Capítulo XVIII

Antes de que llegase el momento oportuno para matarlo habría de encontrarse con Albert Einstein dos veces. La primera ocasión, el momento más difícil, fue justo después de haberlo visto navegando. Convenció a Altamira para que se acercasen hasta el pequeño embarcadero para saludarlo. Nadie que la hubiera visto andar resuelta para ver al genio se hubiera dado cuenta de que mientras pisaba la arena de la playa procuraba mentalizarse para el encuentro. Había imaginado tantas veces lo que haría cuando se encontrase cara a cara con Albert Einstein que no le parecía real lo que estaba a punto de ocurrir. Muchas veces, cuando imaginaba ese momento durante los últimos siete años, había pensado en escupirle a la cara, en agarrarlo por el cuello y estrangularlo, y antes de que se le escapase el último aliento contarle que era hija de Agniezska Waleska. Sin embargo, ahora estaba a punto de saludar a su padre fingiendo ser una joven física refugiada en Estados Unidos que acudía a rendir pleitesía al científico más famoso del mundo.

Albert Einstein no la recordaba, pero eso era algo con lo que Frida von Kleinsberg contaba. Mejor aún. Habían hablado alguna vez, le dijo, en Berlín, cuando ella era una joven estudiante, un par de frases durante alguna conversación en una cafetería junto a otros estudiantes que miraban extasiados a ese científico tan extravagante que parecía preferir charlar con los aprendices de científicos a las discusiones con sus colegas. No podía saberlo entonces, pero a finales de los años veinte Albert Einstein ya había tomado la senda que acabaría llevándolo a su retiro de Princeton. Ya habían tenido lugar algunas de las más famosas discusiones entre él y quienes abogaban por las nuevas teorías en las que la Mecánica Cuántica desempeñaba un papel principal. Durante un congreso Solvay había despreciado, airado, el azar, en una conversación con su colega y amigo, el físico danés Niels Bohr, y aquellas palabras se habían propagado a la velocidad de la luz entre los científicos, convirtiéndose en la comidilla del momento. Bohr se había alineado al lado de quienes postulaban por la Mecánica Cuántica, que eran la mayoría, y había tratado de convencer a Albert Einstein sobre el componente intrínseco del azar en el comportamiento de las partículas subatómicas. El padre de la Teoría de la Relatividad, airado, había contestado que era imposible que Dios jugase a los dados, y Bohr le había contestado que por muy Albert Einstein que fuera no iba a decirle a Dios lo que tenía que hacer.

Frida von Kleinsberg, que por convicción científica o tal vez por edad creía con firmeza en los postulados cuánticos, pensaba también en el azar, otra vez, cuando estrechaba la mano del profesor Albert Einstein y apretaba los dientes para reprimir el asco antes de contarle que habían coincidido alguna vez, años atrás, en la Universidad Humboldt.

Le hablaba Frida de Berlín, después de soltar su mano y aspirar una profunda bocanada de aire, mientras procuraba no pensar en Berna, en Cracovia, en Agniezska Waleska. Después de hacerlo se pasó la palma de la mano discretamente por la falda, sin dejar de mirar con atención no fingida el rostro de Albert Einstein. Lo imaginó en Berna, treinta años antes, dirigiéndose a hurtadillas a la pensión en la que su madre esperaba los días para dar a luz. Lo imaginaba apretando las manos de Agniezska entre las suyas, besándola tal vez, prometiéndole cosas que sabía que no cumpliría. Lo pensaba y no podía evitar que le vinieran arcadas. Tragó saliva, volvió a respirar hondo. Sonrió, procurando que Altamira y Einstein no se dieran cuenta de su malestar.

El sabio entornó los ojos, concentrándose en el rostro de Frida, buscando en su frágil memoria un hueco donde ubicarla. Por un momento Frida pensó que la mente de Albert Einstein estuviera realizando un recorrido más largo en el tiempo y quizá también en el espacio. Treinta años antes. Berna. Una estudiante polaca que se parecía mucho a ella.

—Lo siento, Fräulein —le dijo, sin embargo, y Frida estuvo segura de que no mentía—. Pero no la recuerdo. Tendrá que disculpar la débil memoria de este viejo físico.

Terminó la frase haciendo una pequeña reverencia. Frida von Kleinsberg no disimuló una sonrisa. El viejo profesor seguía siendo el mismo seductor irremediable que había sido siempre. Según los archivos que había sobre él en las oficinas de la Abwehr —y estaba segura de que en los archivos que el FBI tenía de él encontraría datos parecidos, ya que por lo visto la policía federal estadounidense lo tenía también en el punto de mira porque sospechaba de sus veleidades comunistas—, Albert Einstein era un mujeriego compulsivo. Sin mencionar a su madre, hasta donde Frida sabía había disfrutado de los placeres de al menos media docena de amantes, no sólo cuando estaba casado con Mileva Maric, sino también durante su matrimonio con su prima Elsa —que también había sido su amante mientras aún duraba su primer matrimonio con aquella serbia tullida cinco años mayor que él. Ya estaba casado con ella cuando tuvo la aventura con Agniezska Waleska—, y después de haber enviudado, tres años hacía ya. Sabía que había mantenido relaciones con Ethel Michanowski, una amiga de Margot, su hijastra, quince años menor que él, a principios de los años treinta. Pero quizá la amante de Albert Einstein que más curiosidad despertaba en Frida era Margarita Konenkova, una rusa que vivía en Estados Unidos —casada, además— y que la Abwehr sospechaba que trabajaba para el NKVD. No era de extrañar, pues, que el FBI vigilase de cerca los movimientos de Albert Einstein si se relacionaba a escondidas con una espía soviética.

Para cualquiera que no supiera sus orígenes, tratar de seducir al profesor Albert Einstein no era, pues, una posibilidad remota, sino un acto coherente e inteligente para llevar a cabo su propósito, para poder estar cerca de él e impedir que pusiese su nombre en contra del proyecto atómico alemán, para intervenir cuando fuera oportuno y que nadie pudiera pensar que había sucedido otra cosa salvo un accidente. Pero se decía que no tenía tiempo para engatusar a Albert Einstein, y mucho menos con Alfonso Altamira como testigo. Ya lo había abandonado por Stanislaw Zukrowski, y ahora que la había acogido en su casa de nuevo destaparía sus cartas si se mostrase atraída por el viejo judío. Pensaba Frida que sería descubierta si jugaba sus cartas de esa manera, y ahora que por fin había llegado a la última parte de la misión era cuando más cuidado debería tener. Pero lo cierto era que nada de eso podía suceder, de ninguna manera: miraba Frida el fondo de los ojos negros del profesor Einstein cuando pensaba en ello, y en lo más hondo de sí misma, en un rincón oscuro de su alma donde nadie había logrado entrar nunca, y donde ella sabía que jamás dejaría entrar a nadie, albergaba un sentimiento de odio tan inmenso hacia aquel sabio con aspecto de anciano apacible que hacía imposible que pudiera plegarse a tener una aventura con él, aunque de ello dependiese el futuro del Tercer Reich. A pesar de su fe inquebrantable en el Führer y en los valores que el barón le había inculcado desde pequeña o de su amor por Alemania, había cosas que no estaba dispuesta a hacer. Jamás actuaría contra natura. Estaba ese odio tan intenso que guardaba en el pecho, un cofre que no quería abrir para que los sentimientos —el asco, la ira— no le estorbasen en su misión, pero sabía que levantaría la tapa cuando llegase el momento oportuno, el instante para el que se había preparado durante tanto tiempo casi sin saberlo. Destaparía el cofre y los dejaría escapar, al odio, al asco y a la ira, porque la ayudarían a acabar con la vida del hombre de la melena blanca descuidada que ahora, en el embarcadero, tan ajeno a lo que pronto le sucedería, les mostraba su velero con el mismo orgullo de un niño que les pide a sus padres que lo acompañen para enseñarles los juguetes que ha encontrado bajo las ramas del árbol de Navidad.

Y el hombre al que sólo le quedaban unos pocos días de vida y todavía no lo sabía estaba delante de una pequeña embarcación de no más de cinco metros de eslora, la misma en la que había llegado hasta allí, dando bandazos. La señaló con la mano que sostenía la pipa, sin soltarla, y luego dio una larga calada.

—Aquí tenéis —dijo—. Ésta es mi mayor distracción.

Los dos, Altamira y ella, asintieron. Sabían, como todos quienes conocían o les habían contado algo de Albert Einstein, que una de las grandes pasiones del premio Nobel, aparte de la Física, tocar el violín o las mujeres, eran los barcos de vela en los que poder perderse durante horas para sestear tranquilamente o concentrarse en los complejos cálculos que realizaba en el cuaderno que siempre llevaba con él.

—Frida Klein es también una experta navegante —dijo Altamira.

Albert Einstein la miró a ella, después de mirar primero a Alfonso Altamira, como si no comprendiese del todo, como si al decir que ella era también una experta navegante lo que en realidad quería era subrayar sus escasas dotes de marinero.

—Qué interesante. Tal vez podríamos navegar juntos un día.

De nuevo se le había pasado a Frida por la cabeza el pensamiento de seducir al profesor Einstein, aunque sólo fuera flirtear, pero apartó aquella idea de su cabeza de una manera tan brusca como si le hubiera dado un manotazo. Miró la bahía de Peconic, lo bastante grande como para poder llevar a cabo su plan, y en sus labios estuvo a punto de dibujarse una sonrisa al vislumbrar las posibilidades que aquellas aguas tranquilas le ofrecían para terminar con éxito la misión.

Tragó saliva y miró al viejo judío, aquel que apenas dos décadas atrás había sido considerado por muchos el hombre más inteligente del mundo.

—Me encantaría navegar con usted un día, Herr Proffessor.

Albert Einstein sonrió e inclinó la cabeza para mostrar cuánto le agradaba su respuesta.

Pero el cerebro de Frida von Kleinsberg trabajaba a toda velocidad. Podría navegar una mañana con Albert Einstein, y a pesar de los sentimientos encontrados que le provocaba ese hombre cuya mirada aguda enfrentaba ahora, en el fondo reconocía que podría pasar un rato interesante hablando con él de Física. Cuando era una estudiante ingenua hubiera dado cualquier cosa por pasar una mañana entera a solas con el profesor Einstein, aunque se tratase de un judío. Aunque su corazón ya albergaba entonces las dosis necesarias de rencor antiguo e irracional hacia los de su raza, todavía no se había incendiado con la pasión que las ideas del Führer habían logrado transmitir a sus compatriotas. No tardaría mucho en odiar a los judíos tanto como muchos alemanes, pero entonces, cuando aún no había empezado a colaborar para la Abwehr, antes de encontrarse a sí misma —y para Frida encontrarse a sí misma tenía más de literal de lo que le gustaría—, todavía pesaba más en ella la pasión por la Física que la fascinación por la política o el sentimiento patriótico de amor inquebrantable a su país. Y ahora, a pesar de que ya no era la joven ingenua de entonces, pensaba que incluso un rato de charla científica con Albert Einstein podría ser fascinante, desde luego: conocer de primera mano los argumentos que le enfrentaban a la Mecánica Cuántica, preguntarle en qué estado se hallaban las investigaciones en las que trabajaba para desentrañar el orden del universo, si de verdad creía que sería capaz de encontrar una fórmula sencilla, la ecuación más hermosa de la historia de la ciencia que conciliaría para siempre lo infinitamente grande con lo infinitamente pequeño. Pero la única realidad era que Frida von Kleinsberg no había viajado a Estados Unidos en calidad de científica. Aquélla sólo había sido su coartada. Había venido para cumplir una misión muy importante para la guerra que se avecinaba. La partida había comenzado despacio, moviendo primero los peones, buscando la manera de llegar hasta la pieza más importante con sigilo, accediendo casi sin darse cuenta a las más valiosas. Ahora había descubierto al rey y tan sólo le restaban dos o tres movimientos para tenerlo arrinconado y que ya no pudiera abandonar la cuadrícula del tablero donde le daría jaque mate. Pero había de actuar con mucho sigilo, tenía que usar al máximo su inteligencia y sus conocimientos, aprovechar todo lo que había aprendido durante los años que había dedicado a trabajar para el servicio secreto de su país.

El rey le ofrecía ahora su flanco descubierto, pero si atacaba directamente, aunque ganase la partida, tenía muchas posibilidades de no salir airosa, lo cual, en cierto modo, sería lo mismo que haberla perdido. Sin embargo, si era capaz de hacerlo bien, estaba convencida de que regresaría a Alemania como una heroína, que el mismísimo almirante Canaris la condecoraría, tal vez el propio Führer le impondría la Cruz de Hierro. Ya movería los hilos necesarios para que Adolf Hitler, personalmente, se enterase de que el éxito de la misión se debía exclusivamente a ella, a su arrojo y a su decisión cuando estaba segura de que sus jefes dudaban que pudiera sacarla adelante y le iban a ordenar volver a Alemania a través de Spencer Baumbach. Ahora que había tomado por su cuenta la decisión de asesinar a Albert Einstein no podía regresar sin un éxito incontestable. Y acabar con la vida del genio sería un logro que estaba segura de que oscurecería cualquier detalle anterior que pudiera referirse a su indisciplina. Aunque su insubordinación también era algo muy discutible. Ella era una agente que sabía resolver los problemas sobre la marcha, sin que la burocracia ni el procedimiento reglamentario pudieran impedir el éxito de su misión.

Navegar con el profesor Albert Einstein sería algo extraordinario, desde luego, y tal vez lo hiciera, pero no podría salir en el barco con él, aprovechar que se habían quedado los dos solos para hundir su cabeza en las aguas de la bahía de Peconic hasta que ya no pudiera respirar y los pulmones se le encharcasen y volver navegando ella sola en la embarcación del judío más famoso del mundo para contar que habían tenido un accidente y se había ahogado. Si lo hiciera así, estaba segura de que habría una investigación, y tendría que responder a muchas preguntas, que tal vez la detuvieran y que su condición de agente de la Abwehr fuera finalmente descubierta. Pero cada vez que miraba el mar no se le ocurría nada mejor para acabar con la vida de Albert Einstein que tirarlo por la borda cuando nadie lo viera, que no pudiera coger el salvavidas, que nadie viniese a buscarlo y que terminase ahogándose. Tenía que ingeniárselas de alguna manera, y lo primero que se le ocurría era que ella también necesitaría una embarcación.

—Aunque sé que usted es muy aficionado a navegar, y no quisiera importunarle —añadió—. Lo mejor sería que yo pudiera disponer de mi propia embarcación.

—Le aseguro que no será ninguna molestia que una joven tan hermosa como usted me acompañase todo el tiempo que quisiera, Fräulein.

Frida miró a Altamira y no tuvo que detenerse mucho tiempo para darse cuenta de que se sentía incómodo. El mismísimo Albert Einstein estaba flirteando con la mujer que amaba, y ningún hombre permitiría que una mujer se la pegara con otro delante de sus narices, por segunda vez, en tan corto espacio de tiempo, ni aunque se tratase del físico más celebre del mundo. A Albert Einstein, sin embargo, no parecía preocuparle que a Alfonso Altamira le gustase o no que tratase de invitarla a pasear en barco con él. Tal vez no se había dado cuenta, y si se había dado cuenta no le importaba, de que entre Alfonso Altamira y ella podría haber una relación que fuese más allá de la simple amistad.

—Tal vez a nuestro amigo Alfonso le gustaría navegar también —dijo ella, para salir del paso, sabedora de que Altamira no diría que sí—. Aunque dice que es de secano, aún no me resigno a que no se atreva a navegar un día conmigo. Llevo años intentándolo, desde que nos conocimos, cuando estuve en Madrid.

Albert Einstein se volvió para mirar a Alfonso Altamira y asentir con la cabeza, como si de pronto comprendiera que entre los dos existía una corriente especial en la que él no debía interferir.

Ach so. —Llevaba mucho tiempo viviendo en Estados Unidos, pero el profesor Einstein no había logrado desprenderse del fuerte acento alemán que le afectaba a pesar de su más que profundo conocimiento del inglés, ni de ciertas expresiones naturales que acudían a sus labios en su idioma materno sin poder o sin querer dominarlas. Volvió a asentir levemente con la cabeza, sin perder la sonrisa, como si flirtear con ella no hubiera sido más que un juego inocente que sabía que no le llevaría a ningún sitio. Era como si un hombre de su inteligencia tuviera que distraerse con pequeños juegos que estuviesen tan por debajo de su capacidad intelectual.

—En ese caso puedo prestarles mi bote si no les parece mal.

También podría haber ofrecido su embarcación para navegar los tres, pero al ofrecérsela a ellos dos era su forma de retirarse con elegancia. Y el Tinef —así se llamaba—, además, era demasiado pequeño para tres personas.

—Es usted muy amable, profesor Einstein —repuso Frida—. Pero nada nos disgustaría más que perturbar sus vacaciones. Seguro que podremos alquilar una embarcación.

Albert Einstein miró el otro barco que estaba atracado en el pequeño muelle.

—No me cabe duda de que sí. Pero si yo lo pido estoy seguro de que se lo dejarían gratis.

No supo Frida con certeza si estaba hablando en serio, aunque concluyó que probablemente sí. Quién no estaría encantado de prestar su embarcación si el científico más famoso del mundo, ese de cuya amistad reyes y gobernantes presumían, se lo pedía. Ya se había dado la vuelta Albert Einstein y caminaba hacia su casa.

—Espero que volvamos a vernos —dijo ella, porque no se le ocurrió nada mejor que decir.

Albert Einstein se volvió a medias, sólo un poco, sin llegar a girarse del todo. Miró a Altamira un momento, y luego la miró a ella. Su semblante era ahora más serio, como si al darse la vuelta para emprender el camino a casa hubiera recuperado su rictus habitual, como si hubiera estado fingiendo amabilidad y relajación cuando en realidad estaba tan preocupado que ni siquiera tenía ganas de hablar con nadie.

—No dude que así será, Fräulein. Estoy deseando que me cuente muchas cosas de Alemania.

Pero todavía tendría que verlo otra vez antes de intentar asesinarlo. Al día siguiente Altamira se había ido a pasear con Newton y desde el porche de la casa Frida había visto el barco de Albert Einstein embarrancado en la orilla, cerca del embarcadero. No era imposible que no hubiera podido gobernar el Tinef y se hubiera quedado en la arena en lugar de dirigirlo al embarcadero. Sin embargo, en lugar de preocuparse, se había sentado en la borda del barco y miraba el mar, con los pies descalzos sobre la arena. Cinco minutos más tarde Frida se había sentado a su lado y un momento después ya estaban hablando de Alemania.

Albert Einstein dejó escapar el aire despacio, como en un largo suspiro provocado por el cansancio o por la tristeza, cuando Frida von Kleinsberg le contó lo que le había ocurrido al profesor Steiner.

—No volví a saber nada de él. Me marché de Alemania tres días después de que desapareciera.

—Hiciste bien en huir.

—A veces tengo dudas. En ocasiones pienso que ahora sería más útil en Alemania que aquí, exiliada en un país extranjero, sin poder saber de verdad lo que está pasando allí.

Albert Einstein le cogió las manos y las cobijó dentro de las suyas. Frida sintió que eran unas manos demasiado grandes para un violinista consumado o un científico que se ha pasado toda la vida garabateando fórmulas en cuadernos, escribiendo con una tiza en las pizarras de las universidades que lo invitaban a dar conferencias.

—Piensa que si te hubieras quedado en Alemania podría haberte pasado lo mismo que a Steiner.

Frida asintió levemente, con la cabeza, sin dejar de mirar el mar, como si de verdad lo lamentase.

—Entonces ya no serías útil de ninguna manera —matizó Einstein.

Frida Klein permaneció un rato en silencio, o tal vez era Frida von Kleinsberg la que callaba, la misma que admiraba y odiaba al mismo tiempo, y tal vez con la misma intensidad, al hombre junto al que estaba sentada y protegía sus manos finas de mujer con las suyas, tan ásperas, tan varoniles. Frida von Kleinsberg deseaba acabar con su vida, y si no lo hacía en ese mismo momento era porque sabía que no podría tener escapatoria y que, además, tal vez conseguiría el efecto contrario que había buscado al asumir la última parte de la misión por su cuenta y riesgo. El profesor Einstein asesinado podría ser un acicate para aquellos que necesitaban una excusa para convencer a los norteamericanos que eran partidarios de no intervenir en los asuntos de Europa en lugar de meter la nariz donde no les convenía, contrarrestar incluso el programa de desarrollo de la bomba atómica alemana con otro programa similar en Estados Unidos. Sin embargo, no era descabellado pensar en una muerte accidental, y esto no era tan difícil, pues quienes conocían a Albert Einstein sabían de sus desastrosas habilidades como navegante, su precario estado de salud, que le había dado más de un serio aviso, y que no sabía nadar, por supuesto.

Fuera como fuese, la misión estaba llegando a su fin, y tal vez ella era la primera interesada en que acabase. Cada vez le costaba más diferenciar a una Frida de otra, cada vez era más difícil saber cuál de las dos era la que dirigía sus actos, Frida Klein o Frida von Kleinsberg, la científica o la espía.

—Puede que sea así —dijo, por fin—. Tal vez marcharme de allí haya sido lo mejor.

Albert Einstein la miró a los ojos después de que ella dejase de mirar el mar para mirarlo a él. Apretó sus manos un poco más mientras lo hacía.

—Que no te quepa duda, Liebchen. Que no te quepa duda de ello. Desde este país pueden hacerse muchas cosas, y todas ellas buenas. Y Hitler no durará siempre. —Hizo una pausa después de decirlo, miró el mar. A Frida le pareció que era la primera vez que Albert Einstein dudaba de sus propias palabras—. Nada dura para siempre. Ni siquiera la luz de las estrellas.

Frida sonrió.

—Ni siquiera la luz de las estrellas —dijo, como si fuera el eco de Einstein—. Qué bonito.

—La verdad y las ecuaciones más importantes son siempre hermosas. ¿Sabes por qué?

Frida sacudió la cabeza. Intuía la respuesta, pero estaba segura de que Albert Einstein prefería decírsela. Y el caso es que ella, una de ellas, Jekyll o Hyde, Klein o Von Kleinsberg, también.

—Porque son simples. Tan fácil como eso.

—E igual a emecé al cuadrado.

Albert Einstein encogió los hombros. Sonrió, malicioso, como si no tuviera nada que ver con aquella fórmula que se había hecho tan famosa y lo había hecho tan famoso a él.

—Eso dicen, que ésa es una fórmula muy hermosa.

Le había soltado las manos y había estirado la espalda. A Frida le pareció que la fórmula que había descubierto al desarrollar la Teoría Especial de la Relatividad se le había cruzado por delante de los ojos, como una nube negra.

—Espero que nunca pueda llegar a tener aplicación práctica.

Frida sacudió la cabeza.

—Sería una pena que no pudiera usarse nunca.

Einstein también movió la cabeza.

—Pero ojalá que fuera sólo para uso civil. Para el bien de las personas.

—Eso sería lo mejor, pero corren malos tiempos.

Albert Einstein asintió, dándole la razón.

—Los peores para pensar que no habrá alguien que encuentre una aplicación práctica a la relación entre la masa y la energía.

Frida decidió jugársela. Ir un poco más allá. Al cabo, eran dos físicos que sabían cómo estaban las cosas en Alemania y no tenían nada que esconder.

—No creo que los nazis puedan fabricar una bomba atómica hasta dentro de cinco o seis años.

Einstein suspiró, descreído. Tenía los ojos clavados en la bahía, más allá de donde alcanzaba la vista.

—Al menos eso es lo que parece que piensa el profesor Heisenberg —matizó Frida—. Que no cree que los alemanes puedan tener lista una bomba atómica antes de ese tiempo. Y si hay guerra en Europa, que Dios quiera que no, para cuando esté lista la bomba atómica, si es que alguna vez llega a estarlo, ya habrá terminado.

Albert Einstein se levantó. Guardó las manos en los bolsillos y miró a Frida después de estar unos segundos de pie, inmóvil, observando el suelo con la misma intensidad con la que un instante antes había estado contemplando el mar.

—Yo también fui joven, Liebchen Frida, y también fui un científico idealista. De hecho, mucha gente cree que lo sigo siendo, un idealista, aunque ya sea viejo. Pero no puedo permitirme el lujo de ser tan ingenuo para pensar que los nazis no fabricarán una bomba atómica antes de que termine la guerra que va a empezar, más pronto que tarde, que no te quepa duda de eso. En Alemania quedan muchos científicos con gran talento. Muchos se han marchado, como yo, como Lise Meitner, como tú misma, pero otros se han quedado allí. Mira Heisenberg: es un hombre muy capaz. A pesar de ser el buque insignia de la Mecánica Cuántica —al mencionar este asunto Einstein no pudo reprimir una sonrisa a medias, y Frida tampoco—, es un joven de extraordinario talento, y ha decidido permanecer en Alemania aun con los nazis. Hitler conseguirá fabricar una bomba atómica. Yo no tengo ninguna duda al respecto. Por desgracia.

Frida se levantó también. Parecía tan consternada que su amiga Leni Riefenstahl le habría propuesto darle un papel protagonista en su próxima película. Seguro.

—¿Y qué podemos hacer?

Einstein encogió los hombros y caminó un par de pasos en dirección al mar.

—Confiar, supongo —respondió, cuando se detuvo. Luego se volvió hacia Frida y añadió—: Y rezar.

Lo dijo y empujó el Tinef al agua. Se excusó diciendo que se había hecho tarde, la hora de la cena ya, y que Maja estaría preocupada. Cuando regreso a veces están las tres esperándome, Helen, Margot y ella, como las abuelas que se impacientan porque su nieto todavía no ha vuelto de jugar en la calle. Ya ves, a mis años. Todo un premio Nobel y ni tu hijastra ni tu hermana ni tu secretaria respiran tranquilas hasta que ven la vela de tu barquito aparecer en el horizonte.

—Mañana vuelven las tres dos días a Princeton —añadió el viejo sabio, guiñándole un ojo—. Todavía no puedo creer que se atrevan a dejarme tanto tiempo solo.

Frida sonrió, como si compartiese el carácter indómito de Albert Einstein. Pero antes de que tuviera tiempo de calibrar las posibilidades que el viaje de las tres mujeres que compartían la vida con el sabio le ofrecía, éste ya había cambiado de tema.

—Los Trefmann van a estar fuera toda la semana. Son los que viven en la casa que está al otro lado del embarcadero, la que tiene las paredes de tablones azules y la puerta y las ventanas blancas.

Frida frunció el ceño. No entendía muy bien a qué venía contarle, justo en el momento en que se marchaba a cenar, que sus vecinos iban a estar fuera una semana.

—Son los dueños del otro bote que está atracado junto al Tinef. No es muy grande. Apenas tres metros. Pero es rápido y divertido de manejar. Me han dicho que puedes usarlo si te apetece. Espero que nos veamos por la bahía. Buen viento —se despidió, vuelto a medias, antes de subir al bote.

Frida había forzado una sonrisa mientras lo escuchaba, pero en realidad no hacía otra cosa que pensar cuánto tiempo le quedaba para poder intervenir. No había duda de que Albert Einstein estaba inquieto. Y cualquier cosa que fuera a hacer respecto al proyecto atómico de Alemania lo tenía muy preocupado. Frida no sabía exactamente cuál sería el papel de Einstein en el asunto, pero estaba segura de que, si Leo Szilard y Eugene Wigner se habían tomado la molestia de venir desde Nueva York hasta Long Island para visitar a Albert Einstein, aquélla no había sido, desde luego, una visita de cortesía. Estaba segura de que, conociendo a Szilard, que era un luchador incansable, la visita tenía mucho que ver con el proyecto atómico del Tercer Reich. Y si el incombustible científico húngaro había acudido a ver a Albert Einstein después de haber pulsado todas las teclas que había podido, no había sido para otra cosa que para pedirle ayuda. Y pedir ayuda a Albert Einstein significaba apuntar a lo más alto.

La voz de Albert Einstein era una voz que podría ser escuchada por gente muy importante, el tipo de gente capaz de tomar una decisión que podría poner en peligro los planes de Alemania. A él le abrirían las puertas que a Leo Szilard se le venían cerrando desde hacía cinco años. El viejo sabio se había convertido en el paradigma de los judíos exiliados, y a pesar de que sus aportaciones a la ciencia habían dejado de ser importantes dos décadas atrás, era, paradójicamente, el judío que más daño podía hacer a los planes del Tercer Reich. Pero Frida von Kleinsberg no había viajado a Estados Unidos en vano.

A esa hora de la tarde, cuando no faltaba mucho para ponerse el sol, la bahía de Peconic le parecía tan hermosa y tan tranquila como el bosque de hayas que circundaba la casa de su familia en Wannsee. Hacía pocos meses que había salido del país pero a veces se le antojaba que hubiesen transcurrido diez años. No tardaría en regresar, estaba segura. Volvería a casa con la misión cumplida. Aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Permaneció unos instantes mirando la bahía. Se preguntó si seguiría estando igual de tranquila después de que ella hubiese agarrado la famosa cabellera de Albert Einstein y hubiera empujado su cabeza dentro del agua hasta que dejase de respirar, cuando nadie la viese. Luego regresaría a la casa, junto a Alfonso Altamira, como si nada hubiese pasado. Cuando lo echaran en falta, su hermana, su hijastra o su secretaria llamarían a la policía para informar de que el sabio no había regresado después de haber salido a navegar. Para entonces con suerte ya habría oscurecido y tal vez postergarían la búsqueda hasta el amanecer. Los agentes asentirían, fingiendo preocupación, aunque estarían convencidos de que lo más probable era que algo malo le hubiera sucedido al vecino más ilustre de Nassau Point. Intentarían calmar a Maja, su hermana; a Margot, la hija de Elsa, su segunda esposa; a Helen Dukas, la secretaria que llevaba más de veinte años cuidando de los asuntos del genio. Frida von Kleinsberg lo sabía todo sobre ellas, igual que lo sabía casi todo sobre Albert Einstein.

Quizá encontrarían el barco de Albert Einstein arrumbado en alguna orilla de la bahía de Peconic, vacío, como una premonición terrible. El cuerpo no aparecería todavía. El cadáver de un ahogado no suele salir a flote hasta unos días después de que se lo hayan tragado las aguas, pero nadie dudaría ya de que al sabio le ha sucedido lo peor. Para entonces la noticia ya sería imposible de parar. Los periódicos de la tarde contarían que Albert Einstein había desaparecido en las aguas de la bahía de Peconic durante sus vacaciones, y aunque ninguno se atrevería a hablar de su muerte todavía muchos de ellos ya habrían dado instrucciones a algunos reporteros para que se desplazasen hasta Nassau Point y estuvieran preparados para ser los primeros en dar la noticia cuando apareciese el cadáver. Y esa foto daría la vuelta al mundo. El profesor Albert Einstein, el hombre que acababa de ofrecerle el barco de sus vecinos —la familia Trefmann, le había dicho: no le extrañaba que también fuesen judíos: estaban siempre por todas partes—, en la portada de todos los diarios del mundo. Tal vez la imagen congelada de su cuerpo hinchado y deformado, quizá con el rostro descarnado por los peces hambrientos que no distinguen la carne de los genios de la del resto de los mortales; o una fotografía antigua de su famosa cara, en primer plano, mirando a la cámara, los ojos oscuros y el pelo blanco desordenado, como si le costase entender cuál era su lugar en el mundo.

Luego ella se iría. No inmediatamente, pero lo haría. Si desaparecía enseguida, era muy posible que Alfonso Altamira o cualquier fanático obsesionado con el profesor Albert Einstein relacionase su marcha con la muerte del genio. Esperaría hasta que Alfonso Altamira volviese a Brooklyn, y una vez en Nueva York le anunciaría que se iba a trasladar a otro lugar —tal vez a otra ciudad norteamericana, o incluso podría ser en Europa: si era así le diría que no había conseguido adaptarse a la vida americana, que echaba de menos la cultura, los museos y los cafés europeos—, que esperaba que la perdonase por ello. Altamira asumiría la noticia con presencia de ánimo, como el caballero que era, y no le pondría ningún impedimento para marcharse. Se resignaría y le diría adiós y le desearía toda la suerte del mundo. El sufrimiento que hubiera podido causarle a Alfonso Altamira era un daño muy pequeño teniendo en cuenta todas las cosas que habían sucedido. Regresaría a Europa, tal vez a Inglaterra, y una vez allí, si aún no había comenzado la guerra, no le sería difícil entrar en Alemania. Y nada de lo que le pudiese deparar la vida a partir de entonces le parecía menos que extraordinario, porque estaba a punto de culminar con éxito una de las misiones más importantes que la Abwehr jamás le había encargado a un agente.

Cerró los ojos y aspiró el olor del mar antes de encaminarse a la casa donde la esperaba Alfonso Altamira. Antes de que pudiera verlo ya escuchaba los ladridos de Newton, que le daba la bienvenida.