Capítulo XII

Stanislaw Zukrowski quitó la capota de su Chevrolet del 34 color cereza, arrancó el motor y emprendió el camino desde su oficina en Queens hasta el apartamento que tenía alquilado en un coqueto edificio de tres plantas, gruesos escalones de piedra que bajaban a la acera y ladrillo rojo en la fachada del Greenwich Village, en el Downtown de Manhattan. Nadie que lo hubiera visto, con su traje cortado a medida y al volante de aquel coche, escuchando una melodía de George Gershwin mientras conducía, podría darse cuenta de lo preocupado que estaba, aunque, después de haber llamado a Polonia y haber hablado con su amigo Poldek Horowitz, se había quedado un poco más tranquilo. Haberle pedido ayuda era una forma de cubrir todos los frentes posibles, de no dejar ningún cabo suelto. Es posible que en Cracovia hubiera un hilo del que tirar, y a lo mejor Poldek daría con él. Igual que en una investigación científica, a veces los descubrimientos más importantes se producían por casualidad. Con Frida Klein podía suceder lo mismo. Tal vez no hubiera nada que descubrir, ojalá que no, pero, con una guerra a punto de empezar en Europa y los científicos a punto de entregar a la Humanidad el arma más terrible que jamás había existido, no era el mejor momento para descuidar ningún detalle. La joven alemana se había instalado en su apartamento del Greenwich Village, pero Stanislaw Zukrowski no era tan ingenuo como para haberse enamorado de ella. Al menos no todavía. Lamentaba haber hecho daño a su amigo Alfonso Altamira, pero era un mal menor en todos los problemas que su invitada tal vez podría causarle. No le había costado mucho conquistarla, o tal vez era ella la que lo había conquistado a él: en una farsa como aquélla nadie podía estar seguro de quién engañaba más a quién. Tal vez ella sólo trataba de abrirse camino en Estados Unidos y, de las dos opciones que tenía, Altamira y él, había elegido la que le parecía más oportuna.

Apenas hacía más de un mes que Frida Klein vivía en su casa y todavía no había podido sacar nada en claro. Nada, salvo que si pasaba algún tiempo, no mucho más, tal vez acabaría enamorándose de ella como un adolescente, como el pobre Altamira, y terminaría tan cegado por los sentimientos que ya no podría ser útil a la causa común que habían hecho algunos científicos judíos exiliados en Estados Unidos, entregados en cuerpo y alma para que los nazis no pudieran fabricar la bomba atómica.

No había nada sospechoso en Frida Klein. Dormía con él desde la primera noche que pasó en su apartamento y lo esperaba cuando regresaba a casa después del trabajo cada tarde, con rutina conyugal. El tiempo que pasaba sola lo dedicaba a pasear por Manhattan, sentarse a leer bajo la sombra agradable de los árboles del parque de Washington Square o charlar animadamente con la casera, la señora Goldsmith, una anciana judía que al enviudar había heredado un pequeño pero coqueto edificio que había dividido en seis confortables apartamentos, lo que, bien administrado, le ayudaba a pasar las penurias de la jubilación con bastante holgura. La primera noche que Frida Klein durmió en el apartamento la señora Goldsmith había apartado los visillos para espiar su llegada, pero no había tardado en tomar cariño a una joven que, según ella, iba a acabar con la pertinaz y preocupante soltería de aquel inquilino joven, apuesto y con un buen empleo.

Stanislaw Zukrowski enfiló el puente Queensboro sin poder evitar una sonrisa al pensar en su casera descorriendo los visillos, asomada a la ventana con discreción imposible para espiar los movimientos de la joven alemana mientras él estaba trabajando. Esta mañana salió a eso de las diez, y regresó al cabo de media hora. Hoy no ha salido en todo el día, la pobre. Esta tarde se marchó y no regresó hasta el cabo de hora y media. Se lo contaba la señora Goldsmith a su inquilino discretamente, como si se sintiera en la obligación moral de mantenerlo informado de los movimientos de la que estaba convencida era su prometida. No le gustaba que vivieran los dos bajo el mismo techo sin estar casados, pero, aunque era una mujer mayor, le había asegurado que podía entender a los jóvenes, y había ciertas cosas que había que disculpar o ante las que había que mirar para otro lado si una quería ir con los tiempos y no convertirse en una vieja anticuada que ha dejado de tomarle el pulso a la vida.

Tal vez al vigilar a Frida su casera estaba contribuyendo sin saberlo a salvar al mundo, se permitió pensar con cierta ligereza Stanislaw Zukrowski al abandonar el puente y adentrarse en la calle Cincuenta y nueve. Quizá estaba siendo un poco injusto al sospechar de Frida Klein sólo porque era alemana. Leo Szilard, murmuró, sacudiendo la cabeza mientras giraba a la izquierda, a la altura de la Quinta Avenida, para dirigirse al sur de Manhattan, me estás contagiando tus sospechas paranoicas. El científico húngaro era uno de sus grandes amigos y, aunque Stanislaw Zukrowski estaba colaborando con él todo lo que podía en la cruzada que había emprendido para prevenir al gobierno norteamericano del peligro de una bomba atómica fabricada por los nazis, aún no le había confesado que cobijaba en su casa a una joven alemana cuyo pasado estaba tratando de investigar. Szilard le había contado que, ya que él no podría hacer de chófer, dentro de unos días había quedado con Eugene Wigner para ir a visitar a Albert Einstein a Long Island. No le había dado más detalles, pero a Stanislaw Zukrowski no le costaba imaginar que el astuto Leo Szilard trataría de convencer a Albert Einstein de que utilizase el poder de su fama para impedir que los nazis fabricasen una bomba atómica. Zukrowski le había dicho que por su parte emprendería viaje a Chicago para tratar de hablar con Werner Heisenberg, que acababa de llegar de Alemania, y averiguar hasta qué punto habían avanzado los nazis en el desarrollo de la bomba atómica.

Le había pedido a Frida Klein que lo acompañase a Chicago, y ella había accedido encantada. Tenerla cerca era la mejor manera de poder controlar sus movimientos, de poder anticiparse a cualquier cosa que pudiera suceder. Ojalá que al final resultase que su huésped no escondía nada. Era lo que más deseaba. Tal vez entonces Zukrowski dejaría que germinasen los sentimientos románticos que albergaba, los planes que podían hacer los dos juntos, como cualquier pareja.

Aparcó el coche frente a su casa. Corrió la capota y, mientras cerraba la puerta, vio reflejada en el cristal de la ventanilla a la señora Goldsmith, que descorría los visillos para no perderse detalle, y, dos pisos más arriba, Frida Klein lo saludaba, la sonrisa al otro lado del cristal, como la esposa perfecta que da la bienvenida a su marido al regresar del trabajo.

Frida von Kleinsberg se retiró del cristal y se permitió una sonrisa desdeñosa. Los hombres eran todos iguales. Mayores, como Alfonso Altamira, o más jóvenes, como Stanislaw Zukrowski: de alguna manera o de otra, por muchos rodeos que dieran, al final el único objetivo de la mayoría de los hombres que había conocido era impresionar a las mujeres, para enamorarlas, para conseguir algún favor sexual, para sentirse seguros de sí mismos, incluso para divertirse. El profesor Altamira disimulaba mejor sus intenciones porque era más viejo y tal vez más sensato que los hombres que tenían la edad de Stanislaw Zukrowski. Éstos a veces le parecían tan torpes como niños que aún no han terminado el parvulario. Le venía bien a su misión haber encontrado al polaco: era joven, apuesto, seductor, y cuando una mujer como ella se le ponía a tiro no podía dejarla escapar. Además, se trataba de un químico relativamente conocido y bien considerado entre la comunidad científica de Nueva York, mucho más dado a relacionarse con sus colegas que Altamira, que vivía —o malvivía, según se mirase— aislado en Brooklyn, con un perro al que había bautizado con el nombre del que para él era el científico más grande de todos los tiempos y la única amistad de un anciano aspirante a escritor bohemio que se había enfurruñado como un adolescente celoso cuando ella se instaló en su casa.

Haberse mudado de la casa de Alfonso Altamira a la de Stanislaw Zukrowski era bastante lógico. El profesor español había entendido, o había fingido que entendía, que ella se fuese a vivir a Manhattan porque así tendría más oportunidades de conseguir un buen empleo. No quiso mostrarse airado Alfonso Altamira, pero tampoco pudo ocultar el pozo de tristeza que se ocultaba detrás de sus ojos cuando se despidió de ella. Abajo la esperaba Stanislaw Zukrowski y, aunque Frida von Kleinsberg deseaba marcharse cuanto antes porque sabía que en Manhattan habría más oportunidades para culminar exitosamente la misión que le habían encomendado, Frida Klein —de cuya conciencia cada vez le costaba más desprenderse mientras más tiempo pasaba fingiendo ser ella— lamentaba profundamente dejar solo a ese hombre bueno que la había ayudado tanto. Incluso a veces lo encontraba atractivo, tan maduro, con su perilla blanca que ahora cuidada a escondidas, tan ingenuo que pensaba que ella no se daba cuenta, la corbata, el chaleco abotonado y el sombrero. Frida Klein no pudo evitar pensar qué diría la baronesa, la madre de la Frida von Kleinsberg que luchaba por no desaparecer en su interior, si un día le presentase como su yerno a un hombre que tenía años suficientes para ser su padre. Seguro que no lo aprobaría, por muy formal o por muy buen hombre que fuese, y seguro también que Frida von Kleinsberg, cuya voz escuchaba protestar desde dentro de ella, la conminaba a marcharse ya y no perder más el tiempo, también disfrutaría haciendo rabiar a la baronesa.

Ahora, lo mejor de la misión era vivir en casa de Stanislaw Zukrowski. Un apartamento alquilado en una casa de tres plantas con fachada de ladrillos rojos y amplios ventanales. Los primeros rascacielos quedaban varias manzanas al norte, y aquella parte de Manhattan era tan tranquila que a veces se acomodaba en el alféizar de la ventana y escuchaba el silencio de la calle igual que cuando se sentaba junto al estanque de la mansión de su familia en Wannsee. Habían pasado cinco meses desde que el comandante König fuera a buscarla aquella tarde que había ido cabalgando en su yegua favorita hasta el lago para escuchar el silencio de la superficie congelada y contemplar las copas de los árboles combándose bajo el peso de la nieve, y desde que había llegado a Nueva York buscaba momentos de paz continuamente. Era como si quisiera guardar todos los instantes de tranquilidad que pudiera para cuando tuviese que acudir a ellos, recordarlos en los momentos difíciles que se avecinaban, como quien guarda sus ahorros para cuando llegue la escasez. Había pasado por muchos momentos de tensión desde que le encomendaron la misión, pero al final había logrado resolverlos todos con soltura. Incluso matar a un hombre no le había supuesto una complicación mayor que abandonar al profesor Altamira. Tampoco es que no albergase ninguna clase de sentimiento de culpa al haber matado a una persona —sobre todo porque era la primera vez, y Frida sospechaba que no sería la última vida con la que tendría que acabar, si no mientras durase esta misión, tal vez en otra que le encomendasen en el futuro—, pero para ella no significaban lo mismo las víctimas que mueren en tiempos de guerra que las que mueren en tiempos de paz. Y aquéllos no eran tiempos de paz. Tal vez la guerra no se hubiera declarado oficialmente todavía por ninguna de las partes, pero le costaba pensar que hubiera nadie lo bastante ingenuo para creer que Alemania no estaba ya inmersa en una contienda que todos estaban seguros —no sólo los alemanes, Frida sospechaba o le gustaba creer que también los británicos y los franceses— que tenían ganada de antemano.

Los científicos exiliados estaban preocupados, y no les faltaba razón. Esperaban todos la llegada del profesor Werner Heisenberg dentro de unos días para acribillarlo a preguntas sobre el desarrollo de las investigaciones en el campo de la Física Atómica en Alemania. En su país no todos confiaban por igual en el director del Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín. Algunos decían que era un patriota, sin embargo, otros desconfiaban de su negativa a afiliarse al Partido Nacionalsocialista. Frida pertenecía a los últimos, pero no sólo porque no fuera un miembro del partido. Había otros muchos destacados dirigentes alemanes que jamás habían pertenecido al partido nazi y que no parecían tener intención de hacerlo. La razón por la que Frida no confiaba del todo en Werner Heisenberg era porque le parecía un hombre con una actitud bastante ambigua, además de haber advertido en él las veces que se habían encontrado —Heisenberg sabía que ella era una brillante licenciada en Física, pero no estaba al tanto, nadie lo estaba, por suerte, de su desempeño como agente de la Abwehr— un carácter que tenía mucho de pusilánime. Y ésta era una condición que Frida odiaba en todas las personas, especialmente en los hombres. Pero también sabía que si había alguien capacitado para desarrollar el proyecto nuclear del Tercer Reich, este hombre era Werner Heisenberg. Aunque no por ello iba a dejar de vigilar estrechamente qué ocurría durante las tres semanas que iba a pasar dando conferencias en Estados Unidos, qué le preguntaban sus colegas estadounidenses y los exiliados a los que ella ya conocía, y, sobre todo, cuáles iban a ser las respuestas del profesor Heisenberg cuando quisieran enterarse —y Frida von Kleinsberg ya sabía que sería esa una de las primeras preguntas que le harían— de hasta qué punto estaba avanzado el programa atómico del Tercer Reich.

Y Stanislaw Zukrowski, sin saberlo, al invitarla a Chicago le había brindado la oportunidad de vigilar de cerca al profesor Heisenberg.

La trataba ya como si fuera su novia formal. Aunque Frida se había resistido a hacer el amor con él en las primeras citas, si acaso sólo algún beso cuando la recogía a escondidas en casa de Altamira, para no despertar sus celos o para no ofenderlo, habían dormido juntos desde que ella se instaló en su casa. Pero acostarse con él no era, desde luego, un esfuerzo desagradable que tenía que cumplir o aceptar con resignación para poder completar su misión. Era una parte de la misma, desde luego, que contribuía a hacer su desempeño más creíble, a conseguir que el químico polaco se pusiera de su lado del todo, por si más adelante lo necesitaba, pero no le había disgustado hacerlo en absoluto, más a Frida von Kleinsberg que a Frida Klein, que no dejaba de mostrar reparos, que protestaba con prejuicios inoportunos por haber dejado abandonado al profesor Alfonso Altamira, que tan bien se había portado con ella. Frida Klein no podía disfrutar plenamente del cuerpo joven y del rostro atractivo de Stanislaw Zukrowski, pero Frida von Kleinsberg, a pesar de estar concentrada en la misión que tenía que cumplir, se abandonaba a sus caricias en la cama, se dejaba llevar por un rato, incluso lo besaba con afecto y apretaba su cuerpo contra el suyo bajo las sábanas después de hacer el amor.

Incluso en otras circunstancias Manhattan no sería un mal sitio para vivir, había pensado Frida el domingo, dos días antes, mientras paseaba cogida del brazo de Stanislaw Zukrowski bajo la sombra de los árboles del Central Park. Se trataba de una ciudad bastante ruidosa y un poco sucia, pero el Greenwich Village, donde estaba la vivienda del joven científico que ahora la había acogido, era bastante agradable, con sus casas bajas y las calles tranquilas donde los críos jugaban al béisbol. Eran los únicos momentos durante la misión en los que Frida von Kleinsberg y Frida Klein parecían estar de acuerdo. A las dos les gustaba la paz del barrio y la elegancia europea de las casas, con esos ventanales grandes, no tan distintas de las de Alemania. Por lo demás, las diferencias entre las dos mujeres que se encargaban de la misión dentro del mismo cuerpo seguían siendo irreconciliables: el único objetivo para Frida von Kleinsberg era terminar con su misión, y si tenía alguna duda al respecto se le disipaba enseguida porque para ella siempre estaba claro qué era lo más importante. Sin embargo, para Frida Klein era más complicado. Tenía que mostrarse amable con todos, estar fingiendo todo el tiempo, y a pesar de que le gustaba la compañía del joven químico polaco que ahora paseaba de su brazo, orgulloso, junto a un estanque del parque, no dejaba de sentir una punzada incómoda de remordimiento cada vez que se acordaba del profesor Altamira, al que había abandonado a su suerte en Brooklyn. Desdoblarse psicológicamente en dos personalidades era muy útil a la hora de llevar a cabo una misión como la suya, pero también resultaba complicado a veces conseguir doblegar a las dos o incluso que se complementasen. Frida Klein tenía remordimientos que no la dejaban disfrutar de un día de principios de verano en el Central Park. Frida von Kleinsberg, aunque se esforzaba en no perder la concentración, procuraba empaparse de todo lo que estaba viendo: los colores, el calor que anticipaba un verano duro en la ciudad, la gente que paseaba, los edificios al otro lado de la Quinta Avenida.

Habían venido dando un largo paseo desde el sur de Manhattan. Habían pasado junto al Empire State. Se habían detenido a comprar un helado y se habían resguardado bajo la sombra del edificio más alto del mundo para comérselo, tranquilamente, como cualquier pareja joven que disfruta alegremente sin tener nada mejor en que emplear el tiempo de un domingo de verano. Luego, antes de dirigirse al Central Park habían caminado hacia el este porque Stanislaw Zukrowski quería enseñarle los rótulos de neón del Madison Square Garden. Un cartel gigantesco con la imagen de un boxeador negro anunciaba un combate para la próxima semana.

—Joe Louis —le aclaró Stanislaw Zukrowski—. Es el campeón del mundo de los pesos pesados.

Frida enarcó las cejas, como si no supiera quién era.

—El próximo sábado se va a celebrar un combate. ¿Te gustaría ir?

Frida negó con la cabeza y esbozó un gesto que dejaba claro su repulsión por el boxeo. Sabía quién era Joe Louis. Por desgracia. Un año antes había tumbado en el primer asalto en el Yankee Stadium al campeón alemán, Max Schmelling, a quien había saludado en alguna ocasión porque estaba casado con la actriz Anny Odra. Su amiga Leni Riefenstahl se los había presentado. Había sido la mayor ofensa de un negro a la raza aria después de las cuatro medallas del atleta Jesse Owens en el Estadio Olímpico de Berlín, en los Juegos del 36. Aunque Max Schmelling ya había vencido antes a Joe Louis, en otro combate, en el duodécimo asalto. Luego los judíos americanos habían presionado a la opinión pública para que el alemán no disputase el título al vigente campeón, James Braddock. Fue Joe Louis el que al final disputó el título a Braddock, sin corresponderle, y, cuando finalmente Max Schmelling pudo venir a Nueva York a librar el combate que por derecho le correspondía, se enfrentó a un campeón del mundo que había logrado el título disputando una pelea que tenía que haber librado él. Para Frida, Joe Louis no merecía el cinturón de campeón del mundo que disfrutaba.

Stanislaw Zukrowski se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que será un gran combate.

Cuando Stanislaw Zukrowski llegó al apartamento Frida se dio cuenta enseguida de que estaba contrariado. Al regresar de su oficina en Queens se había acomodado frente al mismo ventanal donde Frida se sentaba a ajustar las dos personalidades que formaban parte de ella.

Se sentó junto a él. Frunció el ceño, interrogativa.

—El profesor Heisenberg no va a reunirse con ninguno de los científicos judíos exiliados.

Frida lo sabía. Lo supo antes de que al propio Werner Heisenberg le hubieran dado las directrices respecto a su viaje a Estados Unidos, antes de que el Reich le diera el permiso para aceptar las invitaciones de las universidades de Ann Arbor y Chicago. La mayoría de los científicos judíos exiliados en Estados Unidos ya sabían que no iban a poder reunirse con Werner Heisenberg, pero Stanislaw Zukrowski no se resignaba.

—Vaya. Es una pena.

—Sería una oportunidad estupenda para todos nosotros de saber cómo están las cosas en Alemania.

—Tienes que entender que el profesor Heisenberg debe de estar muy presionado.

—Lo único que entiendo es lo que he pensado siempre: que Werner Heisenberg es un nazi.

Frida dejó escapar el aire por la nariz, como si sonriese. Guardó silencio unos segundos y sacudió la cabeza, negando la afirmación de su amante.

—Creo que ésa es una afirmación hecha con demasiada ligereza. Las circunstancias de los científicos que se han quedado en Alemania no son fáciles, te lo aseguro.

Stanislaw Zukrowski encogió los hombros y chasqueó la lengua. De verdad que parecía disgustado.

—De acuerdo. Tal vez no sea nazi. Pero el caso es que colabora con ellos.

—Estoy segura de que no le habrá quedado otro remedio.

—Podría quedarse en Estados Unidos si quisiera, pero parece que no lo va a hacer.

El asunto se ponía interesante. Era de esperar que sus colegas norteamericanos ofrecieran al profesor Heisenberg la oportunidad de quedarse a vivir en el país. Pero si le habían autorizado a abandonar Alemania para dar unas conferencias en Estados Unidos, sabían que aquélla era una posibilidad a tener en cuenta. Nada indicaba que Werner Heisenberg fuera a desertar, pero nunca había que confiarse.

Frida se fingió indignada.

—¿Estás seguro de que no va a querer vivir en Estados Unidos? Un científico de su talla sería tratado como un rey en este país. No me lo puedo creer.

Stanislaw Zukrowski sacudió la cabeza.

—¿Por qué?

—Seguro que alegará razones familiares. Lo típico, ya sabes. Su mujer y sus hijos se han quedado en Alemania. Tal vez tema por la seguridad de los suyos si decide no regresar a Europa.

Ahora era Stanislaw el que parecía mostrarse más comprensivo.

—Es una buena razón, desde luego —dijo Frida—. Pero si hubiera querido marcharse de Alemania, hace tiempo que habría previsto que su familia saliera del país también.

—A medida que pasa el tiempo es más complicado salir de Alemania. Seguro que la dificultad para abandonar el país es ahora mayor que cuando tú lo hiciste.

—Es cierto. Y el profesor Heisenberg debe de ser el científico más vigilado.

Stanislaw Zukrowski asintió.

—En cualquier caso regresará a Alemania a primeros de agosto. No hay que darle más vueltas.

Frida von Kleinsberg no quiso preguntar más. No era prudente. Le hubiera gustado abundar más en la conversación, pero hacerlo habría supuesto enseñar sus cartas, cuánto sabía o cuánto quería saber. Además, a ella le habían contado que Heisenberg iba a intentar tranquilizar a sus colegas exiliados en Norteamérica diciéndoles que en el caso de que hubiera guerra sería imposible que Alemania pudiera disponer de una bomba atómica antes de que terminase la contienda. Si al final la información que proporcionaba era otra ella procuraría averiguarlo, y cuando lo consiguiera se encargaría de hacer llegar sus impresiones puntualmente a la Sección Primera de la Abwehr, para que tomase las medidas oportunas. Con un poco de tiempo los traidores caerían como la fruta madura de las ramas de los árboles. Lo mejor era cambiar de tema, no mostrar más interés. Frida trató de restar importancia a la visita del profesor Heisenberg, aunque sabía que el único científico exiliado con el que se iba a reunir era el italiano Enrico Fermi, y estaba segura de que éste remitiría uno por uno los puntos de la conversación, los avances de la Física alemana, todo lo que el profesor Werner Heisenberg le había contado sobre el programa atómico alemán, y sus propias conclusiones, a Leo Szilard. Eran cosas que Stanislaw Zukrowski no le había contado y que ella no le iba a preguntar. Era mejor que el joven químico siguiera creyendo en su ingenuidad, que se había enojado de verdad porque Heisenberg no iba a tener los arrestos de pedir asilo en Estados Unidos y no regresar a Alemania.

Se sentó en el brazo de la butaca, junto a Stanislaw Zukrowski, enroscó los brazos alrededor de su cuello y besó sus labios despacio. Al apuesto físico se le borró enseguida la arruga de preocupación que le había marcado el entrecejo durante la conversación. La apretó contra él y abrió su boca, mordisqueando los labios de ella. La llevó en volandas hasta la habitación y la depositó con cuidado en la cama, como si fuera una figura de porcelana que temiese romper. Luego empezó a desabrocharle la blusa, y un momento después hundió la nariz en su escote. Antes de cerrar los ojos y abandonarse Frida von Kleinsberg pensó que las piezas se habían dispuesto ya en posición de ataque. En el tiempo que llevaba en Nueva York había podido catalogar a cada una de las figuras que estaban desplegadas sobre el tablero. Casi todas eran peones que por sí mismos no podrían hacer mucho daño, aunque no podía dejar de tenerlos en cuenta. Algunos eran de mayor categoría, como el propio Leo Szilard o Enrico Fermi, a quienes aún no conocía. Tal vez alguno podría ser incluso la reina. Pero aún le faltaba saber quién, de todos los científicos exiliados en los Estados Unidos, era el rey, la pieza en torno a la que habría que estrechar el cerco para obligarla a rendirse y así poder ganar la partida.

Pronto tendría que empezar a hacer preguntas o tratar de averiguar ciertas cosas que podrían poner en peligro su vida si era descubierta. La vigilancia que existía respecto a los espías en Estados Unidos era mucho más relajada que la que había visto en Inglaterra, donde los ciudadanos, a pesar de que todavía no había empezado la guerra, estaban mucho más concienciados que los norteamericanos del peligro que suponía cometer una indiscreción delante de un desconocido que tal vez podría tener abierto un canal de información con un agente alemán, o que podría ser un agente alemán él mismo. No había visto carteles en Nueva York invitando a la discreción como los había visto en Londres, advertencias a los ciudadanos para que fueran prudentes, pero no por ello iba a pensar que podría investigar cuanto quisiese en los Estados Unidos sin que nadie le prestase atención o sospechase de ella. Frida von Kleinsberg no se fiaba de nadie, excepto de Altamira, cuya buena voluntad para ella estaba fuera de toda duda después de haberlo conocido en Madrid. En el fondo no confiaba en que Stanislaw Zukrowski, a pesar de que parecía haberse encaprichado de ella como un adolescente, no ocultara bajo el enamoramiento un interés en descubrir más cosas sobre ella. Y Frida sabía que, mientras más tiempo pasase, más posibilidades tendría de que alguien pudiera desenmascararla.

El siguiente eslabón de la cadena al que debía acceder era Leo Szilard. Hubo otra última cena antes de las vacaciones en la calle Catorce, pero ni ella ni Zukrowski asistieron, y según había podido saber, tampoco el científico húngaro se acercó para saludar a sus colegas, así que a lo mejor no sería posible conocer a Leo Szilard hasta después del verano. Pero tres meses era demasiado tiempo. No podía esperar tanto.

Le había contado a Spencer Baumbach que se marcharía a Chicago dentro de unos días. Ahora ya no se citaba con él en Brooklyn, sino en el parque Bryant. Segura de que la señora Goldsmith había tomado nota diligentemente de su salida para contárselo a su inquilino, con la excusa de pasar un rato de lectura agradable en la biblioteca pública de Nueva York, caminaba por la Quinta Avenida hasta el hermoso edificio que semejaba un imponente templo griego, subía las escaleras y se sentaba a leer tranquilamente en una de las salas de la primera planta para volver a salir al cabo de un rato a la calle, rodear el edificio y encontrarse en el parque con Baumbach. En su último encuentro ya le había dado una nota con los nombres de todos los que asistieron —científicos y no científicos— a la cena de la calle Catorce a la que asistió, y unos cuantos nombres que había podido conseguir de varios chivatos o traidores al Reich que intrigaban para los judíos exiliados desde el corazón de Alemania. Ahora le contó que dentro de unos días se marcharía a Chicago con Stanislaw Zukrowski para asistir a una conferencia de Werner Heisenberg. Spencer asintió con la cabeza mientras escuchaba. Sentado en el banco, nadie habría pensado que no se trataba de un jubilado ocioso que ocupaba su tiempo echando migas de pan a las palomas. No miraba a Frida en ningún momento de sus encuentros. Se sentaba junto a ella o ella junto a él si llegaba después y se limitaban a escuchar lo que el otro tenía que decir, a recoger discretamente algún mensaje que Frida abandonaba en el banco antes de marcharse, a dejarle alguna instrucción a ella de la misma forma.

Esta vez Frida había estado a punto de no darse cuenta del pequeño paquete que Spencer Baumbach había dejado después de lanzar al suelo la última miga de pan y haberse levantado sin despedirse. Esperó unos segundos antes de recogerlo y lo metió en el bolso. No era muy grande, pero por el peso y el contorno que había adivinado al cogerlo Frida estaba segura de que su contacto acababa de entregarle una pistola. Suspiró, sin saber muy bien lo que sentía, y se levantó para volver al apartamento del Greenwich Village. No estaba de más tener una pistola porque podía ser un arma más disuasoria que el cuchillo con el que había matado al carpintero húngaro en el barco. Pero según una máxima que había leído una vez, cuando un arma aparecía en una historia de misterio todo indicaba que alguien iba a morir. Se preguntaba, mientras se encaminaba al sur de la ciudad, de vuelta a la casa de Stanislaw Zukrowski, contra quién tendría ella que usar la pistola que Spencer Baumbach le acababa de entregar.