Gaspar Puig había pasado toda la mañana deambulando por Manhattan, sin estar muy seguro de adónde lo llevarían sus pasos. El calor de finales de julio en Nueva York no le había impedido caminar por la ciudad. Desde la boca de metro se había acercado hasta la Universidad de Columbia, en la calle 116, aunque sabía que allí no podría encontrar nada que le ayudase a mitigar la angustia que le apretaba en el pecho, y que tampoco hablaría con Leo Szilard si se lo encontraba porque jamás se lo habían presentado. Luego había bajado un largo trecho por Midtown hasta el Greenwich Village, más de una hora y media de paseo en la que no dejaba de preguntarse qué haría cuando se encontrase delante de la casa de Stanislaw Zukrowski. Alfonso Altamira se lo había presentado una vez, un año antes, en Long Island. Tal vez el polaco ni siquiera se acordaría de él, pero la alemana que se había alojado en casa de su amigo sí que lo recordaría.
No había vuelto a ver a Alfonso Altamira desde que terminó el curso. Se habría marchado a Long Island solo hacía varias semanas y todavía tardaría algunos días en regresar a Brooklyn. Se había preocupado de no mostrarse afectado porque Frida Klein hubiera abandonado su casa por la mejor situada, y la mejor compañía, de Stanislaw Zukrowski. Gaspar Puig no había querido hurgar en la herida, pero estaba claro que la marcha de Frida Klein había sido un duro golpe para Alfonso Altamira. Para quién que estuviera enamorado no lo sería.
Pero que Frida Klein ya no viviese en el apartamento de su amigo no significaba que él no siguiera sospechando de los verdaderos motivos que habían traído a esa joven alemana desde Berlín hasta Nueva York. Y que hubiera dado el salto de la casa de Altamira a la de Stanislaw Zukrowski, del piso en Brooklyn de un profesor de Física español al que no le quedaba mucho para jubilarse a la casa elegante de tres plantas de un joven y apuesto químico polaco en el Greenwich Village que ahora tenía enfrente, no había conseguido sino alimentar sus sospechas. Tal vez a su amigo Alfonso Altamira le diese igual y prefería comportarse con elegancia para que no pensasen que actuaba como un amante despechado, pero él no había dejado de pensar mal sobre esa mujer joven y hermosa que se había instalado en casa de su amigo y que había desaparecido de repente. No era asunto suyo, ni siquiera era Gaspar Puig uno de esos científicos que se reunían una vez al mes en un restaurante de Manhattan, pero si su buen amigo Alfonso Altamira no era capaz de darse cuenta o no quería reconocer las verdaderas intenciones de Frida Klein, cualesquiera que fuesen, tal vez era a él a quien le correspondía desenmascararla.
Pero cuando llevaba un rato delante de la casa de ladrillo rojo y amplios ventanales donde vivía Stanislaw Zukrowski, todavía no había resuelto qué hacer o qué decir si se lo encontraba. Gaspar Puig no entendía de automóviles, pero sabía que el de Stanislaw Zukrowski era un coche llamativo, descapotable, y no estaba aparcado en la calle. Tal vez él no se encontrase allí. Y Frida Klein podría estar observando sus movimientos desde dentro. A lo mejor era suya la silueta que creía haber visto recortarse detrás de los visillos, como un diorama, en una de las ventanas de la primera planta. Bajó los ojos Gaspar Puig. Disimuló que estaba paseando. Se ajustó el sombrero. Fue caminando hasta el final de la calle y dio media vuelta. Ya que había llegado hasta allí, tenía al menos que asegurarse de que Frida Klein y Stanislaw Zukrowski no estaban en la casa. Bajó los ojos de nuevo e hizo ademán de seguir con su paseo cuando vio a la mujer de pie, en la puerta de la casa que había estado espiando, con la torpeza del que no sabe lo que se hace, unos minutos antes. Todavía hubo la anciana de llamarlo dos veces para que detuviese sus pasos.
—Perdone, caballero.
Gaspar Puig se volvió. Frunció el ceño, fingiendo que no sabía si se dirigía a él.
—¿Busca usted a alguien?
Gaspar Puig permaneció callado un instante. Justo el tiempo que decidió si era mejor seguir su camino y regresar a su apartamento al otro lado del East River, donde se lamentaría de no haber aprovechado mejor la visita y la larga caminata en Manhattan, o, ya que lo habían descubierto, seguir adelante y tirar por la calle de en medio. Algo le decía que no tenía mucho que perder, que ni Frida Klein ni Stanislaw Zukrowski se encontraban en la casa.
—Mi nombre es Gaspar Puig —se presentó, quitándose el sombrero y dedicando una pequeña reverencia a la anciana, que la agradeció con una sonrisa—. Me preguntaba si es en esta casa tan bonita en la que vive mi amigo Stanislaw Zukrowski.
La anciana asintió.
—Efectivamente, caballero. Vive aquí. —Se volvió y señaló con el dedo una ventana de la segunda planta—. Yo soy su casera. ¿En qué puedo ayudarle?
—Verá. Estaba paseando por el barrio y se me ha ocurrido pasar a saludarlo. Pero como no he visto su coche aparcado en la calle he pensado que me había equivocado.
—Pues no, caballero. Es aquí. Pero el señor Zukrowski no está.
Gaspar Puig chasqueó la lengua, evidenciando su contrariedad.
—Vaya. Qué pena. Tenía muchas ganas de saludarlo. A él y a…
La señora Goldsmith sonrió, cómplice, y terminó la frase.
—Y a Frida. Su novia. Hacen una buena pareja.
Gaspar Puig asintió.
—Ciertamente, señora. Hacen una pareja estupenda. ¿Sabe usted cuándo volverán?
La mujer se encogió de hombros.
—Salieron hace cinco días y todavía no han vuelto. Deben de haberse ido de vacaciones. Ya sabe. Son jóvenes, les gusta divertirse.
—Claro. Bueno, da igual. Yo también me voy a ir de vacaciones unos días y quería saludarlos antes.
Gaspar Puig volvió a colocarse el sombrero. Estaba a punto de dar media vuelta cuando le pareció que la mujer quería decirle algo más. Se la quedó mirando un momento, abriéndole camino. Al cabo de un momento la señora Goldsmith le sonreía de nuevo.
—¿Va usted a ver al señor Zukrowski en los próximos días?
A Gaspar Puig no le gustaba mentir, pero no había llegado hasta allí para andarse con remilgos.
—Es bastante posible. De hecho, no me extrañaría que hubieran ido los dos a pasar unos días a Long Island. Un amigo común tiene una casa en la bahía de Peconic y yo también voy a acercarme para saludarlo.
—Hace usted bien. El verano en Nueva York es insoportable. Yo también me marcharía si pudiera, pero tengo que ocuparme de la casa. —Se volvió y señaló con la barbilla el edificio, orgullosa—. Tengo todos los apartamentos alquilados. Quizá no le importe dar un recado al señor Zukrowski.
Gaspar Puig sujetó el ala del sombrero con la punta de los dedos y lo separó unos centímetros de su cabeza.
—Será un placer poder servirla, señora.
La señora Goldsmith bajó los peldaños que la separaban de la acera. Cuando llegó hasta donde estaba Gaspar Puig redujo el tono de su voz hasta hacerla casi inaudible.
—Verá —le contó, casi susurrando—. No me gusta meterme en los asuntos de mis inquilinos, y el señor Zukrowski se ha comportado siempre como un caballero, a pesar de ser tan joven. Pero lo del teléfono me preocupaba.
—¿Lo del teléfono?
La señora Goldsmith miró a un lado y a otro, como si estuviera a punto de contarle un secreto inconfesable. Esperó incluso a que una pareja que paseaba por la acera se alejase.
—Me preocupaba que no dejase de sonar, sobre todo a esas horas de la noche.
—¿Quiere decir que el teléfono sonaba de madrugada?
La mujer asintió, sin dejar de mirar a un lado y a otro.
—Durante toda la noche, cada media hora más o menos. Hace dos días. Pensé que los otros inquilinos iban a protestar y entré en su casa.
Gaspar Puig asintió.
—Pero no toqué nada, ni miré sus papeles. Sólo me senté en una silla, de madrugada, esperando a que sonase de nuevo para descolgarlo al primer timbrazo y que no despertase a nadie.
—¿Y volvieron a llamar?
La señora Goldsmith asintió.
—Pero apenas pude entender nada. Debía de ser alguien que quería hablar con el señor Zukrowski. Tal vez alguien de su país, pero yo no hablo polaco.
—¿Sabe usted cómo se llamaba?
La mujer sacudió la cabeza.
—Si me dijo su nombre yo no lo entendí. Sólo sé que era un hombre, que parecía preocupado y que, por las veces que había llamado, debía de tratarse de algo importante.
—¿Ha vuelto a telefonear?
—No. Supongo que ya habrá conseguido hablar con el señor Zukrowski.
Gaspar Puig movió la cabeza a un lado y a otro, como si dudase de esa posibilidad.
—Me parece que no hay teléfono en la casa de Long Island donde están. Pero no se preocupe, que si lo veo le diré que tal vez alguien lo haya llamado desde Polonia.
—Es usted muy amable.
—Será un placer, señora. ¿Está segura de que no hay ninguna palabra que pudiera entender de lo que le dijo?
La mujer entornó los ojos, como si hiciera un gran esfuerzo para recordar las palabras en polaco que no comprendía.
—Cuando se dio cuenta de que yo no podía comprender nada de lo que me decía, habló un poco más despacio, fíjese, como si al hacerlo me fuera posible entender su idioma.
Gaspar Puig sonrió.
—¿Y comprendió algo?
La señora Goldsmith volvió a mirar a un lado y a otro para asegurarse de que nadie se enteraba de lo que decía. Gaspar Puig no supo si le daba vergüenza que alguien pudiera enterarse de que había entrado sin permiso en el apartamento de su inquilino o es que de verdad no quería que nadie escuchase lo que estaba a punto de decir.
—No quisiera darle la impresión de que soy una vieja loca, pero cuando habló despacio hubo unas palabras que me pareció que podía distinguir claramente de las demás.
Gaspar Puig se dio cuenta de que de repente había empezado a impacientarse.
—¿Qué palabras?
—Va usted a pensar que tengo demasiada imaginación, caballero, pero creo que quienquiera que llamase al señor Zukrowski quería decirle algo sobre su novia, Frida Klein, y ese científico tan famoso.
Gaspar Puig frunció el ceño. Él era un hombre de letras. No conocía los nombres de muchos científicos famosos.
—¿Ese científico tan famoso?
—Sí. Pero tengo muy mala cabeza. Ahora mismo no soy capaz de recordar su nombre.
Gaspar Puig entornó los ojos. Hizo un esfuerzo por acertar. Iba a empezar por el nombre del más famoso de todos los científicos que conocía, como quien lanza una bola al aire, y luego iba a seguir dando palos de ciego con el convencimiento de que no serviría de nada.
—¿Podría haber dicho Albert Einstein?
La señora Goldsmith cerró un puño en señal de victoria y sonrió.
—Ése era, efectivamente. Albert Einstein. Frida Klein y Albert Einstein. El hombre lo repitió despacio, varias veces. A pesar de no hablar polaco pude entender estas cuatro palabras. Frida Klein y Albert Einstein.
—¿Está usted segura?
—Completamente. Frida Klein y Albert Einstein. ¿Ocurre algo, caballero?
Gaspar Puig sacudió la cabeza, restándole importancia. Sonrió.
—Nada, señora. A los científicos les gusta reunirse de vez en cuando para hablar de sus cosas. Tal vez no sepa que la novia del señor Zukrowski es una eminente científica alemana. Ya no tengo dudas de que están todos en Long Island, celebrando un congreso informal con Albert Einstein. Como yo no tengo teléfono no habrán podido avisarme. Pero mañana estaré allí.
—¿Le dará entonces mi recado al señor Zukrowski?
Gaspar Puig besó la mano de la señora Goldsmith antes de marcharse.
—No le quepa duda de que lo haré.
Aquella tarde de verano Gaspar Puig habría estrangulado con sus propias manos al mismísimo Alexander Graham Bell si hubiera podido. No tenía teléfono cuando vivía en España y no se había preocupado de encargar que le instalasen una línea cuando se exilió voluntariamente en Brooklyn durante la dictadura de Primo de Rivera, y ahora se lamentaba, no sólo por no haberla contratado cuando tuvo ocasión, lo que le habría ahorrado muchos viajes, muchos dolores de cabeza y muchas sensaciones de ahogo en el pecho, igual que si se parase a respirar al final de una carrera: parecía que los pulmones le iban a reventar bajo las costillas, un agobio hondo, como si estuviese a punto de sufrir un ataque al corazón. Se lamentaba de que Alfonso Altamira, no es que tampoco se hubiera preocupado de que le instalasen una línea telefónica en su apartamento —a mi edad creo que puedo vivir sin tener un teléfono en el salón, le había dicho, desdeñoso—, sino de que no hubiera forma de localizarlo en la casa de verano que Arturo Ramírez de Ayala le había prestado en Long Island. Y el caso es que estaba ocurriendo algo muy importante y no podía saber con certeza de qué se trataba, sólo que tenía que ver con la joven alemana que se había instalado en la casa de su amigo Alfonso Altamira y con Albert Einstein. Para Gaspar Puig todo eran notas inconexas, un puzzle incompleto al que le faltaban muchas piezas que él solo no podía encajar. Sólo sabía que tenía que localizar a Alfonso Altamira y prevenirlo otra vez sobre la mujer que había llegado por sorpresa de Alemania. Ahora lamentaba Gaspar Puig no haberse relacionado un poco más con los científicos exiliados amigos de su compatriota. Si al menos siguieran celebrándose durante el verano las reuniones mensuales de los científicos, podría haberse acercado hasta la calle Catorce de Manhattan para hablar con ellos y que le arrojasen algo de luz sobre lo que estaba pasando, pero los amigos de Altamira —esa cohorte de científicos locos a los que Gaspar Puig nunca llegaría a entender, ni había querido— no volverían a reunirse hasta septiembre. Y aunque para Gaspar Puig era imposible saber lo que ocurría, tenía claro que no podía esperar a que su amigo regresase de Long Island para hablar con él.
Gaspar Puig intuía más que sabía. Desde abril, cuando terminó la guerra civil en España, se había tomado la obligación de exiliarse de los periódicos y de las noticias que venían de Europa. Al principio le había costado, pero al final había conseguido no detenerse en los quioscos a echar un vistazo a las portadas de los diarios como quien es capaz de abandonar un vicio porque sabe que es perjudicial para su salud. Pero ni aunque se hubiese tapado los ojos y los oídos habría podido sustraerse a los nubarrones que venían del otro lado del Atlántico: apenas hacía cuatro meses que había terminado la guerra en España y nadie dudaba que pronto empezaría otra de consecuencias mucho mayores. Y algo le decía —y se lo decía cada vez con más fuerza, parecía que se lo gritaba al oído y no lo dejaba dormir, ni siquiera lo dejaba concentrarse ni le permitía encontrar refugio en la lectura— que lo que había pasado entre Stanislaw Zukrowski y esa joven alemana de la que estaba enamorado su amigo Alfonso Altamira, sobre todo ahora que Albert Einstein también parecía tener algo que ver en el asunto, estaba muy relacionado con los nubarrones negros que llegaban desde Alemania. Fuera como fuese el puzzle de grande, Gaspar Puig estaba convencido de que algunas de las piezas más importantes, unas piezas que incluso podrían servir para tener una idea de cómo podría quedar el conjunto terminado incluso aunque faltasen todas las demás, estaban en Long Island. Y tal vez había una que podía destruir a las otras si es que él no era capaz de hacer algo por evitarlo.
Había llamado a la empresa de abonos y fertilizantes de Arturo Ramírez de Ayala en Queens, y la secretaria de Stanislaw Zukrowski le había dicho que su jefe todavía no había regresado de Chicago. La muchacha le contó también que había viajado a Illinois con la intención de asistir a la conferencia de un científico alemán muy famoso cuyo nombre no recordaba. Que Stanislaw Zukrowski hubiera abandonado su casa del Greenwich Village y su oficina de Queens para conducir hasta Chicago no tenía nada de extraño, pero resultaba que las últimas semanas, antes de que emprendiese el viaje, Frida Klein las había pasado en su casa de Manhattan, y Gaspar Puig no dejaba de darle vueltas al asunto, tratando de encontrar alguna relación entre aquel viaje, Stanislaw Zukrowski y la joven alemana. Y estaba seguro de que la había, y que a lo mejor cuando consiguiese averiguarla tal vez encontraría algo que no le gustara, algo que sobre todo incomodaría a Alfonso Altamira. Luego estaba esa llamada desde Polonia. Gaspar Puig intuía que podría tratarse de un asunto peligroso. Iría hasta Long Island al día siguiente y le contaría a Alfonso Altamira todo lo que sabía. Luego, que él actuase según le pareciese mejor.
El resto de la tarde lo pasó pensando qué le diría a su amigo cuando se lo encontrase, si llegaría demasiado tarde y ya no podría hacer nada por ayudarlo, cualquier cosa que fuese. Se había levantado del sillón más de una vez con la decisión firme de ir hasta la comisaría más próxima, pero no tenía nada concreto que explicar a la policía, tan sólo unas sospechas que ni siquiera él mismo podría explicar, y presentía que al contarlo los agentes podrían tomarlo por un extranjero loco. Buenas noches, he venido porque un buen amigo mío se ha encaprichado de una joven alemana y me da en la nariz que ella no es quien dice. No tengo ni idea de quién puede ser, pero tengo la terrible sospecha de que algo le va a pasar a mi amigo Alfonso Altamira y tal vez también al profesor Albert Einstein. En fin, ustedes verán.
Gaspar Puig no llegaba a abrir la puerta siquiera cuando terminaba de hacerse la composición. Los policías mirándolo con condescendencia o tal vez mirándose entre ellos o dándose codazos cuando pensaban que él no los estaba viendo. Luego le pedían sus documentos, le hacían unas preguntas, dónde vivía, en qué trabajaba y lo dejaban marchar con la promesa vaga de que se ocuparían del asunto cuando pudieran y esperaban a que hubiese salido de la oficina para soltar una carcajada. Un profesor de Literatura español que viene a advertirles de una conspiración que ni siquiera él mismo sabe explicar. Lo mejor que podía hacer era ir a ver a Alfonso Altamira, bien temprano, como si hubiera viajado hasta Long Island para hacerle una visita sorpresa, no en vano su amigo Altamira siempre le había insistido para que fuera a pasar unos días a Nassau Point con él. Bueno, este verano no le había insistido tanto, pero no sería de extrañar que él se presentase por sorpresa para hacer una visita a su buen amigo.
No tenía coche y no sabía conducir, y aunque quería convencerse de que no conocía a nadie a quien pedirle el favor de que lo llevase hasta Long Island, la verdad era que prefería ir solo antes que tener que darle explicaciones a nadie acerca del motivo de su viaje, de las muchas cosas que pensaba que podían estar pasando o pasarían si él no intervenía a tiempo, irse de la lengua sin intención, aunque sólo fuese un poco, y estropearlo todo. Era muy peligroso. Lo mejor era ir solo, coger un tren, tal vez algún autobús, y por último tomar un taxi o caminar para llegar hasta la casa de Alfonso Altamira.
Aquella noche tardó en dormirse. Tenía que hacer cuanto estuviera en su mano por encontrar a Altamira lo antes posible. Soñaba que respondía a una llamada que no entendía, que las consonantes se le agolpaban en la lengua, un idioma que le resultaba imposible hablar o entender por mucho que se esforzase. Después de unos minutos desesperados no había llegado a descifrar ni una sola palabra, sólo aquellos dos nombres que destacaban en la conversación como palabras subrayadas en un texto, como una advertencia, un mensaje en clave que él no era capaz de descifrar: Frida Klein y Albert Einstein. Le retumbaban en los oídos, pronunciados por una voz con acento de un país del este de Europa, polaco, sin duda. Cuando se despertó aún los seguía escuchando, como si no le fuera posible desprenderse de lo que más que un sueño era ya una obsesión.
Frida Klein y Albert Einstein.
Frida Klein y Albert Einstein.
Frida Klein y Albert Einstein.
Pasaban las cuatro de la tarde del día siguiente cuando por fin vio aquella casa que conocía del verano anterior. Después de perderse entre viviendas de vacaciones que parecían deshabitadas encontró frente al mar aquélla en la que había pasado unos días un año antes junto a su amigo Alfonso Altamira. Unos doscientos metros más arriba, al otro lado de la calle, se encontraba la casa de Albert Einstein. La relación entre Einstein y Alfonso Altamira era muy particular. Hasta donde un hombre de letras podía entender el complejo mundo de la Física, Gaspar Puig había llegado a saber que Alfonso Altamira pertenecía al grupo de científicos que se habían puesto del lado de la Mecánica Cuántica, pero a diferencia de muchos de ellos, haber tomado partido por las nuevas teorías para Alfonso Altamira González de Tejada no significaba renegar de Einstein ni de sus razonamientos. Le constaba a Gaspar Puig que Alfonso Altamira sentía un gran respeto por el padre de la Teoría de la Relatividad, a pesar de que también podía haber hecho mucho por él desde que llegó a Estados Unidos y nunca lo hizo. Altamira se excusaba con que él nunca se lo había pedido, y Gaspar Puig no tenía dudas de que era cierto, es más, sabía que jamás se lo pediría, y que tampoco le contaría o le reprocharía cuánto se había esforzado seis años antes en que la propuesta del gobierno de Madrid para que Albert Einstein se instalase en esa ciudad fuera más que un acto simbólico. Alfonso Altamira había sido de los pocos que de verdad pensaron que alguna vez el profesor Albert Einstein llegaría a ser ciudadano español, y que eso ayudaría mucho a que la ciencia en España no fuera más que un reducto condenado al fracaso, una pequeña balsa en el océano que un puñado de hombres de bien como él se empeñaban en mantener a flote. Había esperado algo así desde que Albert Einstein visitara España, al final del invierno de 1923, y una década después estuvo a punto de alcanzar el sueño que ya no todo científico, sino cualquier hombre de bien, desea para su país. Luego todo había estallado por los aires: la República, la guerra. La balsa se había ido a pique y los únicos que seguían a flote eran quienes, como ellos dos, habían cruzado el océano y se acordaban de España con una mezcla de nostalgia y de pena, si es que las dos cosas, pensaba Gaspar Puig, no eran lo mismo.
No parecía haber nadie en la casa. Gaspar Puig se quedó un instante delante del porche, pensando si no se habría equivocado, pero no, al final decidió que era la misma casa donde había pasado unos días un año antes, la vivienda de un empresario de origen español que había hecho fortuna en el negocio de los abonos químicos y ahora prefería las aguas cálidas de Florida en lugar del caluroso verano neoyorquino que dentro de unas semanas dejaría paso al otoño, cuando las hojas de los árboles de Central Park estallarían en un espectro multicolor. Era lo que más le gustaba de Nueva York, lo marcadas que eran las estaciones. Los colores suaves del otoño, el frío intenso en invierno, la nieve que hacía imposible algunas mañanas a los coches circular por las calles de Brooklyn, la primavera con los árboles florecientes, el calor que se anticipaba al verano, a ese verano que lo había llevado de nuevo hasta la casa prestada donde su amigo Alfonso Altamira pasaba unos días.
Dio un paso adelante, adentrándose en el camino que conducía hasta el porche. Ya no tenía dudas. Ésa era la casa.
En cuanto puso el pie en el camino de tierra que unía el porche con la acera de la calle, escuchó los ladridos familiares de Newton. Seguro que aquélla era su forma de saludarlo.
Pero cuando la puerta se abrió lo que vio no fue el rostro familiar de su viejo amigo, esa sonrisa amplia con la que lo saludaba cada vez que se lo encontraba y Gaspar Puig se empeñaba en recitarle una poesía o citar la frase de algún autor clásico, sino la cara de una mujer alemana, joven y hermosa, que no podía ocultar su desconcierto o su contrariedad a pesar de que se notaba que estaba haciendo un esfuerzo por fingir que se alegraba de verlo en la puerta de la casa donde pasaba el verano su querido amigo Alfonso Altamira.