Cuando Poldek Horowitz estiró las piernas bajo la mesa de la terraza del café de la plaza mayor de Cracovia y miró el reloj, todavía no había comprobado empíricamente, como le había dicho su buen amigo Stanislaw Zukrowski alguna vez, que los descubrimientos más importantes se hacen por casualidad. Aún faltaban treinta minutos para que saliera el tren hacia Sosnowiec, pero ya era hora de ponerse en camino. Echó unas migas de pan a las palomas que se arremolinaban junto a la terraza del café, las mismas que anidaban en las torres desparejas de la iglesia de Santa María, dejó unas monedas sobre la mesa y se adentró en la calle Florianska para dirigirse a la estación de Glowny, al otro lado de la vieja muralla de la ciudad. Durante la última semana apenas había hecho otra cosa salvo ocuparse del asunto para el que su viejo amigo Stanislaw Zukrowski lo había llamado. Al cabo, ejercer de detective era bastante más divertido que dejarse las pestañas en redactar un libro de texto, por mucho que le gustase su trabajo.
Justo una semana antes había hecho lo mismo que ahora, después de pagar su consumición: se había levantado para hacer un descanso, había sacudido los hombros y movido los brazos, con la misma decisión que un boxeador calienta los músculos y las articulaciones antes de entrar en combate, había abierto la ventana abuhardillada de su apartamento y había encendido un pitillo. Acababa de comenzar el verano y la ciudad estaba sufriendo unos días inusuales de calor, pero al contrario que a muchos de sus paisanos, que se quejaban en cuanto el mercurio de los termómetros subía por encima de los veinticinco grados, a Poldek Horowitz le gustaba esa época del año porque podía ir paseando hasta las afueras de la ciudad y bañarse en el Vístula, como cuando era un niño. Sin embargo, tenía muchos amigos que preferían los duros inviernos de Cracovia, la nieve que alfombraba las calles y embellecía los tejados, y hacer excursiones al sur, a los montes Tatra, para esquiar.
Stanislaw Zukrowski, su buen amigo, era de las pocas personas que había conocido que disfrutaba igual de los rigores del invierno que de la canícula pegajosa con que algunos días el verano de Cracovia castigaba a sus habitantes. Pero Stanislaw era un hombre al que le gustaba disfrutar de la vida. Optimista irredento siempre ante cualquier adversidad, hacía más de diez años que había emigrado a Estados Unidos, y Poldek encontró extraño que una semana y un día antes hubiera venido a buscarlo un bedel de la universidad para decirle que su viejo amigo lo había llamado por teléfono. Por lo visto se trataba de un asunto urgente. Poldek no se había molestado en instalar un teléfono en el viejo piso del Kazimierz que tenía alquilado desde hacía dos años. Y no lo había instalado por la misma razón que había alquilado un apartamento en una calle del barrio judío, con vistas a la sinagoga de Remuth, en lugar de haber elegido para vivir un lugar más cerca de la universidad donde enseñaba Historia: antes de que empezase el nuevo curso, en otoño, se había propuesto terminar su libro sobre la historia de Polonia en el que llevaba trabajando dos años. Hasta ahora había mecanografiado trabajosa y perezosamente más de setecientas páginas, pero Poldek había descubierto que escribir era un trabajo más complicado y agotador de lo que parecía desde fuera, o tal vez que guardaba dentro a un artesano puntilloso, porque no dejaba de corregir y revisar su obra una y otra vez. A estas alturas del año era ya imposible que el libro estuviese listo e impreso para el comienzo del nuevo curso, pero Poldek se decía que si era capaz de terminarlo antes de que empezase septiembre, al menos podría olvidarse de él y en otoño centrarse sólo en sus clases de Historia. El curso 1939-1940 no, pero el próximo, el curso 1940-1941, los alumnos de Historia de las universidades de Polonia tendrían en sus manos un libro de texto escrito por el profesor Poldek Horowitz.
Puso la piedra que usaba como pisapapeles encima de las hojas y alineó el mazo con las manos para que presentase una figura compacta, un rectángulo más o menos perfecto. Luego salió a la calle. El conserje de la universidad que había ido a buscarlo el día anterior le había dicho que Stanislaw Zukrowski lo volvería a llamar al día siguiente, al final de la mañana. Poldek no estaba muy seguro de la diferencia horaria entre Nueva York y Cracovia, pero debían de ser unas seis o siete. De camino a la universidad para recibir la llamada que esperaba, no dejaba de hacer cábalas respecto a los motivos ni a la urgencia que le habían contado en la llamada de su amigo Stanislaw. Aunque cada vez menos, todavía se escribían de vez en cuando, y no había una vez que recibiera una carta sellada en Nueva York en la que su viejo amigo no lo animase a hacer las maletas y marcharse a Estados Unidos. En su apartamento del Village había una habitación reservada para él, todo el tiempo que la necesitase. Poldek ya ni siquiera se molestaba en declinar con amabilidad el ofrecimiento. Él era historiador, no un científico talentoso, y la cotización de un profesor de Historia que daba clases en la Universidad de Cracovia no era la misma que la de un químico aventajado que podía trabajar y ganar un buen sueldo, como Stanislaw, en una empresa neoyorquina que fabricaba y vendía abonos y fertilizantes por todo el país. Y había dos razones de peso, además, por las que Poldek Horowitz no se había decidido nunca a aceptar la invitación americana de su amigo: la primera era que no hablaba inglés y no se había preocupado nunca de aprenderlo, y un polaco que no hablase inglés difícilmente podría dar clases en Estados Unidos. Y la segunda —la más importante, porque si no fuera así ya se habría preocupado mucho tiempo antes de aprender inglés— era que le gustaba vivir en Polonia, y a pesar de ser un profesor que conocía los vaivenes complicados con que la historia sacudía a los hombres, mantenía un optimismo aceptable respecto a la situación de su país y la del pueblo que profesaba la religión del Talmud.
No pensaba Horowitz que Hitler se atreviese a ordenar a la Wehrmacht que entrase en Polonia, porque aquello podría ser el fin de Alemania si Francia y Gran Bretaña le declaraban la guerra. Y para los judíos Polonia todavía era un país seguro, un lugar donde llevaban siglos conviviendo en paz con los polacos gentiles.
Cuando uno estudiaba historia aprendía más tarde o más temprano que las naciones a veces vienen y van, que los mapas no son unas cartas inmutables, sino que pueden cambiar mucho más deprisa de lo que la gente cree. No hacía mucho más de un siglo que Polonia había desaparecido de los mapas como tal, y no había vuelto a renacer como país hasta después del Tratado de Versalles. Los polacos habían tenido la desgracia de que su país estuviese apretado entre los alemanes por un lado y los rusos por otro. No corrían buenos tiempos, hasta un crío podría darse cuenta. Por un lado Hitler, por el otro Stalin, ambos como lobos hambrientos, los dos esperando el momento oportuno para dar el mordisco definitivo a Polonia. Que Poldek tuviera un carácter optimista no significaba que también fuera un inconsciente o un ingenuo. Las cosas en Polonia podrían empeorar mucho, y él lo sabía, pero a pesar de ello se había resistido siempre a marcharse. Y aquella decisión se debía menos a un apego a la tierra, que él nunca había sentido, que al convencimiento de que uno no debe marcharse si quiere luchar por lo que considera que es justo.
Pero aunque había procurado no pensar en ello, a medida que se acercaba la hora de hablar con Stanislaw Zukrowski, se sentía más inquieto. Miró el reloj y apresuró el paso. No quería llegar tarde a su despacho en la universidad. Ya había dejado atrás el Kazimierz y rodeaba la mole majestuosa del castillo de Wawel cuando se dijo otra vez, para darse ánimos, que le gustaba vivir en Cracovia, y que al final, de algún modo, las cosas terminarían arreglándose. El optimismo a veces jugaba malas pasadas, pero cómo podría uno soportar la vida si no se esforzara en pensar que en el futuro las cosas podrían ir mejor. Tal vez Stanislaw lo había llamado porque quería animarlo otra vez a que se fuera a vivir a Nueva York. Tenía un buen sueldo y podía permitirse llamar a Europa si le daba la gana en lugar de mandar una carta. La urgencia del mensaje no era más que una forma de soliviantar su ánimo. Lo reprendería por haberlo preocupado, pero no se enfadaría. Al cabo, aunque habían pasado más de diez años desde la última vez que se vieron, seguían siendo grandes amigos.
No tuvo que esperar mucho para recibir la conferencia desde Estados Unidos. El curso había terminado una semana antes y en la universidad apenas había alumnos. Tan sólo los bedeles y algunos profesores semiociosos que finiquitaban asuntos pendientes antes de marcharse de vacaciones. Poldek se acomodó en su asiento y estuvo mirando distraídamente unos minutos los árboles del parque mientras esperaba la llamada. Será una invitación a Nueva York, se dijo, de nuevo, para ahuyentar los malos pensamientos. Lo último que había sabido de su amigo emigrante fue la noticia del buen empleo que había conseguido en la empresa norteamericana que regentaba un español nacionalizado estadounidense, que ganaba bastante dinero y que de momento no pensaba regresar a Polonia. Estados Unidos, le había dicho la última vez que le escribió, es un país al que todavía puedo sacar mucho jugo. Deberías venirte, concluía como siempre.
No había conseguido dejar de hacerse cábalas mentales cuando descolgó el teléfono al primer timbrazo y la operadora le anunció que tenía una llamada de Nueva York.
—¡Poldek!
—¡Stanislaw! —respondió, con el mismo entusiasmo que le había dedicado su amigo—. Cuánto hace que no sé nada de ti. Espero que el motivo de que no me escribas sea porque apenas te queda tiempo después de contar todo el dinero que ganas o porque las jovencitas de Nueva York te dejan tan cansado que no te quedan fuerzas para mandar una carta a Cracovia…
Desde el otro lado de la línea, diluida por la distancia, Poldek escuchó la risa franca, inconfundible, de su buen amigo. Lo imaginaba sentado en su despacho de Queens, vestido con un traje hecho a medida, impecablemente limpio y planchado, los puños de las camisas doblados cuidadosamente y sujetos por gemelos de oro, el cabello, negro y abundante, peinado hacia atrás y pegado al cráneo por la brillantina. Casi podía oler desde Cracovia el olor a after shave de su barba perfectamente rasurada.
—Ando muy ocupado, querido Poldek. Pero por desgracia no son sólo las mujeres las únicas que me roban el tiempo.
—No sé si creérmelo…
—Siempre puedes venir a Nueva York y comprobarlo por ti mismo.
—Primero debería aprender inglés, ya lo sabes.
Stanislaw Zukrowski adoptó un tono cariñosamente paternal.
—Tiempo has tenido desde la primera vez que te lo dije.
—Yo también ando muy liado. Pero sólo con mis clases de Historia y el libro de texto que estoy preparando.
—¿Qué tal lo llevas?
Poldek suspiró. Cuando alguien le preguntaba por su libro sentía que cada vez le faltaba más tiempo para terminarlo. Que nunca lo conseguiría, quizá.
—Estoy haciendo todo lo posible por acabarlo durante las vacaciones de verano.
Stanislaw se quedó un momento callado al otro lado, como si no supiera qué decirle, como si pensar en lo que pudiera pasar después del verano fuera un acto de irresponsabilidad, de ingenuidad incluso.
—¿Cómo va todo por ahí, Poldek?
—¿Te refieres a mi vida personal? Aún sigo soltero. Los profesores de universidad polacos no cotizamos tan alto en los corazones de las jovencitas como los ejecutivos de Nueva York.
Stanislaw suspiró una sonrisa. Le gustaba ver que su amigo Poldek era el mismo optimista de siempre.
—Me refiero a la situación del país.
Poldek se encogió de hombros. Stanislaw casi podía ver su gesto desde su despacho de Queens.
—Polonia aún sigue existiendo, fíjate, a pesar de que los nazis no dejan de reclamar lo que creen que por derecho les corresponde. Y la Unión Soviética, pues bueno, ya sabes. No sé cómo se verán las cosas desde Estados Unidos, Stanislaw, pero por aquí la situación no parece tan grave.
—Mientes muy mal, Poldek. Sabes que si al final los nazis deciden reclamar Polonia por la fuerza, Cracovia habrá dejado de ser un sitio seguro para los judíos.
Ahora fue Poldek el que suspiró una media sonrisa.
—¿Y cuándo ha habido un lugar seguro en el que los judíos pudiéramos vivir en paz? Hemos pasado por dificultades peores. Al final saldremos de ésta. Saldremos a pesar de Hitler y de los nazis. Pero no creo que me hayas telefoneado desde Nueva York para sermonearme. Ayer vinieron a buscarme a mi apartamento para decirme que me habías llamado, que se trataba de algo urgente.
—Así es. Ya es hora de que mandes instalar un teléfono en tu casa.
—Lo haré. Cuando tenga un momento…
—Poldek, no cambiarás nunca…
—Qué le vamos a hacer. Bueno, dime de qué se trata. ¿Qué es eso tan urgente que tenías que contarme?
—Necesito que hagas algunas averiguaciones. ¿Estás muy ocupado?
—Últimamente he descubierto que escribir es un trabajo riguroso que requiere una gran concentración, pero puedo echarte una mano si de verdad se trata de algo importante.
—Te aseguro que lo es. Necesito que investigues algo sobre una mujer.
—Vaya, una mujer. No me digas que a estas alturas, y a diez mil kilómetros de distancia, vas a necesitar que tu amigo Poldek te eche una mano en un asunto de faldas. Me siento muy halagado, la verdad.
—Ojalá fuera tan sencillo, Poldek. Verás, no puedo contarte mucho, pero por aquí la gente anda muy inquieta respecto a lo que está pasando en Europa, o respecto a lo que puede pasar.
Poldek se puso muy serio de repente.
—Ya veremos lo que pasa al final. Si habrá guerra o no.
—Me gustaría que indagaras, de la forma más discreta y más rápida que consideres, todo lo que puedas sobre una joven alemana que pasó unos días en Cracovia hace siete años.
Poldek resopló.
—Me siento halagado, querido amigo, pero creo que confías en exceso en mis dotes de detective. Con esos datos será como buscar una aguja en un pajar.
—A veces los descubrimientos más importantes son fruto de la casualidad.
—Eso es lo que los científicos decís siempre para no desanimaros cuando lleváis años investigando algo sin obtener resultados. Nunca he terminado de creerme lo de la bañera de Arquímedes ni lo de la manzana de Newton.
Stanislaw Zukrowski sonrió desde Queens.
—Parece ser que visitó la Universidad de Cracovia. Su nombre es Frida Klein. Entonces debía de tener unos veintiuno o veintidós años.
—¿Sabes qué vino a hacer aquí?
—No tengo ni idea, y lo más probable es que no fuera importante, pero nunca se sabe. A lo mejor te enteras de alguien que pueda aportar algún dato más sobre ella. Es posible que en la universidad haya alguien que se acuerde de Frida Klein.
—Descríbemela.
—Treinta años. Cabello escarlata y ondulado. Ojos marrones. Muy guapa.
—Caramba, Stanislaw, es como si me hablases de Rita Hayworth.
—Más o menos, salvo que ésta no es actriz. O al menos no trabaja en Hollywood.
—Haré lo que pueda. Empezaré a preguntar hoy mismo.
—Ya sabes, entonces era una joven licenciada en Física por la Universidad de Berlín.
—Una alemana joven, guapa y pelirroja licenciada en Física que viaja a Cracovia en 1932. No creo que hubiera muchas así. ¿Qué te traes entre manos?
Stanislaw se quedó callado un instante al otro lado de la línea.
—Ya sabes que si pudiera contártelo lo haría. Te volveré a llamar dentro de unos días, por si has averiguado algo, toma nota también de mi número. El de la oficina y el de mi casa, y, presta atención: si no puedo atender la llamada, no hables de esto con nadie.
Poldek se puso serio de nuevo mientras su amigo le dictaba los números de teléfono.
—Espero que sepas lo que estás haciendo. Y espero también que tengas mucho cuidado.
—Lo tendré, no te preocupes. Pero se avecinan malos tiempos y no es el momento de quedarse uno parado.
—Haré cuanto esté en mi mano por ayudarte, descuida.
—Lo sé. No te lo habría pedido si no lo supiera.
—Me alegra saberlo.
—Una cosa más, Poldek.
—Dime.
—Aún puedes venir a Nueva York si quieres.
Poldek sonrió. Sacudió la cabeza.
—Prefiero quedarme en Polonia. Además, ahora sé que aquí puedo ser más útil que en un país de cuyo idioma no hablo ni una sola palabra.
—Hablamos pronto entonces.
—Hablamos.
Poldek se quedó unos segundos con el auricular en la mano antes de colgar. Frida Klein, una joven alemana que había viajado a Cracovia siete años antes. Hermosa, con un estilo como el de Rita Hayworth. Conociendo el buen gusto de su amigo Stanislaw Zukrowski, seguro que se trataba de una mujer muy bella, de esas que llaman la atención. Siempre hay alguien que se acuerda de una mujer así a pesar de que hayan pasado siete años. Y era licenciada en Física. No creía que fuera muy difícil averiguar algo sobre ella.
En cualquier caso, era una excusa estupenda para separarse del penoso y complicado trabajo de escritor en el que se había embarcado como si fuera una aventura sencilla. Al menos intentar enterarse de la visita de una tal Frida Klein a Cracovia hacía siete años iba a ser más divertido que pasarse todo el verano encerrado en su apartamento del Kazimierz garabateando páginas sobre la historia de Polonia.
Pero una semana más tarde Poldek pensaba que la investigación estaba a punto de concluir, sin haber averiguado nada, además. Había preguntado en la universidad por Frida Klein, pero nadie se acordaba de ella. Incluso había tratado de indagar sobre la joven en varios hoteles de Cracovia, pero ninguno conservaba en su archivo datos de hacía tanto tiempo. El único resultado después de deambular varios días era haberse apartado de la rutina de su trabajo literario y ahora, mirando distraídamente por la ventana del tren que lo llevaba a Sosnowiec, no podía dejar de sentirse culpable por estar allí en lugar de cumplir con la obligación que se había marcado cuando acabó el curso: finiquitar el libro sobre la historia de Polonia antes de que concluyese el verano. Lo único que podía atenuar el sentimiento de culpabilidad que lo afectaba era pensar que Stanislaw Zukrowski le había asegurado que se trataba de un asunto muy importante, y por eso, se decía, después de comprar el billete que acababa de picar el revisor, había emprendido aquella excursión sin mucho sentido hacia el oeste. Agniezska Waleska ni siquiera era un cabo suelto del que tirar, sino una pista absurda que él se había inventado para no rendirse. Poldek había oído hablar mucho de ella desde que había empezado a dar clases en la universidad, pero nunca había pensado que algún día se encontraría sentado en un tren que viajaba hasta su ciudad natal, como hacían muchos estudiantes de Física para rendir pleitesía a su memoria. Los profesores de la Universidad de Cracovia que habían sido compañeros de Agniezska Waleska decían que tenía todas las condiciones para haber sido la nueva Marie Sklodowska —los científicos preferían referirse a Marie Curie con su apellido de soltera— si la epidemia de gripe española de 1918 no hubiera acabado con su vida cuando todavía no había cumplido treinta años. Agniezska Waleska era una científica portentosa, una mujer muy capaz, que, igual que Marie Curie, había tenido las agallas de abandonar su país natal para averiguar hasta dónde podía llegar en el vertiginoso mundo de la Física de primeros de siglo.
Recordaba vagamente Poldek haber escuchado en alguna reunión con los profesores que Agniezska Waleska había llegado a pasar casi un año entero en la Universidad de Berna, donde el profesor Albert Einstein, que ya empezaba a destacar entre la comunidad científica, había comenzado a dar clases a tiempo parcial. Tres años antes de que Agniezska llegase a Berna, Albert Einstein había publicado aquellos cinco famosos artículos en la revista Annalen der Phisycs que le habían procurado tanta fama. Si Frida Klein había viajado a Cracovia en la primavera de 1932 no podía haber conocido a Agniezska Waleska porque llevaba ya catorce años enterrada, pero ya no le quedaba ningún sitio donde preguntar, y antes de decirle a su amigo Stanislaw que había fracasado prefería quemar el último cartucho. No sería la primera ni la última estudiante que habría peregrinado hasta esa pequeña ciudad al oeste de Cracovia para visitar la casa de Agniezska Waleska, y Frida Klein era una joven recién licenciada en Física.
Poco más de una hora y media después de salir de Cracovia ya caminaba hacia las afueras de Sosnowiec en busca del lugar donde le habían dicho que todavía vivía la madre de Agniezska Waleska. Se trataba de una casa ni grande ni pequeña, de madera, con tejado rojo a dos aguas, lo bastante inclinado para que resbalase la nieve inmisericorde del invierno. A un lado un pequeño huerto, al otro el invernadero, y un perro cuya raza Poldek no sabría decir ladraba ante su presencia, desconfiado.
Se quedó parado delante de la puerta, mirándolo, sin saber si tendría que sonreír para que el animal se callase o tal vez debería pasarle una mano por el lomo.
Antes de que hubiera decidido qué hacer escuchó crujir las bisagras de la puerta. Un instante después la hoja se desplazó hacia un lado y apareció bajo el umbral una mujer delgada que a esa distancia no aparentaba los más de ochenta años que a Poldek le habían dicho que tenía.
—Buenas tardes, señora.
—Buenas tardes —la mujer respondió en un tono tan bajo que Poldek apenas la entendió. Estaba concentrado en su ceño fruncido, seguro de que la estaría molestando, preguntándose si no habría hecho mejor quedándose en su apartamento del Kazimierz y terminar el capítulo de su libro en el que el rey Casimiro el Grande permitía a los judíos instalarse en Cracovia.
Dio un paso hacia la mujer, pero el perro se le plantó delante. Era pequeño pero le enseñaba los dientes, y gruñía, como un lobo fiero.
La mujer murmuró algo y el animal agachó las orejas. De repente la expresión del perro se había vuelto dulce, como si no hubiera un extraño en el umbral de su casa o como si conociese a Poldek de toda la vida.
—Mi nombre es Leopold Horowitz —se presentó, sujetándose el ala del sombrero con dos dedos y separándoselo un poco del cráneo—. Pero todo el mundo me llama Poldek. He venido desde Cracovia para hablar con usted. Si pudiera dedicarme unos minutos… Le aseguro que no la entretendré mucho. Suponiendo que sea usted Irena Waleska, claro está.
La anciana asintió.
—Soy Irena Waleska. Efectivamente. —La mujer cerró la puerta tras ella y señaló a un lado de la casa—. Me disponía a ir al invernadero. Hablaremos allí, si le parece.
Poldek inclinó la cabeza, cortés.
—Usted manda.
La siguió hasta la parte de atrás de la casa. A pesar de sus más de ochenta años y su pelo blanco la anciana caminaba con paso firme, sin titubear al sortear los terrones que se le clavaban a Poldek en las plantas de los pies.
El perro los siguió, olisqueando las piernas de Poldek, y se sentó en la puerta cuando ellos entraron en el invernadero.
Poldek no pudo evitar cerrar los ojos un momento para disfrutar del olor. Era una mezcla de aromas que no podía diferenciar. Azucenas, orquídeas, rosas tal vez.
La mujer se colocó un mandil en el que había restos de tierra húmeda y metió las manos en una maceta que estaba en una mesa con el mismo cuidado con que un cirujano abriría las entrañas de un paciente. Poldek la imaginó allí, cada día, ocupada en plantar y regar flores para distraer el tiempo.
—¿Le gusta la jardinería, joven?
Poldek sacudió la cabeza, pero nada más hacerlo se dio cuenta de que no era eso lo que quería decir.
—Me gustaría que me gustase —se corrigió—, pero nunca le he dedicado el tiempo ni la paciencia que hace falta.
—Jóvenes… Siempre con prisas, siempre corriendo, como si el mundo fuera a acabarse mañana.
Poldek sonrió.
—Tiene usted toda la razón. A veces deberíamos pararnos más a disfrutar de las pequeñas cosas.
—Eso sólo se aprende con la edad. Yo hace muchos años que me paso la mayor parte del día aquí dentro, arreglando flores.
Poldek asintió. Aunque presentía haber tomado un tren hasta Sosnowiec para nada, no había imaginado viajar para tomar clases de jardinería.
—¿Qué le ha traído por aquí? —le preguntó la mujer, como si le hubiera leído la mente—. Hay un largo viaje desde Cracovia.
Poldek le había dado muchas vueltas a lo que le iba a preguntar a la madre de Agniezska Waleska. De tan absurdo que lo encontraba había perdido todo el sentido. Y ahora que estaba delante incluso le parecía una falta de respeto hablarle de su hija fallecida veintiún años antes. Era ridículo preguntarle si había llegado a conocer a una tal Frida Klein que había viajado a Cracovia, y a lo mejor también hasta Sosnowiec, igual que muchos estudiantes de Física, como si visitar la casa de Agniezska Waleska y ver la habitación donde había estudiado pudiera contagiarles su talento. También podía contarle que estaba escribiendo un libro sobre la historia de la ciencia en Polonia: Copérnico, el hombre que se percató de que la Tierra giraba alrededor del Sol; Marie Sklodowska, que descubrió la radiactividad junto a su marido francés; Agniezska Waleska, que habría desvelado los secretos de la naturaleza del átomo si la enfermedad no se hubiera interpuesto en su camino. Pero la mujer podía enfadarse y cerrarse en banda si no le decía la verdad. Y no quería que la anciana se molestase.
—Verá, es todo un poco raro. Doy clases de Historia en la Universidad de Cracovia y un amigo me ha pedido que haga algunas averiguaciones.
La mujer dejó de hurgar en la maceta por un momento y se quedó mirando a Poldek. Pero no había el más mínimo rastro de dureza en sus facciones. Tan sólo una cansada resignación.
—Profesor de Historia en la Universidad de Cracovia. —Sacó las manos de la maceta y se las pasó por el delantal para limpiarse—. No es un estudiante de Física que venga buscando el rastro de mi hija. Ya cada vez vienen menos. Quizá su nombre y su trabajo se estén olvidando, qué pena. Pero usted es muy joven para haber sido compañero de mi Agniezska en la universidad.
—Está usted en lo cierto. No tuve la suerte de llegar a coincidir con su hija. Pero puedo asegurarle que sólo he escuchado hablar cosas buenas de ella a todos los que la conocieron. Su talento como científica era algo fuera de lo común. Nadie duda que habría llegado muy lejos.
La anciana sacudió las dos manos, como si quisiera que Poldek se apartase.
—No hace falta que siga halagando a mi hija, joven. Yo sé perfectamente cómo era. ¿Qué es lo que quiere saber su amigo sobre Agniezska? ¿Por qué lo ha enviado a usted a preguntarme en lugar de venir él mismo?
—Mi amigo es un científico polaco que ahora vive en los Estados Unidos.
Irena Waleska abrió los ojos, con fingido asombro.
—Ah, un científico polaco que vive en Estados Unidos.
Poldek cerró los ojos y se pasó una mano por la frente. Tomó aire. Como pensó, había sido una pérdida de tiempo viajar hasta Sosnowiec.
—No sé qué decirle, señora. Ya le he contado que tal vez todo le iba a parecer una estupidez. Resulta que mi amigo se ha enamorado perdidamente de una joven física alemana que acaba de llegar a Nueva York huyendo de los nazis. Ella le ha dicho que estuvo en Cracovia hace siete años y, bueno, ya sabe, cuando uno está enamorado empieza a ver fantasmas por todas partes, se vuelve muy desconfiado.
Era una verdad a medias, pero al menos esperaba que resultase coherente. La anciana chasqueó la lengua y sacudió la cabeza desaprobadoramente.
—Jóvenes…
Poldek se encogió de hombros, como si también hubiera de resignarse ante las dudas de un amigo enamorado.
—Me ha pedido que intente averiguar cosas sobre ella. Los profesores de las asignaturas de ciencias de la universidad me han contado que durante mucho tiempo hubo estudiantes que viajaban a Cracovia para saber algo más sobre la vida de Agniezska, y que algunos de ellos incluso venían hasta aquí, para conocer la que había sido su casa, sus primeros años.
—Son muchos los que han venido, joven —respondió la anciana, orgullosa, y luego matizó—: Y que todavía siguen viniendo a pesar de que ya ha pasado tanto tiempo. Suelen ser muy amables. Los dejo que entren en la casa, que vean la habitación de Agniezska. La mesa donde estudiaba, sus cuadernos. Para algunos es como si entrasen en la capilla de una santa.
Al terminar la última frase Irena Waleska se santiguó.
—¿Cuándo ha dicho que estuvo en Cracovia esa joven alemana?
—Hace siete años.
Irena Waleska se sentó en un banco, junto a la mesa donde había estado arreglando la maceta. Suspiró.
—Querido, de las dos mujeres de la familia sólo era Agniezska la que tenía una mente privilegiada. Es imposible que pueda acordarme.
Poldek se encogió de hombros, impotente.
—Ya le dije que le parecería una tontería. Y al final los dos nos hemos dado cuenta de que lo es. Son siete años, y ha venido mucha gente. Tiene usted razón. Es imposible que pueda acordarse.
—¿Cómo me ha dicho que se llama esa joven alemana?
—Su nombre es Frida Klein. Por lo visto es una brillante licenciada en Física, especialista en Física Atómica, que ha tenido que escapar de Alemania porque trabajaba para un científico que pasaba información a los judíos exiliados.
La mujer frunció el ceño. Se quedó mirando unos segundos el fondo del invernadero, como si buscase allí la respuesta a algo que Poldek no podía saber. Frida Klein, murmuró, después de pensarlo un instante.
—¿Es judía?
Poldek sintió cómo se le ponían tensos los músculos a la altura del cuello. A veces olvidaba que a mucha gente no le gustaban los judíos, y él era un judío que había venido a entrometerse en la vida y en el pasado de una polaca gentil.
Sacudió la cabeza.
—No. Frida Klein no es judía. —Hizo una pausa, sostuvo la mirada de la mujer, que parecía esperar algo más de él, y añadió—: Mi amigo sí que lo es. Y yo también.
Irena Waleska asintió, sonriendo.
—Ya me había dado cuenta. Los judíos son bienvenidos a esta casa. —Dio unos golpecitos con la palma de la mano en la parte que quedaba libre del banco—. Siéntese.
Poldek la obedeció. La tensión del cuello había desaparecido.
—Frida Klein —dijo la anciana, otra vez—. ¿Y dice que ha huido de Alemania?
—Como tanta gente en los últimos tiempos.
—Pobrecilla. No debe de haber nada más triste que dejar el país de uno. ¿Sabe si ha dejado a su familia en Alemania?
—Mi amigo no me ha contado nada de eso.
—Tal vez no tenía familia.
—Es posible.
La anciana se quedó callada. A Poldek le pareció que de repente estaba muy cansada.
—Frida Klein —la escuchó decir otra vez. De nuevo hablaba para sí misma.
Sacudió la cabeza, sin dejar de mirar la pared del invernadero, como si detrás de las macetas y las flores hubiera algo escondido que sólo pudiera ver ella.
—Lamento no poder ayudarle, joven. Quizá esa muchacha alemana estuvo aquí, pero es imposible que una vieja pueda recordarlo.
Poldek se levantó.
—Señora Waleska, ha sido usted muy amable conmigo, pero creo que ya es hora de que me vaya. Ya la he importunado bastante, y he de coger un tren a Cracovia dentro de un rato.
Irena Waleska se levantó trabajosamente pero sin quejarse. Volvió a pasarse las palmas de las manos por el mandil, como si acabase de remover otra vez la tierra donde sembraba las flores.
—¿No le gustaría ver la habitación de mi Agniezska antes de irse? Todo sigue como ella lo dejó.
Era la primera vez desde que había llegado que Poldek sintió que le temblaba la voz. Tal vez los comentarios que le habían llegado de que muchos estudiantes de Física peregrinaban hasta Sosnowiec para ver la casa natal de Agniezska Waleska eran exagerados, y a lo mejor hacía mucho tiempo que alguien no visitaba a su anciana madre y le pedía que le enseñase su cuarto, su mesa, sus libros, sus fotografías, sus recuerdos.
—Me encantaría —mintió, sin mucho entusiasmo.
El perro los siguió hasta la casa, de nuevo olisqueando la pernera del pantalón de Poldek, y también ahora se quedó en la puerta, disciplinado, mientras ellos entraban.
—¿Le apetece comer algo? Siempre cocino de sobra. La costumbre, ya sabe.
De la cocina llegaba un aroma agradable a guiso familiar.
Poldek negó con la cabeza, sonriendo.
—Me encantaría, pero he de volver a Cracovia.
La anciana asintió, condescendiente. Cuando estaba ofuscada parecía que recuperaba el vigor de la juventud. Era como si de pronto se quitase años de encima.
—Ay, los jóvenes —protestó, Poldek ya había perdido la cuenta de cuántas veces—. Siempre con tanta prisa. —Señaló con la barbilla la escalera que conducía a la primera planta—. Subamos. La habitación de Agniezska está arriba.
Poldek la siguió, incómodo. No sabía muy bien cómo actuar en una situación así. Una anciana le iba a enseñar la habitación en la que se había criado su hija y en la que probablemente había pasado los últimos momentos de su vida. Quienes habían sido sus compañeros en la Universidad de Cracovia le habían contado que, aunque había alquilado un apartamento en la ciudad, viajaba con frecuencia a Sosnowiec para pasar unos días con su madre. Desde que se había quedado viuda no le gustaba que estuviese sola. No le costaba imaginar a Agniezska y a su madre subiendo por esas mismas escaleras para deshacer el equipaje, recorrer el mismo pasillo que él ahora recorría y abrir la misma puerta que ahora la anciana abría despacio, como quien está a punto de descubrir un tesoro. Agniezska Waleska había muerto a los treinta años por culpa de la epidemia de gripe española que había acabado con la vida de más de treinta millones de personas en toda Europa entre 1918 y 1919, en esa misma habitación que ahora él invadía con desgana. Había muerto soltera, le habían contado. Antes de cruzar el umbral de su habitación Poldek Horowitz siempre había pensado en ella como una científica aislada del mundo, una persona ensimismada en sus ecuaciones y sus experimentos a la que no le interesaba más que el papel o la pizarra que tenía delante de la nariz. Una nariz tal vez horrible, como de bruja, enorme y con una verruga, una mujer desaliñada que no cuida su aspecto porque lo único que le interesa es la ciencia. Había conocido a más de una persona así. Sin embargo, al entrar en su cuarto fue como si lo comprendiera todo, como si algún resorte se hubiera activado por sorpresa en su cabeza al cruzar el umbral y le hubiera hecho entender de golpe. Había oído hablar, muchas veces sin demasiado interés, del talento, de los logros científicos de Agniezska Waleska, de sus investigaciones solitarias y su entrega abnegada a la ciencia, pero jamás nadie le había hablado de lo hermosa que era, de su piel nacarada, sus ojos negros y su melena oscura, como de actriz de cine. Y ahora sentía que tenía los pies clavados al suelo de la madera de la habitación. No podía apartar los ojos de aquella foto. No volvió a mencionar el nombre de Frida Klein. Ya no. No tenía sentido hurgar más en la herida de aquella anciana que señalaba la cama, el armario que abrió para enseñarle los vestidos de su Agniezska cuando todavía era casi una niña que pronto se marcharía a Cracovia a estudiar Física, cuando todavía nadie podía pensar que llegarían a compararla con Marie Curie, la primera persona del mundo que había sido capaz de ganar dos Premios Nobel. La madre de Agniezska Waleska le hablaba, le contaba cosas de cuando era pequeña, de lo mucho que estudiaba, de lo inteligente que era, pero Poldek era incapaz de quitar los ojos de la fotografía que había visto, enmarcada, en su mesa. Había otras muchas de ella. En alguna se la veía de lejos, en la puerta de la Universidad de Cracovia, veinticinco años antes, de pie junto a alguno de los profesores que todavía daban clases allí y eran compañeros de Poldek, pero él no podía apartar la vista de esa que ocupaba un rincón de la mesa, debajo de la ventana por la que se arrastraban los visillos. Era un primer plano, de un hombre y de una mujer. Los dos sonreían. La imagen del hombre, a pesar de ser mucho más joven de lo que ahora era, no dejaba lugar a dudas: el pelo negro, ensortijado, no tan largo y descuidado como en los últimos años, los ojos negros, vestido como de otra época, con una chaqueta elegante y una corbata de lazo que no se correspondía con la indumentaria que ahora usaba, porque según le habían contado se había convertido en poco menos que un eremita. Era Albert Einstein, sin duda, una foto de Albert Einstein mucho más joven, tal vez de la misma época en la que publicó aquellos artículos sobre la Teoría de la Relatividad que lo hicieron tan famoso. Un poco después había empezado a dar clases en la Universidad de Berna. Y Agniezska Waleska había pasado todo un curso allí para recibir clases del sabio.
La mujer dio un tirón de la manga de su chaqueta.
—Joven, tal vez lo haya entretenido mucho. No me gustaría que perdiese el tren por mi culpa.
Pero Poldek no se enteraba de lo que le decía. Seguía mirando la foto, como hipnotizado. La sonrisa de Albert Einstein y la de Agniezska Waleska. Stanislaw Zukrowski tenía razón: era cierto que los descubrimientos más importantes se producían muchas veces por casualidad.