Capítulo XVI

Salir del motel no iba a ser una tarea sencilla. Cuando el que había sido su amante dejó de respirar Frida permaneció tumbada un rato sobre la alfombra empapada de sangre y cerró los ojos. Estaba exhausta. Era la segunda vez en su vida que mataba a alguien, las dos veces habían sido hombres y ninguna de las dos había podido evitar mancharse las manos de sangre. Y, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, se había sentido tan agotada después de hacerlo que lo único que tenía era ganas de cerrar los ojos para dormirse y olvidarse de todo. Pero acabar con la vida de Stanislaw Zukrowski le había supuesto mucho más esfuerzo que matar al carpintero húngaro en la cubierta del barco, con las luces de Nueva York ya a su espalda. La primera vez fue un acto premeditado, y se había preparado mentalmente para hacerlo. La segunda muerte se había producido al final de una pelea agotadora contra un hombre más fuerte y mucho más pesado que ella que la había pillado desprevenida. Había estado a punto de estropear la misión, de acabar con sus huesos en la cárcel o maniatada a una silla eléctrica.

Trató de relajarse para ordenar sus pensamientos. Tenía que salir de allí, ése era un hecho insoslayable, y tenía que hacerlo pronto para viajar hasta la casa que Alfonso Altamira ocupaba en Long Island y poder estar cerca cuando Leo Szilard fuera a visitar al profesor Albert Einstein, si es que ya no era demasiado tarde. Ahora no era el momento para detenerse a pensar si, de alguna manera inconsciente, desde el principio había dispuesto las cosas para que al final no le quedase otro remedio que encontrarse cara a cara con Albert Einstein, si todas las cosas que le habían pasado desde que salió de Berlín no fueran sino los pasos previos para el momento más importante de la misión. El rey de las piezas negras en su casilla, seguro de que nadie puede hacerle daño, y la reina de las piezas blancas acechándolo, contando en silencio cuántos movimientos faltan para asestar el golpe definitivo. Quién se lo iba a decir, ella, Alfonso Altamira y el profesor Albert Einstein en Long Island. El final de la partida. Un verano idílico que precedía a la guerra, la paz que siempre prologa la tragedia. Antes de reflexionar sobre ello tenía que recogerlo todo, limpiar la habitación, tirar la bata empapada de sangre que llevaba y, lo más importante, deshacerse del cadáver de Stanislaw Zukrowski, que había perdido tanta sangre que se había puesto azul. Lo primero era sencillo, sólo cuestión de frotar la alfombra con agua y algún producto de limpieza y esconder la ropa manchada de sangre. Sacar de allí el cuerpo de Stanislaw Zukrowski iba a resultar una tarea mucho más complicada.

Todavía permaneció unos minutos tumbada Frida junto al cadáver antes de levantarse. Respiraba hondo, sintiendo cómo se le calmaba el pulso en las venas, atenta a cualquier ruido en el pasillo, al otro lado de la puerta, alguien sobresaltado por la agitación de la pelea que hubiese pegado la oreja en la puerta subrepticiamente para enterarse de lo que pasaba.

Nada, ni un ruido. Ni siquiera un coche que arrancase y abandonase el motel. Frida se levantó, arrastró el cadáver y lo colocó junto a la cama, lejos de la puerta. Se quitó la bata manchada de sangre y se sentó en el colchón. Había salido airosa de la pelea con Stanislaw Zukrowski pero la habitación del motel podía ser una trampa si no se le ocurría algo que hacer. No podía marcharse y dejar al polaco allí, ni su coche en la puerta. Sería como poner su firma en el crimen, y la policía o el FBI no tardarían en ponerse tras su pista, en buscar incluso a Alfonso Altamira en Long Island. Y eso era lo más inconveniente: poner tras la pista a la policía y que fueran a visitar a Alfonso Altamira a Long Island, que lo advirtieran sobre ella, que Albert Einstein se enterase de que era una agente alemana.

Tenía que sacar el cuerpo de Stanislaw Zukrowski de la habitación y llevarse el coche. Si no tenía más remedio podría hacerlo sola, pero era demasiado arriesgado. Por primera vez necesitaba ayuda. No le gustaba reconocerlo, pero no le quedaba otra opción si quería pasar a la fase siguiente, al camino improvisado por el que a partir de ahora iba a discurrir la misión, algo que ni siquiera sus jefes en la calle Tirpitzufer de Berlín podían imaginar. Para Frida ya no tenía ningún mérito haber conseguido los nombres de unos cuantos pobres diablos que pasaban información desde Alemania o enterarse de las verdaderas intenciones de Werner Heisenberg. Necesitaba algo más impactante. Había estado convencida de que la pieza más cotizada era Leo Szilard. Uno de sus objetivos habría sido acercarse a él con la ayuda de Stanislaw Zukrowski y tal vez matarlo, pero ahora, mientras se vestía para salir de la habitación, ya no podía engañarse respecto a sus aspiraciones. No sólo había viajado a Nueva York para infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados y averiguar los nombres de los traidores a Alemania, sino que además de eso iba a liquidar también al elemento más molesto, al judío más famoso del mundo desde que Jesucristo había muerto en la cruz. Atajaría el problema de raíz. Comparado con él, ni siquiera Leo Szilard era importante. Una vez que hubiera acabado con la vida de Albert Einstein podría regresar a Alemania con todos los honores. No era la primera vez que se mentía diciendo que la muerte de Albert Einstein no era una cuestión personal para ella y que sus motivaciones eran estrictamente profesionales. En el fondo Frida von Kleinsberg sabía que no era cierto, pero tampoco importaba mucho dadas las circunstancias. Nadie podía saber de sus odios y sus motivos para acabar con la vida del creador de la Teoría de la Relatividad. Y no tenía dudas de que, si conseguía salir del motel con el cadáver de Zukrowski sin levantar sospechas, el siguiente paso que daría, el último para finalizar la misión con éxito, sería ir hasta Long Island para asesinar a Albert Einstein. Tal vez entonces se acabarían las pesadillas y los malos recuerdos. Quizá una vez después de haberlo matado podría dormir tranquila, sin escuchar arrastrarse cadenas de fantasmas al otro lado de la puerta que le arruinasen el sueño.

Parpadeó un momento después de descolgar el auricular del teléfono público de la recepción del motel y marcar el número de Spencer Baumbach. No había vuelto a ver a su contacto desde hacía ocho días, en el parque Bryant, cuando le dijo que pronto viajaría a Chicago con Stanislaw Zukrowski para encontrarse con el profesor Werner Heisenberg. La misión iba a terminar pronto, le decía. Trataría de averiguar las verdaderas intenciones del profesor Heisenberg, si al final iba a pedir asilo en Estados Unidos a pesar de haber dejado a su familia en Alemania. Pero había cosas que no le había contado a su enlace. No le había dicho que tal vez intentaría atajar el problema de Leo Szilard de una forma drástica. En Berlín sólo querían información, y le habían ordenado que lo hiciera todo de una forma discreta. Haber conocido a Alfonso Altamira en Madrid era la mejor coartada para viajar a Estados Unidos y poder infiltrarse entre los científicos exiliados, pero acabar con la vida de uno de los más destacados enseguida levantaría sospechas. Quizá ser tan famoso y tan combativo le había salvado la vida a Leo Szilard. Pero Albert Einstein no tendría tanta suerte. En Berlín sus jefes no habían previsto que Albert Einstein, a pesar de llevar una vida tranquila de jubilado en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, podría poner su desproporcionada fama en contra del programa atómico del Tercer Reich. De todas las cuestiones que habían estudiado sus jefes en Berlín cuando planearon la misión no habían tenido en cuenta el factor Einstein. Con sólo utilizar su fama y sus influencias, tal vez con sólo poner su nombre al final de una carta, Albert Einstein podría conseguir en un segundo mucho más que todos los científicos exiliados juntos en un año, en toda una vida incluso llamando a puertas como plañideras. Einstein era la piedra angular y nadie en Berlín lo había previsto. El factor Einstein: a medida que lo pensaba Frida, aunque ni ella misma lo hubiera imaginado, estaba más convencida de que era lo que había que neutralizar, costase lo que le costase.

No podía regresar a Berlín y explicárselo al coronel Piekenbrock. Para entonces ya sería demasiado tarde, y ya no sería posible para ella regresar a Estados Unidos y terminar la misión. Tenía que improvisar sobre el terreno, acabar con la vida de Albert Einstein y que pareciera un accidente. Si conseguía salir de aquel motel sin levantar sospechas estaba segura de que podría hacerlo. El profesor Einstein solo, en Long Island, no sería una pieza demasiado difícil de batir. Tampoco le contaría su plan a Spencer Baumbach. No había tiempo para mandar un mensaje a Berlín y esperar a que autorizasen la misión. Cuando se enterasen sería un hecho consumado: Albert Einstein ya habría dejado de existir y el factor Einstein no sería más que un riesgo, el mayor de todos, que ella habría neutralizado. Mientras contaba los tonos de llamada, impaciente porque Spencer tardaba en descolgar el teléfono, volvió a decirse que no se trataba de una cuestión personal, como si encontrar un pretexto profesional para asesinar a Albert Einstein pudiera facultarla para terminar la misión a su manera, sin tener que consultar a Berlín.

Estaba a punto de colgar cuando oyó la voz áspera de Spencer al otro lado de la línea.

—Soy Frida.

Su contacto permaneció en silencio un instante. La primera vez que se vieron, cuando ella llegó a Nueva York, le había dicho que sólo lo llamase si era por un asunto importante. Frida lo imaginó callado, un anciano solitario sentado delante de un aparato sofisticado del que salían cables, adornado con indicadores y clavijas, preocupado por lo que estaba a punto de escuchar, temeroso tal vez de que él también pudiera ser descubierto.

—¿Qué sucede? —le preguntó, al cabo.

—Necesito ayuda.

Spencer suspiró antes de seguir hablando. Frida pensó que había sacudido la cabeza con pesadumbre.

—Dónde.

Frida le dio la dirección del motel.

—Tengo que salir de aquí cuanto antes —añadió—. Y no puedo hacerlo sola.

—De acuerdo. No te muevas de ahí.

Frida no podía contarle por teléfono lo que había pasado, la situación en la que se encontraba, pero al menos esperaba que Spencer la hubiera informado del tiempo que tendría que esperar, del nombre de la persona que iría a buscarla. Pero el otro había colgado antes de que pudiera decir nada más. Estaba muy lejos de Manhattan, y no lo imaginaba conduciendo hasta el norte del estado para venir a buscarla y ayudarla a deshacerse del cadáver y del coche de Stanislaw Zukrowski. Sólo le restaba tener paciencia y esperar a que alguien de su parte viniera a recogerla. No sabía cuánto tiempo tendría hasta que volvieran a telefonear desde Cracovia, pero prefería pensar que si la secretaria de Zukrowski le había dado al empleado del hotel un número de Polonia para que telefonease cabía la posibilidad de que no lo llamase más para mencionarle el asunto. Estuvo tentada de llamar ella misma a Cracovia, pero lo único que conseguiría sería alertar a quienquiera que anduviese tras su pista.

Regresó a la habitación y pasó la hora siguiente limpiando la moqueta de sangre. Aún no se había secado y, aunque no había sido fácil hacer desaparecer las manchas, al final había conseguido que no se notase a primera vista. Fue hasta la recepción del motel para decir que no la molestasen, que su marido se encontraba indispuesto. Habrá comido algo que le ha sentado mal, añadió, y rehusó amablemente el teléfono de un médico para que hiciera una visita al señor Zukrowski si no mejoraba.

—Seguro que mañana estará mejor —dijo—, y cruzaremos la frontera canadiense para ver las cataratas.

No le extrañaba al recepcionista del motel que las parejas de enamorados se alojasen en el establecimiento camino de Niágara. Aunque no era lujoso, al menos era un lugar bastante limpio y acogedor para ser un motel. Y lo mejor era que el coche estaba aparcado en la puerta de la habitación y podría arrastrar el cuerpo de Stanislaw Zukrowski sin tener que pasar por la recepción.

Encerrada en la habitación, el día que dio paso a la noche en vela se le hizo eterno. Sacó un bote de tinte que había traído de Alemania. En el cuarto de baño se aplicó con cuidado el producto que después de lavarse el pelo le mostró en el espejo una melena rubia, que le daba un aire más parecido al de Veronica Lake que a Rita Hayworth y que, sobre todo, la distanciaba de la apariencia, al menos eso esperaba Frida, de Agniezska Waleska. Ahora que iba a encontrarse con Albert Einstein cara a cara, por fin, no quería que éste viera en su melena escarlata el recuerdo de su antigua amante.

El resto de la noche lo pasó tumbada en la cama, con el cadáver de Zukrowski a los pies, y la pistola en la mesita de noche. Desde que Spencer le había proporcionado un arma era la primera vez que la sacaba. Era una Remington de calibre 22. Aunque estaba familiarizada con ellas, a Frida no le gustaban las armas de fuego, prefería el silencio peligroso de su navaja o la eficacia limpia de una cuerda de piano con la que poder apretar el cuello de un enemigo. Pero no había duda de que una pistola resultaría más intimidatoria que un cuchillo pequeño o un cable si algún curioso no podía resistir la tentación de asomar la nariz por su habitación.

Cogió la pistola y se puso la mano detrás de la espalda antes de abrir cuando llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó, amartillando el arma despacio, procurando que no hiciera ruido. De noche todos los ruidos se amplificaban.

—¿Frida Klein?

Frida no respondió, pero desde el otro lado de la puerta no tardó en escuchar la información que necesitaba.

—Me envía Spencer Baumbach. He venido a buscarla.

Frida no abrió todavía. Levantó el arma y puso el cañón a la altura de la cara. Lástima que no hubiera mirilla.

—Abra, por favor —susurró el desconocido—. No podemos quedarnos mucho tiempo aquí.

No había terminado la frase cuando Frida abrió la puerta. Por si acaso se había protegido el cuerpo con la hoja y había dejado la pistola a la vista, para quien quiera que fuese no intentase nada si es que al final no estaba de su parte.

Con un gesto le indicó que entrase en la habitación y cerró la puerta.

—Puede bajar el arma —le dijo—. Estoy aquí para ayudarla.

Pero Frida no dejaba de apuntarle.

—¿Y Baumbach?

El hombre suspiró con pesadez.

—Baumbach no sabe manejar un coche. Seguro que usted ya lo sabía. He conducido once horas desde Nueva York. Lo mejor será que nos vayamos cuanto antes.

Frida sacudió la cabeza.

—Si pudiéramos irnos sin más no habría llamado para que vinieran a buscarme.

Ya había encendido la luz cuando terminó de decir la frase. En el suelo de la habitación, junto a la cama, el cadáver de Stanislaw Zukrowski yacía de mala manera, con la toalla de baño cubriéndole los genitales.

—Tenemos que sacarlo de aquí con discreción. También tenemos que llevarnos el Chevrolet oscuro que está aparcado ahí fuera.

El recién llegado asintió, profesional, sin inmutarse, igual que si le estuviesen leyendo la lista de la compra. Hasta que encendió la luz Frida no se había dado cuenta de lo joven que era. Rubio, casi albino, o no se afeitaba todavía o es que su vello era tan fino que jamás necesitaría hacerlo. Debía de tener más o menos la misma edad que ella cuando cruzó la frontera de Bélgica para secuestrar al profesor Einstein.

—Primero deberíamos vestirlo —dijo.

Frida estuvo de acuerdo. Tal vez tenía que haberlo hecho ella, estar preparada para cuando llegase el momento de marcharse del motel, pero tampoco estaba segura de cuál sería el siguiente paso, si el mismo Spencer Baumbach, a pesar de su apariencia apacible de anciano jubilado, sería el que iría a sacarla del apuro en un motel cerca de Niágara.

—Yo me encargaré de ponerle la ropa. ¿Ha pagado usted ya la cuenta del motel?

—Todavía no.

—Pues aproveche para hacerlo mientras lo visto. Puede decirle al recepcionista que su acompañante se encuentra indispuesto, que vuelven a Nueva York.

El muchacho la miraba a los ojos. A pesar de su juventud daba muestras indudables de aplomo y resolución.

—Tiene que entretenerlo unos minutos para que yo pueda llevarlo hasta el coche —añadió.

Frida asintió.

—¿Sabe conducir?

Frida volvió a asentir.

—Estupendo entonces —concluyó, dándole la espalda para abrir la puerta del armario y buscar la ropa de Stanislaw Zukrowski—. He dejado mi coche en la carretera. Cuando haya pagado la cuenta arranque el Chevrolet, salga del aparcamiento del motel y gire a la izquierda. La estaré esperando. Sígame y no se detenga hasta que yo lo haga.

Frida iba a obedecer punto por punto sus indicaciones. No le quedaba otro remedio si quería salir del motel y regresar a Manhattan con garantías suficientes para acabar la misión con éxito. Pero no conocía de nada a aquel chico en cuyas manos había de poner su seguridad, y eso la inquietaba.

—¿Quién eres?

—Un amigo —le respondió, sin volverse, después de tirar un pantalón y una camisa del difunto Zukrowski sobre la cama. Luego se volvió y se la quedó mirando un instante antes de añadir—: Mi nombre es Donovan. He conducido desde el Bronx para sacarla de aquí porque el señor Baumbach me lo ha pedido. Si no confía en mí puedo regresar por donde he venido, pero no le aconsejo que vuelva a Nueva York con un cadáver de copiloto o que abandone el motel dejándolo aquí.

Frida permaneció callada.

—Además, para serle sincero, no le queda otra opción. Las órdenes de Baumbach no dejan lugar a interpretaciones particulares. Tengo que llevarla a Manhattan inmediatamente.

Frida suspiró, lentamente, procurando no dejar traslucir sus pensamientos. Al cabo, Spencer Baumbach y este Donovan, o comoquiera que se llamase, estaban de su parte. Otra cosa es que ella estuviese de acuerdo sobre el futuro de la misión. Pero eso ya lo resolvería más adelante, cuando se encontrasen lejos del motel y se hubieran deshecho del cadáver de Stanislaw Zukrowski.

No le fue difícil distraer al recepcionista, sobre todo porque estaba dormido cuando abrió la puerta. Pulsó el timbre que había sobre el mostrador para despertarlo, y le contó que se marchaban ya, que su marido no se había repuesto y que lo mejor era volver a Nueva York, bien temprano, para llegar a Manhattan antes de que cayese la noche. Una pena, añadió Frida, con tristeza no del todo fingida, porque no iban a poder cruzar la frontera de Canadá para contemplar las cataratas. Otra vez será, dijo, para despedirse. Mientras caminaba hacia el coche respiró aliviada al ver que todavía no se había levantado ninguno de los clientes del motel. El automóvil estaba aparcado justo en la puerta de su habitación, conque Donovan no habría tenido más que arrastrar el cadáver unos metros para introducirlo en el Chevrolet. Tal vez había pasado un brazo de Zukrowski por sus hombros y lo había llevado a rastras, como si fueran dos amigos borrachos que se marchaban al alba felices después de una noche de juerga.

El cadáver estaba en el asiento de atrás, tumbado boca arriba y con el sombrero encima del rostro, como si estuviera borracho de verdad o quisiera echar un sueño mientras su novia conducía de vuelta a Nueva York. El equipaje de Frida ya estaba guardado en el maletero. Ella lo comprobó antes de subir. Dejó el bolso con la pistola en el asiento del pasajero, arrancó el motor y salió del aparcamiento del motel. La ráfaga de luces del coche de Donovan le indicó el camino a seguir.

Estuvieron conduciendo un rato. Por la velocidad a la que iban y el tiempo que habían tardado Frida calculó que apenas habrían recorrido unos veinte o veinticinco kilómetros cuando Donovan le señaló el sitio donde debían detenerse.

El sol empezaba a despuntar y Donovan ya se había bajado del automóvil cuando ella detuvo el suyo. Se acercó a la ventanilla y le habló en voz baja:

—En esta parte el río Niágara es lo bastante caudaloso como para poder hacer desaparecer un coche.

Frida salió, sacó su equipaje del maletero y ayudó a Donovan a empujar el vehículo por la pendiente que precedía a la orilla. Estaban lo bastante alejados de la carretera y todavía había suficiente oscuridad para sentirse seguros al hacerlo, que no se acercase ningún curioso, que nadie pudiera ver hundirse el coche desde algún puente y pensase que era un accidente o que una patrulla de la policía los descubriera.

El Chevrolet de Stanislaw Zukrowski era tan pesado que Frida pensó que jamás podrían empujarlo con la fuerza suficiente como para hacerlo desaparecer bajo las aguas del río, pero al final el coche empezó a deslizarse cuesta abajo a cada vez mayor velocidad, tanta que ya no pudieron seguirlo en la carrera. Cinco minutos después el precioso descapotable color cereza con su dueño dentro había desaparecido en el río Niágara. No había hecho ningún ruido. Donovan se había preocupado de asegurar bien la capota para que el cadáver de Zukrowski no saliese a la superficie y dejar una ventanilla baja da para que pudiera hundirse con más facilidad. Frida se quedó un instante mirando las aguas del río, contemplaba las burbujas enormes bajo las que se había perdido de vista el coche, como si temiera que el Chevrolet pudiera brotar del fondo por arte de magia y delatarlos. Era la segunda vez que tenía que matar a alguien, y esta vez había sido un hombre con el que había compartido muchos ratos agradables de intimidad carnal. Ahora que reparaba en ello le resultaba extraño, pero en las horas que pasó junto al cadáver de Stanislaw Zukrowski en el motel no había pensado en ese asunto con la intensidad con que lo hacía ahora, mientras las burbujas estallaban en la superficie del río. Con un poco de suerte sólo tendría que matar a alguien más, cobrarse la pieza más importante. Entonces la misión habría terminado y podría regresar a Berlín por fin.

—No lo descubrirán si no es por casualidad. Es hora de volver a Manhattan.

Por unos instantes había olvidado que Donovan estaba allí. Asintió Frida y esbozó algo parecido a una sonrisa, por compromiso. Iban a volver a Manhattan, pero ella tendría que seguir hasta Long Island. A pesar de que ya era verano de repente sintió una corriente de aire helado subirle por la espina dorsal. Encogió el cuerpo debajo de la chaqueta y se subió las solapas. Long Island. Era como si la mano invisible de Einstein, el hombre que había dirigido su vida en la sombra, como un director de teatro que da órdenes a los actores entre bastidores, la atrajese hacia él sin saber que estaba invocando su propia muerte.