Si hay personas que tienen el don de la inoportunidad, estaba claro que Gaspar Puig era una de ellas. Era como un peón molesto que se cruzaba en la partida después de que hubiera conseguido arrinconar al rey en una esquina del tablero.
Frida von Kleinsberg había decidido que esa noche acabaría con la vida del profesor Einstein. Se había acercado hasta su casa el día anterior, después de haberse bañado desnuda y haberse pasado buena parte de la mañana navegando. Albert Einstein la había recibido con una sonrisa. Fräulein, la saludó, como siempre, sacando la pipa del cepo de sus labios. Wilkommen. La invitó a entrar, y a pesar de que era la segunda vez que se encontraba a solas con Albert Einstein, decidió que aquél tampoco era un buen momento para acabar con su vida. Pese a ello estuvo sopesando las posibilidades de darle un golpe seco en el cuello con el canto de la mano mientras él sacaba las tazas donde iba a servirle el té.
—Disculpe el desorden, Fräulein —le dijo, mirando el interior del armario de la cocina para encontrar las tazas y los platos—, pero como mis mujeres no volverán hasta mañana, a este viejo científico no le ha quedado otro remedio que hacerse cargo de las tareas domésticas, algo que nunca se le ha dado demasiado bien, por cierto.
Frida estaba tan cerca de él que tal vez sólo bastaría un empujón para acabar con su vida, que su cabeza golpease contra el suelo y se le reventase el cráneo como un melón maduro. Quien se encontrase el cuerpo podría pensar que se trataba de un accidente, pero lo mejor —lo mejor y lo más seguro y lo más verosímil— era hacer que se hundiera en las aguas de la bahía. Que se hubiera caído por la borda de su barco —un mareo, una bajada de tensión, tal vez otro infarto— y se hubiera ahogado no extrañaría a nadie.
—Me hago cargo, Herr Proffessor —respondió Frida—, pero bastará cualquier cosa. En realidad, he venido hasta su casa para invitarlo a cenar con nosotros esta noche. El profesor Altamira y yo regresamos mañana a Brooklyn y nos gustaría ofrecerle una cena de despedida.
Albert Einstein se volvió. Tenía las dos tazas en la mano y de la tetera donde había puesto el agua a calentar ya escapaba un hilillo de humo. Sonrió e inclinó un poco la cabeza.
—Ach so.
—Sería un placer que nos acompañase al profesor Altamira y a mí esta noche.
—El placer será mío, Liebchen. Sin duda. El placer será mío.
Frida le ayudó con la bandeja y se sentaron los dos en el porche. El violín de Albert Einstein estaba arrumbado en un sillón. No pudo evitar una sonrisa para sus adentros. A pesar de que lo sabía casi todo sobre el hombre en cuyo porche estaba a punto de sentarse para tomar una taza de té, el mismo hombre al que iba a matar esa noche, no porque lo odiase o pudiera ser su padre, sino porque no había viajado hasta Estados Unidos sino para cumplir una misión, jamás había tenido la oportunidad de escucharlo tocar el violín. Suponía que sería como ver tocar a Alfonso Altamira, como a cualquiera, pero los dos interpretando una pieza podría ser una imagen insólita antes de acabar con todo.
Señaló el instrumento con la barbilla.
—Sería un placer para mí poder verles tocar a ustedes dos juntos esta noche.
—El placer volverá a ser mío, Fräulein. Nuestro, de mi querido Altamira, y mío.
Frida sonrió, dio un largo sorbo a la taza de té y miró a los ojos de Einstein. El sabio judío le sostuvo la mirada, pero a pesar del aire ausente que parecía afectarle siempre, Frida pensó que muy bien podía estar estudiándola sin que ella se diese cuenta, calibrando la posibilidad de que fuera una agente alemana que había venido a Estados Unidos con la intención de infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados, con el secreto deseo de matarlo. Procuró borrar aquellos pensamientos de su cabeza: era imposible que alguien supiese sus verdaderas intenciones, ni siquiera el mismísimo Albert Einstein podría adivinarlo.
El judío se había recostado en la butaca, después de dejar la taza en la mesa, y la miraba. Algo similar a una sonrisa había aparecido en sus labios, oculta tras la pipa a la que arrancaba una larga calada. Detrás de la cortina de humo que se había levantado estaba el cabello enmarañado que hacía tanto tiempo que no ordenaba un peine, la nariz enorme y los ojos oscuros e inteligentes que no dejaban de mirarla. A pesar de que en Alemania ahora se enseñaba a los estudiantes de Física la Teoría de la Relatividad sin mencionar a ese hombre, como si no existiese o como si no hubiera existido nunca, muchos en su país lo seguían considerando el científico más brillante de todos los tiempos. Frida procuraba no darle muchas vueltas, alejar esa idea como si fuera un mal pensamiento. Se le podía hacer muy difícil engañar a alguien que podría tener una de las mentes más brillantes del planeta.
—Altamira es un hombre afortunado —lo oyó decir, de repente, y a Frida le dio la sensación de que tal vez ya le había dicho la frase antes pero que ella no se había dado cuenta porque estaba sumida en sus pensamientos.
Frunció el ceño y lo miró. No le gustaba que la pillasen desprevenida.
—Un hombre afortunado, desde luego —insistió—. A nuestra edad muy pocos hombres pueden presumir de tener a su lado a una mujer joven y bella.
En otras circunstancias las mejillas de Frida von Kleinsberg tal vez estarían coloradas. Si se hubiera convertido en la mujer que todos esperaban —el barón, la baronesa, los amigos de la pareja y las hijas de sus amigos con las que había compartido tantos años de juego en Wannsee— y hubiera escuchado esta frase en una cena en Berlín siete u ocho años antes, no habría podido evitar ruborizarse, pero su vida había escorado por otros derroteros, y había visto y se había enterado de demasiadas cosas como para seguir siendo la misma persona. Tal vez, pensó, si no se hubiera empeñado en viajar hasta Polonia para enterarse de sus orígenes, ahora todo sería diferente. No habría viajado a Nueva York y estaría casada con algún próspero hombre de negocios berlinés, o con un militar de alto rango, algo que hubiera colmado las aspiraciones de la baronesa, y del difunto barón también, por supuesto. Pero el azar se había cruzado en su vida y la había llevado hasta Norteamérica para cumplir una misión. El azar, pensó, como había hecho tantas otras veces, sentada en el porche de la casa de Albert Einstein. Se preguntó qué diría su anfitrión de todo aquello, él, que se empeñaba en demostrar que todo en la vida sigue un plan establecido, qué pensaría si supiera que el hecho de que ella estuviera tomando una taza de té con él se debía a una serie de casualidades, como si alguien hubiera estado jugando a los dados, una mano invisible cuyo dueño podría estar ahora contemplándolos, divertido, desde un lugar al que ellos no podían acceder, que no podían ver siquiera. También podía ser el destino, o como a Albert Einstein le gustase llamarlo, y todo podía deberse a un plan establecido de antemano. Un hombre que comete adulterio treinta años atrás con una joven estudiante polaca, un bebé al que una familia muy rica de Berlín adopta porque su madre no se puede hacer cargo de ella, una niña que crecerá y que luego coincidirá en la universidad con quien tal vez podría ser su padre, una joven que viajará para conocer sus orígenes y que ya nunca volverá a ser la misma. Era como si toda su vida, no sólo la de ella, sino la de Albert Einstein también, no hubieran hecho sino transcurrir para llegar a este punto donde iban a encontrarse, donde todo estaba a punto de terminar.
Sonrió Frida e inclinó la cabeza para corresponder a la galantería que le había dedicado Albert Einstein. Luego apoyó las manos en los brazos de la butaca e hizo ademán de levantarse. Su anfitrión, muy caballeroso, hizo lo mismo.
—Herr Proffessor, ha sido un placer compartir un té con usted, pero ya que ha tenido la amabilidad de aceptar nuestra invitación a cenar, creo que es mi deber marcharme para empezar a preparar la cena de esta noche.
—Fräulein, debería saber que un viejo como yo se conforma con cualquier cosa.
Frida ya se había puesto de pie. Albert Einstein también.
—Incluso el plato más sencillo necesita algún tiempo de preparación. Además, me gustaría agasajarle con algo típico de Alemania. Y no estoy muy segura de qué podré encontrar por aquí.
Albert Einstein sonrió. Inclinó la cabeza para mostrar su agradecimiento.
—¿A qué hora debo pasarme?
—¿Le parece bien a eso de las siete?
—A las siete estaré allí.
—No olvide traer el violín.
—Délo por hecho, Fräulein.
—¿Algo típico de Alemania?
—Eso es lo que le he dicho al profesor Einstein, sí.
Alfonso Altamira arrugó el entrecejo, sin saber muy bien qué responder.
—¿Y has pensado en algo en concreto?
—Se me ha ocurrido un postre especial. Algo que mi madre hacía cuando era pequeña y que me encantaba. La Schwarzwälder Kirschtorte.
—Tarta de la Selva Negra.
—Eso es. Pero después de haberle dicho a Albert Einstein que me gustaría hacer para él algo típico de Alemania he caído en la cuenta de que no tenemos nada en la cocina para prepararlo.
Altamira seguía pensando.
—Tarta de la Selva Negra. A ver, dime qué necesitas exactamente.
A pesar de haberse criado en una familia muy rica, Frida había aprendido de las habilidades culinarias de la baronesa sin saber que algún día le servirían para invitar al mismísimo Albert Einstein a cenar antes de matarlo.
Cerró los ojos un instante, procurando recordar los ingredientes.
—A ver: necesito nata, nueces, chocolate, bizcocho y mermelada de cerezas.
Altamira resopló.
—Veré qué puedo hacer. —Sacó su reloj de bolsillo y levantó la tapa—. Todavía puede haber algo abierto, o, si no, es posible que pueda encontrar alguien a quien pedir algo. Nata, nueces, chocolate, bizcocho y mermelada de cerezas.
—Estupendo. Con eso bastará.
—¿A qué hora ha quedado Einstein en venir?
—A las siete.
Altamira asintió, pensativo, calibrando el tiempo que le quedaba para conseguir las cosas que Frida le había pedido.
—Un postre típico de Alemania —dijo, sonriendo, ajustándose el sombrero antes de salir a la calle—. Pero si Albert Einstein se hubiera conformado con cualquier cosa.
Frida también sonrió.
—Eso fue exactamente lo mismo que él dijo. Pero, ya sabes, como buenos anfitriones debemos hacer todo lo posible por complacer a nuestro invitado.
Altamira resopló.
—Está bien, está bien. Quédate con Newton. Tardaré menos si voy solo. A él le gusta entretenerse cuando lo saco a pasear.
Frida llamó al perro, que se acercó moviendo la cola y agachando la cabeza, esperando una caricia. Luego se quedó mirando un momento a Altamira, que todavía no se había decidido a marcharse. Padecía la sensación absurda de que todo el mundo le estaba notando algo, que los demás se daban cuenta de lo que estaba tramando. Albert Einstein cuando se la quedaba mirando entre calada y calada a la pipa, Alfonso Altamira ahora, los ojos clavados en ella desde la puerta. Lo seguía pensando después de haberse acercado a él para besarlo en la mejilla y acariciarle la nuca mientras apoyaba la cabeza en su pecho. No pudo despojarse de aquella sensación de que los demás conocían sus intenciones ni cuando ya había perdido de vista al español, al final de la calle. Era una angustia que ya no dejaría de acompañarla, una sensación incómoda que se acrecentaría todavía más quince minutos después de que Alfonso Altamira se hubiese marchado a conseguir las cosas que ella le había pedido, al abrir la puerta y ver al otro lado del umbral al hombre que parecía tener el don de la inoportunidad.
—Gaspar, qué hace usted por aquí —lo saludó, y Gaspar Puig supo que en realidad a Frida Klein no se le ocurría nada mejor que decir. Estaba claro que la había pillado desprevenida, y que no le había gustado, y aquello significaba algo, no podía saber qué, pero estaba seguro de que el motivo que fuese acabaría dando la razón a sus elucubraciones.
—Pues ya ve, señorita Klein —respondió, despojándose del sombrero, al tiempo que hacía una pequeña reverencia para mostrarle su respeto—. He venido a visitar a mi amigo Alfonso Altamira. Y a usted también, por supuesto.
Al decir la última frase agachó un poco más la cabeza, como si enseñar su calva brillante a Frida Klein fuera la forma más correcta de mostrarle el respeto que por supuesto no le tenía. Luego la miró a los ojos, y ella le sostuvo la mirada.
—Alfonso no está —le explicó, al cabo de un momento.
Gaspar Puig chasqueó la lengua, como si exagerase su contrariedad. Newton se había colocado entre ellos, sacudiendo el rabo, olisqueando con su hocico húmedo la mano de Puig.
—Pero no tardará mucho —añadió Frida—. Puede pasar y esperarlo. ¿No trae equipaje?
Gaspar Puig sacudió la cabeza, y al hacerlo pensó que a Frida Klein le aliviaba saber que no venía para quedarse.
—No, no he traído nada. Sólo estoy de visita.
—Alfonso ha ido a buscar algunas cosas para la cena. No creo que tarde mucho en volver —le dijo, invitándole a acomodarse en una de las butacas del salón, de espaldas a la ventana. Antes de sentarse Frida comprobó que a esa hora no había nadie navegando, o que al menos en el trozo de la bahía que mostraba el cuadrado de la ventana no podía ver a nadie.
—Entonces lo esperaré —respondió Gaspar Puig, dejándose caer con alivio en el respaldo de la butaca.
—¿Cómo es que ha venido hasta aquí, sin avisar? Hay un largo camino desde Brooklyn hasta Nassau Point.
Gaspar Puig se esforzó en mostrar una sonrisa.
—Supongo que entonces no puedo decir que pasaba por aquí.
Frida no entendió o no quiso entender la ironía de la frase. Frunció el ceño y se lo quedó mirando, como si no comprendiera muy bien lo que había querido decir.
—He venido porque me apetecía ver a Alfonso —rectificó Gaspar Puig—. Imaginaba que estaba aquí, como el verano pasado. Ese Arturo Ramírez de Ayala es un tipo muy generoso, y debe de tener mucho aprecio por mi amigo Altamira cuando le deja su casa.
—Supongo que sí, que debe de apreciarlo mucho.
—Y además se la deja gratis.
—Alfonso es una buena persona. No es de extrañar que Ramírez de Ayala le deje la casa sin cobrarle nada.
—¿Sabe una cosa? Tal vez se lo haya contado Alfonso, pero el último verano yo pasé unos días aquí con él. Ya ve, Ramírez de Ayala lo invitó a él y él me invitó a mí, igual que este año la ha invitado a usted.
Frida se encogió de hombros, como si quisiera disculparse. Se levantó para ofrecerle algo. Una taza de té, un café, un vaso de agua. Todavía no le había preguntado qué quería cuando Gaspar Puig siguió hablando.
—La verdad es que no esperaba encontrarla aquí.
—Vaya, ¿y eso?
—No sé. Me contó Alfonso que ya no vivía con él.
—Se lo contó…
—Somos amigos, no se ofenda. Y estas cosas se cuentan entre amigos, aunque ya seamos viejos.
—Ahora mismo iba a prepararme un café. ¿Le apetece uno?
—No le diré que no.
En la cocina se preguntaba Frida cuál era la verdadera razón que había traído a Gaspar Puig hasta la casa de Nassau Point. Puso a calentar una cafetera y se quedó allí mientras tanto. No le apetecía seguir respondiendo a las preguntas del entrometido que se había sumado a la fiesta en el peor momento posible. Ni siquiera había decidido aún qué hacer con Altamira. Preferiría no tener que matarlo, pero también sabía que al final podría no quedarle otro remedio, que el bueno de Alfonso Altamira quizá se convertiría en otra de las bajas necesarias de aquella batalla que se estaba librando antes de que empezase la guerra de verdad. Y en las guerras las bajas eran inevitables, y tal vez la muerte de Alfonso Altamira González de Tejada salvaría la vida de muchos soldados alemanes en el futuro. Y si aquel intruso que se había presentado a última hora venía con la intención de quedarse a cenar, se sumaría a los caídos en la guerra secreta que se estaba librando en Long Island, una guerra de la que sólo ella sabía. O eso esperaba.
Desde la puerta lo vio levantarse, mirar el mar, acariciar el lomo de Newton, que había entrado en la casa y se había tumbado en la alfombra del salón.
—¿Cómo es que ha salido a buscar comida para la cena Altamira a esta hora? —lo escuchó decir desde la cocina, mientras sacaba unas tazas del armario—. No me lo imagino buscando una tienda de ultramarinos. A él nunca se le ha dado muy bien la cocina. Y no es posible que una mujer lo haya cambiado tanto.
Frida ya había regresado al salón cuando Gaspar Puig dijo la última frase. En otras circunstancias habría seguido el hilo de la conversación, empleando el mismo tono irónico que el amigo de Altamira estaba utilizando con ella, pero el tiempo ahora corría en su contra, y Gaspar Puig era un elemento imprevisto que sólo podría causarle problemas.
—Alfonso Altamira tiene una personalidad lo bastante fuerte como para no dejarse influir por nadie.
Gaspar Puig levantó las dos manos, enseñándole las palmas, como muestra de paz.
—Disculpe si la he ofendido. Ya me conoce. Los viejos solitarios a veces no nos damos cuenta de que la ironía, en mi caso a veces cinismo, muchas más veces de las que nos gustaría, puede ser malinterpretada.
Frida sacudió la cabeza. Puso las dos tazas en la mesa baja del salón, sobre el mantel.
—No se preocupe. Alfonso ha ido a buscar algunas cosas porque esta noche queremos preparar un postre típico de Alemania para el profesor Einstein.
Gaspar Puig levantó las cejas, fingiendo sorpresa.
—Ah, el profesor Einstein. ¿También está pasando el verano aquí?
Frida asintió, antes de probar el primer sorbo de café.
—Pues sí. También anda por aquí.
—Según tenía entendido no andaba muy bien de salud y pensé que seguía en Princeton. Pero cuando uno es famoso todo son rumores, y algunas veces rumores malintencionados. Me alegro de que se encuentre bien, y pasando el verano junto al mar y que pueda navegar, que le gusta tanto.
—Ya veo que sabe muchas cosas sobre Albert Einstein.
—Bueno, más o menos lo que todo el mundo. Alfonso me lo presentó el año pasado. Estoy seguro de que sabrá que tienen cierta amistad, a pesar de todo…
Frida asintió.
—Sí, a pesar de todo.
—La verdad es que me gustaría quedarme a la cena. Pero no, no tema. No me estoy autoinvitando. Si se me hace tarde no tendré forma de regresar a Brooklyn.
—Vaya.
—Es lo que pasa cuando uno no tiene coche o no puede pagarse un chófer que lo traiga y lo lleve a todos sitios, que tiene que adaptar su vida a los horarios de los trenes y los autobuses.
—Como quiera, pero ya le digo que Alfonso no tardará en volver.
Para Frida era un riesgo decirlo, porque estaba segura de que Alfonso insistiría a Gaspar Puig para que se quedase a cenar, y no tendrían más remedio que invitarlo a dormir también. Y ya serían tres las personas a las que habría de enfrentarse esa noche, más personas a las que tal vez alguien echaría en falta y se pondría a buscar. Los problemas podrían multiplicarse sin necesidad. Pero tampoco le convenía mostrarse fría o esquiva en exceso porque esa actitud muy bien podría no hacer más que aumentar las sospechas de Gaspar Puig, si es que no las tenía ya. La cabeza de Frida estaba tan embotada que le costaba pensar con claridad y, lo peor, no sabía si cada una de las preguntas que le estaba haciendo aquel viejo profesor de Literatura no llevaba implícita la intención de desenmascararla.
—Bueno, ya veremos —dijo Gaspar Puig—. Esperaré un rato a ver si viene Alfonso, y si no me marcharé. Tampoco pasará nada si no me quedo. No es la primera cena de hombres de ciencia a la que me he negado a asistir. Me aburriría. Alguna vez he ido con Altamira a una de las cenas de la calle Catorce, en Manhattan, creo que usted ha asistido también a una de ellas, pero al final decidí que rodearse de científicos no es lo más saludable para un hombre de letras. ¿Cuántos serán esta noche, aparte de Albert Einstein, Altamira y usted? ¿Vendrá ese húngaro también? ¿Cómo se llama? ¿Szilard? ¿O quizá el otro, el químico polaco, el más joven de todos? Ahora mismo no recuerdo su nombre.
Frida estaba a punto de dejar la taza de café sobre el mantel y procuraba respirar hondo mientras decidía qué hacer. Alfonso le había contado que ya no vivía con él, y era posible que no le hubiera mencionado el nombre del hombre a cuya casa de Manhattan se había mudado, y, aunque no podía estar segura de cuánto sabría Gaspar Puig, estaba claro que guardaba más de lo que dejaba entrever, o es que era tan estúpido o tan ingenuo que no podía dejar de mostrarle, aunque fuera de una manera solapada, que sospechaba de ella, que tal vez le quedaba poco para desenmascararla.
—Stanislaw Zukrowski —respondió, mirando al vacío. Y después de escucharse decir el nombre supo que ya había tomado una decisión. La única decisión posible dada la premura del momento.
—¿Cómo?
—Stanislaw Zukrowski. Ése es su nombre.
—Eso, Stanislaw Zukrowski. Qué cabeza la mía. Por más que me esfuerzo no soy capaz de recordar un nombre, sobre todo si es polaco, con tantas consonantes juntas que se me atascan en la lengua. ¿Vendrá también a cenar?
Frida dejó la taza de café sobre la mesa. Para lo que estaba a punto de hacer necesitaba tener las dos manos libres.
—No —dijo, levantándose—. Stanislaw Zukrowski no vendrá a cenar esta noche.
Lo primero que Gaspar Puig sintió fue un golpe, justo debajo de las rodillas. Fue tan rápido que no pudo darse cuenta de lo que estaba pasando. Pensó que había sido un estúpido al mostrarse tan poco precavido. No sabía nada en concreto sobre Frida Klein, pero después de haber visto cómo era capaz de moverse no tuvo dudas de que aquella mujer alemana era mucho más que una brillante licenciada en Física Atómica por la Universidad Humboldt. De una patada había empujado la mesa contra sus rodillas y Gaspar Puig no supo cuánto daño le había hecho en las piernas o cuánto le dolían hasta que intentó levantarse. Tal vez le había roto algún hueso, o más de uno. Abrió la boca para gritar de dolor o para pedir auxilio, pero la palma de la mano de la mujer se había cerrado sobre sus labios para impedírselo. Con la otra mano le sujetaba la nuca y cayó al suelo después de sentir cómo la rodilla de Frida se le clavaba en el estómago. Nunca había imaginado que una mujer en apariencia tan frágil pudiese atesorar tanta fuerza. Al otro lado de la mesa, Newton ladraba, endemoniado, enseñaba los dientes, sin decidirse a morder a ninguno de los dos. Gaspar Puig puso una mano en la barbilla de ella y empujó con todas sus fuerzas. A Frida no le quedó más remedio que apartarse de él para no lastimarse el cuello, y él aprovechó ese instante para girar sobre sí mismo y recuperar el aliento.
Quién eres, le preguntó jadeando. Dime quién eres. Qué ha pasado con Stanislaw Zukrowski. Qué ocurre en Polonia. Venga, dímelo. He estado muy cerca de averiguar algo sobre ti, algo que por lo visto es muy importante. Qué has venido a hacer a Long Island. Por qué Altamira, por qué Albert Einstein.
Gaspar Puig hacía las preguntas como si tuviera ventaja en la pelea, pero aunque se había levantado sabía que sólo podría mantenerse de pie el tiempo que ella tardase en recuperar la compostura o encontrar el momento oportuno para volver a abalanzarse sobre él de nuevo. Quién eres, insistió, quién eres, Frida Klein, y dada su precaria situación —le dolían tanto las piernas que sabía que podría acabar cayéndose al suelo incluso antes de que ella lo empujase—, aquella pregunta parecía menos el interés de un verdugo que la última voluntad de un condenado a muerte que tiene ya un pie en el cadalso.
Ahora Newton gruñía a Frida. Ojalá que le muerda, pensó Gaspar Puig, ojalá que se lance sobre ella y le muerda y así pueda tener una posibilidad de escapar, de salir a la calle y de pedir socorro. Ojalá que venga Altamira pronto y nos encuentre aquí, que yo esté vivo todavía y que entre todos podamos averiguar qué está pasando.
—¡Atácala, Newton! —le ordenó al animal—. ¡Atácala!
Frida miró al perro.
—Raus! —le gritó.
Newton seguía ladrando, encorvaba el lomo, los miraba a los dos de hito en hito. La espuma le salía por la boca, como si de repente lo hubiera afectado un ataque de rabia.
¡Ataca! Raus! ¡Ataca! Raus! ¡Ataca! Raus! Pero el animal no hacía otra cosa más que ladrar, desconcertado, ante las órdenes de cada uno. Gaspar aprovechó el momento para coger la bandeja de la mesa y lanzarla a la cara de Frida.
Al hacerlo las tazas cayeron sobre la alfombra. No se han roto, pensó, estúpidamente, mientras viajaba la bandeja directa a la cabeza de la mujer.
Frida giró la cara en el último momento y el filo metálico sólo logró alcanzarla en el hombro y en el cuello, pero el golpe la hizo trastabillar. Gaspar Puig aprovechó para empujarla y los dos rodaron por el suelo. La única ventaja para el profesor español era que ella había caído justo debajo de él. Le sujetaba los brazos con las manos, se miraban los dos jadeando, los dos callados, lo único que ahora se escuchaba en la casa eran los ladridos y los gruñidos de Newton, que no se decidía a tomar partido por ninguno, a participar en la pelea siquiera, y Gaspar Puig se preguntaba cuánto tiempo más podría aguantar, hasta que le fallasen las fuerzas y ella consiguiera darse la vuelta y tumbarlo boca arriba. Las piernas le seguían doliendo, pero ahora no tanto como para pensar que tenía un hueso roto. Ya se preocuparía luego del daño que le había hecho, si es que conseguía sobrevivir.
Le parecía a Gaspar Puig que Frida se había relajado un momento. Debajo de él lo miraba como ausente.
—Quién eres, maldita zorra alemana. Dime quién eres.
Los ojos de Frida seguían clavados en los suyos, sin contestarle. Gaspar Puig sabía que no podría aguantar mucho tiempo más en esa postura, a horcajadas sobre ella, sujetando las muñecas de la mujer con sus manos. No sabía cuándo llegaría Altamira, y tampoco estaba seguro de que entre los dos lograsen reducirla. Y ella parecía demasiado tranquila. Tal vez también ha matado a Alfonso Altamira, pensó. Tal vez lo ha matado y ha escondido su cuerpo o lo ha enterrado en el jardín o lo ha hundido en el mar y por eso ahora no le preocupa perder el tiempo, dejar pasar los minutos hasta que me quede sin fuerzas y pueda acabar conmigo también.
—¡Socorro! —gritó de pronto, sin pensárselo dos veces—. ¡Ayúdenme! ¡Socorro!
No había muchas posibilidades de que alguien que pasase por la calle pudiera oírlo y acudiese en su ayuda, pero tenía treinta años más que la mujer con la que estaba peleándose, y estaba agotado. Sólo consiguió dos cosas al pedir auxilio. Una de ellas fue que Newton parase de ladrar por un momento y lo mirase extrañado, las orejas tiesas y girando la cabeza, como si no comprendiera lo que estaba haciendo. La otra fue que Frida levantase la pelvis para golpearlo con las piernas. Para evitar la embestida Gaspar Puig hubo de desplazar el cuerpo hacia delante, y ése fue su mayor error. Frida aprovechó para impulsarse, como una contorsionista, y clavar las dos rodillas en los glúteos de Gaspar Puig, que no pudo reprimir un aullido de dolor y arqueó la espalda para no perder el equilibrio. Pero ya no era posible: Frida se había dado la vuelta y lo había hecho caer al suelo. Aún pudo girarse Gaspar Puig para evitar que fuera ella la que cayese sobre él. ¡Socorro!, volvió a gritar. ¡Por favor! ¡Ayúdenme! Frida von Kleinsberg le lanzó una bofetada que Gaspar Puig pudo esquivar a duras penas y él le devolvió otra que no consiguió alcanzarla a ella. La alemana saltó sobre él, y sintió cómo se le quebraban las costillas bajo su peso. Con una mano le tapaba la boca para que no gritase, y con la otra le apretaba en la garganta, a la altura de la nuez. Había bajado la cabeza y había pegado la cara al pecho del hombre, para que los puñetazos que le lanzaba, los últimos retazos de vida, no pudieran alcanzarla ahí y le dejasen marcas que no pudiese ocultar. En un intento desesperado, Gaspar Puig agarró la garganta de Frida von Kleinsberg con las dos manos y apretó con las pocas fuerzas que le restaban. La alemana tensó los músculos del cuello cuanto pudo, para resistir hasta que la presión que ella también hacía con los dedos índice y pulgar en el cuello de Gaspar Puig consiguiera que dejase de respirar para siempre. Era como un pulso a ver quién de los dos aguantaba más, como cuando de pequeña se sumergía con sus primas en las aguas del lago Wannsee, todas cogidas de la mano, para ver quién era la primera en soltarse y salir a la superficie para respirar una bocanada de aire y quién era la última en salir del agua.
Frida siempre ganaba.
Gaspar Puig había aguantado más tiempo del que podía esperarse de un hombre de su edad y su envergadura, pero, al cabo, Frida notó que las manos que atenazaban su cuello se aflojaban, que el amigo de Alfonso Altamira había dejado de respirar. Todavía permaneció unos minutos tumbada sobre él, recuperando el aliento. Pensó que de los tres hombres que había tenido que matar desde que salió de Alemania tal vez había sido aquél el que más difícil se lo había puesto, sobre todo por la inoportunidad de su visita.
Alfonso Altamira podría volver en cualquier momento, o tal vez el profesor Einstein, tan anárquico en sus horarios y tan imprevisible, podría presentarse con antelación para cenar. Se levantó. Le dolía todo el cuerpo. Se palpó el costado y se levantó la camisa. Tenía varias magulladuras. Fue al cuarto de baño, para mirarse en el espejo. La cara no presentaba ninguna herida. Sólo estaba despeinada y tenía las mejillas enrojecidas por el esfuerzo. Estaba empapada de sudor, además, pero eso podría arreglarse con una ducha. Era una matadura que tenía en el cuello lo que le preocupaba. Debía de ser el sitio donde le había alcanzado la bandeja que le lanzó Gaspar Puig. Si no la hubiera esquivado, aunque sólo hubiera sido a medias, tal vez sería él ahora el que estaría comprobando las heridas que tenía en el espejo del cuarto de baño mientras el cadáver de ella, todavía caliente, estaba en salón, esperando que se decidiera a quitarlo de en medio.
Lo del cuello podría arreglarse con un poco de maquillaje. Volvió a escrutar meticulosamente ambos lados de la cara, hasta que comprobó que no había ningún rastro de la pelea que la ducha o unos polvos no pudiesen ocultar. Había tenido suerte. Podía haber sido mucho peor. La pelea con Gaspar Puig podía haberle dejado un ojo morado o un corte en la cara y entonces hubiera tenido que buscarse alguna excusa que estaba segura que tanto a Alfonso Altamira como a Albert Einstein les hubiera parecido demasiado inverosímil. No es que por una herida en la cara hubiese tenido que desmontar toda la operación, pero todo sería mucho más complicado.
No tenía mucho tiempo que perder. Altamira podría volver en cualquier momento. Y todavía no había empezado a preparar la cena y aún tenía que ducharse. Aunque lo primero que tenía que hacer era deshacerse del cuerpo de Gaspar Puig.
Newton olisqueaba el cadáver, moviendo el rabo. Le lamía las mejillas a Gaspar Puig, como si el amigo de su amo estuviese dormido o se hubiera tumbado en el suelo para jugar con él. Frida echó un rápido vistazo al salón antes de decidirse a coger el cuerpo. Por suerte la estancia era espaciosa, sin muebles apenas. No había nada roto, ni siquiera las tazas donde habían tomado el café. Estaban tiradas en la moqueta, pero intactas. La pequeña mesa estaba patas arriba, la butaca donde Altamira acostumbraba a sentarse a leer o a tocar el violín cuando había refrescado demasiado para estar en el porche se había volcado. La alfombra estaba arrugada en un rincón, pero no había estallado ningún cristal y todo lo que habían desordenado en la pelea Frida podría volver a ordenarlo en cuestión de minutos. Puede que ése fuera su día de suerte porque ni siquiera había sangre en la alfombra. Había matado a un hombre y no se había derramado sangre. Pero deshacerse del cuerpo de Gaspar Puig era lo más apremiante. Frida lo sujetó por las axilas y tiró de él. Tenía que arrastrarlo hasta el jardín y esconderlo, esconderlo o enterrarlo. Cuando llegó al porche con el cuerpo se asomó a la calle, para asegurarse de que no pasaba nadie. Y lo llevó hasta la parte que estaba más cerca de la playa, donde la tierra era más blanda y le costaría menos trabajo hacer un hoyo. Hubo de pararse a descansar dos veces antes de llegar. Cogió la pequeña pala del trastero y empezó a cavar un agujero lo bastante grande para enterrar el cuerpo de Gaspar Puig. De cuando en cuando dejaba la pala a un lado y se asomaba al camino de la entrada. Si la sorprendían Altamira o el profesor Einstein, tendría que actuar con rapidez y acabar con ellos antes de que comprendiesen lo que estaba pasando. No era el plan perfecto, pero era lo único que podía hacer si no quería tener que dar un montón de explicaciones absurdas que sólo conseguirían ponerla en evidencia. Que fuera obvio que habían asesinado al profesor Einstein no era el mejor resultado de la misión, y tal vez el coronel Piekenbrock no lo vería con buenos ojos cuando regresase a Berlín, pero era mejor que nada. Si tenía que matar a Einstein y no podía evitar que su muerte no pareciese un asesinato tal vez Leo Szilard se mostraría aún más paranoico de lo que le parecía a las autoridades norteamericanas y consiguiese que jamás volviesen a escucharlo. Einstein era muy famoso y había mucha gente que podía tener motivos para matarlo, desde envidiosos de su mente privilegiada hasta antisemitas a los que repugnaba que un judío pudiera ser la mente más brillante de la primera mitad del siglo XX. Pero a medida que la tierra iba cediendo a sus paletadas y el agujero se iba haciendo lo bastante grande como para que cupiera holgadamente el cuerpo de Gaspar Puig, Frida volvía a pensar que todavía podría llevar a buen término el plan que había urdido con tanta paciencia. Al final de la cena se las arreglaría para acompañar a Albert Einstein de vuelta a su casa y entonces desvelaría sus cartas. Si Altamira se empeñaba en ir con ellos entonces quizá no tendría más remedio que matarlo a él también, pero trataría de inventarse algo para que los dejase solos a los dos. Por la mañana regresarían a Brooklyn, y con un poco de suerte tardarían un par de días en enterarse de la noticia de que Albert Einstein se había ahogado navegando en las aguas de la bahía de Peconic. Luego ella le diría que quería volver a Europa, que a pesar del peligro prefería estar cerca de Alemania, porque estaba segura de que algún día tendría que regresar.
Terminó de cubrir el cadáver de Gaspar Puig sin entretenerse en secarse el sudor que le bañaba la frente. No le quedaba mucho tiempo y hasta ahora las cosas habían rodado bien para ella, a pesar de todos los inconvenientes. Cuando un montón de tierra le tapó el rostro al cadáver, pensó que no se le había ocurrido cerrarle los ojos.
Pisó con fuerza unos segundos, saltando sobre la tumba improvisada, para aplanar la tierra, y luego removió el rastro que había dejado desde el porche hasta la parte de atrás de la casa para trasladar el cuerpo de Gaspar Puig. Guardó la pala en el cuarto trastero y al volver al porche se regaló unos segundos de respiro. Aún tenía que eliminar los restos que de la pelea pudieran quedar en el salón, ducharse, maquillarse las magulladuras del cuello y empezar a preparar la cena. Pero lo peor ya había pasado. El riesgo mayor había sido eliminado. Lo que sucediera a partir de ahora lo tenía más o menos previsto. Volvió a comprobar la tierra que había revuelto intencionadamente después de enterrar a Gaspar Puig. No había huellas de haber arrastrado un muerto en el camino. Al otro lado de la casa, Newton se había tumbado sobre la sepultura del amigo de su dueño. Descansaba la cabeza en la tierra fresca, como si tuviera sueño o al acostarse sintiera alivio del calor de la tarde de verano. Frida lo llamó, y el animal fue hasta ella corriendo, las orejas gachas, mostrándole el lomo para que lo acariciara.