Capítulo XVII

Cuando la vio llegar su cara se le antojó la de una niña mala que ha cometido una travesura y regresa a casa con una sonrisa con la que procura engatusar a su padre esperando que no la castigue.

Alfonso Altamira estaba sentado en el porche de la casa de verano de Arturo Ramírez de Ayala, medio dormido en una butaca. Fue Newton el que alzó una oreja y levantó la cabeza del entarimado donde sesteaba tranquilamente cuando percibió la presencia de alguien conocido. Movió el rabo el perro, se levantó y estiró las patas para desperezarse antes de ladrar alegremente y despertar a su dueño. Cuando Altamira cruzó la valla para abrir la puerta se encontró con el mismo cuadro que tres meses antes, al escrutar el descansillo a través de la mirilla de su apartamento de Brooklyn, sólo que ahora, a pesar de traer también una maleta en la mano, el aspecto de Frida Klein era mucho más saludable que el que presentaba aquella noche, después de haber cumplimentado en la isla de Ellis los trámites de ingreso en Estados Unidos. Su pelo había vuelto a ser ondulado —ya había recuperado los rizos a medida que fueron pasando los días desde que se instaló en su apartamento—, se había teñido de rubia y su piel presentaba un color dorado, más acorde con el verano que con los últimos meses de invierno que había pasado huyendo de Alemania o a bordo de un barco que atravesó el Atlántico.

El rostro de la mujer era ahora una sonrisa abierta, mirándolo a los ojos, buscando alguna complicidad en los suyos, como si fuera posible que la perdonara por haberlo abandonado, tratando de calibrar hasta qué punto estaría enfadado, él, que, mirando el asunto con objetividad, no tenía nada que reprocharle porque en realidad no había pasado nada entre ellos, nunca, ni en Madrid, cuando su mujer agonizaba y se sentía culpable por estar enamorado de ella, ni un mes y medio antes, en Brooklyn, cuando era él quien había insistido en que se quedara a vivir en su apartamento hasta que encontrase un trabajo con el que poder pagarse un alquiler.

Altamira asintió, sin poder evitar una sonrisa. Se alegraba de verla, claro. Ya era demasiado mayor para disimular o para mostrarse ofuscado cuando en realidad estaba contento. Le habría gustado que ella no se hubiera marchado nunca, que no se hubiera ido a vivir a la casa de un hombre más joven, más apuesto y con más futuro que él, que hacía mucho tiempo ya que tenía más pasado que futuro, pero verla aparecer de nuevo en la puerta de su casa era como si la vida le diera una nueva oportunidad, como si le regalase una tregua, un tiempo extra que no le correspondía. Ya era demasiado mayor para enfadarse o para dejarse llevar por ese sentimiento tan estúpido que era el orgullo. Altamira se hizo a un lado para dejarla entrar, y al cruzar Frida el umbral, no pudo evitar pasarle un brazo por encima del hombro, apretarla contra su cuerpo y sentirse el hombre más feliz del mundo cuando dejó la maleta en el suelo y se abrazó a él, pegando la mejilla a la suya, rozando su piel suave con la barba canosa que en ese momento recordó que había vuelto a llevar descuidada. Le hubiera gustado besar sus labios, pero todavía no se atrevía, y quería que ese abrazo durase para siempre. Cuando se separó de él Frida se lo quedó mirando un momento, a los ojos, muy cerca y muy fijo, sin decir nada, pero Altamira sabía o quería imaginar que aquélla era su forma de pedirle perdón, por haberlo abandonado, otra vez, como en Madrid, por haberse marchado aunque esta vez se hubiera despedido.

—¿Cómo me has encontrado?

Frida sonrió.

—No creas que ha sido difícil. La casa de Arturo Ramírez de Ayala en Nassau Point. Me habías hablado muchas veces de ella. No estabas en tu apartamento de Brooklyn, así que imaginé que al final habías decidido pasar tus vacaciones aquí.

—Supongo que es fácil anticiparse a mis movimientos. No hago demasiada vida social.

Frida le regaló una mueca burlona.

—Podría decirse que eres bastante predecible.

—Qué le vamos a hacer. Ya soy demasiado mayor para cambiar.

Frida bajó los ojos, como si tuviera que pensarlo un poco antes de decir algo importante.

—A mí me gustas así, como eres.

Altamira abrió la boca, pero tardó unos segundos en poder decir algo. Cuando consiguió decir algo Frida ya había vuelto a coger la maleta y había entrado en la casa. Newton la seguía, moviendo la cola y ladrando, festejando su llegada.

Era como si al final las cosas fueran ajustándose, poco a poco, como si la vida adquiriese sentido de repente, como si el único final posible fuera que Frida y él estuviesen juntos, ojalá que para siempre. Pero aunque estaba contento y ya era demasiado viejo para caer en las redes del orgullo tampoco quería pecar de ingenuo, al menos mientras le quedase la lucidez necesaria para evitarlo. La siguió hasta el interior de la vivienda y la condujo a la habitación que él no había ocupado.

—Como puedes ver, aquí tenemos mucho más espacio que en mi apartamento.

—Sabes que yo me apaño con cualquier cosa.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo?

Frida estaba de espaldas. Había dejado la maleta sobre la cama y se había inclinado para abrirla cuando Altamira se lo preguntó. Cerró los ojos un instante, suspiró, como si le costase mucho enfrentar la situación o como si le avergonzara haber vuelto a buscarlo después de haberse marchado. Aquélla era una cuestión de la que la parte más amable que llevaba guardada dentro se sentiría más cómoda hablando que la espía que se había propuesto cumplir con su misión a costa de lo que fuese.

Se volvió. Le temblaba la voz. Las lágrimas estaban a punto de brotarle de los ojos, un arrepentimiento espontáneo que Frida Klein no podía evitar.

—El tiempo que tú me dejes, Alfonso.

—Sabes que puedes quedarte cuanto quieras. Siempre que quieras.

Frida lo miró. Sonrió, de nuevo.

—Eres una buena persona.

Se encogió de hombros Altamira. Suspiró despacio, dejando escapar el aire por la nariz.

—Lo que soy es muy viejo.

—Los hombres viejos son quienes mejor pueden entender a las mujeres.

Altamira bajó los ojos, pensativo. Después de la última frase Frida le había dado la espalda de nuevo. Se había vuelto para seguir deshaciendo la maleta como si no fuera importante lo que había dicho. Ya iban dos veces en unos minutos. Me gustas así, como eres, la había escuchado decir antes, cuando llegó. Me gustas así, como eres. Y ahora esta última sentencia: los hombres viejos son quienes mejor pueden entender a las mujeres. Demasiados halagos para ser verdad, pero para un anciano solitario nunca estaba de más escucharlos.

—¿Cómo te ha ido con mi amigo Stanislaw Zukrowski?

La frase era demasiado directa tal vez para ajustarse a las estrictas normas de educación que regían la vida de Alfonso Altamira González de Tejada, pero ser viejo también significaba que el tiempo que a uno le restaba era limitado. Y aquélla era una cuestión importante. Menos por saber qué había pasado entre ellos, que ni siquiera hacía falta preguntar, que por conocer cuáles eran los planes de futuro de Frida Klein toda vez que había viajado hasta Long Island para instalarse, de nuevo, en la misma casa que él ocupaba.

Durante un instante Frida se quedó inmóvil. Altamira se dio cuenta de que los músculos de su espalda se tensaban, el cuello se le había puesto rígido y las manos que sacaban la ropa de la maleta habían viajado a las caderas, las palmas frotándose con la tela de la falda. Aún no se había girado Frida, pero antes de que se diera la vuelta Altamira estuvo seguro de que la expresión de su cara habría cambiado, que ya no sonreiría de la misma forma que había sonreído cuando la vio aparecer en la puerta de la casa.

Se volvió Frida y se encogió de hombros, como disculpándose. Alfonso la hubiera besado, allí mismo, sin darle tiempo a que deshiciera la maleta.

—No me porté bien, Alfonso. Lo siento. Me daba mucha vergüenza venir a buscarte después de haberme marchado con Stanislaw. Cree que me siento muy mal por todo lo que ha pasado.

Altamira asintió, despacio, de una forma tan leve que pensó que ella ni siquiera podría darse cuenta.

—No me refiero a tu vida sentimental —dijo, procurando que no se le escapase la reserva de dignidad que le quedaba dentro—, sino a algo menos íntimo y más concreto. ¿Te has sentido bien, has estado a gusto?

—Sabes que no estaría aquí ahora mismo si me hubiera sentido a gusto con él.

—Es un científico de talento. Tiene un buen empleo. Es joven, y apuesto, además.

Frida asintió, como disculpándose. Había venido dispuesta a aguantar todo lo que Altamira tuviera que decirle, a redimir su culpa si hacía falta. Frida von Kleinsberg tenía que cumplir una misión que ni siquiera le habían encomendado sus jefes de la Abwehr pero que no había podido resistirse a acometer. Quién podría dejar escapar una oportunidad así. A Frida Klein, sin embargo, le daba vergüenza haber regresado junto al profesor Altamira después de haberlo abandonado por un científico no sólo brillante, sino, como su amigo español había dicho, más joven y más apuesto. Lo mejor era que su otro yo fuera sincera.

—Tal vez me sentía culpable, no lo sé. Culpable por haberme ido de tu casa.

—Conmigo no tenías, ni tienes, ningún compromiso.

—No me lo pongas más difícil, Alfonso, por favor. Me he portado mal, lo sé. Pero ahora estoy aquí, de nuevo.

—¿Y Stanislaw Zukrowski?

—Camino de Chicago, supongo.

—Chicago…

—Quería encontrarse con el profesor Heisenberg.

—Según tengo entendido no tiene previsto entrevistarse con ninguno de los científicos judíos exiliados.

—Eso parece. Pero aun así Stanislaw piensa que merece la pena intentarlo.

—¿Crees que podrá?

Frida sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Seguro que Heisenberg está sometido a una estrecha vigilancia y soporta una enorme presión también. Toda su familia está en Alemania. Ha de tener mucho cuidado tanto en sus declaraciones como en la selección de los científicos con los que se reúna. Que se sepa, sólo ha cenado con Enrico Fermi.

Altamira enarcó una ceja, incrédulo.

—¿Con Fermi?

—Fermi no es judío, sino su mujer. Supongo que esa afinidad es tolerable para los nazis.

Altamira resopló.

—Es posible. Todo el mundo parece andar revuelto estos días.

Frida enarcó una ceja.

Altamira miró por la ventana de la habitación. Todavía tardó unos segundos en seguir hablando, como si rumiase largamente un pensamiento.

—Stanislaw Zukrowski, Leo Szilard, Eugene Wigner, Albert Einstein. —Decía Altamira los nombres de todos para sí, en voz baja, como si fuera un niño que repasase la lección que había estudiado. Luego se volvió hacia Frida y añadió—: Hace dos días Eugene Wigner y Leo Szilard vinieron a visitar a Albert Einstein.

Frida sintió que el pulso se le aceleraba. Szilard ya había estado allí. Se le había adelantado. Había venido acompañado por Eugene Wigner —otro judío húngaro refugiado: estaban en todas partes—, pero Altamira no podía saber, y probablemente Einstein tampoco, que el coche que trajo a Leo Szilard para visitar al profesor Albert Einstein muy bien podría haber sido el de Stanislaw Zukrowski.

—Leo Szilard y Albert Einstein son amigos, ¿no? No me parece raro que haya venido a hacerle una visita.

Altamira suspiró. Volvía a mirar la ventana.

—Con el profesor Heisenberg en Chicago y la guerra en Europa a la vuelta de la esquina, estoy seguro de que el encuentro del otro día no fue una visita de cortesía.

—¿Qué quieres decir, que Leo Szilard trata de convencer a Albert Einstein para su causa? No creo que sea necesario insistir mucho, Alfonso. Einstein es judío. Hará cualquier cosa para entorpecer la marcha de los nazis.

—Quién sabe. A lo mejor el destino de Europa está en las manos de nuestro vecino. No me gustaría estar en su pellejo, la verdad.

Frida volvió a darle la espalda y siguió sacando ropa de la maleta para colocarla en el pequeño armario de la habitación. Altamira se retiró, pudoroso. Le hubiera ruborizado ver su ropa interior, y que ella se diese cuenta de que le daba vergüenza. Sesenta años ya y así estaban las cosas. Una mujer a la que no se atrevía a confesar su amor abiertamente acababa de regresar junto a él después de haberse marchado durante tres semanas con un hombre más joven. No llevaba ni quince minutos en su casa y ella había conseguido, aunque no se diese cuenta, que fuera él quien estuviera nervioso, que se le hubiera subido el color de las mejillas al verla sacar la ropa de su maleta. Pero cómo no iba a percatarse, pensó Altamira, de vuelta en el porche, mientras se sentaba en la butaca para contemplar la bahía de Peconic y acariciaba la cabeza de Newton, que movía la cola a sus pies. Hay ciertas cosas de los hombres que las mujeres nunca pasan por alto.

Frida von Kleinsberg no tardó más de diez minutos en colocar su ropa en los armarios y en los cajones de la habitación que le había ofrecido Altamira. Desde su ventana también se podía ver la bahía de Peconic. Parecía una zona tranquila. Había visto otras tres casas, separadas al menos un centenar de metros entre sí. Una de ellas era la que habitaba Albert Einstein. No podía verla desde la ventana de su nueva habitación porque la casa del genio se encontraba un poco más arriba, en lo alto de una colina, pero estaba tan cerca que sabía que encontrarse con él sólo era cuestión de tiempo.

Miró de nuevo por la ventana, y aunque no consiguió ver a nadie, no pudo evitar que se le dibujase una sonrisa. Un poco más abajo, en la playa, había un pequeño embarcadero en el que había amarrados un par de veleros pequeños. Estaba convencida de que uno de ellos era el que el profesor Albert Einstein utilizaba para navegar por la bahía de Peconic. Frida, que lo conocía casi todo sobre él, sabía que era un apasionado de la vela. Estaba segura de que le habría dado mucha pena saber que el Tummler, la embarcación de siete metros que le habían regalado sus amigos cuando cumplió los cincuenta años, había sido saqueada y hundida por unos exaltados seis años antes, cuando declaró, con la seguridad con la que parecía expresarse desde que le dieron el Premio Nobel, que jamás volvería a poner un pie en suelo alemán mientras el Partido Nacionalsocialista estuviese en el poder. Frida sabía también que le gustaba salir en barco todos los días, aunque sus nociones de navegación fueran las mismas que las de un niño de seis años.

Lo había averiguado casi todo sobre él. Incluso cosas terribles que probablemente casi nadie sabía. Lo había visto conversar con los estudiantes en Berlín de política, de pacifismo, de los dirigentes comunistas, como Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que aunque habían intentado hacer tanto daño a Alemania como se lo hicieron los Aliados en el tratado ignominioso que se firmó en Versalles, parecía que al físico judeosuizo le caían tan bien. Siete años habían pasado ya desde que viajó a Cracovia pero Frida ya no podía ver bajo aquella apariencia de anciano entrañable con melena descuidada y pies huérfanos de calcetines sino a un conspirador, un desagradecido que detestaba la tierra que lo había acogido para poder llevar una vida tranquila de investigador cuando abandonó Suiza. No podía imaginar la joven estudiante de Física Frida von Kleinsberg que siete años después de visitar la casa de su madre biológica en Sosnowiec, y cuatro años después de que la Abwehr la enviara a Madrid para conocer de primera mano el interés del gobierno de la República en que Albert Einstein se convirtiese en ciudadano español, que estaría tan cerca del creador de la Teoría de la Relatividad, en una casa junto al mar, en Long Island, y que todos los datos que había memorizado sobre el judío más famoso del mundo antes de viajar a España le iban a servir algún día para cumplir la que seguro sería la misión más importante de toda su carrera. El azar había tenido mucho que ver en que ella estuviese ahora ahí. Y que el azar estuviese por medio le daba un interés añadido al asunto. No pudo evitar otra sonrisa maliciosa —la segunda, ya— al imaginar lo que diría Albert Einstein, que había luchado hasta la extenuación defendiendo la naturaleza inazarosa de la Física Atómica, si supiera que el azar iba a tener tanto que ver en el futuro del mundo, en el suyo propio. A grandes rasgos, el Principio de Incertidumbre del profesor Heisenberg, que el sabio judío había llegado a despreciar tanto, decía que cualquier observación de un experimento podría influir decisivamente, y de hecho influía, en el experimento mismo. Y Frida se sentía como la observadora de un experimento y había resuelto intervenir, además, porque meter baza no era tan grave si había un buen motivo para hacerlo. Otra muerte no era lo más conveniente para la misión, y prefería evitarlo si podía, pero había algo en juego mucho más importante que ella misma y que sus pensamientos acerca de la discreción y los riesgos que debían asumirse para terminar el trabajo con éxito. Pensaba eso para convencerse inútilmente, como tantas otras veces, de que los motivos por los que había llegado a Long Island eran estrictamente profesionales, pero en el fondo sabía que para ella cualquier cosa que tuviera que ver con Albert Einstein se trataba de un asunto personal. Muy personal.

Pero Donovan no había pensado lo mismo que Frida, ni Spencer Baumbach, que a esas horas debía de estar comiéndose las uñas en su apartamento porque ella no se había presentado. No le hizo falta sacar la pistola para convencer a Donovan de que la dejase marchar, pero Frida sabía que lo habría encañonado si no le hubiera quedado otro remedio. Se bajó del coche en Manhattan, cerca del puente de Brooklyn, en un semáforo. Había mucha gente y muchos coches para que Donovan intentase llevarla a rastras a la cita con su jefe. Frida intuía que no la dejaría marchar así, por las buenas, sin haberse presentado antes en el piso de su enlace.

—Dile al señor Baumbach que me pondré en contacto con él dentro de unos días. Todavía tengo que resolver unos asuntos.

Había abierto ya la puerta del coche cuando lo dijo y no se volvió para ver su reacción. Se encaminó hacia la mole de acero del puente y metió la mano en el bolso para buscar la pistola. No pensaba que Donovan aparcase el coche y la siguiese por la parte del puente por donde no podían circular vehículos. Para cuando lo hiciera, Frida ya podría estar al otro lado, pero a pesar de ello caminó un trecho sujetando la culata de la Remington, por si al final el ayudante de Baumbach cambiaba de idea y cruzaba el puente conduciendo hasta Brooklyn para encontrarse con ella al otro lado del río. Todavía buscó a tientas con la mano la pistola varias veces, por si acaso, mientras cruzaba el puente y Manhattan quedaba a su espalda, hasta que llegó al mismo edificio donde se había presentado tres meses antes, buscando cobijo en la casa de su viejo amigo, el profesor español Alfonso Altamira González de Tejada.

Llegar hasta la casa de Long Island fue más fácil de lo que había pensado. De las conversaciones de Altamira recordaba que la vivienda que le había prestado Arturo Ramírez de Ayala para pasar el verano estaba en un lugar llamado Nassau Point, en el extremo oriental de la isla. Era la única referencia que tenía, y, según el mapa que había visto después de consultar el horario en la estación, el lugar más cercano de Nassau Point al que podía viajar en el primer tren que salía de Manhattan era Southold. Tenía pensado bajarse en la estación de esa ciudad y preguntar a alguien si conocía la dirección del más ilustre de los veraneantes que pasaban el verano en las inmediaciones.

Fue como lanzar una bola al aire —el azar, de nuevo—. Si hubiera llegado un poco antes a la estación podría haber cogido un tren hasta Peconic, un poco más lejos, o tal vez hasta Cutchogue. Pero el azar, o el destino, o comoquiera que se llamase, la había hecho bajar del tren en el apeadero de Southold. Se adentró un poco en el pueblo. Enseguida vio una tienda al otro lado de la carretera. Rothman’s, leyó antes de cruzar, abrir la puerta y escuchar la campanilla que anunciaba su presencia en el establecimiento.

Decir el nombre de Albert Einstein era como usar una varita mágica. La tienda era un local amplio donde uno podía comprar casi cualquier cosa, desde herramientas o sandalias hasta cañas de pescar. El propietario, David Rothman, no sólo sabía dónde vivía Albert Einstein, sino que se brindó a llevar a Frida en su propio coche. No conocía a ningún español llamado Alfonso Altamira, pero si su casa estaba cerca de la de Albert Einstein, le dijo, no sería difícil de encontrar.

Ahora escudriñaba el paisaje por la ventana de la habitación de la casa que le habían prestado al científico español para pasar el verano. Antes de salir al porche donde el que volvía a ser su anfitrión estaba sentado de nuevo junto al perro, se quedó un rato mirando la vista tranquila que tenía delante: los dos veleros, el agua mansa de la bahía, el pequeño embarcadero. En una casa que no podía ver desde allí se encontraba la pieza más importante de cuantas se había tenido que cobrar hasta ahora, el fin último de su misión. Nunca lo hubiera imaginado, pero así suceden muchas veces las cosas más importantes, por casualidad. Y era gracias a la casualidad que Frida había descubierto cuál era la figura más importante de la partida que estaba jugando. Einstein, Albert Einstein de nuevo. Se había convertido en la clave de una partida que ni siquiera sabía que se jugaba. Para Frida estaba claro que el rey Einstein se sentía seguro en su recuadro de Nassau Point, en un extremo apartado de Long Island, protegido por su hijastra, su hermana y su secretaria. No podía imaginar que dentro de muy poco una pieza enemiga que se había colado en su territorio sin que lo supiera le daría jaque mate sin piedad.

Fue al día siguiente cuando se lo preguntó. Era la primera mañana que pasaba en Nassau Point y habían salido a dar un paseo, Altamira, Newton y ella. Habían bajado por el camino de guijarros hasta la playa y se habían detenido en la orilla.

—¿Entonces es aquí también donde pasa el verano el profesor Albert Einstein?

Altamira asintió, y Frida lo vio sonreír brevemente, bajo el bigote, con cierta nostalgia.

—Un lugar tranquilo. El mar. Unos cuantos veleros —añadió ella, entornando los ojos, mirando las aguas quietas del Atlántico que se colaba en la bahía como quien acaba de descifrar el enigma que esconde en su interior—. Cómo no. Parece que el genio sigue siendo el mismo de siempre.

Altamira encogió los hombros e hizo ademán de seguir caminando.

—Llega un momento en la vida en el que ya te resulta imposible cambiar. Por mucho que quieras ya no vas a poder. Mírame a mí.

—Tú te has adaptado muy bien a una nueva vida en un país extranjero. A tu edad eso es admirable.

Otra sonrisa se había dibujado en el rostro de Altamira. Se había referido a su edad, pero al menos había matizado la frase con lo de la admiración.

—A ti también te gustaba navegar. Lo recuerdo de cuando estuviste en Madrid —le dijo, señalando los barcos con la barbilla, para cambiar de tema.

—Es cierto. —Frida sonrió, como si le gustara que se acordase.

—Se pueden alquilar, ¿sabes? O incluso podríamos pedirle prestado el suyo a Albert Einstein.

—¿De verdad?

Altamira se encogió de hombros, como si no estuviera muy seguro de lo que acababa de decir.

—No sé. Tal vez me he precipitado un poco al decir eso. Él navega todos los días. Lo veo muchas veces, cuando estoy sentado en el porche.

—Yo tampoco estoy segura de que el profesor Einstein me vaya a dejar su velero para navegar. Si me apetece hacerlo, ya alquilaré alguno. ¿Te gustaría navegar?

—No lo sé. Ya me conoces. Yo soy de secano.

—Es cierto. Ni siquiera te gustaba mucho dar una vuelta conmigo en una barca del estanque del Retiro.

Altamira sonrió.

—Los monstruos marinos, ya sabes. En cualquier momento pueden salir los tentáculos del agua y arrastrarte adentro.

Frida se echó a reír.

—O los tiburones.

—O los tiburones, claro —concedió Altamira.

—¿Cuál es la embarcación del profesor Einstein? —le preguntó ella, fingiendo que cambiaba de tema para no tener que hablar de la época de Madrid, cuando lo que de verdad le interesaba era obtener cuanta más información fuera posible sobre Albert Einstein.

Altamira entornó los ojos y bajó la barbilla para mirar el embarcadero por encima de las gafas.

—Ahora mismo no la veo. Supongo que debe de estar navegando.

Frida sabía que los amigos que le habían regalado el velero Tummler, aquel que los patriotas alemanes exaltados habían destruido, se habían ocupado de instalarle un pequeño motor auxiliar. El sabio judío era un navegante intuitivo, pero nada disciplinado, que más de una vez había tenido que volver remando hasta el puerto porque no había sido capaz de colocar las velas en la posición adecuada para regresar. Después del serio problema cardíaco que tuvo en 1929 habían resuelto que lo mejor era un pequeño motor con el que pudiera controlar el barco si los vientos no le eran favorables. No hacía muchos años le habían llegado rumores de que una vez se cayó de la embarcación en la que navegaba cuando pasaba las vacaciones junto a un lago —Albert Einstein procuraba pasar sus vacaciones cerca del agua siempre que podía— y estuvo a punto de perder la vida, enredado en los aparejos del barco, pero que había logrado salvarse a pesar de no saber nadar gracias a la sangre fría que había mostrado en un momento tan difícil. Aunque también podía ser mentira y tratarse de un bulo que la propaganda sionista había puesto en circulación para engrandecer aún más la figura de uno de sus principales valedores.

—Al profesor sigue gustándole salir a navegar todos los días.

—Él puede permitirse ciertos placeres.

Si no conociera bien a Alfonso Altamira, Frida habría pensado que detrás de sus palabras se escondía cierta dosis de rencor.

—Navegar es algo maravilloso. Y si a uno le gusta y puede hacerlo cada día, pues mucho mejor.

—Cierto. Desde que estoy aquí creo que lo he visto navegar todos los días —miró el mar otra vez por encima de las gafas, como si quisiera ver aparecer la vela de la embarcación de Albert Einstein—, o casi.

Frida frunció el ceño.

—El día que vinieron a visitarlo Eugene Wigner y Leo Szilard creo que no salió a navegar —añadió Altamira.

Frida respiró hondo, muy despacio, procurando que Altamira no se diese cuenta. Lo mejor era cambiar de tema y tratar de volver después al asunto.

—¿Te ha saludado Albert Einstein desde que estás aquí?

Altamira encogió los hombros. Se agachó, cogió una piedra y la tiró al mar. Newton fue corriendo hasta la orilla y se puso a ladrar y a mover la cola, impaciente porque la piedra no salía del agua.

—Lo justo. Es suficiente.

—Crees que debería ser más agradecido contigo, ¿verdad? Después de todo lo que hiciste por él en Madrid. Te dejaste la piel para que el gobierno español le concediera la ciudadanía, para darle cobijo cuando Hitler llegó al poder.

—También lo hice por mis colegas, por la universidad, por la ciencia en España. Por mí mismo.

Frida sabía que en el fondo le dolía que Albert Einstein no hubiera tomado posesión de la cátedra que había aceptado en España, pero también estaba segura de que en el fondo su amigo reconocía que el judío había hecho lo correcto.

—Su decisión fue la más sensata —dijo Altamira, como si le hubiera leído el pensamiento, pero al hablar miraba hacia la orilla, al perro, que aún seguía observando las olas, esperando en vano que la piedra brotase del agua—. Al final todo salió mal. La República, la guerra, el desastre. De haber sido él, yo tampoco habría aceptado la invitación del gobierno español. La vida es mucho más sencilla y agradable en Princeton que en Madrid, te lo aseguro.

Ella lo cogió del brazo. Las pocas veces que la apacible Frida Klein se comportaba con verdadera dulzura era cuando estaba junto al profesor Altamira. En otra vida, en otro tiempo, tal vez hubiera terminado presentándole aquel hombre a la baronesa.

—Estoy segura de que tú en su lugar no habrías hecho lo mismo.

Altamira dejó escapar el aire despacio, por la nariz, como si le costase mostrar una sonrisa amarga.

En otro tiempo y en otro lugar Frida hubiera apretado su brazo aún más contra el suyo, y habría descansado la cabeza en su hombro. Pero volvió a mirar el lugar donde debería estar atracado el velero de Albert Einstein en el embarcadero y enseguida la agente de la Abwehr recordó para qué había viajado a Estados Unidos. Ya había matado a dos hombres, así que no era el momento más idóneo para dejarse llevar por sentimentalismos estúpidos que sólo conseguirían estorbarle en el desarrollo de la misión.

—Leo Szilard —dijo—. Qué pena. Me hubiera gustado estar aquí antes.

—¿Qué pena por qué?

—Me hubiera gustado conocerlo.

—Pensé que Stanislaw Zukrowski te lo había presentado.

No distinguió ninguna clase de sorna en sus palabras, pero parecía que el nombre del joven y apuesto científico polaco le había costado pronunciarlo a Altamira más que el resto de la frase.

Sacudió la cabeza Frida. Soltó el brazo de Altamira. Se apartó de él un poco.

—No, no me lo presentó. En realidad apenas nos veíamos. Él se pasaba la mayor parte del día en la oficina, y bueno…

Altamira sacudió las manos para indicarle que no siguiera hablando.

—Creo que tienes derecho a saber.

Negó con la cabeza el profesor español.

—No quiero saber nada, Frida. Te lo digo de verdad.

—Qué bueno eres, Alfonso. —De vez en cuando se le cruzaba un ramalazo de la joven alemana burguesa que era, a la que ya se le iba pasando la edad para buscar marido—. Yo también te lo digo de verdad.

—Seguro que este verano podrás conocer a Leo Szilard.

—¿Y eso?

—Albert Einstein me ha dicho que no tardará en volver. Si no se le hace tarde, como el otro día, quizá Leo se pasará a saludarme. Te lo presentaré.

—¿Volverá entonces?

Altamira se había levantado. Miraba el mar cuando le contestó.

—Volverá. Seguro.

Frida se preguntó hasta dónde sabía Altamira de lo que Leo Szilard había venido a hacer a la casa de Albert Einstein en Nassau Point. Tal vez era todo tan obvio que no cabía otra posibilidad más que Szilard tratase de poner al viejo sabio contra el programa atómico alemán.

Altamira suspiró, y empezó a caminar, sin esperar a que Frida lo siguiese o tal vez porque estaba seguro de que ella lo seguiría. Newton había regresado de la orilla y avanzaba unos pasos por delante de su amo.

—Se hace tarde —dijo Altamira, parándose, por si ella lo acompañaba—. Es la hora de comer.

Apenas había terminado de decir la frase cuando se quedó mirando más allá de donde estaba Frida. La espía alemana pensó que de pronto había descubierto algo, se había dado cuenta de quién era en realidad, o que en la frente se le había quedado escrito, como si fuera un anuncio publicitario, que no era una física alemana que había tenido que exiliarse porque la Gestapo había detenido a su colega, el profesor Steiner, sino una agente de la Abwehr que había venido a Estados Unidos para infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados, y que entretanto había matado a dos hombres, a dos hombres ya, ella, que parecía una mosquita muerta, con los rasgos angelicales de una muñeca de porcelana, que poco a poco había ido descubriendo más cosas de las que sus jefes habían imaginado cuando le encomendaron la misión y que había decidido, por su cuenta y riesgo, seguir adelante, llegar lo más lejos que pudiese, y ya estaba muy cerca de alcanzar la meta. Llegó a pensar que en el camino que bajaba a la orilla desde la carretera Altamira había visto detenerse a un coche de la policía, un coche del que se bajarían unos hombres, de uniforme o tal vez de paisano, que le pedirían con muy buenos modales que los acompañase. Si era así no tendría escapatoria. La pinza del pelo le sería de muy poca ayuda ahora. Se imaginó intentando utilizarla contra dos o tres policías, y la imagen de sí misma forcejando con los agentes de la Ley mientras Altamira observaba la imagen atónito le pareció patética, como la escena final de una mala obra de teatro. Y Alfonso Altamira seguía ahí, con el ceño fruncido, mirando otra vez por encima de las gafas, como si no supiera otra cosa que hacer. Frida frunció el ceño también, sin querer volverse todavía. No lo hizo, muy despacio, hasta que Altamira levantó una mano, una mano que mostraba la palma, para saludar. Se había vuelto tan cauta Frida desde que estaba en Estados Unidos y tenía que estar fingiendo durante tanto tiempo que era otra persona que a veces las sospechas tenían más que ver con interpretaciones paranoicas que con las conclusiones ponderadas de una agente bien entrenada y bien preparada para cumplir cualquier misión, por difícil que fuese. Por eso estuvo a punto de soltar una carcajada cuando se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con lo que Alfonso Altamira estaba mirando. No había un coche de la policía en el camino. En realidad no había nadie. En la orilla estaban solos, Altamira y ella, y el perro. Pero un poco más allá, a unos treinta metros mar adentro, un pequeño bote daba bandazos, sin que la vela llegara a encontrar la posición idónea para aprovechar la fuerza del viento. El hombre que gobernaba de mala manera la embarcación sujetaba el timón con una mano y con la otra tiraba de un cabo después de haber dedicado un vago saludo a Alfonso Altamira, que le había respondido levantando la mano desde la orilla. Frida von Kleinsberg sonrió al ver que el marinero estaba sentado de forma que una de sus piernas salía por la aleta de la embarcación. El pantalón arrugado, por encima del tobillo, el zapato sobre la piel, sin calcetines, la camisa arrugada por fuera del pantalón, de un color que al compararla con el resto de la ropa que llevaba conseguiría que cualquier persona con el más mínimo gusto para vestir arrugase la nariz; el bigote poblado, las hebras de la melena blanca enmarañada asomándose, indómitas, bajo el ala del sombrero Panamá. Había pasado casi una década desde la última vez que lo había visto, en animada charla con sus alumnos en el césped de la Universidad Humboldt, y aunque ahora su pelo se había vuelto blanco, estaba claro que Albert Einstein seguía siendo el mismo. Genio y figura.

El viento cambió de repente, llenando la única vela de la pequeña embarcación, y el tozudo marinero tuvo que dar un tirón del palo del timón para no perder el control. El giro le hizo cambiar el rumbo y pasó cerca de ellos. Si no lo hubieran visto en apuros no habrían podido imaginar que un instante antes había estado a punto de irse a pique. Sujetaba el cabo que controlaba la vela y ahora parecía un marinero experto que navegaba relajado por las aguas apacibles de la bahía de Peconic. Aprovechando que volvía a tener una mano libre los saludó de nuevo. Inclinó la cabeza en dirección a Frida, exagerando una reverencia, y luego hizo lo mismo con Altamira. Guten Tag, le escucharon decir los dos desde la orilla, y Frida repitió las mismas palabras, murmurando, sin poder evitar una sonrisa de satisfacción que no mitigaba la repugnancia que le producía el sabio, en la misma lengua materna en la que se sentía tan cómoda como el profesor Albert Einstein. El rey, en efecto, estaba allí, muy tranquilo, a su aire, sin saber lo que le esperaba.

—El mismísimo profesor Albert Einstein —dijo, dirigiéndose a Altamira, que había dejado de mirar las maniobras bruscas del premio Nobel para dirigir la proa de la embarcación en dirección al muelle.