Capítulo XIX

La mañana se había despertado con poco viento, lo cual no era bueno para navegar, pero a pesar de ello Frida se dirigió al embarcadero para buscar el bote que la familia Trefmann le había prestado gracias a la mediación de Albert Einstein. No insistió después de que Alfonso Altamira sacudiese la cabeza con una sonrisa cuando ella le preguntó si le gustaría acompañarla a recorrer la bahía de Peconic. Prefería navegar sola. Tal vez tendría la suerte de encontrarse al profesor Einstein en el mar, cuando nadie pudiera verlos, y terminar la misión ese mismo día.

Miró las hojas de los árboles, contrariada: apenas corría una gota de aire, y era posible que Albert Einstein no hubiera salido a navegar esa mañana. Pero al embocar el pantalán no quiso disimular una sonrisa: el barco de su objetivo no estaba allí. Navegante inexperto e indisciplinado, a Albert Einstein le daba lo mismo que no soplase una gota de aire o que unos nubarrones negros en el horizonte garantizasen un huracán. Si le apetecía navegar por las mañanas lo hacía sin importarle la idoneidad del momento, que las aguas de la bahía de Peconic estuviesen en calma o embravecidas.

La embarcación que le había cedido la familia Trefmann era un bote de no más de tres metros, con un solo mástil, más pequeño que el Tinef de Albert Einstein. Un barquito que con el viento adecuado y manejado por unas manos hábiles podría alcanzar una velocidad estimable. Frida se sirvió de dos pequeños remos para alejarla del pequeño muelle de madera antes de desplegar la vela. El barco se inclinó levemente a estribor después de que ella tirase lo justo del palo que controlaba el timón e hiciera contrapeso con su cuerpo. Sonrió complacida al sentir cómo la embarcación se adentraba en el mar y la vela se hinchaba a pesar de que sólo soplaba un viento débil que, por el número de barcos que permanecían atracados en los otros muelles, había hecho que la mayoría de la gente desistiera de probar suerte navegando esa mañana. Con un poco de fortuna sólo dos personas se habrían atrevido a adentrarse en la bahía. Un sabio judío que odiaba someterse a las normas establecidas y al sentido común, y una navegante resuelta como ella.

Hacía casi un año que no disfrutaba de la sensación de manejar un barco. Desde mediados del otoño de 1938 no había vuelto a navegar. Las aguas del lago Wannsee no tardaban en congelarse en invierno, y aunque ya faltaba poco para que terminase el mes de julio, había sido en enero cuando el comandante König fue a buscarla para llevarla a las oficinas de la Abwehr. Habían pasado, pues, seis meses desde que comenzase la misión más importante de su carrera, la misión más importante que la Abwehr le había encargado a algún agente jamás. Había salido de Alemania y había cruzado media Europa y el Atlántico antes de llegar a América y llevaba medio año fingiendo ser Frida Klein, licenciada en Física por la Universidad Humboldt, una joven científica que había tenido la suerte de trabajar de ayudante del profesor Steiner y que había escapado de Alemania por la puerta de atrás, como si la detención de su mentor hubiera sido la gota que hubiera colmado un vaso que llevaba mucho tiempo a punto de rebosar: la llegada de Hitler al poder, el incendio del Reichstag, las piras de libros quemados en la plaza de la Ópera, frente a la universidad donde había estudiado, las leyes de segregación, la militarización de la Renania, el Anschluss, la anexión de los Sudetes, los Pactos de Munich, la detención de Steiner. Desde el punto de vista de Frida Klein, era una cadena de acontecimientos imposibles de admitir sin hacer nada. Pero Frida Klein no era más que la cáscara que protegía a Frida von Kleinsberg durante la misión, y a la agente de la Abwehr se le antojaba una ironía del destino, o, bien mirado, un regalo quizá, un detalle que la fortuna había tenido con ella, que hubiera de culminar la misión adentrándose en la bahía de Peconic, buscando al profesor Albert Einstein para matarlo.

Dado el propio carácter de Albert Einstein, era imposible saber qué dirección habría tomado. A Frida no le quedaba otro remedio que elegir un rumbo cualquiera y esperar que esa mañana no le hubiese acompañado a navegar nadie, algo poco probable puesto que al profesor Einstein le gustaba perderse en un barco sin otra compañía que un cuaderno que emborronaba de fórmulas con la obstinación de un poseso.

Ajustó la vela y el timón para que el barco recibiera el viento de través, el que lo impulsaría con mayor velocidad. La bahía de Peconic era tan grande como el lago Wannsee, y tenía salida al Atlántico, con que no iba a ser fácil encontrar el barco del profesor Albert Einstein. Incluso podría pasarse el día navegando y no encontrárselo porque habían recorrido caminos distintos o porque mientras ella lo buscaba el genio ya estaba de vuelta, cansado de dar bandazos en una mañana con viento escaso. Frida sabía que en esas condiciones era más difícil navegar para alguien que no tuviera los conocimientos y la experiencia suficiente que un día en que el viento soplara con una intensidad mayor de la recomendable sin el temor de que un golpe de viento hiciera volcar la embarcación.

Pero fue como si aquella mañana todo rodase a su favor, como si el azar, de nuevo, o comoquiera que se llamase, se hubiera puesto de su parte. Al cabo de un rato alcanzó a ver una pequeña vela, una vela desinflada, un pedazo de tela ajada que colgaba del mástil como una bandera perezosa. Había alguien tumbado, en la popa. Desde lejos Frida distinguió la cabellera enmarañada del profesor Einstein. Tal vez estuviera durmiendo tranquilamente mientras esperaba a que soplara una ráfaga de viento favorable, o quizá realizaba cálculos en su cuaderno. Lo que estuviera haciendo era irrelevante. El caso era que estaba allí, y estaba solo. No había ninguna embarcación alrededor, y en la orilla que quedaba más cerca no había ninguna casa. La playa estaba libre de testigos molestos, y el objetivo estaba relajado. Tal vez podría cansarse de esperar y hacer uso de los remos auxiliares para volver al embarcadero, pero Frida sabía que no era fácil que Albert Einstein lo hiciera. Con sus problemas cardíacos remar hasta la orilla era un riesgo para su vida demasiado grande, incluso para un rebelde como él. Frida sabía que seguiría allí tumbado, tranquilamente, hasta que el viento soplara de nuevo, y sonrió, como un escualo que acaba de oler la sangre de una presa y sabe que la va a pillar desprevenida, que cuando quiera darse cuenta se encontrará sus fauces enormes abiertas, dispuesto a devorarlo. Lo último que verá en su vida.

El viento era tan escaso y el barco de Albert Einstein estaba tan lejos que no podía acercarse en línea recta. Se puso de pie en la cubierta para comprobar las pequeñas olas en la superficie. Eran bolsas de aire por las que debía navegar para poder llegar hasta el barco de Albert Einstein. Navegaría en zigzag para acercarse. Si alcanzaba la velocidad suficiente podría conseguir que la proa de su barco chocase contra el costado del barco del profesor Einstein y hacerlo volcar. O tal vez bastaría con empujar al genio y dejar que se ahogara. Simplemente. Era uno de los hombres más inteligentes del planeta y no sabía nadar.

Pensaba Frida von Kleinsberg en las posibilidades que tendría de acabar con rapidez con la vida del profesor, y hacerlo además de una forma que pareciera un accidente, que cuando alguien encontrase el cadáver no pudiera pensar otra cosa más que se había ahogado, que se había resbalado del barco y no había podido salir del agua. Si el FBI llegaba a sospechar que el profesor Einstein había sido asesinado la operación podría no haber servido para nada. No debía, pues, usar contra él ningún arma, sólo hacer que se hundiera en las aguas de la bahía, como si fuera un accidente. Simplemente eso. Tenía prisa por llegar hasta donde él estaba, pero no porque estuviera impaciente por matarlo, sino porque no quería que en el último momento apareciera algún testigo molesto.

Hubo de hacer varios ajustes para acercarse hasta el barco del profesor Einstein. Navegante experimentada, Frida von Kleinsberg supo después de la cuarta maniobra que ya no tendría que corregir el rumbo para llegar hasta su objetivo. Pero también sabía que por más que se esforzase el barco no alcanzaría la velocidad suficiente como para poder hacer volcar la embarcación de Einstein, para hacerlo caer al agua siquiera, y mucho menos estando tumbado.

Sólo le faltaban quince o veinte metros para abordarlo cuando el viejo judío se incorporó y volvió la cabeza hacia ella. Habría oído el ruido de la proa de su barco cortando el agua, o el escaso viento empujando la vela, a Frida le pareció que el profesor Einstein había intuido su presencia antes de oír su barco, que un sexto sentido había percibido las vibraciones de alguien que se acercaba.

Se frotó los ojos Albert Einstein, como si acabara de despertarse, y Frida pensó que tal vez estaba dormido de verdad, que por muy poco no había llegado a sorprenderlo, que no le hubiera costado empujarlo por la borda sin que él llegase a darse cuenta siquiera de lo que le estaba pasando.

Fräulein Klein —la saludó, parpadeando rápidamente, como si al hacerlo pudiera espabilarse con más rapidez, levantándose trabajosamente sobre la cubierta, sujetándose al mástil para no caerse—, qué bueno verla.

Frida von Kleinsberg echó un vistazo rápido a la orilla, para comprobar que no había nadie, antes de responder.

—Imaginaba que éste era su barco, Herr Proffessor —le dijo—. Le he visto y he pensado que tenía algún problema.

Albert Einstein miró el trozo de tela arrugada que colgaba de su mástil. Sonrió.

—Depende de cómo se mire. Que no haya viento puede ser la única forma de encontrar la tranquilidad.

—Espero no haberle molestado.

El viejo profesor sacudió las manos, disculpándose.

—No, no, Fräulein. Claro que no. La falta de viento también ha sido la causa de que usted haya venido a hacerme compañía.

Frida asintió, y no pudo evitar que se le escapase una sonrisa.

—Nada sucede por nada —dijo.

—Nada pasa por casualidad, Fräulein. Nada.

Aunque la expresión era amable, a Frida le parecía que Albert Einstein la escrutaba con esos ojillos negros. A sus sesenta años el viejo sabio judío seguía siendo el mismo seductor que había sido siempre. Aunque su intención no fuera tener una aventura con todas las mujeres que se cruzaban en su vida, en su naturaleza llevaba marcado flirtear con cada una de ellas.

Frida se acordó, de repente, de aquellos ratos que había pasado sentada en el césped de la Universidad Humboldt, asistiendo a alguna tertulia de sus compañeros con el hombre que ahora la miraba desde la cubierta de su barco. Habían pasado diez años desde entonces, y las cosas habían cambiado mucho, pero sobre todo era ella la que no seguía siendo la misma. Apenas quedaba rastro ya de la brillante estudiante de Física que regresaba cada viernes a la casa familiar de Wannsee. La agente de la Abwehr en que se había convertido apenas dejaba espacio para nada más. Ella había cambiado, había visto demasiadas cosas y se había enterado de más de lo que le convenía como para seguir siendo la misma persona. En diez años Alemania también se había transformado mucho, y todavía lo haría mucho más. Se haría más grande y más poderosa, y ella haría cuanto estuviese en su mano para contribuir a ello. Diez años era mucho tiempo para que las cosas siguieran siendo las mismas, pero, de todas las cosas y de todas las personas que había visto, era aquel hombre que la observaba con curiosidad desde la cubierta de su barco el único que parecía seguir siendo el mismo que había conocido en Berlín. Era como si el mundo hubiera seguido girando y él hubiera permanecido estancado, como si se hubiera convertido él mismo en parte de la más famosa de las paradojas que habían surgido a raíz de la Teoría de la Relatividad, alguien que seguía siendo el de siempre a pesar de que el mundo había evolucionado. Alguien que no ha envejecido porque ha estado viajando a la velocidad de la luz. El mismo Albert Einstein empeñado en encontrar la respuesta al enigma del origen del universo, el mismo que había dado la espalda a la Mecánica Cuántica y se había obstinado con la cerrazón de los que se creen superiores, o que simplemente ya son demasiado viejos para dar marcha atrás o cambiar, que no les queda otro consuelo que refugiarse en sus viejas creencias en lugar de pararse a pensar si no serán los otros los que tienen razón.

Frida lo miró antes de responder. Se le antojaba el sabio el último ejemplar de una especie que estuviera a punto de extinguirse. Y ella sería la que se encargaría de dar por terminada su presencia en el mundo.

Herr Proffessor —le dijo, señalando la vela ajada que colgaba desganada del mástil—. No creo que sea el mejor momento para ponerse a discutir los postulados de la Mecánica Cuántica. Creo que lo mejor será hacer que este velero navegue.

Ach so. Disculpe a este anciano, Fräulein. A veces olvido que hace muchos años que no asisto a un congreso Solvay.

—Me consta que las reuniones de los congresos Solvay no han vuelto a ser las mismas sin usted, Herr Proffessor. Y ahora, si me lo permite, me gustaría echar un vistazo a esa vela.

—Será un placer que ayude a este anciano, Fräulein. Desde luego.

Lo dijo e hizo una pequeña reverencia. La invitaba a subir a su barco como quien le abre la puerta de un salón en el que se está celebrando una fiesta.

Albert Einstein tuvo que sujetarse al mástil cuando ella pasó a su bote. Mientras tiraba de la vela Frida se lamentó de no haberlo empujado antes de que se sujetase o de no haber puesto más energías al saltar al barco de Einstein. Podía haberlo hecho trastabillar y caer al agua. Tal vez ni siquiera él se habría dado cuenta de sus intenciones. Se habría ahogado sin saber que ella había sido la que lo había empujado. Ahora que su mano sujetaba con firmeza el mástil no sería tan sencillo hacerlo caer. Tenía sesenta años y su salud era delicada, pero también una estatura considerable, y a la hora de la verdad Frida sabía que no era tan fácil vencer la fuerza de un hombre si no se lo pillaba desprevenido. Y sobre todo si quería matarlo sin dejar ninguna huella de violencia en su cuerpo. Aún tendría que distraerlo un poco para poder empujarlo limpiamente, sin que sufriera un solo rasguño.

—Veamos —le dijo—. El problema es que hoy apenas sopla una gota de viento.

Albert Einstein le dedicó una amplia sonrisa.

—Un día en el que sólo los buenos marinos deberían salir a navegar…

—Hoy es difícil navegar incluso para los expertos, Herr Proffessor. Para poner el barco en marcha deberíamos inclinarlo un poco, girar el timón a estribor al tiempo que tiramos del cabo que sujeta la vela. ¿Ve allí? —Frida señaló con el dedo un poco más allá, donde el mar se rizaba con suavidad—. Hay algunas bolsas de aire que harán que el barco avance.

Albert Einstein se acarició el bigote blanco mientras entornaba los ojos para comprobar lo que ella decía. Con la mano libre seguía agarrado al mástil. Frida estaba sentada en la popa, agarrando el palo del timón, esperando el momento oportuno para empujarlo.

—Vaya —dijo Einstein—. Hoy voy a llegar a casa a tiempo para almorzar.

Parecía un niño al que todavía le divertía hacer travesuras.

—Debería sentarse aquí —dijo Frida, inclinándose sobre la popa, hacia babor— y tirar de la vela al mismo tiempo que empuja el timón, para llegar hasta la bolsa de aire. Luego será cuestión de ir navegando en zigzag hasta el embarcadero. Puede venir detrás de mí si lo prefiere, Herr Proffessor.

Frida procuraba darle las instrucciones con delicadeza. Hasta donde lo conocía sabía que no era un hombre al que le gustase aceptar consejos de nadie, y estaba segura de que tampoco le gustaba que una jovencita le enseñase cómo podía hacer que su barco avanzase. Si se había dejado aconsejar por ella y la había dejado subir al Tinef para que lo ayudase era porque cuando Albert Einstein enfrentaba los ojos de una mujer no podía evitar sacar al seductor pertinaz que llevaba dentro.

Sin soltar la mano del mástil, Albert Einstein se agachó para acercarse hasta la popa. Hubiera sido ése el mejor momento para empujarlo o simplemente para hacer volcar la embarcación con un movimiento brusco, pero el científico no volvió a levantarse, sino que se sentó a su lado y agarró el cabo que ella le ofrecía para tirar de la vela.

Frida sujetaba su embarcación, abarloada junto a la de Einstein, mientras éste se acomodaba en la popa de la suya, al lado de ella. No podía perder más tiempo. Tenía que ser ahora o nunca. Estaban los dos solos en el mar, sin testigos. Sólo tenía que encontrar la forma de empujarlo sin hacerle daño, sin que su cadáver mostrase luego la menor señal de violencia, que hubiera parecido que el corazón le había fallado o que se había caído del barco. Ahora o nunca, volvió a pensar Frida. Ahora o nunca. Respiró hondo, para acompasar los latidos del corazón, para controlar los nervios o la emoción del momento. Aún no sabía cómo, lo decidiría en los próximos segundos, pero estaba a punto de acabar con la vida de Albert Einstein de la manera más simple que se le podía ocurrir. A Leo Szilard se le iba a caer el mundo encima. Estaba segura de que pensaría que la muerte de Albert Einstein no habría sido casual, y que intentaría alertar a las autoridades norteamericanas, pero Frida sabía que la policía tomaría sus sospechas como las suposiciones desquiciadas de un paranoico que busca notoriedad. Que se ahogue un hombre que no sabe nadar no tiene nada de extraordinario. Aunque se llame Albert Einstein.

Por suerte nadie creía todavía que fuera posible fabricar una bomba atómica más que en las novelas de ciencia ficción. Y Leo Szilard, que había demostrado ser el más lúcido y el más inteligente de todos los judíos exiliados en América, estaba a punto de perder a su interlocutor más valioso, la única persona que podría conseguir que quien tomase decisiones importantes les prestase atención.

Herr Proffessor —le dijo, levantándose—. Creo que debería volver a mi barco, antes de que nos alejemos demasiado de él.

Albert Einstein miró el bote de Frida, cuyo costado estaba pegado al del suyo, con la misma indiferencia o con la misma concentración con la que podría observar el cuaderno que estaba arrumbado en la cubierta, donde garrapateaba fórmulas compulsivamente, mirando las hojas por encima de las gafas suspendidas en la punta de la nariz.

Natürlich, Fräulein —dijo, al cabo, después de mirar la vela del Tinef, de nuevo, que volvía a hincharse gracias a una inesperada ráfaga de viento—. Será mejor que vuelva a su barco antes de que nos separemos demasiado.

Frida se había levantado despacio, fingiendo que le costaba trabajo hacerlo, y antes de ponerse de pie había dejado escapar un poco su embarcación para hacer patente que le resultaba difícil subir de nuevo y que ese esfuerzo fuera lo bastante ostensible como para que el científico se diera cuenta. Estiró una pierna y se agachó, como si le costara mucho llegar hasta su bote. No hizo falta más. Albert Einstein era un caballero muy bien educado como para no ayudarla.

Bitte, permítame que la ayude a subir —escuchó decir Frida a su espalda.

Tenía un pie en el bote de Einstein y otro en el suyo. Bastaba con apoyarse bien en su embarcación y hacer moverse la del científico, pero lo mejor sería empujarlo, hacerlo caer cuando él le prestase ayuda. Sintió los dedos de Albert Einstein que agarraban su brazo para que no se cayera al agua. A pesar de sus años y del estado de salud tan delicado que todos decían que padecía, la tenaza que la sujetaba era más propia de un hombre acostumbrado a trabajar con las manos que la de un premio Nobel que todos aseguraban que era un virtuoso violinista. Ahora sólo bastaba con tirar fuerte hacia ella, dejarlo caer y que el mar hiciera el resto. Una vez que estuviera en el agua podría ayudar impidiendo que la cabeza venerable del creador de la Teoría de la Relatividad pudiera salir a tomar aire. Sería cuestión de un minuto. Minuto y medio, como mucho. No más.

Lo miró Frida von Kleinsberg a los ojos antes de empujarlo. Lo miró por última vez. Quería decirle cuánto lo odiaba, cuánto sufrimiento le había causado, aunque él no lo supiera, hacerle saber quién era antes de que las aguas de la bahía de Peconic se lo tragasen para siempre. Pero no podía perder el tiempo. Lo primero era que cayese al agua de una forma limpia, sin romperle siquiera un botón de la camisa. Luego, mientras no lo dejaba respirar, tal vez se lo diría. Tomó aire Frida y afianzó el pie que tenía en su barco. Agarró el brazo de Einstein con la mano que le quedaba libre y éste no pareció reparar, todavía, en sus intenciones. Sólo tenía que tirar. Era el momento más importante de toda su vida y a partir de ahora nada sería igual para ella. Albert Einstein ya era historia y Frida von Kleinsberg era la única persona que lo sabía.

Apretaba ahora con fuerza el brazo delgado del premio Nobel cuando escuchó las voces. Él parecía no haberse enterado, y a ella le hubiera gustado estar equivocada. Aunque quiso pensar que se trataba de un espejismo no pudo evitar relajar la presión sobre el brazo de Einstein. Entornó los ojos, como si al hacerlo pudiera percibir mejor el griterío que le parecía haber escuchado.

Fue Einstein ahora el que giró la cara, y Frida pudo escuchar de nuevo las voces, esta vez con más nitidez, como si haber estado concentrada en matar a Albert Einstein hubiera significado que todos sus sentidos se abotargasen mientras llevaba a cabo la tarea.

—¡Profesor Einstein! —escuchó gritar Frida de nuevo—. ¡Profesor Einstein!

Albert Einstein se agarró al mástil y agitó una mano para saludar. Luego se volvió hacia Frida, que ya tenía los dos pies en su barco y miraba el lugar del que provenían los gritos. En la orilla, un grupo de niños coreaba su nombre. Era lo mismo que si se hubieran encontrado con una estrella de cine, como si los mismísimos Gary Cooper o Erroll Flynn estuvieran pasando las vacaciones de verano en Long Island. Nunca en toda la historia un científico había disfrutado de la fama de la que gozaba Albert Einstein, y eso hacía que acabar con su vida de una forma discreta resultase muy complicado.

—¡Profesor Einstein! —volvieron a gritar los niños. A Frida le dio la sensación de que esperaban en la orilla a que el viejo judío se acercase hasta donde estaban ellos para firmarles autógrafos.

Albert Einstein se volvió para mirarla. Sonreía, igual que un crío.

Die Kinder —dijo, como si le diera vergüenza que los chiquillos coreasen su nombre—. Los niños.

—Los niños, sí —concedió Frida, asintiendo, como si le diera su beneplácito para partir.

Los chavales hubieran sido unos testigos tan incómodos como cualquier otro, pero no era eso en lo que Frida von Kleinsberg pensaba ahora. Con la torpeza de un aficionado pero con la resolución del que no se arredra cuando surge la primera dificultad, Albert Einstein embocaba la proa de su pequeño velero hacia la orilla. No tuvo dudas Frida de que hubiera sido capaz él solo de sortear la calma chicha sin su ayuda, y que le había seguido la corriente mientras ella se había ofrecido a echarle una mano con la única intención de divertirse. Pero eso no era lo peor. Lo que más inquietaba a Frida mientras ponía la proa de su embarcación en la dirección contraria a aquella hacia la que había dirigido la suya el profesor Einstein, era no saber hasta qué punto había dejado entrever sus intenciones, si cuando lo había agarrado y había estado a punto de empujarlo a las aguas de la bahía había llegado a traspasar el límite que la delataba como la asesina del hombre que ahora avanzaba hacia la orilla, saludando con la mano al grupo de colegiales que seguían coreando su nombre como si fuera una estrella de Hollywood.