Te levantas una mañana y ya no eres tú. La casa donde has vivido desde que eras pequeña ya no es tu casa, la cama en la que ahora estiras el cuerpo para desentumecer los músculos ya no es la tuya, aunque hayas pasado la noche en ella tratando de conciliar un mal sueño, un sueño que se te escapaba y no podías perseguir. Ya no te parecen tuyas la habitación y la cama, aunque sean la única cama y la única habitación que has considerado tuyas durante toda tu vida. Todavía no has viajado. Ni siquiera has salido nunca de Alemania, y aún no sabes que lo harás muy pronto. Llevas cinco años en Berlín, en la casa de tu familia en la capital, y mientras has estado estudiando regresabas a la finca de los Von Kleinsberg en Wannsee cada viernes, porque esa mansión en la que ahora estás, aunque ahora sientas que no te pertenece, la consideraste siempre tu hogar, el lugar donde te criaste, donde aprendiste a montar a caballo y a navegar. Acabas de cumplir veintiún años y estás muy enfadada. Tu padre y tu madre —los sigues llamando así a pesar de todo— han esperado hasta ahora para contártelo, no sabes por qué lo han hecho, no sabes por qué han esperado tanto, pero todavía crees, cuando te has levantado al día siguiente, que se trata de una broma pesada. Te lo han contado porque dicen que tú ya lo sospechabas o que lo averiguarías tarde o temprano, que durante tus veintiún años de vida no han podido dejar de pensar un solo día en que alguien con mala intención pueda deslizar algún comentario indiscreto que te haga daño. Pero ya eres mayor. Ya no hay por qué ocultarte la verdad por más tiempo, Frida. Te lo ha dicho tu padre, el barón, ayer por la tarde, un día después de tu vigésimo primer cumpleaños. Te adoptamos cuando eras una recién nacida. Antes aún, porque ya lo habíamos arreglado con… —al barón Von Kleinsberg le cuesta seguir hablando, no es capaz de decir que otra mujer es tu madre delante de la baronesa.
La baronesa, la que hasta ahora ha sido tu madre, estaba a tu lado, con gesto grave. A pesar de eso eres nuestra hija, nuestra pequeña, siempre lo has sido y siempre lo serás, añadió el barón. Nuestra Frida. Nuestra Liebchen Frida. Somos tus padres y tú eres nuestra hija de igual manera, esto no puede cambiar nada, pero creemos que tienes derecho a saber la verdad.
No te lo querías creer. Si no conocieras al barón, siempre tan serio, siempre tan circunspecto, habrías pensado que se trataba de una broma, de una broma pesada.
Hemos pensado que es mejor que lo sepas, te dijo tu madre, porque a pesar de todo, a pesar de lo enfadada que estás, no puedes dejar de pensar en ella salvo como tu madre, Frederika von Kleinsberg, la hermosa esposa del barón Von Kleinsberg.
Enfadada, te fuiste a la cama. Cerraste la puerta de tu habitación y escondiste la cabeza debajo de la almohada, como si de pronto volvieras a ser la niña a la que le daban miedo los fantasmas y su padre tenía que venir a contarle un cuento para que se durmiese. Pero esta noche el barón no va a venir, lo sabes, y también sabes que si llama a la puerta le gritarás que no te moleste.
Por la mañana te has levantado. Has bajado a desayunar y has esperado hasta estar los tres solos en la mesa enorme que está junto a la chimenea para preguntarle el nombre de tu madre, de tu verdadera madre, y cuando has hablado de tu verdadera madre la baronesa ha bajado los ojos y por un momento te ha parecido que apretaba los párpados para contener las lágrimas, para que no te dieras cuenta del daño que le estabas haciendo al pensar en otra mujer como tu madre.
El barón niega con la cabeza, conciliador. Te dice que nunca supieron su nombre, pero tú no te lo crees. Le dices que tienes derecho a saberlo. No estás enfadada con ellos por no ser tus padres, porque, al cabo, lo son. Estás enfadada contigo misma por no haber sido capaz de darte cuenta nunca, en todos estos años, de la verdad. Estás enfadada con ellos porque te han mentido, porque tal vez podrían haberte mentido siempre y no habrías sido capaz de darte cuenta. Te quedas callada y miras la casa, el salón enorme, los cuadros valiosos que adornan las paredes, el jardín y los árboles que puedes ver al otro lado de las ventanas, y ya no consideras tuyo nada de lo que ves. Piensas que no te pertenece, te castigas diciéndote que no te lo mereces. Ya han terminado las clases en la universidad. El verano ha empezado pero les dices a los barones —aún pasará mucho tiempo hasta que te refieras a ellos de nuevo como tus padres— que te quieres volver a Berlín. Ellos no creen que este verano no vayas a navegar, con lo que te gusta, con la destreza que has demostrado siempre al manejar el pequeño barco que lleva tu nombre en el embarcadero, que no vas a montar tu yegua favorita, que no quieras asistir a las fiestas en las mansiones del lago Wannsee ese verano, con tus amigas, con tus primas. Sabes que ahora ellos se arrepienten de haberte dicho la verdad. A lo mejor lo han hecho porque consideraban que era su obligación, tal vez necesitaban liberarse de esa carga. Pero ya no hay vuelta atrás. Ya sabes que no te detendrá nadie hasta que sepas el nombre de la mujer que acordó entregar su hija a los barones Von Kleinsberg antes incluso de que hubiera nacido. Quieres saber su nombre, te miras al espejo y ahora te preguntas si te parecerás a ella, de repente han desaparecido todos los rasgos de tu rostro que te acercaban a quienes habían sido hasta ahora tus padres. Tus ojos ya no son del mismo color que los de la baronesa. El color de tu pelo ya no es el mismo color del pelo que te han contado que la hermana del barón tenía cuando era joven. Piensas que en alguna parte puede haber alguna mujer que cuando la veas será como si te mirases en un espejo que te devolverá tu rostro envejecido, envejecido y torturado tal vez por el recuerdo. Te llamas Frida von Kleinsberg, pero ya no eres Frida von Kleinsberg. Ya no sabes quién eres, y todavía no sabes que habrá de pasar mucho tiempo hasta que vuelvas a sentarte junto a la chimenea del salón de la casa de Wannsee con el barón y la baronesa sin poder apartar de tu cabeza el pensamiento de que no son tus verdaderos padres, sentarte entre los dos, como si otra vez fueras una niña, sentirte protegida por el calor de sus cuerpos, pensar que el tiempo puede detenerse o que es posible viajar hacia atrás y cambiar el pasado.
Es el barón el que te dirá el nombre, siete semanas después de que te hayas marchado a Berlín. Tu padre sigue pasándote la asignación mensual como si no te hubieras marchado nunca de la casa familiar de Wannsee, como si a la baronesa ahora no le costase conciliar el sueño cada noche, como si a él no le entristeciera que su pequeña los hubiera abandonado porque habían cumplido con la obligación de decirle la verdad. Para tu padre —a pesar de todo es tu padre— sigues siendo su pequeña Frida, y que te hayas marchado a la casa de Berlín enfadada no es más que la rabieta lógica de alguien cuya vida ha dado un vuelco al descubrir que es adoptado. Pero tú quieres saber quién es tu madre, quieres saber su nombre, sólo por curiosidad. Todavía no sabes que viajarás a Berna, tú sola, y luego a Cracovia, y que conocerás a la madre de tu madre. Todavía no puedes imaginar quién puede ser tu padre. No dejarás de pensar el resto de tu vida que todo habría sido más fácil si el barón y la baronesa no te hubieran dicho la verdad y tú no te hubieras empeñado en desenterrar el pasado. Tu existencia habría sido más sencilla y más plácida. Habrías tenido la misma vida que les esperaba a tus amigas o a tus primas: un marido acaudalado, tres o cuatro hijos, sentarte a tomar pastel de manzana las tardes de invierno en una casa espaciosa junto al lago Wannsee, disfrutando de la vista de las copas nevadas de las hayas mientras el fuego de la chimenea aviva el color de tus mejillas.
Pero la vida de Frida von Kleinsberg ya no va a ser la misma. Lo sabes, y te preguntas si, al cabo, tal vez no lo supiste siempre.
Fue en Berna, cuando naciste. Te lo dice el barón, resignado. Al cabo, tienes derecho a saber la verdad. Había una joven licenciada en Física. El barón sonríe cuando te lo dice y añade que siempre pensó que tu interés y tu talento para la ciencia eran seguro una herencia materna, que no eras como las demás niñas con las que te criaste. No sabía el barón quién era tu padre, y luego, cuando tú lo sospeches, preferirás que no lo sepa, que no lo sepa nadie, ni siquiera tu madre. Ése va a ser tu secreto durante el resto de tu vida. Te lo vas a llevar a la tumba. Años después, cuando cruces el océano para cumplir una misión de la Abwehr, antes de que mates por primera vez a un hombre, pensarás que tal vez ése es tu castigo por haber hurgado en el pasado, por haberte enterado de lo que no debías enterarte.
Agniezska Waleska. Ése es su nombre. Te quedas sin aliento cuando lo escuchas. El barón frunce el ceño. No comprende qué te pasa. Es un noble acaudalado pero no es un hombre de ciencia. No puede imaginar que tú ya conocías el nombre de Agniezska Waleska antes de saber que era tu madre, que habías estudiado sus investigaciones. La ecuación de Agniezska Waleska, que habría desentrañado los secretos del átomo antes que el mismísimo Niels Bohr si no hubiera muerto tan joven. Sabes que era polaca, que hubiera sido la nueva Marie Curie si el destino no hubiera truncado su carrera de mala manera. No sabes de qué murió o no lo recuerdas, porque a pesar de todo el nombre de Agniezska Waleska no ha significado mucho para ti. Sólo sabes que enseñaba Física en la Universidad de Cracovia, y alguna vez has escuchado que si se hubiera marchado a Berlín podría haber llegado mucho más lejos.
Agniezska Waleska. Te das cuenta de que tu apellido también podría haber sido polaco, que podrías haber nacido en Berna y haberte criado en Cracovia en lugar de en Berlín. Todavía no sabes por qué naciste en Berna. Todavía no lo sabes, pero ya no puede haber vuelta atrás. Es al primer sitio al que vas a ir. Se lo dices al barón, y él te pide que no lo hagas. Cuando uno mete los dedos en el pasado es posible que encuentre cosas que no le gusten, que le cambien la vida para siempre, te advierte tu padre. De repente te das cuenta de que ya no te ordena el barón, que ya no te trata como una niña. Ahora te aconseja, casi te ruega que no vayas a Berna. Todavía no puede imaginar él, y tú tampoco, que no volverás a Alemania hasta conocer toda la verdad, hasta averiguar el más recóndito de los secretos, que ya nunca serás la misma cuando regreses. No sabes aún que después de Berna viajarás a Cracovia, que visitarás la universidad donde Agniezska Waleska, tu madre, dio clases, que buscarás algún puente del pasado que pueda llevarte hasta el presente, y que una vez que lo encuentres ya nunca más volverás a ser la misma.
Y a pesar de que ya has cumplido los veintiún años todavía eres la niña mimada por el barón Von Kleinsberg que nunca ha viajado sola cuando tomas un tren hacia el sudoeste, para cruzar la frontera suiza. No sabes todavía, cómo podrías, que menos de un año después cruzarás la frontera de Bélgica con otros tres estudiantes para secuestrar a Albert Einstein. Ahora no sabes mucho de Albert Einstein. Todavía no puedes saber que lo odiarás tanto. Dentro de un año participarás en una misión a cargo de la Abwehr, pero ahora, con veintiún años, enfadada con tus padres adoptivos porque te han tenido engañada toda la vida, ni siquiera has escuchado hablar del servicio secreto. En el fondo sabes que ellos están seguros de que se trata de una rabieta, que para ti son tus padres, que lo son a pesar de todo y que los vas a seguir queriendo igual porque te han criado y te han querido como la hija suya que eres. Pero no puedes dejar de saber qué ha sido de la que fue tu madre, enterarte de quién es tu padre si ella está muerta, porque tal vez tu padre viva, tal vez tu padre pueda contarte lo que pasó. Desde que el barón te dijo la verdad no has podido pensar en otra cosa. Incluso has buscado en tus apuntes de la universidad las notas del día en que el profesor te enseñó la Ecuación de Waleska, que trataba de predecir los movimientos caprichosos de las partículas subatómicas.
En Berna nadie se acuerda de Agniezska Waleska, pero todo el mundo parece recordar a Albert Einstein con nostalgia o con orgullo. No en vano, el genio no ha querido renunciar nunca a la ciudadanía suiza. A ti te hace gracia porque todavía no sabes que lo vas a odiar el resto de tu vida. En la oficina de patentes donde evaluaba artilugios como funcionario de segunda clase mientras trabajaba en la Teoría Especial de la Relatividad hay varias fotografías suyas. Todos dicen que lo recuerdan, todos presumen de haber sido sus amigos. En la universidad donde empezó a dar clases a tiempo parcial sucede lo mismo. Fotos de él en las paredes, en los pasillos, en las aulas, pero nadie parece acordarse de la pobre Agniezska Waleska, que se quedó embarazada en un país extranjero cuando tenía exactamente los mismos años que tú tienes ahora cuando buscas su recuerdo. Te imaginas a ti misma, embarazada y sola en un país que no es el tuyo; embarazada, sola y soltera, sin poder volver a tu casa porque te avergüenza tu estado. Sabes que a tus padres les destrozarás la vida, sabes que la gente te mirará mal y no te perdonarán nunca ser una madre soltera. No quieres que toda tu vida sea una tragedia, te gustaría algún día dar clases en una universidad pero para una madre soltera en los primeros años del siglo XX las cosas no son tan fáciles. Ni siquiera lo serían para ti en 1932, así que no te cuesta imaginar la época tan difícil que tuvo que pasar tu madre veintidós años antes, en esa misma ciudad que visitas ahora, vistiéndose con ropa holgada para ocultar su vientre abultado y culpable, procurando no mirar a los ojos de nadie para que no la señalen con el dedo, hasta que de pronto, un día, un industrial alemán que ha viajado a Berna para atender sus negocios le ofrece dinero. Es la casera de la pensión donde Agniezska vive la que se lo ha dicho. Conoce a la muchacha y sabe lo que está sufriendo. A pesar de su estado cada semana paga puntualmente la habitación y la comida. La dueña de la pensión está segura de que el padre de la criatura se está haciendo cargo de los gastos. Han pasado más de veinte años y todavía se acuerda de Agniezska Waleska. Es el barón el que te ha dado la dirección de la pensión de Berna. La mujer te mira como si estuviera segura de que algún día vendrías a preguntar por tu pasado. El barón Von Kleinsberg se portó bien, te cuenta. Se hizo cargo de ti cuando naciste y tu madre pudo regresar a Cracovia sin que nadie se enterase de lo que había pasado. Te pareces a tu madre, añade. Te pareces mucho. Tienes su pelo, y sus ojos. ¿Y mi padre? ¿Me parezco a mi padre? La anciana deja ver una boca desdentada, y sonríe de mala manera. A tu padre no te pareces, te dice. Parece que le dieran ganas de escupir al pensar en tu padre. Sacude la cabeza. Nunca me gustaron los judíos. Los judíos están por todas partes. Otra vez te parece que está a punto de escupir. Tú no sabes por qué pero tampoco te gustan los judíos. Te lo han enseñado desde niña. Los judíos no les gustan a tus padres, ni a tus primas, ni a ninguna de tus amigas con las que te has criado en Wannsee. Los judíos y los comunistas han estado a punto de arruinar a Alemania. En enero habrá elecciones, y si las gana el Partido Nacionalsocialista las cosas se pondrán muy difíciles para los judíos de Alemania. Tragas saliva, apenas te sale un hilo de voz. Todavía estás lejos de ser la agente entrenada por la Abwehr a la que no le cuesta esconder sus emociones. ¿Quiere usted decir que mi padre era judío? La dueña de la pensión vuelve a torcer la boca, en una mueca de asco, como si quisiera hacer un nudo con los labios. Era un judío el que pagaba las facturas de Agniezska. Era un judío el que venía a verla a escondidas de su mujer, el que tal vez le había prometido que se casaría con ella pero faltó a su palabra. Era un hombre casado, tenía dos críos pequeños.
Te sientas, de pronto parece que la habitación en la que estás con la mujer se ha quedado sin aire. Quién era, le preguntas, y te parece que a la mujer le da pena de ti. Quién era mi padre.
No puedo estar segura de que él fuera tu padre, pero dos y dos siempre han sido cuatro.
Quién era. Ya no sabes si hablas o simplemente la miras inquiriendo la respuesta. Quién era el hombre que pagaba las facturas. Cómo se llamaba.
La mujer se levanta y te acaricia la mejilla. De su rostro ha desaparecido la mueca de repugnancia al hablar de tu padre. ¿Quieres que te traiga algo, pequeña?, te pregunta. Tienes mala cara.
Quién era, insistes. Quién era mi padre.
Ya te he dicho que no estoy segura. Hace tanto tiempo que ya no puedo estar segura de nada.
Quién era. Quién era. Primero quieres enterarte, cueste lo que cueste, pero no sabes todavía que un instante después de saberlo te vas a tapar los oídos y vas a salir de la pensión corriendo, sin mirar atrás, corriendo a la calle y llorando porque ni siquiera te has dado cuenta —o no has querido darte cuenta— hasta que te han dicho la verdad, la que puede ser la verdad, la verdad, que duele tanto. Hace tres semanas ni siquiera sabías que eras adoptada, y ahora es como si un ángel sin sentimientos te hubiera expulsado del Paraíso. Ahora ya sabes el nombre de tu madre y que quizá lleves en tus venas sangre judía. Tienes ganas de vomitar, y no sabes todavía que aún pasarán siete años hasta que te encuentres cara a cara con Albert Einstein y que durante ese tiempo habrás averiguado todo sobre su vida, que te enterarás de cosas que nadie sabe, que habrás acumulado tanto odio en tu corazón que a veces tendrás ganas de abrirte las venas para expulsarlo. No sabes todavía, ni siquiera lo sabrás cuando hayas llegado a Nueva York siete años después, que podrás ver su cara de cerca, en una playa, que hablarás con él y que otra vez tendrás que contener las arcadas que te subirán desde el estómago, como si todavía fueras la joven inocente que se apoyaba en la pared de una calle de Berna, sin poder contener las lágrimas de rabia y de desesperación y de odio, después de haberse enterado del nombre del que podía ser su padre.
De repente te has dado cuenta de que el nombre de Albert Einstein ha sido una sombra que ha planeado sobre toda tu existencia pero tú no lo has sabido, una fantasmagoría que dirige tus pasos sin que lo sepas, y no sabes todavía, porque es imposible conocer el futuro, que la sombra del judío más famoso del mundo seguirá oscureciendo tus días por venir, que, de una manera o de otra, todo lo que hagas a partir de ahora, aunque te engañes a ti misma diciéndote lo contrario, estará condicionado por él. Lo has conocido en Berlín, cuando estudiabas en la Universidad Humboldt, y apenas has cruzado una palabra con él a pesar de que a Albert Einstein le gustaba sentarse en las terrazas de los cafés con los estudiantes para hablar de política, de música, de filosofía. No te ha interesado nunca la política, la música un poco, pero no mucho, y nada la filosofía. Pero las cosas ya no van a ser nunca más como antes. Es imposible que vuelvan a ser como antes.
Te subes al primer tren que te devuelva a Alemania, pero no viajas a Berlín. En el sur coges otro, y otro más, y luego otro, hasta que llegas a Cracovia. Es verano, y los cafés animados de la ciudad te recuerdan a los de la avenida Unter den Linden. Tienes dinero y te alojas en el hotel Cracovia, en la ciudad vieja, dentro de la muralla. No hablas polaco pero tienes suerte porque en la ciudad mucha gente habla alemán. Polonia no existe, Polonia es Alemania. Todavía no has llegado a asumirlo del todo, como harás años después, pero has escuchado decir a mucha gente cuya opinión respetas que Polonia es Alemania. Ahora te da igual, lo que te importa es que puedes entenderte con la mayoría de la gente en tu idioma. Has aprendido francés en el colegio, y estás a punto de aprender inglés, pero no puedes saberlo, y tampoco sabes todavía que tomarás clases intensivas de castellano durante seis meses antes de viajar a España para averiguar si Albert Einstein va a aceptar la cátedra que el gobierno español le ha ofrecido en la Universidad Central de Madrid. Te presentarás voluntaria sin que nadie pueda sospechar el secreto que guardas, algo que para mucha gente podría ser un tesoro pero a ti te da vergüenza que alguien se entere. Tú eres Frida von Kleinsberg, y lo último que harás en la vida va a ser presumir de ser la hija de Albert Einstein.
En la Universidad de Cracovia has visto una foto de Agniezska Waleska. Te alejas para ver mejor el retrato en primer plano. Tienes sus ojos. La fotografía es en blanco y negro pero la mujer de la pensión de Berna te ha dicho que tienes su mismo color de pelo. No te cuesta enterarte de que su madre, tu abuela, todavía vive en una ciudad al este de Cracovia y dejas atrás la muralla para dirigirte a la estación y subirte a un tren que te lleve a Sosnowiec.
¿En qué piensas mientras miras el paisaje correr al otro lado de la ventana? Todavía puedes parar en la siguiente estación. Lo piensas pero no eres capaz de bajarte del tren. También piensas echarte atrás cuando caminas desde la estación de Sosnowiec hasta las afueras de la ciudad, donde te han dicho que todavía vive tu abuela. De vez en cuando llegan estudiantes o científicos diletantes a la Universidad de Cracovia preguntando dónde vivía Agniezska Waleska, que van a visitar su casa como quien va en busca del Santo Grial.
No se han extrañado de que lo preguntes. No eres la primera. Y no serás la última persona en hacerlo. No sabes todavía que siete años después alguien seguirá tus pasos, que la anciana que se te queda mirando en la puerta como si fueras un fantasma será la misma anciana a la que un profesor de Historia polaco le preguntará sobre ti cuando estés en Nueva York. La mujer se lleva la mano a la boca, y murmura algo en un idioma que no puedes entender. Le dices que estás buscando la casa de Agniezska Waleska pero su madre, tu abuela, todavía tarda unos segundos en reaccionar. Pasa las yemas de los dedos despacio por tu cara, igual que un ciego buscaría en la rugosidad de un papel los caracteres que su cerebro traducirá en palabras.
Me llamo Frida Klein, le dices. No sabes todavía que usarás muchas más veces ese nombre que al cabo es muy parecido al tuyo pero suena menos aristocrático. Me llamo Frida Klein y nací en Berna hace veintiún años.