De las veces que habían formado un dueto, a Alfonso Altamira González de Tejada sólo le había resultado difícil tocar el violín con Albert Einstein en dos ocasiones: la primera en Madrid, en marzo de 1923, en la cena que siguió a la recepción en la Real Academia de Ciencias. Albert Einstein era entonces el físico más famoso y respetado del mundo, incluso más que en el verano de 1939. Le habían dado el Premio Nobel dos años antes y acababa de regresar de una gira triunfal que le había llevado desde Japón hasta Palestina. Cuatro años antes, el equipo dirigido por el astrofísico sir Arthur Eddington había demostrado después de un eclipse que los cálculos que Einstein había apuntado en la Teoría General de la Relatividad eran correctos: la luz se curvaba por la gravedad. Reyes y gobernantes deseaban conocer a ese sabio excéntrico y discreto, y él había hecho posible, junto a otros hombres de bien como Esteban Terradas y Blas Cabrera, que el mayor genio vivo de la ciencia viniese a España para dar unas conferencias en Madrid, Barcelona y Zaragoza. Fue después de aquella recepción, en la velada que siguió, donde alguien sugirió que, puesto que los dos eran unos diletantes aventajados del violín, podrían tocar juntos para quienes los acompañaban. Al principio Alfonso Altamira temió no estar a la altura, y le daba miedo quedarse en blanco, no delante de Albert Einstein, el rey Alfonso XIII o cualquiera de sus colegas eminentes que los acompañaban. En realidad, eso no le hubiera importado. Lo que no quería era hacer el ridículo delante de Carlota, su mujer, que lo miraba sonriendo, dándole su aprobación para que tocase el violín con Albert Einstein. A Carlota, y también a sus buenos amigos Blas Cabrera y Esteban Terradas, les había resultado curioso que Albert Einstein y él hubieran nacido el mismo día, que los dos fueran físicos y que ambos fueran unos violinistas más que aceptables. Albert Einstein también se había reído al conocer la coincidencia de sus fechas de nacimiento, el 14 de marzo de 1879, pero a miles de kilómetros de distancia.
El motivo que ahora preocupaba a Alfonso Altamira no era tocar el violín con uno de los mayores sabios de la historia, sino no saber qué papel estaba representando Frida Klein, a quien cada minuto que pasaba creía conocer menos, en todo lo que estaba pasando, si es que al final estaba sucediendo algo y él todavía no había llegado a saber qué. Rascaba las cuerdas con el arco y mecía el cuerpo al compás de la música mientras con el rabillo de sus ojos entreabiertos no dejaba de observar los movimientos de Frida en la cocina.
No te fíes de ella, le había dicho Gaspar Puig, agarrándolo del brazo, la última vez que se habían visto. No te fíes de ella, no puedo decirte por qué, pero no te fíes. No había dejado de darle vueltas, y cuando Frida lo dejó para irse a vivir a Manhattan, a casa de Stanislaw Zukrowski, pensó que el motivo de la desconfianza muy bien podría ser el que algún día lo abandonaría por un hombre más joven. Había procurado no obsesionarse con eso pero ahora, por alguna extraña razón, mientras tocaba esa pieza de Beethoven con Albert Einstein en el porche de la casa de Long Island, no dejaba de observar los movimientos de la mujer de la que estaba enamorado desde hacía cuatro años y que ahora había vuelto a entrar en su vida. La miraba y se preguntaba, de nuevo, si existía una razón oculta por la que ella había venido hasta Long Island, una razón que sólo ella sabía y que él no alcanzaba a adivinar.
La perdió de vista unos minutos, cuando entró en su habitación. Luego Frida salió al porche y sonrió antes de sentarse en la escalera, junto a Newton. Albert Einstein tenía los ojos cerrados, concentrado en la música, pero Altamira le devolvió la sonrisa acompañada de una inclinación de cabeza, sin dejar de tocar el instrumento.
Después estuvieron fumando en sus pipas un rato, tranquilamente, mientras Frida seguía sentada en la escalera del porche, acariciando la cabeza de Newton, con la espalda apoyada en la pequeña balaustrada de madera, los ojos perdidos en algún punto de la oscuridad de la bahía. Una manta de niebla se extendía por el mar, igual que por la mañana, y apenas había luna. Era una noche estupenda para terminar la misión.
Esperaba Frida que Albert Einstein decidiera que ya era hora de volver a casa. Aquél sería el momento crucial y, dependiendo de cómo reaccionase Altamira, ella tendría que actuar de una forma o de otra. Había cogido la pequeña pistola que le había entregado Spencer Baumbach en su último encuentro y la llevaba escondida debajo de la falda, a la altura de la cintura. Con el arma sería la mejor forma de convencer a Albert Einstein de que navegase un rato esa noche con ella.
Cuando los dos hombres se sentaron en el porche después de haber estado un rato tocando los violines no volvieron a hablar de nada importante, es más, casi no hablaron. Fumando de sus pipas, parecían estar concentrados cada uno en sus problemas o perdidos en sus propios pensamientos. Frida von Kleinsberg miraba el mar, como si las olas que rompían en la orilla pudieran avisarla de cuál era el momento más idóneo para jugar sus cartas, para destapar la verdadera razón por la que estaba allí, el motivo por el que se había marchado a vivir a Estados Unidos. Alfonso Altamira la miraba a ella preguntándose qué razón oculta había sido la que la había llevado a estar a su lado de nuevo, cuándo volvería a abandonarlo otra vez, y Albert Einstein miraba el techo de madera del porche de la casa de verano, respirando tranquilamente, preocupado porque dentro de tres días pondría su firma al final de una carta que podría cambiar el mundo para siempre.
—Creo que ya es hora de marcharme —dijo, al cabo de un rato, levantándose. Ya había guardado el violín en la funda y lo tenía sujeto bajo el brazo—. Ha sido una velada muy agradable, pero para este anciano ya ha llegado el momento de descansar.
Frida von Kleinsberg y Alfonso Altamira se levantaron también.
—El tiempo pasa rápido cuando uno está en buena compañía —le dijo Altamira.
Albert Einstein sonrió.
—Pocas cosas son más verdad que esto, querido amigo.
—Yo ni me había dado cuenta de que se había hecho tan tarde —dijo Frida.
Albert Einstein se echó a reír.
—Yo tampoco. Será porque ni Maja ni Margot ni Helen están en casa y ninguna me espera levantada.
—Nosotros regresamos mañana a Brooklyn —dijo Altamira—. Espero que nos volvamos a ver por aquí el año que viene.
Albert Einstein se quedó callado un instante. De repente se había puesto muy serio.
—Y que el mundo no esté peor de lo que está hoy.
—Ojalá.
Se estrecharon la mano los hombres, mirándose a los ojos, como si entre los dos compartiesen algo que Frida no podía entender. Tal vez porque tenían la misma edad o habían coincidido varias veces en diferentes etapas de sus vidas, entre ellos parecía haber un vínculo especial, algo que distaba mucho de las rencillas, las envidias, el rencor o el resquemor que mucha gente quería ver entre los dos, como si prefiriesen verlos enfrentados en lugar de como dos viejos amigos que mantenían una relación cordial.
Luego Albert Einstein la miró a ella, le cogió la mano y se la besó.
—Fräulein Klein —le dijo, después de doblar el cuerpo—, conocerla ha sido el mayor placer de este verano.
Frida le devolvió la reverencia, teatral. Al inclinarse sintió el metal del cañón de la pistola en su cadera.
—El placer ha sido mío, Herr Proffessor. Espero que volvamos a vernos.
—Nada me gustaría más —respondió Albert Einstein, mirándola a ella y a Alfonso Altamira alternativamente—. Pueden venir a visitarme a Princeton cuando quieran. En el número ciento doce de la calle Mercer tienen su casa. No hace falta que anoten la dirección —se encogió de hombros, resignado—: Todo el mundo sabe dónde vive Albert Einstein.
Terminó la frase y se volvió Albert Einstein, en dirección a la puerta, con la funda del violín bajo el brazo.
—Gute Nacht —se despidió, mientras caminaba.
—Herr Proffessor, espere. No se lo tome mal, pero dado que apenas hay luz en calle y hasta su casa hay un pequeño paseo, si no le importa me gustaría acompañarlo.
Frida se había adelantado un par de pasos y había bajado las escaleras del porche. Había intentado que la frase pareciese natural, que el ofrecimiento resultase espontáneo, no tanto por Albert Einstein, que era más que posible que no pusiera pegas a que una mujer joven lo acompañase a casa igual que si fuera un niño pequeño que pudiera perderse, como por Alfonso Altamira, a quien podría parecerle extraño aquella espontaneidad, y que tal vez se ofreciera a ir con ellos, porque era su obligación como caballero, por celos repentinos de Albert Einstein también.
Altamira frunció el ceño, pero no dijo nada. Frida se había vuelto hacia él.
—Volveré enseguida —le dijo—. No me parece bien dejar que nuestro invitado se vaya solo. Además, ya que hoy es nuestra última noche aquí, aprovecharé para dar un paseo. Me apetece caminar un rato.
Altamira podía haberse ofrecido a acompañarlos también, pero a sus años odiaba comportarse como un amante celoso. Lo que tenía que suceder sucedería, se interpusiera o no. Además, estaba claro que Frida no quería que lo acompañase. Tal vez quería hablar un rato a solas con Albert Einstein, hablar de Alemania o cualquier cosa.
Albert Einstein se había vuelto. Miró a Altamira, que permanecía impasible, de pie, en el porche, con el fiel labrador sentado junto a él. Luego a Frida, que se acercaba, decidida a subir la cuesta hasta su casa sin esperar a que su amigo diera su consentimiento.
—Una de las pocas ventajas que tiene hacerse viejo, Fräulein Klein, es que las mujeres jóvenes se preocupan por ti —le dijo, ofreciéndole su brazo para que ella se agarrase—. Pero ¿no cree que Altamira también debería acompañarnos?
Frida estaba a punto de decir que no hacía falta, que Alfonso Altamira no se enfadaría porque ella acompañase a Albert Einstein hasta su casa, pero el judío se había vuelto de nuevo hacia el porche y, sujetando con su mano la de Frida que agarraba su brazo, invitó a Altamira a unirse a ellos. Para convencerlo le dijo que hacía una noche estupenda, aunque apenas hubiera luna, y que un paseo nocturno sería una buena forma de terminar la velada.
Frida no pudo decir nada, nada más salvo disimular una sonrisa y con la mano que le quedaba libre coger el brazo de Alfonso Altamira cuando llegó hasta su altura. Newton también llegó ladrando, moviendo el rabo detrás de su amo. Salieron los cuatro a la calle, Albert Einstein, Frida von Kleinsberg, Alfonso Altamira y un perro labrador que respondía al nombre de Newton. Los cuatro eran, pues, científicos, de nombre o de formación, dijo Albert Einstein, bromeando, y todos rieron. Pero a Frida le pareció que Alfonso Altamira sólo había dejado escapar un poco de aire, que había disimulado mal una sonrisa, y no pudo evitar sentirse incómoda. No era imposible que el hombre cuyo brazo sujetaba con su diestra cada vez confiase menos en ella, y se preguntaba hasta qué punto sería capaz de anticiparse a sus intenciones. Tal vez no le faltase mucho para averiguar por sí mismo toda la verdad y quería estar seguro, pero no tendría tiempo de hacerlo. Dentro de unos minutos lo sabría todo. No le iba a quedar más remedio que matarlos a los dos, a Albert Einstein y a él, y aunque aquélla fuera una noche hermosa, como había apuntado el hombre cuyo brazo agarraba con su siniestra, no era el momento para andarse con sentimentalismos. La misión estaba a punto de concluir. No iba a ser tan fácil enfrentarse a dos hombres en lugar de a uno, pero el frío del cañón de la pistola en su cadera era una ventaja con la que ellos no contaban.
Cuando llegaron a la casa de Albert Einstein éste volvió a estrechar la mano de Altamira y cogió la suya para besarla de nuevo. Ya no había lugar para más ceremonias. Si ahora regresaba con Altamira a la casa habría perdido la oportunidad de acabar con la vida de Albert Einstein. Con un poco de suerte nadie encontraría su cadáver hasta el día siguiente, o tal vez un par de días después, y entonces ella ya estaría muy lejos de allí, tal vez ya en un barco que fuese de regreso a Europa, a lo mejor en el mismo en el que Werner Heisenberg tenía previsto regresar a Alemania.
Se habían quedado callados los tres un instante, como si el tiempo se hubiera detenido mientras cada uno esperaba el momento de seguir su camino, Albert Einstein entrar en su casa, Alfonso Altamira, Frida y Newton regresar a la suya, cuando ella inclinó el cuerpo un poco hacia delante y se llevó la mano a la cadera, buscando por debajo de su falda. Altamira la miró, como si no comprendiera, y es que en realidad no entendía lo que estaba pasando. Frida se había encorvado un poco de repente, y se buscaba por debajo del vestido con el descaro de una señorita que no estuviera bien educada, lo cual, desde luego, no era su caso. No comprendía lo que pasaba, y Albert Einstein tampoco, ni siquiera cuando vieron que lo que brillaba en su mano a la escasa luz de esa noche de verano era el cañón de una pequeña pistola, un cilindro oscuro que no podría tener más de cinco o seis centímetros de largo.
Los dos hombres miraron a Frida al principio, como si les estuviera gastando una broma cuya gracia aún no habían llegado a entender, como si lo normal fuera estallar en risas dentro de un momento, cuando hubieran atado los cabos y hubieran comprendido que aquello no era una pistola, o que sí era una pistola pero el hecho de que estuviese en las manos de ella era el resultado de un chiste cuya esencia se les había escapado, pero Frida sabía, y ellos no tardaron en darse cuenta de ello, que aquélla sí era una pistola, una Remington del calibre 22 que le había proporcionado Spencer Baumbach, y que la mujer que la empuñaba ya no parecía ser la joven licenciada en Física Atómica que había escapado de Alemania porque los nazis habían apresado a su jefe, el profesor Steiner. Frida von Kleinsberg había engullido a Frida Klein, y al hacerlo había vuelto a ser ella misma pero con las fuerzas multiplicadas. Los dos hombres a los que encañonaba la miraban como si no la conocieran, como si de repente enfrentasen los ojos de otra persona.
—Creo que lo mejor será que entremos todos en su casa, Herr Proffessor.
Pero los dos seguían mirándola, sin obedecerla, como si esperasen que todavía fuera una broma y que del cañón brotase una flor y Frida estallase en risas, una broma para celebrar que Alfonso Altamira y ella regresaban a Brooklyn al día siguiente.
—He dicho que adentro. Vamos.
El tono de voz de Frida ahora no dejaba lugar a dudas. Albert Einstein se volvió resignado hacia la puerta de su casa. Altamira asintió despacio, apesadumbrado por no haberse dado cuenta hasta el último momento de lo que estaba pasando.
—¿Qué estás haciendo, Frida? —le dijo, sin obedecer su orden—. ¿A qué viene todo esto?
Frida señaló con el cañón a Albert Einstein, que abría la puerta de la casa, indicándole que lo siguiese.
—Lo siento, Alfonso, pero así están las cosas. Hablaremos dentro.
Alfonso Altamira y Albert Einstein se sentaron en sendas butacas y Frida se quedó de pie. En su mano, la pistola no apuntaba a ninguno de los dos, pero era una advertencia para que no se levantasen ni intentasen reducirla.
—Frida, por favor —insistió Altamira—. Dinos de una vez qué está pasando.
—Tal vez yo pueda explicarlo —dijo Albert Einstein, que había estado callado desde que Frida los había sorprendido al sacar el arma. Contestaba a Alfonso Altamira, pero hablaba mirándola a ella, a los ojos, como si no le diera miedo la pistola que empuñaba—. Fräulein Klein no es quien dice ser. Su amiga ha venido a América para cumplir una misión muy importante, ¿verdad, Liebchen?
Frida von Kleinsberg no dijo nada. Se limitó a mirar a Einstein con desprecio.
—Seguro que sus jefes de Berlín estarán satisfechos con el resultado. Enhorabuena. Ha conseguido atrapar a Albert Einstein, a Albert Einstein, el judío más peligroso del mundo.
La última frase la dijo más despacio y de un modo más intenso, como si recitase un poema. Aplaudió al final, lentamente, y a Frida le pareció que sonreía también, no con los labios quizá, pero sí con esos ojillos negros que no perdían el brillo ni siquiera porque una agente de la Abwehr lo tuviese a su merced.
—No es éste el mejor momento para ironías, Herr Proffessor.
—Al contrario, Fräulein. Es un momento perfecto. Bien mirado, nada puede haber más irónico que te encañone en tu casa una mujer joven y hermosa que se ha destapado al final como agente nazi.
Frida torció una mueca que parecía una sonrisa.
—Déjese de halagos, Herr Proffessor. Debería saber que no porque me adule voy a tener piedad de usted.
Albert Einstein inclinó la cabeza un poco.
—El halagado soy yo, Fräulein. La mayoría de los científicos jóvenes piensan que Albert Einstein es un físico acabado, y gracias a usted me acabo de dar cuenta de lo importante que soy para Hitler.
Frida se acercó a él, se inclinó. Lo miró a los ojos.
—Usted es un mal alemán, un sionista que ha hecho mucho daño al país en que nació y que después de que hubiera renegado de él le dio cobijo de nuevo.
Albert Einstein sacudió la cabeza. O disimulaba muy bien o es que no le daba miedo que la agente de la Abwehr lo amenazase o tal vez se había dado cuenta de que había llegado su hora y procuraba mostrarse digno en el momento de la muerte, el instante supremo, y no quería perder el sentido del humor, además.
Volvió la cara hacia Alfonso Altamira, que tenía los ojos clavados en el suelo, como si esperase encontrar la respuesta a lo que estaba pasando en los flecos de la alfombra del salón de la casa de Albert Einstein.
—Querido Altamira, qué extraña es la vida. Cuando vivía en Suiza era un judío alemán, luego, al volver a Alemania me dijeron que era un judío suizo, y ahora que vivo en Estados Unidos para los alemanes sólo soy un asqueroso sionista. Incluso es posible que para los americanos tan sólo sea un judío europeo.
Se encogió de hombros Albert Einstein.
—Es mi destino, qué le vamos a hacer. Estar siempre en el lugar que no me corresponde.
—Basta ya de palabras. Puede guardarse su sentido del humor y sus bromas para la otra vida. Desde allí tal vez podrá ver el triunfo de Alemania sobre todas las naciones del mundo.
—Sobre todas las naciones del mundo —repitió Albert Einstein, susurrando casi, como si le diera asco.
—Le voy a decir una cosa, Herr Proffessor. No quiero que se vaya al otro mundo sin que lo sepa. Al final los alemanes conseguiremos fabricar la bomba atómica, y entonces no habrá ningún gobierno en el mundo que no tenga que postrarse de rodillas ante el Führer.
Esta vez Albert Einstein no dijo nada. Frida se dio cuenta de que el sabio judío acababa de comprender el motivo verdadero por el que ella le estaba ahora mismo apuntando con una pistola en el salón de aquella casa de verano de Long Island.
No pudo dejar de regocijarse por ello.
—Es la bomba atómica, sí —le dijo—. Ésa es la razón por la que estoy aquí.
Frida se echó a reír.
—Parece que ahora se le han quitado las ganas de bromear, Herr Proffessor. El asunto es mucho más importante de lo que usted había pensado. No he venido hasta aquí para matarlo porque sea un sionista molesto que utiliza su fama para manchar la imagen del Reich, sino porque cuando haya acabado con usted ya no podrá utilizar su fama para que los enemigos de Alemania se den prisa en fabricar una bomba atómica antes que nosotros.
—Frida, por el amor de Dios. Estás loca.
Durante unos minutos Altamira había permanecido en silencio. Era como si durante todo el tiempo hubiera estado asimilando lo sucedido y hasta ahora no hubiera conseguido reunir las fuerzas necesarias para articular una frase.
—No, Alfonso. No estoy loca. —El tono de voz con el que le hablaba a Altamira no era el mismo que había utilizado con Einstein. Parecía incluso que le daba lástima que estuviese allí—. De verdad que lamento que te hayas visto involucrado en todo esto. No es mi culpa. No tenías que estar aquí. Tendrías que haberte quedado en casa, con Newton, haberte quedado allí hasta que yo regresara. Mañana nos habríamos marchado los dos a Brooklyn como si nada hubiera pasado.
—Como si nada hubiera pasado —repitió Altamira, sacudiendo la cabeza al tiempo que dejaba escapar un suspiro desesperado.
Frida se acercó a él. Le hablaba de una manera tan dulce que parecía que estaba a punto de dejar la pistola en el suelo y le iba a acariciar la mejilla con su mano.
—Pero ahora eso ya no va a poder ser. —Tragó saliva, como si se le atascasen las palabras—. Ahora voy a tener que mataros a los dos.
Se retiró de él, le apuntó con la Remington.
—Deberías haberte quedado en casa —repitió.
—Me has engañado como a un crío.
Frida sacudió la cabeza.
—Si te sirve de algo, te diré que no todo ha sido mentira en lo nuestro, Alfonso.
Altamira echó hacia atrás la cabeza. Dejó escapar el aire de nuevo.
—Sólo Dios sabe desde cuándo me estás engañando. —La miró a los ojos, el tono de su voz había subido. Igual que Albert Einstein, parecía haber perdido el miedo a que lo matara, o es que no había llegado a tenerlo nunca o lo deseaba—. Puede que desde que apareciste en Madrid, ¿verdad? También entonces el profesor Albert Einstein estaba por medio. Yo me había empeñado en que aceptase la cátedra que le ofreció la Universidad Central.
—Vaya, parece que no sólo ahora —intervino Albert Einstein—, sino que ya entonces era importante para los nazis. Aunque no lo crea, Fräulein, lo sigo considerando un honor.
Frida tardó unos segundos en contestarle. Luego asintió para sí misma.
—Llevo más de siete años esperando el momento de matarlo, Herr Proffessor. No puede saber usted cuánto me alegro de vivir este instante.
—Aún más honrado me siento porque una joven tan hermosa como usted haya malgastado tantos años de su vida para poder matar a este pobre anciano. La vida es un bien demasiado precioso como para desperdiciarlo, Fräulein. Matarme debe de ser algo muy importante para usted si ha invertido tanto tiempo en intentarlo. ¿Qué va a conseguir con eso? ¿La dirección del Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín? Le aseguro que hay maneras mucho más nobles y menos peligrosas de conseguirlo. ¿Llevar las riendas del programa atómico nazi? Con todos los respetos le diré, aunque me pese, que Werner Heisenberg es el científico más capacitado de Alemania para dirigir ese despropósito. Aunque tal vez lo que quiera sea ascender en el servicio secreto, y la muerte de Albert Einstein será una medalla que poder lucir en los desfiles, junto a las esvásticas y los brazos estirados. Una nota destacada en su historial. Frida Klein, la agente nazi que acabó con la vida de Albert Einstein. Pero no crea que el único valor de mi vida será haber hecho que usted se convierta en una espía famosa.
Frida se adelantó hasta la butaca donde estaba sentado Albert Einstein. Le acercó la pistola y le puso la punta del cañón a un par de centímetros de su nariz.
—Usted no me ha hecho, Herr Proffessor. Usted me ha hecho ser. No es lo mismo. Y eso es algo que nunca le perdonaré.
Albert Einstein frunció el ceño.
—¿Sabe una cosa? Puede que tengan razón todos esos científicos jóvenes que aseguran que Albert Einstein está acabado. Lo cierto es que no comprendo nada.
Frida von Kleinsberg llevaba siete años esperando este momento y ahora se le atascaban las palabras. Desde que regresó de Polonia no había dejado de pensar ni un día en el momento en el que pudiera tener a Albert Einstein a su merced y decirle cuánto lo odiaba porque estaba segura de que era su padre. Sentía náuseas cada vez que pensaba en eso porque ya había germinado en ella el odio a los judíos cuando se enteró. Puede que para cualquier licenciada en Física la posibilidad de que Albert Einstein fuese su padre hubiera sido muy estimulante, pero para Frida era una carga cuyo peso llevaba arrastrando penosamente desde que lo supo. No había ningún parecido físico entre ellos dos, pero eso no quería decir nada. Cuando era niña las amistades de sus padres decían que tenía los ojos del barón, el pelo y las manos de la baronesa, y no sólo ella, que no sabía nada, lo creía a pies juntillas, sino también sus padres adoptivos parecían aceptar que el parecido era tan real que a veces podían pensar que habían sido ellos quienes habían engendrado a su pequeña.
Siete años y ahora no sentía ninguna emoción especial. Era como si el único motivo por el que ahora quería matar a Einstein fuera para que no pudiese interferir en los planes del desarrollo de la bomba atómica del Reich, como si al tener a Albert Einstein a su merced se hubiera dado cuenta de que la razón principal para terminar con la vida de aquel viejo científico acabado era estrictamente profesional, como si después de haber deseado algo durante tantos años, cuando llegara el momento de conseguirlo ya no estuviese segura de quererlo. Lo iba a matar, iba a matarlos a los dos, y luego regresaría a Alemania, pero se alegraba de haber superado el trauma de ser la hija de Einstein sin tener que acabar con su vida, haberlo conseguido por ella misma, darse cuenta de que ya no le importaba, que, al cabo, ella era Frida von Kleinsberg, la única hija del barón Von Kleinsberg. La hubiera engendrado quien la hubiera engendrado —Albert Einstein, un polaco rubio o un judío con nariz aguileña del Kazimierz de Cracovia—, es lo que era.
Pero eso no significaba que no se lo dijera. Acercó sus labios a la oreja de Einstein.
—Tal vez recuerde el nombre de Agniezska Waleska —le susurró, muy despacio, deteniéndose en cada sílaba.
Agniezska Waleska, murmuró Albert Einstein, con el ceño fruncido, como si no entendiese de qué le estaba hablando Frida.
—Agniezska Waleska. Polaca, nacida en Cracovia. Estudió en la Universidad de Berna entre 1908 y 1909.
Einstein sacudió la cabeza. Parecía que de verdad no supiera de qué le estaba hablando.
—No importa —dijo Frida—. Se lo contaré por el camino. Todavía tenemos un poco de tiempo. Levántese, Herr Proffessor.
Albert Einstein la obedeció.
—Acabemos con esto cuanto antes, Fräulein.
Frida le apuntó al pecho con el cañón de la pistola.
—Seré yo quien decida cuándo acabaremos.
Luego apuntó a Altamira. Tendría que llevárselo a navegar también. Frida tenía previsto adentrarse en la bahía con el Tinef y remolcar el barco de los Trefmann, que era más pequeño, para dejar el de Einstein a la deriva y regresar en él.
Alfonso Altamira, aunque no le gustaba navegar, sí sabía nadar, y no sería tan fácil acabar con su vida arrojándolo por la borda y no dejando que su cabeza pudiera salir a la superficie a respirar. Y los dos cadáveres flotando en la bahía sería sospechoso. Tampoco podía matarlo en la casa de Albert Einstein y que Maja, Margot o Helen encontrasen su cadáver en una butaca del salón. Aunque podía enterrarlo, como había hecho con Gaspar Puig, pero el mejor sitio para hacerlo no era en la casa de Albert Einstein, porque hasta allí enseguida vendría gente que podría acabar encontrándolo antes de que a ella le hubiera dado tiempo de poner el océano de por medio. Además, cuanto más tarde se descubriese todo, si es que se descubría, mucho mejor. Cada día que pasase sería un día más de ventaja que el Tercer Reich tendría para dominar el mundo. Acabaría con la vida de Albert Einstein primero, y luego regresaría navegando en el barco de los Trefmann con Altamira, lo mataría en la casa de Arturo Ramírez de Ayala y lo enterraría junto a su amigo Gaspar Puig.
—Alfonso, tú vendrás con nosotros.
Altamira la miró, sin moverse de la butaca. Suspiró, resignado.
—Frida, por favor. ¿Qué vas a hacer?
—Vamos a dar una vuelta por la bahía con el profesor Einstein. Luego tú y yo volveremos.
Se volvió hacia Albert Einstein. Se había alejado de ellos lo bastante como para poder apuntarles a los dos con un pequeño movimiento de muñeca.
—Herr Proffessor. Necesito una cuerda.
Albert Einstein negó con la cabeza.
—No sé dónde puede haber una cuerda.
—¡Haga lo que le digo!
Pero Albert Einstein no se alteraba. La miraba con los ojos tranquilos, como si no le importase que le estuviese apuntando al pecho con una pistola y le estuviese ordenando a gritos que buscase una cuerda.
—Fräulein, no acostumbramos a guardar cuerdas en el salón de esta casa.
Frida dejó escapar el aire, intentando controlarse. Le daban ganas de dispararle entre los ojos allí mismo, dejarlo moribundo en el salón de su casa y luego llevarse a Altamira hasta la suya para acabar con todo de una vez. Pero no era el momento de estropear las cosas después de haber llegado al momento más importante de la misión, el momento supremo de su vida quizá.
Frida miró por la ventana. Estaba tan oscuro que desde allí arriba no se podía ver el pequeño embarcadero.
—Está bien —dijo—. Vamos todos fuera.
Newton torció la cabeza, como si no comprendiera nada, cuando los vio salir a los tres de la casa.
Albert Einstein caminaba despacio, junto a Alfonso Altamira, por delante de Frida. Habría unos trescientos metros desde la casa de Albert Einstein hasta la playa, cuesta abajo, pero a esa hora era muy poco probable que se encontrasen con algún vecino. Por suerte, Nassau Point era una zona poco poblada. Que al genio le gustase tanto la tranquilidad iba a facilitar su muerte.
Cuando llegaron al embarcadero miró rápidamente a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie podía verlos, y recortó la distancia que la separaba de Altamira, le acercó el cañón de la pistola a la boca y se lo quedó mirando un instante, como si le pidiese disculpas por lo que estaba a punto de hacer.
Frida. Era su nombre lo que se adivinaba en los labios de Altamira, pero no le dio tiempo a decir nada, a protestar o a pedirle que no lo matase. Antes de que pudiese pronunciar las dos sílabas la mano de Frida que sostenía la pistola se había desplazado a un lado para coger impulso y un instante después sintió un golpe metálico en la sien que estuvo a punto de hacerlo caer. Cuando recibió el segundo impacto ya había perdido el conocimiento y se había desmadejado sobre las tablas del pequeño muelle, igual que un muñeco de trapo.
Frida von Kleinsberg había vuelto a apuntar al pecho de Albert Einstein con la pistola después de golpear a Altamira. Desde que había sacado el arma era la primera vez que lo había notado tenso. Mostrarse violenta era la mejor manera de que se percatase de que iba en serio, que de ninguna manera nada de lo que había pasado iba en broma. Albert Einstein miraba la imagen grotesca de su amigo Altamira derrengado sobre las tablas después de que ella le hubiera golpeado dos veces en la cabeza con el cañón de la pistola, pero enseguida recuperó la compostura.
—Súbalo al barco, Herr Proffessor —le ordenó Frida de nuevo, señalando el bote de los Trefmann con el cañón—. ¡Ahora!
A pesar de la contundencia con la que la joven se expresaba, Albert Einstein no se movió más deprisa de lo que acostumbraba, ni siquiera cuando Frida lo empujó.
—Herr Proffessor —le dijo, empujándolo otra vez, cuando ya había conseguido colocar el cuerpo de Alfonso Altamira en el barco—. También podría golpearle a usted igual que he hecho con Altamira, pero cuando se golpea a alguien en la cabeza no se sabe qué consecuencias puede tener. Incluso se puede perder el conocimiento y no despertar ya nunca más.
—Liebchen Fräulein —respondió Albert Einstein, volviéndose hacia ella—, si hubiera querido matarme a golpes hace ya mucho tiempo que lo habría hecho. —Chasqueó la lengua, como quien está seguro de rebatir un argumento. Sonrió al cabo y luego miró la niebla que cubría la bahía—. Pero no lo va a hacer. Por alguna razón quiere que todo acabe ahí, en el agua.
Frida no le contestó. Sin dejar de apuntarle buscó a tientas un cabo enrollado en la cubierta del barco que le pareció lo bastante fuerte y largo como para poder atar a Altamira con las suficientes garantías de que no se soltase.
—Átelo —le ordenó—. ¡Vamos!
Pero Albert Einstein no se movía, y ella volvió a empujarlo. El genio resbaló y estuvo a punto de caer. Le pareció tan frágil que Frida temió que se cayese y se partiese la cabeza con la precaria barandilla del embarcadero.
—Pudo haberme matado el otro día, cuando estábamos los dos solos navegando. Le hubiera resultado más fácil que ahora. Dígame, ¿qué se lo impidió? ¿Que era de día?
Frida no dijo nada, se limitó a apuntarlo a la cabeza con el cañón de la pistola.
Pero Albert Einstein siguió hablando, en cuanto recuperó la compostura.
—Claro —dijo, y no pudo evitar una sonrisa al recordarlo—. Los niños. Entonces llegaron los críos y se pusieron a gritar mi nombre: ¡Albert Einstein! ¡Albert Einstein! No es fácil acabar discretamente con la vida de un judío tan famoso, Fräulein.
Frida von Kleinsberg agarró a Einstein por el cuello de la camisa y le puso el cañón de la pistola en las costillas.
El español ya movía la cabeza, pero todavía no era capaz de levantarse.
—Átelo —le ordenó, de nuevo.
Albert Einstein había cogido la cuerda y la miraba como quien quiere descifrar un enigma y no sabe cómo.
—Átelo, Herr Proffessor. Átelo al travesaño del barco.
Albert Einstein asintió, se colocó detrás de Altamira, soltó las cuerdas y tiró de él. De uno de los lados de la cabeza le bajaba un hilo de sangre, pero estaba recuperando el conocimiento. Murmuraba algo pero no se le entendía. Era como si se hubiese sumido en una plácida duermevela y hablase en sueños.
—Átelo bien, Herr Proffessor.
—Si sabe tantas cosas de mí, Fräulein, estoy seguro de que le habrán contado que soy todo lo contrario de un navegante experto y que, por tanto, hacer nudos marineros no es lo que mejor se me da.
Frida von Kleinsberg no le contestó. Se limitó a mirarlo con desprecio sin dejar de apuntarle con la pistola.
Albert Einstein no tardó más de dos minutos en sujetar las manos de Alfonso Altamira al travesaño del barco donde Frida se sentaba cuando había navegado en él.
—Retírese —le ordenó Frida cuando terminó—. Hágase a un lado.
Albert Einstein la obedeció. Frida se agachó y, sin dejar de apuntarle con la pistola, con la mano que le quedaba libre comprobó que las ligaduras de Altamira eran lo bastante fuertes como para que no pudiera soltarse, al menos hasta que ella hubiese acabado con la vida de Albert Einstein.
—No está mal —dijo—. ¿Tiene un pañuelo?
Albert Einstein asintió, con desgana.
—Pues démelo.
Se lo arrancó de la mano en cuanto lo sacó del bolsillo, hizo una bola con él y, con un movimiento rápido, separó los labios de Altamira y se lo metió en la boca.
—Ahora vámonos —ordenó a Albert Einstein, señalando el Tinef—. Se nos está haciendo tarde.
Apenas se veían luces a esa hora, aunque no era imposible que se encontrasen con alguien o que algún pescador inoportuno se les cruzase cuando se adentraban en la bahía. Y Albert Einstein también podía ponerse a gritar para pedir ayuda. Pero caminaba casi pegada a él, observando cualquier movimiento extraño para atajarlo tapándole la boca o con un golpe en la nuca. No era la mejor solución, pero siempre sería mejor a que la descubriesen y la capturasen. Pero Albert Einstein caminaba hacia el cadalso con la misma parsimonia con la que lo había visto pasear fumando de su pipa por la orilla de la bahía de Peconic, como si en lugar de la noche en que una agente alemana estaba a punto de acabar con su vida fuera una plácida mañana cualquiera en la que paseaba por los jardines del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton mientras pensaba en esa utópica Teoría del Campo Unificado que conjugase de una manera sencilla todas las fuerzas del universo.
Pero Frida von Kleinsberg iba a segar de un solo tajo su vida y su legado. Tal vez, cuando las banderas del Reich ondeasen en todo el mundo, el propio nombre de Albert Einstein desaparecería de los libros de historia. Cumplir la misión que la había llevado hasta Long Island no significaba sólo matarlo, sino también con el tiempo borrar de la faz de la tierra cualquier rastro de su memoria.
Cuando subieron al barco ella misma sujetó con un nudo de experta el barco de los Trefmann al Tinef para remolcarlo y le dio las instrucciones a Albert Einstein para dirigirse hasta un punto de la bahía que estuviera alejado de cualquier orilla, sin dar bandazos, como él estaba acostumbrado a navegar, sin perder tiempo. Ella se había sentado en la popa para manejar el timón, y Albert Einstein tiraba del cabo que mantenía la vela firme. Corría una brisa fresca, la pequeña embarcación navegaba a un ritmo constante y, teniendo en cuenta que remolcaba a otro, aceptablemente rápido.
Albert Einstein escrutaba las estrellas a través de la niebla, y suspiraba como si le preocupase que aquélla fuera una noche demasiado hermosa para morir.
Frida pensó que estaba teniendo suerte. No había luna, no se habían encontrado a nadie. No había testigos molestos.
—Agniezska Waleska —dijo Albert Einstein, de pronto, como si llevase un rato pensando en ella—. Me gustaría saber de dónde ha sacado ese nombre del pasado, Fräulein. Tómeselo —añadió, volviendo la cara hacia ella, sonriendo— como la última voluntad de un anciano que va a ser ejecutado.
La respuesta de Frida von Kleinsberg fue corregir el rumbo.
—Cace la vela un poco, Herr Proffessor. El viento ha cambiado.
Albert Einstein tiró un poco del cabo, inclinándose sobre la pequeña cubierta. Para que el viento hinchase la vela había tenido que sacar el cuerpo por la borda hasta la mitad de la espalda. Frida movió un poco el timón para no hacerlo caer. Todavía estaban demasiado cerca de la orilla y si dejaba que se ahogara allí había más posibilidades de que el cuerpo fuese descubierto antes, o que tal vez el judío, a pesar de la calma aparente que mostraba ahora, en el momento culminante pudiera ponerse a gritar o a pedir socorro.
—Puede matarme aquí mismo —dijo Albert Einstein de repente, como si le hubiera leído el pensamiento.
Frida lo miró, sin dejar de apuntarle con la pistola mientras seguía concentrada en el timón.
—No falta mucho, Herr Proffessor. No tenga prisa porque su hora le va a llegar muy pronto.
Albert Einstein volvió la cara y, sujetando el cabo que mantenía la vela inflada, se puso a mirar hacia la proa, hacia el punto al que Frida von Kleinsberg iba a llevarlo para matarlo. A Frida seguía sin parecerle alterado. Era como si tuviera asumido que algún día podría llegar este momento, o es que tal vez consideraba que había vivido lo bastante y aceptaba su muerte con la resignación de quien se sabe con el deber cumplido. Miró hacia atrás Frida. En la oscuridad apenas podían distinguirse las casas de la orilla, y por delante de ellos, a lo lejos, sólo se veían las luces de dos o tres porches encendidas, seguramente de algunos vecinos a los que no les gustaba que sus casas estuviesen completamente a oscuras mientras dormían. Aquel lugar bien podía ser el más idóneo para arrojar a Albert Einstein por la borda.
La vela se desinfló al ponerse el bote de cara al viento después de que ella hubiera tirado del timón. Albert Einstein suspiró, sin volverse. Apoyó la espalda en el mástil. Parecía que miraba las luces de las casas, a lo lejos, pero Frida pensó que también podía tener los ojos cerrados y en aquel momento lo que más echaba de menos era su pipa. Habían pasado casi diez años desde que lo había visto por última vez, sentado en el césped de la universidad, en Berlín, charlando animadamente con sus alumnos, entre los que ella se encontraba. Todavía el barón Von Kleinsberg no le había contado que la habían adoptado cuando sólo era un precioso bebé recién nacido, y aún no imaginaba, cómo podría, que viajaría hasta Polonia para buscar la verdad. Llevaba esperando este momento desde el verano de 1932, tener a su merced a Albert Einstein. Había esperado y al final había obtenido su recompensa. Bastaba con empujar a un viejo judío que no sabía nadar por la borda y dejarlo que se ahogara.
Pero no tenía que ser ahora mismo. Primero tenía que hablar con Albert Einstein. Había tiempo para todo.
—Agniezska Waleska —dijo, de repente, y cuando las palabras le salieron, sintió que de la boca estaba a punto de brotarle un tapón que le atascaba la garganta. Tuvo que decir ese nombre otra vez para asegurarse de que era ella la que estaba hablando y no se lo había imaginado—. Agniezska Waleska.
Albert Einstein cruzó los brazos y suspiró. Seguía con la espalda apoyada en el mástil, como si fuera el vigía de un barco que escruta el horizonte para avisar a sus compañeros de la proximidad de la tierra firme. Frida von Kleinsberg se alegró de que estuviese de espaldas y no tener que enfrentar sus ojos. No es que sintiera vergüenza al hacerlo. No quería. Simplemente.
—Era mi madre —dijo, al cabo de un momento, y al hacerlo fue como si el tapón que le atascaba la garganta hubiera saltado de repente, como el corcho de una botella de champán.
Desde la popa vio asentir a Albert Einstein.
—Agniezska Waleska —repitió Einstein—. Debí sospecharlo. Waleska. Pero ése es un apellido polaco, Fräulein, y usted es una joven berlinesa, aunque después de lo que he visto esta noche también es cierto que cualquier cosa es posible.
Frida von Kleinsberg se levantó de la popa y se acercó al mástil, para poder verle la cara.
—¿No tiene nada que decirme?
El genio seguía mirando las aguas de la bahía. El pelo desordenado, las piernas estiradas en la cubierta. Tan sólo el ceño arrugado indicaba que estaba concentrado, que le costaba entender lo que aquella joven alemana que iba a matarlo quería explicarle.
—Agniezska Waleska —le dijo Frida, acercándole los labios al oído—. Una estudiante polaca de Física que había viajado hasta Berna para conocer a Einstein en 1908.
Albert Einstein tomó aire, lo aguantó dentro del pecho unos segundos y luego lo soltó despacio, sin ahorrar ruido, como un balón que se desinfla.
—Einstein todavía no era el científico más famoso del mundo, pero ya hacía tres años que había publicado en Annalen der Physic aquellos cinco artículos en los que formulaba la Teoría Especial de la Relatividad. El mundo científico se había asombrado y muchos querían conocer al genio.
Albert Einstein negó con la cabeza, despacio, como si le cansase la conversación.
—¿Adónde quiere llegar, Fräulein?
Frida se había sentado en la borda. No dejaba de apuntarle con la pistola mientras hablaban, pero estaba segura de que no necesitaría el arma, que tenía la fuerza suficiente para dar un empujón a Albert Einstein y que éste no pudiera resistirse.
—Usted sabe muy bien adónde quiero llegar, Herr Proffessor. Piense un poco, piense un poco ahora que ya estoy segura de que ha recordado quién era Agniezska Waleska. Una joven estudiante de Física y un científico diez años mayor que ella que empieza a ser una celebridad. Un científico casado y con dos hijos pequeños al que lo pierden las faldas. Vamos, Herr Proffessor. No me diga que no se acuerda. ¿O es que ha tenido un romance con cada una de las mujeres que han querido conocerle?
—Fräulein Klein. Está usted aventurando demasiado. Corren por ahí demasiados rumores sobre mí. No debería hacer caso a las habladurías de la gente.
—No son habladurías de la gente, Herr Proffessor. Lo sé todo sobre usted.
Albert Einstein volvió a negar con la cabeza, sin dejar de mirar el mar.
—Es imposible saberlo todo sobre alguien —contestó, al cabo, y luego, tras un instante callado, añadió—: Debo suponer que la situación es ésta: Agniezska Waleska viaja desde Polonia hasta Berna para conocer a Albert Einstein. Es un viaje demasiado largo por un motivo tan poco importante, pero supongámoslo. Resulta que conoce al científico y pasan una noche, varias, de pasión, y el resultado, tres décadas más tarde, es que usted haya venido desde Berlín para matarme.
Se volvió Einstein por primera vez hacia ella. Sentada en la borda del bote, apuntándolo con el cañón de la pistola y sujetándose con la otra mano, Frida von Kleinsberg se sintió ridícula.
—Fräulein Klein. Esto es delirante. Debería tener presente que lo mío es la ciencia, no la ciencia ficción. No hace falta que recurra a Electra para acabar conmigo. No es necesaria una historia tan retorcida para matar a un hombre. Y, ahora que lo pienso, déjeme que le diga una cosa: ni siquiera recuerdo a esa mujer. Y, créame, si usted ha salido a ella estoy seguro de que la recordaría.
Frida sacudió la cabeza.
—Ya no valen los trucos para ganar tiempo, Herr Proffessor. Usted sabe perfectamente quién era Agniezska Waleska. —Frida le hablaba como si no hubiera escuchado lo que él le había dicho, como si para ella lo más importante en ese momento fuera que Albert Einstein conociera la historia—. Ella me entregó en adopción a una familia alemana. Me criaron como a su hija. Cuando me dijeron que había sido adoptada quise conocer a mi madre biológica. Viajé hasta Berna, hice algunas preguntas. Regresé a Berlín y luego cogí un tren a Cracovia. Pasé dos semanas en el sur de Polonia haciendo averiguaciones, y fui a la casa en la que había vivido Agniezska Waleska. Murió en 1918.
—Pero eso no quiere decir que sea su madre, y mucho menos que la criatura fuese mía.
—¿Sabe una cosa, Herr Proffessor? Cuando era muy joven sentía una gran admiración por usted. A pesar de ser judío lo admiraba, y me enfadaba cuando alguno de mis compañeros desdeñaba sus teorías sólo por el hecho de profesar la religión del Talmud, pero a medida que fui averiguando cosas sobre usted la admiración fue transformándose en odio, en asco incluso.
Albert Einstein se rascó una ceja, sin prisas. De nuevo miraba el abismo oscuro delante de él.
—Es un cambio interesante, pero bastante común por otro lado. Tal vez lo que le da asco no sea yo, sino pensar que por sus venas pueda correr sangre judía, sangre judía y sangre eslava. A veces en la vida se dan estas paradojas, ya ve. Una agente nazi que no es aria, sino tal vez medio judía y medio eslava. Si su madre murió hace años, sólo le queda acabar con este pobre viejo para borrar cualquier vestigio de la impureza de su raza.
Albert Einstein sonreía, pero Frida se incorporó, y con la mano libre lo agarró por la solapa.
—¡Escúcheme! ¡Escúcheme, maldita sea! Voy a matarlo. Me da igual que sea mi padre o que no lo sea. Estoy aquí para impedir que pueda usar su nombre para que los americanos se interpongan en el camino de Alemania, para que deje de usar su fama para estorbar al destino del pueblo alemán. Puede que sea mi padre, pero también puede que no. Eso ya no me importa. Yo soy Frida von Kleinsberg, ¿lo entiende? Frida von Kleinsberg, hija única del barón Von Kleinsberg, y voy a matarlo porque es mi obligación. Si me hubieran ordenado meterlo en un barco y llevarlo hasta Berlín, no dude que ya estaríamos viajando hacia Europa. —Se quedó callada unos segundos, procurando calmarse—. Levántese, Herr Proffessor. Es hora de nadar un poco.
—No podréis vencer —repuso Albert Einstein, poniéndose las manos en las rodillas para ayudarse a levantarse—. Yo no soy más que una mota de polvo en el mundo, un científico insignificante. Vendrán otros más jóvenes, con más energía y con el talento suficiente para impedir que los nazis sean los primeros en fabricar una bomba atómica. Al final siempre triunfa el bien, Fräulein, es una lección que debería aprender cuanto antes. El bien triunfa más tarde o más temprano.
—Los judíos no son el bien. Los comunistas no son el bien.
Albert Einstein sacudió una mano. Cerró los ojos y movió la cabeza.
—Acabemos ya —dijo—. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Frida no le contestó. Estaban de pie, manteniendo el equilibrio en un bote que apenas podía con el peso de los dos. Un viejo científico cansado y una agente alemana que empuñaba una pistola. Cualquiera que hubiera visto la escena desde fuera se habría dado cuenta enseguida de quién tenía las de ganar y quién tenía las de perder. Frida von Kleinsberg sólo había de empujar el brazo del hombre que estaba con ella. Antes de hacerlo miró a un lado y a otro, para cerciorarse de que nadie la veía. Le había parecido escuchar algo, pero en la oscuridad no podía ver nada. Albert Einstein seguía allí, de pie, y ella ya no tenía más tiempo que perder. Dio un empujón al que podía ser su padre, pero éste no se dejó tirar al agua como un cordero que va al matadero. Sabía que al final caería, pero primero empujó a Frida, que mantuvo el equilibrio a duras penas y hubo de emplearse a fondo. Einstein le había agarrado las piernas y tiraba de ella. Sabía que no quería dispararle y se aprovechaba de la situación. El Tinef se inclinaba peligrosamente hacia estribor, por la proa, bajo el peso de los dos. Al caer sobre la cubierta Frida sintió cómo una ola le mojaba el pelo. Con el rabillo del ojo vio que la popa del barco se levantaba. Si seguían forcejando podrían hacer que volcase, o que se inclinase lo bastante para que cayesen al agua. Pero no le importaba demasiado. De los dos, era el viejo judío el que no sabía nadar. Ella podría volver nadando al barco donde estaba amarrado Altamira y regresar navegando a la orilla. Frida le dio un puñetazo a Albert Einstein y lo empujó con las piernas para hacerlo caer al agua.
Cuatro, pensó. Con Albert Einstein serían cuatro los hombres que había matado y todavía tendría que acabar con la vida de otro más. Trató de recuperar el equilibrio con cuidado. Tenía treinta años menos que él y era una agente muy bien entrenada, pero todavía no había sido capaz de hacerlo caer al mar.
Con el movimiento había entrado agua en la bañera del barco y la proa se había inclinado un poco más a estribor. Empujó a Albert Einstein hacia la popa, la parte del barco que se levantaba, pero éste se había puesto de rodillas sobre la cubierta, y a pesar de que Frida lo empujaba con todas sus fuerzas no conseguía tirarlo al mar. Era viejo pero era bastante más alto que ella. Había arrojado la pistola al otro lado del barco para poder sujetarlo mejor mientras lo empujaba y ahora no podía apuntarle. Se giró sobre sí misma y tiró de él hacia la borda del Tinef. Estando los dos en el agua, sería Albert Einstein quien tendría todas las de perder, pero lo más extraño, se dio cuenta Frida, era que Albert Einstein parecía tener la misma intención que ella, caer los dos juntos al agua, como si a pesar de no saber nadar creyese que una vez que hubiesen caído pudiera tener alguna oportunidad.
Frida von Kleinsberg sonrió, lo hizo como un tiburón que olfatea a su presa y está seguro de poder lanzar una dentellada sin que el otro pueda tener ninguna oportunidad. Un instante después estaba tan concentrada en su tarea que no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que sintió la primera sacudida que estuvo a punto de hacerla caer. Buscó a tientas la pistola antes de volverse. Antes de girarse estiró los brazos para mantener a raya a Albert Einstein.
El Tinef volvió a sacudirse bruscamente y otra vez estuvo a punto de perder el equilibrio. Ni siquiera tuvo tiempo de coger la pistola cuando sintió la nueva embestida, ahora más fuerte que la primera vez. Albert Einstein estaba tumbado en la cubierta y jadeaba, derrotado. Trató de levantarse, pero enseguida supo que no podría mantenerse de pie. Inclinado como estaba por la proa y con el peso de ellos dos en la parte de estribor sólo habría hecho falta empujar un poco el barco para hacer que diera la vuelta. Frida procuró mantener el equilibrio pero ya no era posible. Un instante después, cuando resbalaba en la cubierta mojada del barco, antes de caer al agua, pudo ver a Alfonso Altamira, que intentaba mantenerse erguido a duras penas en el bote de los Trefmann.