No era la primera vez que Frida se despertaba sobresaltada después de soñar con los días que había pasado en Polonia. La mayoría de las veces que le sucedía le costaba ubicarse, estar segura de que era ella, que el sueño había dado paso a la vigilia, reconocer el lugar donde estaba. Menos de un año después de visitar la casa de Agniezska Waleska en Sosnowiec, el barón Von Kleinsberg se lamentaba en silencio porque su hija se hubiera puesto al servicio de la Abwehr. Tenía otros planes más sencillos y más amables para ella. Pero después de haberse enterado de sus verdaderos orígenes la relación entre los barones y Frida ya nunca iba a ser la misma. Ella ya era mayor y había tomado una decisión, y a sus padres no les quedaba más remedio que respetarla. No les había dicho, igual que no le había dicho a nadie, que su padre biológico tal vez podía ser el judío más alabado del planeta, que a lo mejor su afición por la Física podría ser tanto herencia materna como paterna. La posible progenitura de Albert Einstein iba a ser un secreto que se había propuesto guardar el resto de su vida.
La madre de Agniezska Waleska, su abuela, la había invitado a pasar después de cartografiarle la cara y escuchar su nombre y el lugar donde había nacido. Le había enseñado la casa, la habitación de su madre, las fotos, la foto de su Agniezska y Albert Einstein, sonriendo, en la Universidad de Berna, y luego la había invitado a sentarse a su mesa. Siempre sospeché que a mi Agniezska le había sucedido algo en Suiza, le dijo. Algo terrible o muy importante que jamás quiso contarme. Sus caderas eran más anchas cuando regresó, sus pechos más voluminosos, los ojos se le habían vuelto tristes. Nunca fue la misma y no quise preguntarle. Jamás se casó, tan hermosa como era y nunca se preocupó de buscar marido. Le había dado vergüenza contármelo. Jamás lo hizo. Ni siquiera cuando estaba tan enferma, cuando sabía que ya casi no le quedaba tiempo. Pero yo lo sabía. Una madre siempre sabe esas cosas aunque no diga nada.
Frida había apartado la cara con un gesto de repugnancia cuando vio la foto de Albert Einstein en la habitación de su madre, a punto había estado de escupir, como la dueña de la pensión de Berna que le había contado que fue el genio quien se encargó de pagar los gastos de su amante cuando estaba embarazada. No tenía ninguna prueba de que su padre fuera Albert Einstein, pero todos los indicios apuntaban en esa dirección. Pero tampoco iba a cambiar el pasado contándole a la madre de su madre lo que sospechaba, lo que quizá la anciana ya barruntaba o sabía. Estuvo en casa de la madre de Agniezska Waleska hasta que oscureció. La mujer le pidió que se quedase a pasar la noche, que le hiciera compañía, pero Frida sabía que se sentiría incómoda si permanecía más tiempo en aquel lugar. Tenía que marcharse ya, aunque no tuviera ningún sitio adonde ir. No sabía que más de una noche a partir de ese día iba a soñar con la casa de Sosnowiec, con la pensión de Berna donde su madre había esperado meses hasta dar a luz, lejos de su casa, con la ilusión vana tal vez de que un físico famoso, el más famoso, abandonase a su familia para irse a vivir con ella. No sabía que se despertaría más de una vez con la fotografía de Albert Einstein y Agniezska Waleska impresa en la retina, los dos sonrientes, como si tuviesen toda la vida por delante para estar juntos, para ser felices, feliz su madre como si pensase que no fuera posible todavía que el hombre que aún no sabía que sería candidato a ganar el Premio Nobel de Física ocho veces y que al final acabaría ganándolo, cuando ella ya estaría enterrada, la abandonase para siempre.
Se había despertado muchas veces desde entonces, la piel brillando de sudor, las puntas de los rizos mojados, y lo primero que recordaba al abrir los ojos era esa foto de Albert Einstein y Agniezska Waleska que había visto en Sosnowiec. Le había ocurrido en Cracovia, en el hotel, la misma noche que había conocido a su abuela. Le había sucedido en Berlín, en su apartamento, y también en Wannsee, cuando por fin acabó regresando a la casa de los que, al cabo, siempre había considerado sus padres. También en Madrid, cuando conoció a Alfonso Altamira, y ahora le había vuelto a suceder, en un motel del norte del estado de Nueva York, cerca de las cataratas de Niágara, a un tiro de piedra de la frontera canadiense, la última noche que pasó con Stanislaw Zukrowski.
Iban camino de Chicago, pero habían dado un gran rodeo. El día antes Leo Szilard había llamado a Zukrowski a su casa. Frida no quiso identificarse, y procuró hablar con el físico húngaro el menor tiempo posible porque tampoco le convenía que Szilard se diera cuenta de que ella sabía de quién se trataba. Parecía un poco ansioso, aunque ya la habían informado de que Leo Szilard era un tipo vehemente y parlanchín, y suponía que aquellos rasgos de su personalidad eran los que le habían ayudado a convertirse en un hombre combativo que no se rendía ante nada ni ante nadie si tenía que advertir al mundo de los peligros de la militarización de la física alemana. Le pidió a Frida que Zukrowski lo llamara cuando regresase. Añadió que se trataba de un asunto urgente y le contó a Frida que no había podido localizarlo en su oficina.
Pero cuando Frida se lo dijo a su amante, Stanislaw Zukrowski le contó que él también había llamado a Leo Szilard pero que ya no pudo hablar con él, ni en su despacho de la Universidad de Columbia ni en su domicilio.
—Dijo que se trataba de algo urgente —insistió Frida—. Parecía preocupado.
Stanislaw Zukrowski trató de quitarle importancia. Frida no quiso hacerle más preguntas, pero estaba claro que la llamada de Leo Szilard era importante. Ya habían preparado el equipaje y Stanislaw había cogido las dos maletas para guardarlas en el coche. Aunque el viaje desde Nueva York hasta Chicago era muy largo, Zukrowski le había propuesto pasar unos días fuera, conducir por el norte del país, sin rumbo fijo. Aún faltaban seis días para la conferencia del profesor Heisenberg en la Universidad de Chicago. Primero se dirigirían al norte del estado de Nueva York, hasta Niágara, como las parejas de enamorados. Cruzarían la frontera de Canadá, para disfrutar de la mejor vista de las cataratas, a lo mejor adentrarse un poco en el país y luego tal vez bajar por Michigan, cruzar Indiana, y seguir por el estado de Illinois hasta Chicago.
—¿Y no sería que Leo Szilard querría venir a Chicago con nosotros? —insistió Frida.
Zukrowski sacudió la cabeza, de un modo apenas perceptible.
—No creo. Lo más probable es que quisiera ir a visitar a su amigo Albert Einstein a Long Island. Le gusta hacerlo en verano. Ya sabes, para que el viejo sabio no se sienta solo.
Frida se esforzó en mostrar una sonrisa, como hacía cada vez que escuchaba el nombre del profesor Albert Einstein.
—¿Y a ti? ¿No te hubiera gustado visitar a Albert Einstein?
Zukrowski se encogió de hombros.
—Lo he visto un par de veces. Sólo eso. No somos amigos. No creo que se acuerde de mí siquiera. Lo que pasa es que Leo Szilard no tiene coche y no conduce. No es la primera vez que recurre a mí para que lo lleve a algún sitio.
Frida chasqueó la lengua.
—Vaya. Lamento que por mi culpa Szilard no haya podido ir a visitar a su amigo Albert Einstein.
Stanislaw Zukrowski volvió a encoger los hombros, desdeñoso. Le abrió la puerta del automóvil, galante, para que ella subiera.
—Leo es muy persistente cuando se lo propone. Seguro que habrá encontrado a alguien que lo lleve hasta la casa de verano del profesor Einstein.
Frida asintió y se metió en el coche. No tenía sentido preguntar más, y era arriesgado tratar de averiguar más cosas sobre un hecho que carecía de relevancia. En principio, que Leo Szilard fuera a visitar a Albert Einstein en Long Island podría no significar nada. Frida sabía que los dos hombres se conocían desde hacía muchos años, en Berlín. Pero Werner Heisenberg, el jefe del programa atómico alemán, acababa de llegar a Estados Unidos, y no había que despreciar ningún movimiento de Leo Szilard. La mayoría de los científicos pensaba que Albert Einstein estaba acabado, pero ella no había llegado tan lejos para dejar ningún cabo suelto. En otras circunstancias incluso habría podido reírse. El asunto no dejaba de tener su gracia. Ella acababa de emprender un viaje, dando un gran rodeo para llegar a Chicago, y Alfonso Altamira podría estar pasando unos días de vacaciones en la casa que le habían prestado, a un tiro de piedra de la vivienda que alquilaba Albert Einstein en la bahía de Peconic. Pero viajar a Chicago también era importante. Enterarse de las verdaderas intenciones del profesor Heisenberg respecto a las tentaciones de sus colegas para que pidiera asilo en Norteamérica era muy importante para el futuro del programa atómico del Reich. Su misión era ésa, y tal vez concluyese después de haber viajado a Chicago. Lo otro era un asunto personal. Tiempo tendría de visitar Long Island si era necesario. Ahora no debía preocuparse por ello.
Aunque no volvieron a hablar de Leo Szilard durante el viaje, era como si la sombra del físico húngaro planease sobre ellos pero ninguno quisiera decir nada.
El químico polaco se había disculpado antes de llamar por teléfono a su oficina a la hora de comer, en una gasolinera.
—No me quedo tranquilo si no lo hago. He dejado algunas cosas pendientes para poder irme a Chicago y tengo que estar informado —se excusó de nuevo, cuando volvió a la mesa junto a Frida.
—¿Y has podido solucionarlo?
Stanislaw Zukrowski movió la cabeza, disgustado, como si no se tratase de un asunto importante.
—Todavía no. He de volver a llamar luego.
Anochecía ya cuando alquilaron una habitación en un motel, en el condado de Gennesee, antes de llegar a Buffalo, no muy lejos de las cataratas. Stanislaw Zukrowski aprovechó que Frida Klein se había quedado en la habitación deshaciendo la maleta para volver a llamar a su oficina desde la recepción del motel. En la habitación no había teléfono, pero tampoco lo habría usado. Era la segunda vez en el mismo día que llamaba a su oficina y Frida no podía enterarse de la conversación. Tenía que hablar con Poldek Horowitz. Hacía más de una semana que no tenía noticias suyas. Estaba a punto de encontrarse con Werner Heisenberg en Chicago. Leo Szilard, por su parte, había ido a ver a Albert Einstein a Long Island, y él todavía no había sido capaz de averiguar nada sobre la mujer que lo esperaba en la habitación del hotel. Stanislaw Zukrowski trataba de comportarse como si no estuviera preocupado, como si no fueran más que dos enamorados que habían salido de Nueva York para pasar un fin de semana romántico.
Cuando llamó al mediodía a la oficina le dijeron que lo había telefoneado alguien, desde Polonia, seguramente. Saltaron las alarmas. Su secretaria no había podido entender nada de lo que le decía, tan sólo el nombre de Stanislaw, y a duras penas. Ella no hablaba polaco y él no hablaba inglés. En Polonia ya era de madrugada. Ya era demasiado tarde para llamar a la Universidad de Cracovia. No contestaría nadie.
Apenas pudo contener la rabia cuando por la tarde su secretaria le dijo que la misma persona había vuelto a llamar desde Polonia y que otra vez le había resultado imposible hablar con él. Stanislaw Zukrowski asintió. Había colgado el teléfono después de darle a su asistente el número del motel y decirle que se pusiera en contacto con él por la mañana si volvían a telefonearlo desde Cracovia, pero su mano todavía sujetaba el auricular, como si aún le quedase una llamada por hacer o como si al mantener agarrado el teléfono todavía existiese una posibilidad de estar equivocado. El ceño fruncido, pensativo, como si se concentrase en la resolución de un problema complicado. Estaba claro que Poldek había averiguado algo importante. De no ser así, no habría intentado ponerse en contacto con él dos veces en un mismo día. Su amigo había averiguado algo de Frida Klein que él todavía no sabía. Regresó a la habitación convencido de que se encontraba en desventaja.
A pesar de sus dudas se incorporó en la cama cuando Frida se despertó en mitad de la noche, sobresaltada, sudando, nerviosa como si no hubiera podido abandonar todavía la pesadilla, un mal sueño que había sucedido siete años atrás, cuando viajó a Suiza y a Polonia para descubrir quién era.
—Tranquila, mi vida —le dijo, medio dormido—. Tranquila, que estoy aquí contigo.
Había puesto las manos sobre sus hombros, le acariciaba la espalda mojada, pero ella se había hecho un ovillo sobre el colchón, ajena a él, como si a pesar de haber abierto los ojos todavía no hubiera podido regresar de las tinieblas. Stanislaw Zukrowski le apartó el pelo de la nuca y besó su cuello, tratando de restañar una herida invisible. La rodeó con sus brazos y apretó su mejilla contra la suya. Ojalá que la vida fuera más fácil, pensó. Ojalá que Poldek le dijera que la mujer que ahora temblaba entre sus brazos de verdad no era más que una joven alemana que había llegado a Estados Unidos huyendo de los nazis.
Por la mañana tenían previsto cruzar la frontera de Canadá para visitar las cataratas. Aún no sabía el polaco que nunca atravesaría la frontera.
Frida tampoco. Estaba duchándose su amante cuando llamaron a la puerta. Se echó una bata sobre los hombros antes de abrir. Un joven tímido desvió la vista y se disculpó por haber llamado.
—Se trata de algo urgente. Tengo un mensaje para el señor Zukrowski.
Frida se fijó en un papel que traía en la mano, doblado con la pulcritud de un alumno aplicado, y alargó la mano para recogerlo.
—Está en la ducha. Se lo daré en cuanto salga.
El chico le dio las gracias y se retiró. Desde el vestíbulo de la habitación Frida escuchaba el agua de la ducha y una canción que Stanislaw interpretaba con más voluntad que acierto. No se había enterado de que habían llamado a la puerta.
Frida desdobló el papel. En una nota escueta, la secretaria de Stanislaw Zukrowski lo informaba de que lo habían vuelto a llamar desde Cracovia. También había anotado un número de Polonia al que debía telefonear. De todos los lugares del mundo habían tenido que llamar a Zukrowski precisamente desde Cracovia. No podía ser una casualidad. Las casualidades no existen. Ella había estado en Cracovia hacía siete años, se lo había dicho a Stanislaw Zukrowski porque era polaco y éste había intentado averiguar algo sobre ella. El pasado se revolvía y se interponía al presente. Era como si de pronto la habitación se hubiera quedado pequeña. Le parecía a Frida que cuando Stanislaw saliese del baño no habría sitio en aquel cuarto de motel para los dos.
No tenía tiempo de buscar la pistola o el cuchillo en el doble fondo de su maleta. Lo único que tenía a mano era un alfiler con el que se había recogido el pelo. Cerró la puerta de la habitación con llave y respiró hondo.
—¿Ocurre algo, Stanislaw? —le preguntó, cuando éste todavía no se había vestido.
Stanislaw Zukrowski sacudió la cabeza, aunque a Frida le pareció que no la escuchaba o que no había entendido lo que le decía. Miró la nota doblada que ella le mostraba y, al cabo, asintió con la cabeza, muy despacio, como si de pronto hubiera comprendido algo tan obvio que le irritaba no haberse dado cuenta antes, como si lamentase haber sido tan estúpido para no haberse percatado. Se quedó mirándola, y Frida supo que ya no lo hacía como un hombre enamorado de su amante, ni siquiera con el cariño que se mira a una amiga. Había algo extraño en los ojos de Stanislaw Zukrowski, un brillo que no había visto nunca, un resplandor que correspondía a una revelación súbita. Primero la había mirado sin comprender, y enseguida se dio cuenta Frida von Kleinsberg de que Zukrowski sabía o sospechaba que detrás de la brillante licenciada en Física Atómica se escondía una resuelta agente de la Abwehr.
—¿Ocurre algo, Stanislaw? —repitió Frida la frase, más despacio que la primera vez, deteniéndose en cada sílaba—. Han venido a traerte un mensaje. Parece que alguien de Cracovia quiere hablar contigo. Y se trata de algo urgente.
Stanislaw Zukrowski seguía mirándola, muy fijo, como si al hacerlo pudiera escarbar bajo la capa de la científica que ocultaba a la espía, Hyde debajo de Jekyll. Frida von Kleinsberg debajo de Frida Klein. Llevaba anudada la toalla a la cintura y había cogido su bolsa de viaje para buscar ropa limpia, pero Frida no supo si en realidad quería tirársela y estrellársela en la cara o golpearle con los refuerzos metálicos de la maleta hasta matarla.
—Pues no sé muy bien lo que ocurre —dijo, sin embargo, dejando despacio el equipaje sobre la cama, como si no estuviese seguro de hacer lo correcto—, pero me da la sensación de que tú podrás aclarármelo.
A Frida le hubiera gustado tener a mano al menos su cuchillo, pero desde que se había marchado a vivir con Stanislaw Zukrowski lo tenía oculto en la maleta. Hubiera sido demasiado engorroso tener que explicarle, no que llevaba un cuchillo —al cabo, ella era una mujer que había atravesado media Europa y el Atlántico sola, conque no estaba de más ni sería de extrañar que tomase precauciones—, sino que seguía llevándolo por las calles de Nueva York o, peor, cuando estaba sentada en su casa, leyendo tranquilamente en el salón o tomando café con la señora Goldsmith.
—¿Aclararte el qué, cariño?
Stanislaw Zukrowski avanzó hacia ella, y Frida retrocedió un paso.
—Stanislaw, por favor, ¿qué te ocurre?
—Quién eres, Frida.
—No sé de qué me estás hablando.
—Pues yo estoy seguro de que sí lo sabes. ¿Qué pretendes, Frida? ¿Qué has venido a buscar a Nueva York?
—He venido huyendo de los nazis, como casi todos vosotros. Eso ya lo sabes.
—Eso es una coartada. Una buena coartada, pero sólo eso.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Lo que oyes. Vamos a ir a ver a la policía. Estoy seguro de que tendrás muchas cosas que contarles.
La había agarrado por un brazo, y apretaba. Le estaba haciendo daño. No pudo Frida, no quiso, evitar un gesto de dolor y retorcerse, pero Stanislaw Zukrowski apretó más fuerte.
—¿Qué esperabas? ¿Sacarme información? Claro: Altamira no te servía. El viejo español es un ermitaño aislado en Brooklyn. Te interesaba alguien que viviera en Manhattan, alguien mejor relacionado con los científicos exiliados. Pero tampoco creo que yo fuera el más importante, ¿verdad, Frida?, el último eslabón de la cadena al que querías llegar.
La sujetaba ahora con las dos manos, la empujaba mientras le gritaba. El científico educado de maneras amables había dejado paso a un hombre furioso, no sólo porque una espía hubiera conseguido infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados de Nueva York, sino porque una mujer hermosa lo había engatusado y lo había engañado. Stanislaw Zukrowski la sacudía, y Frida von Kleinsberg hacía como que temblaba. Sabía que era una agente alemana, y eso significaba que alguien la había descubierto, pero estaba segura de que el hombre que ahora la zarandeaba y estaba a punto quizá de abofetearla antes de llevarla a la policía no podía imaginar que ella no dudaría en matarlo si con ello contribuía al éxito de su misión. Lo supo Frida desde el momento en que se sintió descubierta: ya mató una vez porque tuvo la ligera sospecha de que el hombre del barco pudiera conocerla, cómo no iba a terminar ahora con la vida del hombre que la había descubierto.
—Stanislaw, por favor. Me estás haciendo daño.
Pero sus quejas no surtieron efecto. El joven científico tenía los ojos encendidos, y no dejaba de apretar, cada vez más, la tenaza de sus brazos. Si seguía así más tiempo, estaba segura de que le pararía la circulación.
—¿Adónde querías llegar, Frida? ¡Adónde!
Él gritaba, pero Frida bajó la voz. No le convenía alertar a los otros clientes del motel, que alguien llamase a la puerta para preguntar qué pasaba.
—No sé de qué me estás hablando, Stanislaw. Te lo juro. No me grites.
—Primero Alfonso Altamira, luego yo. Y después quién, Frida, quién.
Lo dijo y se quedó un instante callado, como si le hubiera cruzado un relámpago por delante de los ojos, un fogonazo que lo iluminara entre tanta confusión.
Asintió levemente, incluso aflojó un poco la presión sobre los brazos de Frida. Leo Szilard, dijo. Leo Szilard es el siguiente.
—Pero ¿qué dices? ¿Qué interés puedo yo tener en conocer a Leo Szilard?
Stanislaw Zukrowski la empujó contra la pared. Le puso una mano en la boca y acercó su cara a la de ella. Se llevó el dedo índice de la mano libre a los labios, con un movimiento rápido, imperativo.
—Cállate, Frida. Cállate.
Frida intentó decir algo, pero la mano de Stanislaw le apretaba los labios.
—Te has acercado mucho, querida, pero lamento decirte que no has conseguido nada. Ahora vamos a dar un paseo los dos hasta una comisaría. Lo más probable es que la policía te retenga en un calabozo hasta que unos hombres de paisano vengan a interrogarte. Yo mismo me encargaré de avisarlos. Y tal vez ellos no sean tan considerados como yo. No podréis vencer —añadió, sacudiendo la cabeza.
Frida sonrió, con desprecio.
—Se trata de la bomba atómica, ¿verdad?
Frida esta vez se limitó a mirarlo, sin hacer ningún gesto. Qué más daba lo que fuera. El caso es que la había descubierto.
—Puedes estar segura de que Leo Szilard conseguirá que Albert Einstein se ponga de nuestra parte, y entonces la bomba atómica alemana no habrá sido más que un sueño. Y tú, querida mía, te enterarás del final de Hitler desde una cárcel americana. Eso, si tienes suerte. No es el mejor momento para que un juez se muestre indulgente con una espía nazi.
Apenas había terminado la frase Stanislaw Zukrowski cuando sintió cómo los dientes de Frida se clavaban en la mano que le tapaba la boca. Sintió que le había arrancado un pedazo de carne, no por el dolor —el mordisco había sido muy rápido y el verdadero dolor aún tardaría unos segundos en llegar—, sino por la mancha oscura de sangre que vio en los labios de ella antes de cerrar los ojos y contener un alarido.
Sin detenerse a mirar la herida le lanzó una bofetada con la otra mano, pero Frida von Kleinsberg ya se había apartado de la pared y Stanislaw Zukrowski trastabilleó al ser arrastrado por su propio impulso. Por un instante la mujer había dejado de ser una bella física alemana y se había convertido en un fantasma. Antes de que pudiera girarse sintió como si le hubieran clavado un aguijón en el costado y se le hubiera quebrado algo dentro. En el suelo, Frida von Kleinsberg se levantaba con rapidez. Había dado un salto para poder hacerle más daño y se había caído al suelo después de haberle roto una o dos costillas. Stanislaw Zukrowski trató de ponerse derecho pero no pudo evitar que los huesos que acababan de crujir bajo su piel protestaran. Le costaba respirar, pero logró empujar a Frida contra la pared en el mismo momento que se levantaba. Despeinada, con la bata abierta, parecía una tigresa herida que no sabe si saltar sobre su presa o escapar y esperar el momento más oportuno para volver al ataque. Pero entre los planes de Frida von Kleinsberg no estaba marcharse de allí. Era una fiera acorralada que ya no tenía otra escapatoria que matar o morir. Lo vio en sus ojos Stanislaw Zukrowski, pero a pesar de ello estaba convencido de que su fuerza de hombre doblegaría a la mujer con la que había convivido durante las últimas seis semanas si se empleaba a fondo. Le lanzó una bofetada que Frida detuvo a duras penas con un brazo. Volvió a cargar con la otra mano para golpearle el rostro, pero el dolor de las costillas lo hizo detenerse una fracción de segundo. Frida von Kleinsberg no lo dudó. Aprovechó para bajar la cabeza y lanzarla hacia delante. Antes de que la segunda bofetada llegase al rostro de Frida, la cabeza de ésta ya se había estampado contra su rostro y la mano apenas alcanzó a golpear la melena de la mujer que se había soltado con la pelea. Luego se dio cuenta de que por las aletas de la nariz le bajaban dos ríos de sangre, y se acordó de que un instante antes había escuchado un chasquido. Se le había ocurrido entonces, con la velocidad que la adrenalina imbuía a sus pensamientos, que Frida se había abierto el cráneo al golpearle, pero ahora no le quedaba más remedio que reconocer que era su nariz la que se había roto. La dulce científica berlinesa era un hueso mucho más duro de roer de lo que parecía. Lo había engañado totalmente, reconoció, no sin dejar de sentir cierta admiración por ello. Para reducirla tendría que emplearse a fondo, tal vez hasta el límite de sus fuerzas. Cada vez que respiraba sentía que los pulmones no le cabían en el pecho y que las costillas se le clavaban en la carne. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no doblarse de dolor cuando el aire entraba en su cuerpo. Sentía el corazón encabritado palpitarle en la nariz rota, y por un instante el mundo se había vuelto borroso. Frida von Kleinsberg también respiraba con dificultad, pero el único resto de sangre que presentaba era el que aún le quedaba en la boca después de haberle arrancado un trozo de carne de la mano de un mordisco. Entonces se acordó Stanislaw Zukrowski de que la mano también le dolía, le dolía mucho, y hasta ese momento no pensó de verdad que era posible que no saliera con vida, que una mujer que hasta cinco minutos antes le había parecido tan frágil pudiera haberlo golpeado con tanta fuerza y fuera capaz de matarlo si se lo proponía. Podría haber pensado Stanislaw Zukrowski también en lo que sucedería si ella era capaz de matarlo, si lograría llegar hasta Leo Szilard y engañarlo también e impedirle que consiguiera lo que se había propuesto. Era una idea descabellada que Frida Klein pudiera interferir en la reunión que Szilard estaba a punto de tener con el profesor Albert Einstein, pero después de lo que acababa de pasar, de lo que estaba sucediendo en ese momento, Stanislaw Zukrowski creía que cualquier cosa, por muy inverosímil que pareciese, era posible. Aunque no disponía de mucho tiempo para pensar en todas las cosas que podían pasar si no era capaz de detener a la fiera que a dos metros de él le enseñaba las uñas, los ojos inyectados en sangre, dispuesta a saltar para dar el zarpazo definitivo. Lo único que le preocupaba ahora, lo más importante, era salvar su vida. Si no era capaz de solucionar eso, ya no sería posible hacer nada, y Frida Klein habría conseguido su objetivo, cualquiera que éste fuese. Con la intención de aplastarla contra la pared saltó sobre ella. Stanislaw Zukrowski calculó que debía de pesar unos veinticinco kilos más que Frida, y veinticinco kilos tendrían que ser suficientes para inmovilizarla. La alemana, aunque había iniciado el movimiento para esquivar el empellón, no pudo evitar que su espalda chocase contra la pared. Retumbó toda la habitación, como si al motel lo hubiera alcanzado el coletazo de un pequeño terremoto. Algunos cuadros se cayeron y los cristales estallaron en pequeños trozos afilados. Stanislaw Zukrowski consiguió tumbarla en el suelo, y se pegó a ella, sin dejarla moverse. Te vas a estar quieta ahora, le dijo. Te vas a estar quieta y alguien va a llamar a la policía. Ya no va a ser necesario que te lleve hasta una comisaría porque seguro que con este jaleo alguien habrá llamado a la policía. La sangre que le bajaba por la nariz manchaba la bata de Frida. A horcajadas sobre ella, la apretaba con sus piernas, impidiéndole mover las suyas. Con cada mano le sujetaba una muñeca. Frida ni siquiera oponía resistencia. Sería inútil en la posición tan precaria en la que se encontraba.
Encima de ella, Stanislaw Zukrowski jadeaba, al límite de sus fuerzas. Frida todavía no había escuchado a nadie en la puerta. Era la última oportunidad que tenía, que nadie se hubiese enterado de la pelea. La cuestión estribaba en dejarse vencer o en matar. Si la entregaban a la policía era posible que no la sentasen en la silla eléctrica, pero sus días como agente de la Abwehr habrían acabado para siempre, y, lo peor: no habría podido terminar la misión, ahora que por fin tenía, no sólo la sensación, sino también el convencimiento, de estar a punto de averiguar algo importante. Podría pasar varios años en una cárcel de Estados Unidos, y no era aquello lo que más le seducía. Y Stanislaw Zukrowski, el químico polaco con el que había compartido el último mes y medio y que ahora, con la nariz y los labios y la barbilla manchados de sangre y algunos huesos rotos, ya no presentaba ese aire de galán de Hollywood, estaba sobre ella, impidiéndole levantarse, impidiéndole moverse. Probablemente estaba tratando de reponer fuerzas o pensando en la manera de cambiar de postura sin dejar de inmovilizarla. Era imposible. Tenía que hacer algo. Frida sabía que el dolor de las costillas rotas —estaba segura de que le había roto más de una— se volvía más agudo a medida que pasaban los minutos. No podían quedarse allí eternamente. Es posible que el tiempo jugase a favor de ella y pudiera revolverse en el suelo en cuanto advirtiese el menor atisbo de flaqueza en los brazos de Stanislaw Zukrowski. Pero también, mientras tanto, podría alguien pasar junto a la puerta y el científico alertarlo, o a lo mejor gritaría para pedir socorro y cualquiera que estuviese cerca podría escucharlo y llamar a la policía. Clavó sus ojos en los de Stanislaw Zukrowski, que le sostuvo la mirada sin abrir la boca. Pero el dolor que sentía era palpable en el fondo de sus iris azules. La nariz, hinchada después de quebrarse tras el cabezazo, presentaba un color azulado. Respiraba por la boca, con dificultad, se notaba que contenía a duras penas un gesto de dolor cada vez que los pulmones se le llenaban de aire.
Recordaba que le había clavado las rodillas en el costado izquierdo, por tanto, aquél era su flanco más débil. Y la mano izquierda de Stanislaw Zukrowski era la que sujetaba el brazo derecho de Frida. Y el puño cerrado de su mano derecha guardaba la pinza con la que se había sujetado el pelo. Se lo tenía que jugar todo a una carta. De los luchadores que peleaban cuerpo a cuerpo sabía que el momento en que el adversario resultaba más vulnerable era justo cuando acababa de soltar el aire de los pulmones, inmediatamente antes de volver a inspirar. Con Stanislaw Zukrowski era fácil averiguarlo, pues su respiración era tan fuerte y pesada como la de un boxeador que ha llegado al límite de sus fuerzas al último asalto. Era posible que sólo tuviera una oportunidad, así que Frida esperó unos segundos, contando mentalmente el tiempo que el científico polaco tardaba en volver a tomar el aire después de haberlo soltado. Esperó un poco, le dio tiempo para que se relajara y se confiara. Ella relajó el cuerpo bajo el peso de él, procurando que lo notase, como si hubiera claudicado después de darse cuenta de que no tenía ninguna posibilidad de escapar. Antes de intentarlo lo miró a los ojos, muy fijo, sin pestañear, y luego dio un tirón de su mano izquierda, para distraerlo. Stanislaw Zukrowski no pudo evitar echar el peso del cuerpo hacia su derecha, para impedir que se moviera, pero aún no había terminado el movimiento cuando Frida empujó con todas sus fuerzas con la diestra. Desprevenido, cuando Stanislaw Zukrowski trató de recuperar la compostura para repartir equilibradamente la presión sobre los dos brazos de ella, Frida ya había conseguido levantar un par de centímetros su mano del suelo. Él había tardado un poco más en reaccionar ahora, apenas un instante porque el dolor de las costillas rotas le había impedido mover el brazo izquierdo con la misma rapidez que el derecho. Apenas una fracción de segundo, pero fue suficiente para que Frida pudiera retorcer la muñeca y librarse del cepo. Al intentar volver a agarrar la mano que ella había liberado, desesperado, Stanislaw Zukrowski aflojó la presión que ejercía sobre el otro brazo y sobre las piernas y Frida aprovechó para girarse un poco, lo suficiente para, aprovechando que él ahora cargaba el cuerpo sobre el otro lado, poder empujarlo con su brazo izquierdo, que todavía sujetaba con fuerza. Consiguió que resbalase de ella un poco, lo bastante para poder morderle de nuevo la mano en el mismo lugar donde le había dado un bocado unos minutos antes, después de que la pusiera en su boca para hacerla callar. La otra mano de Frida, la que guardaba la aguja del pelo, seguía cerrada y ahora estaba protegida detrás de su espalda. Al girarse para no perder la posición de ventaja sobre ella, Stanislaw Zukrowski había vuelto a encontrar la rodilla de Frida en su costado. Había sido una casualidad, pues Frida había movido las piernas para intentar liberarse. Se mordió los labios el científico, reprimiendo el dolor a duras penas, y Frida aprovechó para retorcer la muñeca y librarse de la única mano del hombre que todavía la sujetaba. Le oyó decir una blasfemia en su idioma, un par de palabras que no entendió, y cuando Stanislaw Zukrowski consiguió recuperar la posición de ventaja sobre ella, Frida von Kleinsberg ya le había clavado una vez la aguja en la garganta, a la altura de la nuez. La miró el científico como si no comprendiera, con el ceño fruncido, y antes de que pudiera decir nada la aguja volvió a entrar de nuevo en su garganta, una vez, otra, y otra más. Manoteaba torpemente el polaco, no podía respirar, trataba a duras penas de contener las embestidas, pero Frida ya había conseguido clavarle la aguja en el cuello demasiadas veces como para que tuviera alguna oportunidad. Luego se llevó las manos al cuello, por instinto, para protegerse, pero Frida no dejaba de asestar punzadas certeras en su tráquea, en su carótida, por la que se le escapaban turbiones de sangre tibia y burbujas que estallaban en minúsculas gotas rojas. Y ahora era ella la que ponía una mano en su boca, impidiéndole que gritase, no dejándole que pidiera ayuda. Era ella quien cubría con sus dedos los labios que había besado y acariciado tan demoradamente durante las últimas semanas, y él no podía hacer nada porque la vida se le escapaba en cada latido de su corazón, que regaba de sangre la alfombra. No podía hacer nada salvo cerrar los ojos para siempre después de lamentar su estupidez y su mala suerte.