En la recta final era donde había que tener más cuidado. Ahora Frida von Kleinsberg no podía permitirse ningún fallo. Leo Szilard no tardaría en volver a visitar a Albert Einstein, y cada minuto que pasara correría en su contra. Aquella visita podría ser la definitiva. Si el judío húngaro volvía a encontrarse con el judío suizo la misión podría haber fracasado, y los meses que había pasado en Estados Unidos fingiendo ser quien no era podrían haber sido en vano, sus sueños de gloria como agente de la Abwehr o como quién sabe qué más en el aparato de la organización se habrían esfumado, y lo peor sería no haber conseguido acabar de un plumazo con los planes del programa atómico de los norteamericanos y con el judío más famoso del mundo. No se trataba de algo personal —Frida no dejaba de repetírselo una y otra vez—, sino de un asunto estrictamente profesional. Que pudiera ser la hija de Albert Einstein le había amargado la vida años atrás, pero ya lo había superado, o al menos procuraba convencerse a sí misma de que no le importaba, como quien niega un problema que le impide avanzar en la vida. Estaba convencida, o quería estarlo, de que terminar con la vida de Albert Einstein ahorraría muchos quebraderos de cabeza al Tercer Reich. Quitar de en medio al activista sionista más incómodo y también al único hombre capaz de contrarrestar el programa atómico de Alemania era un objetivo que nadie podría dejar de tener en cuenta.
—Hoy le he tenido que echar una mano al profesor Einstein.
Altamira levantó la vista del libro que estaba leyendo. Cualquier cosa que tuviese que ver con Albert Einstein no parecía interesarle mucho, pero Frida lo pasaba por alto, hacía como si no se diera cuenta, y seguía hablando del asunto.
—Estaba navegando —añadió—. En realidad se había quedado parado no muy lejos de la orilla. No soplaba una gota de viento y me acerqué a echarle una mano.
—¿Ah, sí? —Altamira había vuelto los ojos al libro. Frida no estaba segura de si lo estaba leyendo o si la estaba escuchando.
—Pasé un rato explicándole cómo podría llegar a una bolsa de viento.
Altamira volvió a levantar los ojos del libro. Lo cerró, pero puso un dedo entre las páginas, para recordar el punto donde lo había dejado o mostrar claramente que en cuanto terminasen de hablar de Albert Einstein procuraría volver a concentrarse en la lectura.
—¿Te hizo caso?
Frida sacudió la cabeza, y aunque era sincera también estaba convencida de que aquella respuesta era la que Alfonso Altamira esperaba escuchar.
—Atendió a mis indicaciones. Me dejó subir a su barco para que le explicase lo que tenía que hacer. Durante todo el tiempo actuó como si de verdad no supiera cuáles eran las maniobras que tenía que realizar para poder salir de allí, pero luego, una vez que regresé al mío, no es que hiciera lo contrario de lo que yo le había explicado, sino que consiguió que el Tinef volviera a navegar, pero a su manera.
—Típico de él. El mismo Einstein anárquico y tozudo de siempre.
—No sé. Me dio la sensación de que en ningún momento habría tenido problemas para hacer que el barco navegase. Que el viento había dejado de soplar y a él no le había preocupado en absoluto, que, simplemente, descansaba, dormitando tranquilamente, y que si escuchó con atención mis instrucciones fue con el único propósito de divertirse.
Altamira se encogió de hombros.
—No son más que pequeñas manías de un viejo sabio. No deberías tomártelo mal.
Frida agitó las manos, como quien quiere despojarse de algo que le incomoda.
—No, si no me molesta. Al contrario, lo encuentro divertido. Lo que pasa es que lo que me ha sucedido esta mañana me ha llevado a pensar en todas esas cosas que se dicen acerca del profesor Einstein.
Altamira sacó el dedo índice del libro de poesía, lo cerró, despacio, y lo dejó sobre la mesa. No le preguntó nada, y Frida sabía que aquélla era su forma de pedirle que siguiera hablando, que se explicase un poco mejor.
—Sé que es una tontería, y que no tiene mucho que ver con todo eso, pero he llegado a preguntarme si no estará haciendo lo mismo con todos los científicos que lo critican, con todos aquellos que le han dado la espalda, o a los que él ha dado la espalda, ya sabes.
Altamira ladeó la cabeza un par de veces, como si no le gustara el camino que estaba tomando Frida.
—Todos lo hemos criticado alguna vez. Yo mismo lo he hecho, y seguro que tú también. Pero él se lo ha buscado, no lo olvides.
—Sí, pero no me refiero sólo a su empecinamiento en mantener su opinión contra todo el mundo, sino a algo que va más allá de aquella publicación con Boris Podolsky y Nathan Rosen para demostrar la insuficiencia de la Mecánica Cuántica.
—¿A qué te refieres, Frida?
—Me refiero a algo que tiene que ver con su actitud, con su propia personalidad. No sé, pero lo que me ha pasado esta mañana con él me parece un buen ejemplo. He sentido que se estaba divirtiendo mucho porque yo creía que él no sabría cómo salir del atolladero cuando en realidad era perfectamente capaz, no te digo que mejor que yo, pero sí a su manera.
—No es ninguna novedad, y tampoco es malo, que a Albert Einstein le guste divertirse o impresionar a una mujer hermosa.
Frida sonrió, pero sólo por un instante. Estaba demasiado concentrada como para recibir cumplidos, y no era de su belleza de lo que quería hablar.
—No, Alfonso, no se trata de eso. Lo que yo quiero decir es que tal vez su actitud con todos los científicos que lo critican o que aseguran que está acabado no es otra cosa que reírse de ellos para demostrarles algún día que es él quien tiene razón y que son los otros los que están equivocados.
Altamira dejó escapar un largo suspiro. A Frida ahora le pareció mucho más viejo y más cansado que el propio Albert Einstein.
—Lo que no ha cambiado en Albert Einstein es el poderoso influjo que ejerce sobre las mujeres.
Frida se echó a reír. Se levantó y se acercó hasta el banco de madera donde estaba sentado Altamira. Se acomodó junto a él, le pasó una mano por detrás de la nuca, lo besó en la mejilla, apoyó la cabeza en su hombro.
Altamira se puso rígido ante la muestra espontánea de intimidad.
—Eres tonto —le dijo, con dulzura—. No sé cómo no te has dado cuenta todavía, pero de todas las mujeres del mundo tal vez yo sea la única incapaz de sentirse impresionada por el profesor Albert Einstein.
Terminó la frase mirando el vacío, sabedora de que Altamira no podría comprender, nadie podría, el alcance de la misma.
—Bueno —replicó el otro, siguiéndole el juego—. Lo conociste siendo una estudiante.
—Pues con más razón. No sucumbí entonces, cuando era una joven inocente, así que mucho menos me sentiría atraída por él ahora.
—Esperemos —concluyó Altamira, rodeándola con sus brazos y besando su frente, como un padre a una hija—. No sé, Frida. Tal vez estés en lo cierto y al final será Albert Einstein el que tendrá razón y los demás los que estaremos equivocados. Puede que esté jugando con los que dicen que está acabado y al final va a dar una gran sorpresa. A lo mejor encuentra una teoría, una fórmula sencilla que explique el universo, una ecuación que nos concilie a todos. Pero mientras eso suceda yo seguiré defendiendo los postulados de la Mecánica Cuántica. Tal vez llegará el día en que puedan convivir las teorías de Werner Heisenberg con las de Albert Einstein. Nunca se sabe. Pero de momento están pasando en el mundo cosas más importantes de las que preocuparse. La discusión entre Albert Einstein y el resto de la comunidad científica puede esperar.
—Tienes razón. Estamos viviendo una época demasiado complicada como para pensar en vanas disputas entre científicos. Desde la perspectiva de los tiempos que corren casi parece una frivolidad.
Altamira asintió, y a Frida le pareció que se tragaba las palabras antes de hablar.
—Y para él pueden ser unos momentos más difíciles que para la mayoría de la gente —apuntó Frida.
—Ya.
A Altamira parecía costarle hablar del asunto. Y Frida tenía que ir con cuidado.
—¿Qué crees que habrá pasado con Leo Szilard? —le preguntó—. ¿Piensas que Albert Einstein se habrá decidido a prestarle su ayuda?
Alfonso Altamira se encogió de hombros, aspiró una bocanada de aire y lo dejó escapar trabajosamente de los pulmones luego de haberlo guardado allí dentro un instante, como si hacerlo le ayudase a responder convenientemente. Newton levantó una oreja, medio dormido, desde su rincón en el porche, a la sombra, ajeno a los problemas del mundo.
—Supongo que sí. Si no lo ha hecho todavía, estoy seguro de que al final lo hará, de alguna manera. Lo que está en juego es demasiado importante como para no ponerse de su parte.
—¿Aunque hacerlo signifique traicionar a sus propios principios?
Altamira se incorporó en el banco.
—Incluso los principios deben ser pasados por alto en aras de un bien mayor. A veces no se debe permitir que nuestras creencias nos impidan hacer lo correcto, lo que está bien. Sobre todo en estos tiempos que corren.
Frida vio una nube gris cruzar por delante de los ojos de Altamira, como cuando hablaba de España y los recuerdos se le amontonaban.
—Hay una guerra por ganar. Una guerra que ni siquiera ha comenzado todavía. No hay que andarse con remilgos. Si yo fuera Albert Einstein, prestaría mi ayuda a Leo Szilard, y estoy seguro de que lo hará, a pesar del conflicto moral que no me cabe duda que ahora mismo sufre.
—No me gustaría estar en su pellejo, la verdad.
—A mí tampoco. Pero son las servidumbres de la fama, las consecuencias de ser el científico más famoso del mundo.
—En eso tienes razón. Esta mañana, cuando trataba de ayudarlo a que su velero navegase, unos niños empezaron a corear su nombre desde la orilla.
Altamira sonrió, cómplice, como si hubiera visto esa escena muchas veces.
—Como una estrella de cine, ¿a que sí?
Frida asintió, con energía.
—Eso mismo fue lo que pensé. Ni siquiera una estrella de cine hubiera levantado tanto revuelo como el profesor Einstein. Saludó a los niños con la mano, Die Kinder, me dijo, y puso la proa hacia la orilla. Desde lejos me pareció ver que les estaba firmando autógrafos. Nadie diría que se trataba de un hombre preocupado porque el destino del mundo tuviera que pasar por sus manos.
—Pero no tengas dudas de que debe de estarlo. Y mucho.
—Podríamos invitarlo a cenar —propuso Frida—. Quizá le venga bien relajarse un poco, hablar con alguien. Me contaste que el verano pasado cenasteis juntos alguna vez.
Altamira levantó las cejas.
—Es cierto. Pasamos alguna velada agradable, los dos tocando el violín. Pero las circunstancias ahora son diferentes. Él debe de estar muy preocupado. Tal vez no tenga ganas.
—Creo que aun así deberíamos proponérselo. Puedo invitarlo yo, si te parece bien. Me ha dicho que se va a quedar un par de días solo en la casa.
Altamira se la quedó mirando. De ser un hombre más joven y más vehemente Frida habría pensado que estaba celoso. En Alfonso Altamira resultaba difícil aplicar el término celos, pero le gustó pensar, a Frida von Kleinsberg o a Frida Klein, tal vez a las dos, ya no estaba segura de nada, que Alfonso Altamira González de Tejada no había podido evitar una punzada de inquietud, aunque fuese muy pequeña. Acabó sonriendo el profesor español, y luego asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo, por fin—. Invítalo tú. Seguro que así tendremos más posibilidades de que nos acompañe a cenar.
Sin Maja, sin Margot y sin Helen Dukas, su secretaria, había más posibilidades de que Albert Einstein aceptase la invitación. Por la mañana Frida von Kleinsberg había vuelto a navegar, y aunque se había dicho que lo hacía para ver si tenía la oportunidad de encontrarse con el profesor Albert Einstein navegando de nuevo en la bahía, en lo más profundo de sí misma reconocía que había salido en el barco porque le apetecía estar sola, reflexionar, ahora que la misión por fin parecía estar a punto de terminar.
Para volver a ser Frida von Kleinsberg tenía que eliminar cualquier rastro que hubiera en su interior de la dubitativa Frida Klein. Era como una serpiente que mudase la piel, dejando atrás la membrana pegajosa que la protegía, un reptil con una capa recién estrenada de escamas que brillan a la luz del sol. Pensar como Frida Klein ya no le servía. Le resultaba superfluo ser otra cosa que una agente de la Abwehr dispuesta a liquidar a Albert Einstein para terminar la misión e impedir que el genio interfiriese de mala manera en el programa atómico del Reich. Pero mudar la piel no resultaba tan fácil como había pensado. No era sencillo a pesar de haber matado a dos hombres ya. Se preguntaba Frida Klein aquella última noche que iba a pasar siendo ella misma si no podría haber evitado la muerte de Laszlo Moricz, el carpintero húngaro que arrojó a las aguas del Atlántico antes de llegar a Nueva York, si tal vez al final, si no le hubiera dicho a Stanislaw Zukrowski que había leído la nota de su secretaria, no podría haber llegado hasta Long Island unos días después y haber neutralizado el factor Einstein sin haber matado al químico polaco con el que había convivido durante un mes y medio.
Pero no era posible, escuchaba Frida Klein decir a Frida von Kleinsberg desde algún rincón de sí misma. No había tiempo. Leo Szilard puede volver a visitar a Albert Einstein en cualquier momento y tal vez ya será demasiado tarde. Frida von Kleinsberg pugnaba por salir, por lucir su nueva piel. Y también estaba lo de Cracovia. Lo más seguro era que alguien hubiera descubierto sus orígenes. A Frida Klein tal vez podría no importarle, pero Frida von Kleinsberg no iba a permitir que nadie más se enterase de que, con toda probabilidad, era hija de Albert Einstein. Cuando regresase a Europa ya se encargaría de hacer un viaje a Polonia para encontrar al amigo de Stanislaw Zukrowski que había estado hurgando en su pasado. Tal vez para entonces Cracovia habría vuelto a ser una ciudad alemana, como le correspondía históricamente.
Iba a ser al día siguiente. Frida von Kleinsberg lo había decidido y a Frida Klein, a pesar de todo, no le quedó más remedio que estar de acuerdo. Al día siguiente, por la noche, mataría al profesor Albert Einstein. Cuando amaneciese ya no podría permitirse ninguna debilidad, ninguna muestra de sentimentalismo que entorpeciera la misión. Desde que saliese el sol su único objetivo sería concentrarse para terminarla de la mejor manera posible.
Pero todavía era Frida Klein la que no podía conciliar el sueño esa noche. Era Frida Klein la que aún quería ser la muchachita alemana de buena familia que encuentra un marido al que hacer feliz y le da nietos a su madre para que los disfrute en su vejez. Era Frida Klein la que comprimía a Frida von Kleinsberg dentro de ella y no la dejaba salir, aunque supiera que había perdido la partida. Era Frida Klein, la joven y atribulada científica berlinesa que había llegado a Estados Unidos después de huir de Alemania, la misma que había estado en España trabajando de ayudante del profesor Altamira en la Universidad Central de Madrid.
Seguía siendo ella, pues, por poco tiempo, y se congratulaba de poder seguir siéndolo aunque sólo fuera por unas horas.
Abrió la puerta de la habitación de Alfonso Altamira, despacio, sin llamar. Newton había alzado una oreja en el pasillo al oírla levantarse tan tarde y luego había seguido durmiendo.
Estaba demasiado oscuro para que pudiese ver nada, pero sin tener que esperar a que sus ojos se adaptasen a la penumbra de la habitación supo que él tampoco podía conciliar el sueño. Esa noche hacía demasiado fresco, pero Altamira había dejado abierta la ventana por la que se colaba la brisa y el olor del mar.
No dijo nada su anfitrión, pero Frida lo vio incorporarse un poco sobre la almohada. A tientas buscó la cama y se tumbó junto a él. Suspiró largamente Alfonso Altamira cuando sintió el cuerpo de ella junto al suyo, pero permaneció en silencio. Frida recostó la cabeza en su pecho y lo abrazó. Le pasó un brazo por el cuerpo y se apretó contra él, como si al hacerlo pudiera conservar algún rastro de la Frida Klein que le gustaría seguir siendo. Alfonso Altamira apretó también su cuerpo contra el de ella, volvió a dejar escapar el aire despacio, con pesadez, y la besó en la frente. Desde que se habían conocido por primera vez en Madrid, hacía cuatro años, era la primera vez que compartían unos momentos de intimidad. Nunca habían hecho el amor y jamás lo harían. Frida lo había sospechado siempre pero lo supo en ese momento, y tampoco esperaba algo así cuando había entrado en su habitación. Sabía que Alfonso Altamira no intentaría acostarse con ella esa noche, no tan pronto. La había dejado volver a su lado pero todavía estaba demasiado reciente su marcha con Stanislaw Zukrowski, y que Alfonso Altamira la tratase como un padre no significaba que pudiera convertirse en su amante sin pasar antes por otras fases en las que se iría adaptando poco a poco a su nueva condición. Seguro que Alfonso Altamira deseaba hacer el amor con ella más que ninguna otra cosa, pero también era cierto que el profesor español no era un joven impetuoso que no podía esperar hasta sentirse cómodo con ella de nuevo. Para Frida Klein, sin embargo, pasar aquella noche juntos, aunque sólo fuera abrazados, era su forma de despedirse, de decirle adiós. Sabía que jamás volverían a verse, pero Frida Klein, antes de desaparecer para siempre, esperaba que Alfonso Altamira algún día pudiera entenderla.
El día iba a amanecer nublado en Long Island. Una bruma semejante a la que algunas mañanas de verano cubría el cielo del lago Wannsee. Soplaba una brisa fresca, agradable, estupenda para navegar. Era muy temprano y todos los barcos estaban todavía atracados en los pequeños muelles de madera, junto a las casas más próximas a la playa. El barco de Einstein también. El sabio judío no acostumbraba a levantarse temprano, y mucho menos estando de vacaciones. Pero no era eso lo que le preocupaba a Frida ahora. El asunto de Einstein lo resolvería más tarde. Después de navegar se acercaría hasta la casa del premio Nobel y le diría que a Alfonso Altamira y a ella les encantaría que los acompañase a cenar. Que se trajese el violín, que sería una velada agradable. Pero por la mañana tenía ganas de estar sola. Se había levantado tan temprano que había dejado a Altamira todavía dormido en la cama, acurrucado bajo las sábanas para protegerse del fresco de la mañana. Sólo Newton se había levantado para despedirse, sacudiendo la cola, la cabeza agachada mientras se acercaba, esperando una caricia.
Navegó unos minutos mar adentro, arrió la vela y se tumbó en cubierta, boca arriba. En efecto: las nubes y el cielo eran los mismos en Wannsee que en Long Island, en Alemania que en Nueva York. Era ella la que no seguía siendo la misma. Era Frida von Kleinsberg, hija adoptiva de una rica familia berlinesa, licenciada en Física Atómica con honores en la Universidad Humboldt de Berlín, el mismo año en que los primeros libros —entre ellos algunos de Albert Einstein— fueron quemados frente a la misma universidad, al otro lado de la avenida Unter den Linden. También era una agente de la Abwehr con un gran futuro por delante si conseguía terminar esa misión con la frialdad y la distancia necesarias. Sabía que el coronel Piekenbrock no le perdonaría el fracaso después de haber tomado por su cuenta la decisión de seguir adelante, que como poco la expulsarían del servicio secreto, y que si no le sucedía nada más grave era por las influencias que aún podría usar de su difunto padre adoptivo. Pero también era Frida —aunque prefería seguir pensando que sólo podría serlo— la hija de una estudiante polaca, engendrada en una aventura extramatrimonial cuatro años después de que el hombre al que iba a matar publicase en Annalen der Physic sus primeros artículos sobre la Teoría de la Relatividad. No podía saber con certeza si era hija de Albert Einstein, nadie podría estar seguro de ello, pero había muchas posibilidades de que sus sospechas fueran ciertas. El viaje a Polonia siete años atrás no despejó sus dudas del todo, pero había arrojado tantos interrogantes que pensar que por sus venas no corría sangre judía era un atrevimiento que no se podía permitir. La sola sospecha casi la había hecho enfermar entonces, y hubiera matado a Albert Einstein con sus propias manos si hubiera conseguido estar lo bastante cerca de él. Con el tiempo había logrado controlar sus impulsos, sobre todo porque nada hay más perjudicial para un agente secreto que dejarse arrastrar por cuestiones personales a la hora de llevar a cabo su trabajo. Ahora que tenía la oportunidad de acabar con la vida de Albert Einstein, no dejaba de decirse que no se trataba de algo personal, sino que matar al que tal vez podría ser su padre no era más que un asunto estrictamente profesional, algo que tenía que hacer porque había destrozado todos los puentes que habían quedado atrás en su camino de una forma deliberada, para no echarse atrás, para que no le quedase más remedio que seguir adelante y no arrepentirse. Vencer o morir, era lo único que le quedaba a Frida von Kleinsberg, y para ella vencer significaba acabar con la vida de Albert Einstein. Que por sus venas circulase sangre judía o no era lo de menos, que la sangre que ahora batía deprisa bajo su piel mientras pensaba en cómo acabaría la misión pudiera ser la misma que la del científico al que luego iba a invitar a cenar tampoco era lo más importante ahora. Para Frida lo principal era terminar su trabajo con éxito. De hecho, era lo único que le importaba, lo único que quería que le importase, y necesitaba despojarse de cualquier lastre que le impidiera llevar la misión a buen puerto. Podría ser arriesgado para ella, si la descubrían, muy bien podría acabar en la silla eléctrica, pero era un riesgo que había que correr. Lo mejor era darle la vuelta al argumento, pensar que ya estaba muerta, que no tenía nada que perder, y que si terminaba la misión con éxito también salvaría su vida.
Se incorporó en la cubierta del barco y se sentó. En la orilla, a lo lejos, estaba la casa donde dormía Alfonso Altamira. Un poco más arriba podía ver la luz del porche en la casa donde se alojaba Albert Einstein, el mismo porche donde tres días antes el científico había pasado una velada con Leo Szilard y Eugene Wigner, los judíos húngaros que conspiraban contra el Tercer Reich sin saber que ella había llegado hasta Long Island para impedírselo.
Miró a su alrededor y tampoco vio a nadie. Se puso de pie y volvió a mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no había ningún curioso que pudiera estar al acecho. Se sacó el vestido por los hombros, pasó las manos por detrás de la espalda para soltarse el sujetador y luego se bajó las bragas con las manos hasta los tobillos para terminar de quitárselas con los pies. Respiró hondo y aguantó el aire en los pulmones antes de tirarse de cabeza al mar. El agua estaba fría, pero le gustaba sentirla, que los músculos se le endurecieran al sumergirse. Disfrutaba de la sensación de faltarle el aliento. Salió a la superficie y aspiró una bocanada de aire. Dio unas cuantas brazadas enérgicas para alejarse del bote y disfrutar un poco más de la sensación de soledad que sólo era posible en la bahía de Peconic cuando todavía no había amanecido del todo. Volvió a sumergirse unos segundos, atenta al sonido lejano del motor de un barco de pesca. Aguantó el aire hasta que no pudo más y salió de nuevo a la superficie. Se puso boca arriba un rato, flotando con los brazos abiertos para relajarse, segura de que nadie había reparado en que se estaba bañando desnuda en el mar. Para Frida von Kleinsberg era algo normal porque solía hacerlo algunas mañanas de verano en Wannsee. Cogía el bote en el embarcadero de la finca de su familia y navegaba un poco hasta que estaba segura de que nadie podría verla, o que al menos no se diera cuenta de que era ella o pudiera comprobar quién se estaba bañando desnuda.
Al cabo de un rato nadó hacia el barco, despacio, sin más prisa que la de subir a la cubierta y vestirse antes de que nadie pudiera verla desnuda. Sin secarse se puso la ropa interior y se ajustó el vestido ligero antes de sacudir las gotas de agua que le empapaban la melena. Volvía a ser Frida von Kleinsberg, sólo ella, Frida von Kleinsberg, la hija del barón Von Kleinsberg. La piel de Frida Klein que acababa de mudar había quedado hundida para siempre en las aguas de la bahía de Peconic. Su otro yo ya no le serviría de nada. Terminaría la misión siendo ella misma, como la había empezado, y esperaba no tener que volver a desdoblarse nunca más en otra persona. Con el éxito que iba a obtener estaba segura de que podría pedirle cualquier cosa al almirante Canaris y que éste se lo concedería sin rechistar. Tal vez podría aspirar a pedírselo al mismísimo Führer. A veces, conseguir las cosas más difíciles resultaba más sencillo o más asequible de lo que podía parecer en un principio. Y Alemania era un lugar de muchas oportunidades con la guerra que se avecinaba. Los tiempos habían cambiado: no faltaba mucho para llegar a la mitad del siglo XX, y una mujer como ella estaba preparada para los cambios que se avecinaban, y podría tener mucho futuro entre cuantos estuvieran al lado del Führer para dirigir el destino de su país los próximos años. Y el pasaporte hacia el éxito se lo iba a brindar, paradojas del destino, el hombre que tal vez le había dado la vida. Si no se lo encontraba navegando en la bahía se acercaría hasta su casa al final de la mañana para invitarlo a cenar en nombre del profesor Altamira y en el suyo propio.
A veces se preguntaba Frida von Kleinsberg si el profesor Albert Einstein no sabría mucho más de lo que quería aparentar, si en realidad sospechaba de ella pero quería dejarla seguir adelante para cogerla en algún error del que no pudiera ocultarse o disculparse, si disponía el sionista más conocido del mundo de una red de informadores que lo habían enterado de que en realidad tenía por vecina ese verano a una agente de la Abwehr, si tal vez sabía que estaba dispuesta a matarlo, que su único objetivo era ése. Con Albert Einstein todo era posible, pero ya que había llegado tan lejos no podía dar marcha atrás. Tenía el éxito de la misión al alcance de la mano y no iba a rendirse o a sucumbir a miedos estúpidos ahora que estaba tan cerca del final.