Al contrario que a la mayoría de sus amigas, a Frida no le gustaba maquillarse cuando era una adolescente. Era la baronesa la que tenía que convencerla siempre de que con unos polvos en la mejilla y un poco de carmín en los labios se podían conseguir unos resultados espectaculares. Con el tiempo Frida von Kleinsberg se acostumbró a dedicar un rato a aplicarse cosméticos cuando se arreglaba para ir a una de las fiestas que se celebraban en las mansiones junto al lago Wannsee, pero sabía que, no es que a ella no le hiciese falta, sino que, simplemente con la cara lavada, su rostro y sus ojos desprendían la luz necesaria para que todos los hombres elegantes inclinasen la cabeza cuando entraba en el salón cogida del brazo del barón Von Kleinsberg.
Volvía a recordar los consejos de su madre adoptiva delante del espejo del cuarto de baño de la casa en la que pasaba las vacaciones Alfonso Altamira. Un poco de carmín, sombra de ojos, espolvorear un poco las mejillas, lo justo para que no se note demasiado el maquillaje. Aunque el motivo por el que ahora se arreglaba no era para celebrar la mayoría de edad de una de las jovencitas ricas que vivían en las casas cercanas a la finca familiar, el procedimiento era el mismo: primero los ojos, luego las mejillas, por último los labios. Pero su preocupación principal era el cuello. Una desagradable línea roja por la que la sangre había estado a punto de saltar le bajaba desde la parte derecha del cuello hasta la clavícula. Si la bandeja que le lanzó Gaspar Puig le hubiera acertado de lleno en la cara ahora tendría que inventarse una excusa que no sabía hasta qué punto sería convincente. Con los golpes de las costillas no había problema porque los ocultaba la blusa.
Esperaba que Altamira no se diese cuenta. Ojalá que no. Bajó los ojos al recordar a Altamira y se quedó un momento pensando. No es que estuviera enamorada, porque ella no había estado enamorada nunca, y a esas alturas, y con la vida que le esperaba, dudaba mucho que algún día pudiera llegar a enamorarse, pero sentía por el español un cariño especial. Tal vez porque lo había conocido al principio de su carrera como espía y él se había portado muy bien con ella —entonces y ahora, en América, de nuevo— sentía que tenía una deuda con él e, ironías del destino, la única forma de devolvérsela era perdonándole la vida. Ya había matado a tres hombres, a tres piezas secundarias de la partida, y esperaba dar jaque mate, tumbar al rey en el tablero, sin tener que comerse ninguna ficha más. Pero también tenía muy claras Frida cuáles eran sus prioridades, y si Alfonso Altamira se interponía en el camino para derrotar al rey sabía que acabaría con él, sin contemplaciones, aunque luego, tal vez cuando regresase en un barco a Europa, en un barco en el que apenas irían pasajeros porque la gente llevaba meses haciendo el camino contrario, de Europa a América, tal vez padecería unos sentimientos de culpabilidad, tan incómodos para alguien que tiene que desarrollar un trabajo como el suyo pero tan humanos por otra parte, y se maldeciría por no haber sido capaz de encontrar la forma de terminar la misión sin acabar con la vida de Alfonso Altamira.
Pero no era el momento ahora de detenerse a pensar lo que estaba bien y lo que estaba mal. Frida sacudió la cabeza, despacio, y volvió a mirarse al espejo. La línea roja que le bajaba desde el cuello apenas se le notaba ya y la sombra de ojos y el carmín de los labios harían el resto para que ninguno de los hombres, ni Alfonso Altamira ni Albert Einstein, prestasen atención a otra cosa salvo a su rostro.
Salía del cuarto de baño cuando se abrió la puerta de la casa. Supo que era Altamira antes de que abriese por la forma de ladrar, inconfundible, del perro cuando se acercaba su amo. En la mano traía una bolsa que levantó, triunfante.
—Me ha costado, pero al final lo he conseguido.
Frida sonrió. Se acercó a él, le dio un beso en la mejilla. Lo abrazó, recostó la cabeza contra su pecho.
—Eres un cielo.
—No sabe Albert Einstein el esfuerzo de encontrar mermelada de cerezas para poder hacerle un postre. Menos mal que me he encontrado con el crío de David Rothman.
—¿David Rothman?
—El comerciante de Southold que te trajo aquí el otro día en su coche. Su hijo, Bob, me ha ayudado a conseguir los ingredientes.
—Seguro que es un buen chaval.
Altamira asintió.
—¿Cuánto he tardado? Seguro que por lo menos dos horas.
Frida suspiró. Separó la cabeza de su pecho y lo miró.
—Dos horas por lo menos. Tal vez un poco más. Fíjate —añadió, señalando el salón arreglado y la mesa puesta para tres—, me ha dado tiempo de preparar la cena, recogerlo todo y hasta poner la mesa.
Altamira sonrió.
—Te has puesto muy guapa. Espero que para mí.
Frida le acarició la mejilla. Tenía la barba suave. Le resultaba agradable el tacto.
—Pues claro, tonto. Para quién si no.
Altamira se encogió de hombros, bromeando abiertamente.
—Pues no sé. Tal vez podrías haberte puesto tan guapa para impresionar al profesor Albert Einstein. Ya sabes, el científico más famoso del mundo.
Frida se echó a reír, sin ocultar tampoco que bromeaba abiertamente.
—Sabes que estoy acostumbrada a tratar con científicos brillantes. —Altamira inclinó la cabeza al escuchar un comentario que estaba seguro que se lo dedicaba a él—. Ya te he dicho que Albert Einstein no puede impresionarme. Hace muchos años que estudié la Teoría de la Relatividad. Y no parece que de momento vaya a deslumbrar al mundo con un nuevo descubrimiento.
—Vaya, menos mal. ¿Puedo estar tranquilo entonces?
Frida se volvió desde el umbral de la cocina.
—Sabes de sobra que sí.
—Es un alivio.
Altamira la siguió y vació la bolsa en la mesa. Las nueces, el chocolate, el bizcocho, la mermelada de cerezas y un bote de nata.
—Espero haberlo traído a tiempo para que puedas prepararlo.
Frida le dirigió una sonrisa de falsa autosuficiencia.
—Pero con quién te crees que estás hablando. Debo de ser la única licenciada en Física Atómica por la Universidad Humboldt capaz de preparar la mejor Schwarzwälder Kirschtorte de todo Long Island.
—Estoy seguro de que a nuestro invitado le encantará.
Frida se echó a reír, mirándolo.
—No te quepa duda —respondió, mirando a la pared de la cocina mientras abría la lata de mermelada. Ya no sonreía.
Altamira se sentó en el porche y encendió la pipa mientras Frida preparaba el postre. Newton se había sentado junto a él, rascándole la pierna con la pezuña de una de sus patas delanteras. Altamira le acarició la cabeza y el animal se tumbó a sus pies. Frida miró la escena. Una hora antes, Newton había ladrado enloquecido mientras ella luchaba a muerte con Gaspar Puig. Durante la pelea se le había pasado por la cabeza la idea de darle un golpe al perro en la cabeza para que dejara de ladrar y no alertase a nadie que pasase por la calle, pero al final el animal se había quedado tranquilo, y ahora dormitaba plácidamente, con la cabeza apoyada en uno de los pies de su amo. Frida pensó que si hubiera matado también al perro no le habría sido posible engañar a Altamira. El científico español hubiera desconfiado si el animal no lo hubiera estado esperando al volver a casa.
Cuando dejó calentándose el pastel en el horno Frida se sentó junto a Alfonso Altamira en el porche. Al verla llegar Newton levantó una oreja, abrió un ojo, y luego volvió a quedarse dormido.
—Nuestro último día aquí —dijo, para romper el silencio.
El español asintió despacio, sin separar la pipa de sus labios, como si le diera pena marcharse. Frida le había cogido la mano.
—Nuestro último día —repitió Altamira—. Pero siempre podremos volver antes de que termine el verano. Tal vez algún fin de semana en septiembre. ¿Te gustaría?
Frida dejó escapar el aire. Parecía que suspiraba porque le encantaba la idea de volver allí para pasar un fin de semana romántico con Alfonso Altamira. Sólo faltaba poco más de un mes para que empezase septiembre, pero era imposible saber dónde estaría ella entonces. Esperaba que en Berlín, ocupando un despacho importante en la sede de la Abwehr, pero, en ese preciso instante, cuando la parte más importante de la misión estaba a punto de suceder, nadie podría saber dónde estaría mañana siquiera.
—Me encantaría —le dijo, sin embargo, y le preocupaba pensar que en lo más hondo de su pecho no le mentía, que toda la piel de Frida Klein no se había hundido en la bahía de Peconic—. Pero no pensemos ahora en eso. Todavía queda más de un mes para que llegue septiembre. Primero tenemos que volver a Brooklyn mañana.
Frida le había insistido alguna vez para que al menos él se quedase algunas semanas más en la casa que su amigo Ramírez de Ayala había tenido la amabilidad de prestarle, pero Altamira siempre le había contestado que no se debía abusar de la generosidad de los demás. En otras circunstancias, ahora sería un buen momento para volver a decírselo. Lo más lógico era quedarse allí los dos unos días, tal vez unas semanas más, hasta que empezasen de nuevo las clases en el instituto, pero Frida no podría permanecer mucho tiempo en Nassau Point después de matar a Albert Einstein. Margot, Maja y Helen aún no habían regresado de Princeton y no podían echar en falta a Einstein, pero era muy difícil, imposible casi, que cualquier aficionado a la vela no encontrase el Tinef encallado en la playa o el cuerpo del genio flotando en las aguas de la bahía, que el cadáver no llegase hasta la orilla tal vez, que alguien no se diese cuenta de que su velero no estaba en el embarcadero. Lo más seguro era que mañana alguien encontrase indicios de la desaparición de Albert Einstein, o el propio cadáver quizá, y para entonces lo más conveniente era que tanto ella como Alfonso Altamira estuvieran de vuelta en Brooklyn. Esperaba de verdad que los dos regresaran juntos. Le desagradaba profundamente la idea de tener que cavar otra tumba en la parte de atrás de la casa, aunque no dejaba de prepararse mentalmente para ello, decirse, ordenarse incluso, que no dudaría en matar a Altamira si al final tenía que hacerlo. Y por desgracia había muchas posibilidades de tener que acabar con la vida del hombre que ahora la miraba por detrás de la suave cortina de humo que se le escapaba de la pipa.
—Volveremos a Brooklyn mañana, desde luego —dijo Altamira—. Luego ya veremos. Me gustaría pasarme a ver también a Gaspar Puig. Hace mucho que no sé nada de él.
Frida asintió. Esperaba que su expresión pareciera la de una mujer comprensiva con las preocupaciones de su futuro amante.
—El año pasado él vino a pasar unos días aquí conmigo. —Altamira seguía con ganas de hablar de su amigo Gaspar Puig—. Me siento un poco culpable por no haberlo invitado este verano.
Frida se encogió de hombros, como si lamentase haber sido la causa de que los dos amigos no hubieran podido pasar unos días juntos ese verano.
—Sé que parece el comentario de un adolescente —añadió Altamira—, ya sabes, un muchacho que lamenta haber dejado a otro en la estacada porque ha empezado a salir con una chica, pero la verdad es que no puedo dejar de sentir pena por Gaspar. Sé que está un poco solo, que no tiene muchos amigos.
—Bueno, su carácter es un poco difícil también.
—Ya, pero bueno. El caso es que no puedo dejar de sentirme un poco culpable.
—De verdad que lo siento, Alfonso, porque en parte he sido yo la causa de que os hayáis distanciado.
Altamira dejó la pipa en la mesa y volvió a coger las manos de Frida entre las suyas. La miró a los ojos.
—Tú no tienes la culpa de nada. Hasta cierto punto es normal que un viejo solitario reaccione así cuando su amigo ha tenido la suerte de que una mujer joven y hermosa se haya instalado en su casa y quiera ahora pasar más tiempo con ella. A mí también me habría pasado lo mismo, porque, no lo olvides: yo también soy un viejo, y era un viejo solitario hasta el día que llamaste a la puerta de mi casa.
Frida se echó a reír.
—No me hagas que te regale el oído, Alfonso…
Altamira volvió a coger la pipa, le dio una larga calada y estiró las piernas bajo la mesa.
—Vale —dijo—. De acuerdo. El caso es que me gustaría pasarme a saludar a Gaspar cuando volvamos a Brooklyn. Tal vez deberíamos invitarlo a cenar.
Frida bajó los ojos. Newton seguía dormitando bajo el refugio de las piernas de su amo.
—No sería mala idea —respondió—. Pero te recuerdo que antes nos hemos comprometido para otra cena.
Alfonso Altamira se puso recto en la butaca.
—Tienes razón. Y nuestro invitado estará a punto de llegar. Deberías dar una vuelta para ver cómo está esa tarta.
—No creo que le falte mucho.
Se habían levantado los dos cuando lo vieron aparecer. El pelo blanco, alborotado, una camisa arrugada por fuera del pantalón, que llevaba remangado, por encima de los tobillos desnudos. Era famosa la aversión que Albert Einstein sentía por los calcetines. En la mano traía su violín, protegido por la funda. Puesto que el de Altamira estaba en la mesa del salón, Frida pensó que aquélla, la última noche en la vida de Albert Einstein, iba a ser una velada muy animada.
—Guten Abend, Herr Altamira —saludó Albert Einstein, haciendo una pequeña y teatral reverencia—. Guten Abend, Fräulein Klein.
—Guten Abend, Herr Proffessor —Frida le devolvió el saludo en alemán—. Bienvenido. Ha llegado en el momento oportuno. La cena debe de estar lista. Desde aquí puedo oler que la Schwarzwälder Kirschtorte está en su punto.
Albert Einstein levantó un poco la barbilla, aspiró profundamente y entornó los ojos, complacido.
—Schwarzwälder Kirschtorte —dijo—. Sehr gut.
Luego, se volvió hacia Altamira y, levantando el violín, añadió:
—Pasaremos una velada agradable, querido amigo.
Altamira correspondió con una leve inclinación de la cabeza.
—Así será.
Diez minutos después estaban los tres sentados en el salón donde un rato antes ella había tenido una lucha a muerte con uno de los mejores amigos de Alfonso Altamira, Gaspar Puig, a quien él esperaba volver a ver cuando regresasen a Brooklyn mañana, invitarlo a cenar incluso.
Procuró no volver a pensar en Gaspar Puig, ya que se había librado de él, y trató de concentrarse en Albert Einstein, que era la razón por la que estaba allí, la razón por la que, aunque tal vez no lo supiese al principio, ya había matado a tres hombres.
Aún no habían terminado el primer plato cuando empezaron a hablar de Europa.
—¿De verdad cree usted que al final habrá guerra, Herr Proffessor? —le preguntó Frida, mostrándose como la colegiala ingenua que nunca había sido.
Albert Einstein ladeó la cabeza. Se quedó mirando un instante el plato antes de contestar, como si pudiese encontrar en las hojas de lechuga la respuesta.
—Gran Bretaña y Francia le han dado un ultimátum a Hitler. Si invade Polonia le declararán la guerra.
No levantó los ojos del plato hasta después de decir la frase.
—Si invade Polonia —repitió, resignado.
—Yo creo que al final los nazis llegarán a Varsovia —intervino Altamira—. Y también creo que ni los ingleses ni los franceses harán nada por impedirlo. Sencillamente porque ya será demasiado tarde.
—¿Tú crees? —preguntó Frida.
Altamira encogió los hombros, para subrayar la obviedad de su razonamiento.
—¿Hicieron algo cuando el ejército alemán ocupó la zona desmilitarizada del Rin? ¿Movieron un dedo cuando los nazis se anexionaron los Sudetes? ¿Y cuando lo de Austria? Si nos atenemos a los hechos, no habrá guerra. Si todavía creemos que puede existir una pizca de sentido común en Francia o en Inglaterra, entonces podremos tener la esperanza de que harán algo por pararle los pies a Hitler. Aunque me temo que ya será tarde. Los nazis están demasiado crecidos y demasiado seguros de sí mismos como para temer las rabietas de quienes no hicieron nada para detenerlos cuando era posible.
Frida sabía que esto era verdad. Que si Francia e Inglaterra se hubieran empeñado en poner contra las cuerdas a Alemania dos años antes, tal vez uno, habrían conseguido una victoria incontestable. Ahora las cosas habían cambiado. Ellos no podían saber cuánto.
—Pero esta vez le han dado un ultimátum. Quizá ahora sea diferente —insistió Frida, sin embargo.
—Habrá guerra —dijo Albert Einstein, de repente, después de haber estado jugueteando unos segundos con el tenedor dentro del plato—. Estoy seguro de que habrá guerra.
—¿Cómo puede estar tan seguro, Herr Proffessor?
—Porque Alemania invadirá Polonia, y no creo que tarde mucho en hacerlo. Hasta ahora Hitler ha conseguido cuanto se ha propuesto, y nadie ha podido o ha querido hacer nada por evitarlo. Polonia es sólo un paso más, luego vendrán otros territorios, y llegará el momento en que no sólo Inglaterra y Francia, sino que el resto del mundo tendrá que decir basta.
—Lo mejor que podría pasar es que el presidente Roosevelt convenciera al Congreso para que tomase cartas en el asunto de Europa de una vez por todas.
Albert Einstein dejó escapar un soplo de aire, como un suspiro, después de escuchar a Frida, que lo miraba como si pudiese encontrar detrás de las palabras que iba a decir algún significado oculto que sólo ella pudiera descifrar.
—Al presidente Roosevelt al final no le quedará más remedio que convencer al Congreso. Si hay guerra, que la habrá, por desgracia, lo normal es que Estados Unidos intervenga, más tarde o más temprano.
—Pero tengo entendido que en este país hay mucha gente partidaria del aislacionismo —repuso Frida.
—Entonces dependerá de cómo se vayan desarrollando los acontecimientos en Europa —dijo Einstein—. Es decir, imaginemos que Hitler invade Polonia y que Francia y Gran Bretaña le declaran la guerra. Es posible que sea una guerra corta, y que tras una serie de escaramuzas los nazis decidan marcharse de Polonia, o que tras un forcejeo de algunas semanas incluso lleguen a un acuerdo para volver a las fronteras que firmaron en Versalles.
—Eso suena utópico —recalcó Altamira.
—Sin duda —contestó Einstein—, pero estamos haciendo un ejercicio de imaginación, y debemos tener en cuenta todas las variables posibles, por remotas que nos parezcan. La otra opción, la que menos me gusta y la que me temo que tiene más posibilidades de suceder, es que la guerra se alargue, que se alargue mucho más de lo que piensa la mayoría de la gente, porque los alemanes se han hecho tan fuertes que ni los franceses y los ingleses juntos son capaces de plantarles cara. Será entonces cuando el Congreso dará el visto bueno a la intervención de Estados Unidos, a pesar de las voces de los aislacionistas que se alzarán en contra, que lo harán, de eso no podemos tener ninguna duda.
Frida pensó que aquélla era la oportunidad para preguntarle lo que quería saber. No es que la respuesta fuera a cambiar sus planes, pero quería saber la opinión de Albert Einstein sin que estuviera condicionada porque lo estaba apuntando al pecho con una pistola. Ya habían cortado la tarta. Albert Einstein masticaba despacio, saboreándola.
—¿Y por qué cree, Herr Proffessor, que los alemanes pueden llegar a ser invencibles? ¿Cree que serán capaces en un plazo de tiempo relativamente corto de haber desarrollado una bomba atómica con la que poder hacer que los demás países se postren de rodillas ante ellos?
Albert Einstein disimuló mal una sonrisa.
—Si nos atenemos a lo que dice Werner Heisenberg, parece que no será posible.
Frida asintió, sonriendo también. La opinión de Werner Heisenberg no parecía merecer mucho respeto a Albert Einstein. Aparte de ser el jefe del programa atómico del Tercer Reich, era la figura más sobresaliente entre los jóvenes científicos que apostaban por la Mecánica Cuántica como medio para entender el universo. Sus jefes de la Abwehr querían estar al tanto de lo que se tramaba en la comunidad de científicos exiliados en Estados Unidos, enterarse de qué sabían, hasta dónde conocían de la militarización de la ciencia en Alemania. Estaba segura de que con su misión en Estados Unidos también querían mantener estrechamente vigilado, de algún modo, a Werner Heisenberg, saber hasta qué punto podían fiarse de él. Por lo que había averiguado Frida von Kleinsberg, la adhesión del descubridor del Principio de Incertidumbre, si no al Tercer Reich sí a Alemania, estaba fuera de toda duda. La prueba era que muchos de sus colegas que se habían marchado a Estados Unidos cuando el poder del Partido Nacionalsocialista se había ido extendiendo cada vez más lo consideraban un traidor.
—Pero estoy segura de que la opinión de Werner Heisenberg no significa mucho para usted.
Albert Einstein bajó los ojos un instante de nuevo al plato antes de responder.
—No es que signifique o no signifique mucho para mí, es que la palabra de un científico que ha puesto su enorme talento al servicio de los nazis no me merece ninguna confianza.
—Es posible que usted tenga razón, Herr Proffessor. ¿Debemos suponer entonces que los nazis desarrollarán la bomba atómica en un plazo de tiempo relativamente corto?
Albert Einstein sacudió la cabeza, luego se encogió de hombros.
—Lo cierto es que no sé qué contestarle, Liebchen Fräulein. Puede que sí y puede que no. A veces los mayores descubrimientos de la ciencia se han debido a causas meramente fortuitas. Puede que algún científico en algún laboratorio perdido de Berlín, de Múnich o Hamburgo encuentre por casualidad la forma de conseguir controlar la fisión del uranio y que se pueda fabricar el arma más potente que el hombre haya conocido jamás. Tal vez esté sucediendo ahora mismo, mientras nosotros probamos esta excelente tarta —sonrió al decir esto y Frida le devolvió el mismo gesto—, o quizá suceda la semana que viene, o el año que viene, o dentro de diez años. Me gustaría decir que tal vez no sucederá nunca, pero que sea un viejo idealista no significa que sea un viejo ingenuo también.
—Yo también pienso lo mismo —dijo Altamira—. Ojalá no sucediera nunca, pero llega un momento en la vida en el que ya no se puede uno permitir el lujo de ser ingenuo.
—Es una de las muchas desventajas que tiene cumplir años, querido amigo, que cada vez le quedan a uno menos cosas a las que agarrarse. A nuestra edad ya no podemos escondernos de la verdad. Más pronto que tarde habrá guerra en Europa, y antes o después los nazis tendrán una bomba atómica.
Frida bajó la cabeza, como si le pesara mucho la reflexión que acababa de hacer Albert Einstein.
—¿Y qué haremos entonces? —preguntó, al cabo, a Albert Einstein, a Alfonso Altamira—. ¿Resignarnos?
Albert Einstein dejó los cubiertos sobre la mesa. Se había comido entero el pedazo de tarta. Se recostó en la silla, descansando la espalda. Parecía satisfecho.
—Pues claro que no, Fräulein, claro que no. Es imposible que nos quedemos quietos ante un peligro así.
—El mundo podría estallar en pedazos —dijo Altamira—. Parece una novela de ciencia ficción.
—Ojalá lo fuera, pero no lo es, por desgracia. El planeta podría saltar por los aires, natürlich. Una reacción en cadena que libera una cantidad enorme de energía. —Sacudió la cabeza al concluir la frase, apesadumbrado.
—E igual a emecé al cuadrado —dijo Frida.
Einstein se la quedó mirando, y luego sus ojos volvieron a perderse en las migajas del pastel que aún quedaban en su plato.
—E igual a emecé al cuadrado. Qué ironía. La primera vez que se encuentra una aplicación práctica a la Teoría de la Relatividad es para fabricar una bomba atómica.
—Pero la ciencia no tiene la culpa de la mala voluntad de los hombres —le dijo Frida, como si Albert Einstein necesitase consuelo por haber formulado la Teoría de la Relatividad.
Albert Einstein sonrió.
—Claro que no. Pero también un científico debe hacer cuanto esté en su mano para que los hombres de mala voluntad no se salgan con la suya.
Sólo bastaba una pregunta para que aquel viejo acabado le dijera lo que quería saber. Estaba segura de la respuesta, pero quería escucharla de sus labios, y quería que se lo dijera libremente, sin estar coaccionado por la cercanía de la muerte.
—¿Y cree usted, Herr Proffessor, que hay algo que podamos hacer para impedir que los nazis fabriquen una bomba atómica?
Albert Einstein dejó escapar un suspiro, como si le pesase mucho una carga que llevaba en el pecho. Dejó el tenedor sobre el plato, se cruzó de brazos, miró a Altamira y a Frida un par de veces antes de responder. Todavía permaneció un instante callado antes de decir nada.
—Por desgracia, Fräulein, es muy poco lo que los hombres de ciencia podemos influir en estos tiempos. Es muy difícil que nos escuchen siquiera, así que mucho menos que nos hagan caso. Pero nos queda la esperanza de que quienes gobiernan los países que al final acabarán enfrentándose a los nazis se preocupen de desarrollar su propio programa atómico.
Frida asintió. No le había dicho nada, no le había confesado que él mismo se encargaría de animar al presidente Roosevelt para que los americanos construyesen su propia bomba atómica, y que lo hicieran antes de que los alemanes pudieran desarrollar la suya, pero estaba segura de que era ése el siguiente paso que daría, que Leo Szilard no tardaría en volver a Nassau Point para convencer a Albert Einstein de que lo ayudase.
Si Frida hubiera tenido dudas sobre si tendría que llegar hasta el final de la misión, hasta donde ella se había propuesto, más allá incluso del deber que le habían encomendado sus jefes de Berlín, tal vez le habría bastado decirse que si había tenido que acabar con la vida de tres hombres no era el momento de echarse atrás cuando tenía que liquidar al más importante, al rey que hasta ahora había estado protegido por el resto de las piezas del tablero que habían ido desapareciendo sin que pudiera darse cuenta, tan preocupado como estaría dándole vueltas a la idea de empujar al gobierno de los Estados Unidos de América a fabricar una bomba atómica. No había vuelta atrás. Él, que se consideraba a sí mismo el paradigma del pacifismo en el mundo, que se había marchado de Alemania cuando tenía dieciséis años para eludir el servicio militar. Estaba segura de que Albert Einstein sufría el mayor dilema de toda su vida. En Berlín no podían imaginarlo, pero todo se reducía a una cuestión moral: o animaba al presidente Roosevelt a desarrollar una bomba atómica que abriese la caja de Pandora para siempre, o dejaba que los alemanes construyesen la suya y tal vez ver desfilar un día no muy lejano al propio Adolf Hitler por la Quinta Avenida de Nueva York. Pese a ello disfrutaba el judío de una presencia de ánimo envidiable. Cualquiera en su situación tendría palpitaciones, estaría malhumorado, le costaría conciliar el sueño. Sin embargo, no lo había visto perder la sonrisa durante la cena. Tal vez había tomado ya la única decisión posible, esa que Frida estaba segura que al final tomaría. Ella también lo haría si estuviera en su lugar, si pensase como él, si fuese una sionista convencida en lugar de una agente de la Abwehr. Si temía tanto a Hitler y a Alemania, y un judío como él andaba sobrado de motivos para tener miedo, el mal menor era abrir la caja de Pandora y que las generaciones venideras considerasen con indulgencia su decisión cuando juzgasen lo que hizo.
—Pero eso sería terrible —dijo Altamira.
—Lo sería, desde luego, pero, dados los tiempos que corren, sería la solución menos mala. ¿Se imagina, querido amigo, las esvásticas ondeando en Times Square? No es imposible que esto suceda si los nazis consiguen fabricar la bomba atómica.
Altamira suspiró.
—Estamos todos locos —dijo.
Albert Einstein se encogió de hombros. Resignado. Desganado.
—El mundo se ha vuelto loco. Y la experiencia nos dice que no hay otra forma de parar a los nazis que siendo más fuertes que ellos. La diplomacia y las buenas palabras ya no sirven. Sólo espero que Francia e Inglaterra cumplan su compromiso de declarar la guerra a Hitler si la Wehrmacht entra en Polonia. No sabe lo triste que es para un pacifista tener que decir algo así, reconocer que a veces las armas son necesarias para garantizar la paz, pero me temo que es la única solución posible.
—¿Y piensa usted, Herr Proffessor, que los nazis pueden desarrollar la bomba atómica antes que nadie porque Francia o Inglaterra pensarán que no vale la pena fabricar una y habrán perdido la carrera?
—Cualquier cosa es posible, Fräulein. Cualquier cosa.
Después de esta última frase se habían quedado callados los tres. Altamira había encendido la pipa, y le ofreció el mechero de yesca a Albert Einstein para que encendiese la suya. Estaban a la vista los dos violines, el de Altamira encima de la butaca donde se había sentado Gaspar Puig esa tarde, el de Albert Einstein en la mesa baja del salón, donde ella había compartido un café con él antes de matarlo. Dado el cariz que había tomado la conversación, parecía que no era posible que ahora los dos científicos cogieran los instrumentos y se pusieran a tocar, pero tal vez después de estar un rato fumando se decidirían a relajarse rascando las cuerdas de sus violines. Frida se levantó para recoger la mesa.
Con un gesto les indicó a los dos hombres que se quedasen sentados. Tenía que encontrar la forma de acompañar a Albert Einstein a su casa y obligarlo a subir a su barco para adentrarse en la bahía y tirarlo por la borda para que se ahogase.
Albert Einstein, muy astuto, no le había confesado que él se iba a encargar en los próximos días de advertir al presidente Roosevelt del peligro de que Alemania tuviese en marcha un programa para desarrollar una bomba atómica, pero ella tampoco le había dicho que el único motivo por el que había venido hasta Long Island había sido para matarlo, que desde hacía siete años se había levantado por la mañana con la única idea, como una obsesión, de acabar con su vida. Tal vez se lo diría en el último momento, antes de empujarlo a las aguas oscuras de la bahía de Peconic, que todo lo que estaba pasando se debía a una broma macabra, al azar que el genio tanto detestaba. Que ella estaba allí para matarlo porque él la había creado, y no porque podría ser su padre, sino porque la sola posibilidad de que por sus venas corriese una sola gota de sangre judía, el odio hacia él que había crecido en sus entrañas después de viajar a Cracovia para buscar a la que podría ser su madre biológica, la llevaron a convertirse en agente de la Abwehr, y estar aquella noche de finales de julio en Long Island con la determinación firme de acabar con su vida. Era como si todos los actos de su vida, las pequeñas y las grandes decisiones, las equivocaciones y los aciertos, no hubieran sido más que señales en el camino que la conducían hasta esa noche.
Cuando terminó de recoger la mesa los dos hombres se habían sentado en el porche y tocaban el violín, con los ojos cerrados, o casi. Eran unos acordes tranquilos. Beethoven, creyó reconocer Frida. Si el tiempo pudiera detenerse se habría sentado a contemplar aquel momento, sin prisas, en la escalera del porche mientras escuchaba el dueto de Alfonso Altamira y Albert Einstein, pero tenía que matar a uno de esos hombres y, si no tenía más remedio, a los dos. En la vida uno no siempre puede hacer lo que quiere. Es una lección que todo el mundo debería aprender cuanto antes.
Fuera estaba oscuro. Era una noche muy hermosa, las notas de los violines podían escucharse en la orilla. La gente que pasase por la calle podía incluso detenerse un momento a escuchar la melodía. Viéndolos a los dos, a Albert Einstein y a Alfonso Altamira, resultaba difícil pensar que eran dos científicos preocupados por el futuro de la humanidad. Concentrados en las cuerdas y en los arcos de sus violines y en la música, como si aún fuera posible el mundo que ellos querían, un mundo que no tenía nada que ver con lo que estaba sucediendo en Europa, un mundo que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo.