuflar una brizna de vida en los pulmones de Frida y golpeaba debajo de su corazón con la esperanza de volver a hacerlo latir de nuevo, había borrado todo lo que había pasado esa noche, las sospechas que había tenido de ella. Boca arriba, en la cubierta del barco, Frida von Kleinsberg no era una agente nazi, Frida von Kleinsberg no les había apuntado a Albert Einstein y a él con una pistola cuando acompañaban a su amigo de vuelta a casa después de haberlo invitado a cenar. Frida von Kleinsberg era una joven desvalida y hermosa licenciada en Física Atómica por la Universidad de Berlín que había llegado hasta Brooklyn buscando refugio del terror de Europa. Frida von Kleinsberg estaba enamorada de él igual que él había estado enamorado de ella. Frida von Kleinsberg no era una espía nazi, no. Frida von Kleinsberg no era la hija adoptada de una rica familia berlinesa y su madre biológica no era una científica polaca que había tenido una aventura con Albert Einstein. Albert Einstein no era su padre, Frida no lo odiaba por eso, Frida no se lo había contado al hombre que ahora estaba junto a él mientras se esforzaba inútilmente en salvarla, cuando había estado a punto de matarlo, apenas hacía unos minutos, pero Altamira prefería pensar que se trataba de un sueño lejano que no quería volver a recordar nunca más. Frida von Kleinsberg no existía, era a Frida Klein a quien Alfonso Altamira estaba tratando de salvar la vida.

Vamos, Frida, dijo, por última vez. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había empezado a intentar reanimarla, pero al final no le quedaba otro remedio que rendirse a lo inevitable. Frida von Kleinsberg ya no respiraba y había sido él quien la había matado.

Sintió la mano de Albert Einstein en su hombro, consolándolo. Se había olvidado de que estaba allí.

—Ha hecho cuanto ha podido, Altamira.

Pero Alfonso Altamira no lo escuchaba. Estaba inclinado sobre ella, empapado, y se había llevado las dos manos a la cara, ocultándola. De pronto se había dado cuenta de que le daba vergüenza que lo vieran llorar.

Albert Einstein se abrazó las piernas y hundió la barbilla entre las rodillas. Miraba la bahía de Peconic, la oscuridad, algún punto indefinido a través de la niebla o tal vez alguna de las luces de las casas de la orilla. Frida von Kleinsberg boca arriba, Alfonso Altamira con el rostro oculto por las manos, sollozando en silencio porque no había podido hacer nada por salvarla, y él con la mirada perdida, como si se hubiera dado cuenta, y lo lamentase, de que el mundo había cambiado, para siempre, que las cosas ya nunca serían como antes una vez que hubiera estampado su firma en la carta que Leo Szilard le iba a traer para enviarla al presidente Roosevelt. Si antes había tenido alguna duda, ya había desaparecido. La única forma de impedir que los nazis desarrollasen la bomba atómica era animando al presidente de los Estados Unidos a que fabricasen la suya. Pondría su nombre al final de esa carta. No pensaba ahora en que la mujer que acababa de morir pudiera ser su hija. Eso ahora daba igual. Frida von Kleinsberg podía ser su hija, pero también podía no serlo. Pero eso ya no tenía remedio. Lo que ahora estaba en juego era mucho más importante que las dudas que pudiera tener respecto a la paternidad de esa hermosa joven que había muerto cuando intentaba matarlo a él.

Dejó escapar un largo suspiro Albert Einstein, sin levantar la cabeza, la mirada perdida en la oscuridad. Lo peor no era abrir la caja de Pandora: lo que más le dolía es que iba a ser él quien levantase la tapa. Ojalá que esta vez, como en el mito, deseaba Albert Einstein, una vez que hubiera abierto la caja de los males, al menos quedase dentro la esperanza.