La invitación de Arturo Ramírez de Ayala llegó puntual, igual que el último año, a mediados de mayo. El curso escolar terminaría dentro de pocas semanas, y el telegrama le decía que la casa estaba a su disposición. Desde que había comprado una mansión en Florida, el empresario de origen español pasaba cada vez más tiempo en el sur, cerca de playas soleadas desde enero hasta diciembre y a un tiro de piedra de los casinos de La Habana. La pequeña casa que tenía en la bahía de Peconic, en Long Island, había quedado relegada a un segundo plano, apartada en un rincón del noroeste, como un juguete antiguo que desdeña un niño por otro más moderno o más grande y vistoso. Este año se la ofrecía a su amigo igual que el verano anterior: sin cobrarle ni un centavo. Altamira también era español, y le caía muy bien, además. Se habían conocido dos años antes, en una de las cenas de la calle Catorce, cuando Altamira era un recién llegado a Estados Unidos. A pesar de su creciente prosperidad, Ramírez de Ayala no había perdido la sensibilidad respecto a los exiliados, sobre todo si eran compatriotas a los que la lotería de la suerte no acababa de premiar. Él podría haber sido uno de ellos si las cosas hubieran rodado de otra manera, si sus padres no hubieran emigrado a América cincuenta años antes, cuando todavía era demasiado pequeño como para acordarse.
Alfonso Altamira agradeció la invitación para pasar el verano en la casa de Ramírez de Ayala, pero no la aceptó inmediatamente. No es que prefiriese soportar el calor agobiante de su apartamento de Brooklyn, sino que le parecía excesivo aceptar el ofrecimiento de su amigo por segundo año consecutivo. Una casita frente al mar sólo para él. Como excusa alegó que no sabía navegar, que se le caería el mundo encima mientras esperaba que pasaran los días, paseando por la playa, sintiéndose un extraño entre gente que no conocía, muchos de ellos de una clase social elevada. Ya le había pasado lo mismo el año pasado, pero entonces había invitado a su amigo Gaspar Puig a pasar unos días con él en Long Island, y ahora no podía evitar sonreír al recordarlo un año antes, escuchándolo recitar los mejores versos de los poetas de la Generación del 27 sin tener ninguna posibilidad de escapar más que hundiéndose en el fondo de la bahía de Peconic. El empresario español no insistió, pero a principios de junio le llegó una carta con el remite de la oficina de Arturo Ramírez de Ayala, con una tarjeta suya en la que había anotado a mano, a pesar de que Altamira ya la conocía, la dirección de la casa, un juego de llaves y un plano en el que le indicaba cómo llegar, todo muy bien detallado, con trenes y autobuses, porque Alfonso Altamira ni tenía coche ni sabía conducir. Y aunque al principio este año había decidido no abusar de la amabilidad de su compatriota, al profesor Alfonso Altamira ahora no le parecía tan descabellada la idea de pasar el verano en Long Island. Le mandaría una nota a Ramírez de Ayala para agradecerle la invitación, y le diría que al final tal vez sí pasaría unos días en Peconic. La excusa sería el calor de Brooklyn, que ya conocía lo bastante bien como para saber lo insoportable que podría llegar a ser. Que una casa frente al mar era una oferta mucho más agradable que la canícula del asfalto de la ciudad.
Pero la verdadera razón tenía nombre de mujer, y estaba seguro de que Ramírez de Ayala se había dado cuenta, como cualquiera que hubiera prestado un poco de atención, igual que Gaspar Puig, que lo miraba en el instituto de otra manera ahora que una mujer hermosa habitaba bajo su techo. A veces aspiraba histriónicamente cuando se lo cruzaba en los pasillos del centro, como si no supiera que el olor suave que le llegaba era del perfume con el que Altamira se rociaba el cuello y las mejillas cada mañana, antes de salir para dar sus clases, y se quedaba un momento en el pequeño salón, procurando no hacer ruido, para dejarla que durmiese hasta bien entrada la mañana si le apetecía.
Seguía siendo el mismo, pero era como si hubiera rejuvenecido diez, quince años de golpe. La presencia de una mujer en la vida de un hombre puede hacer más milagros que la medicina o la vida sana. Y aquel verano se le antojaba lleno de posibilidades que doce meses antes no habría podido soñar siquiera. Una casa tranquila, un lugar donde ella pudiera navegar. Era como si el tiempo se adelantase o se retrasase caprichosamente. Sería como volver a pasear del brazo de Frida Klein por los jardines del Retiro, estar sentado junto a ella bajo un árbol mientras contemplaban las barcas que navegaban en el estanque.
Después de la reunión en la calle Catorce, los científicos estuvieron un rato departiendo con ellos, todos haciendo corrillo en torno a Frida Klein, escuchándola hablar de Alemania, compartiendo su preocupación y agradeciendo su optimismo respecto al futuro. Ella había dicho que estaba segura de que las cosas se arreglarían de algún modo, que Hitler no sería eterno, o que tarde o temprano el mundo se daría cuenta de las barbaridades que se estaban cometiendo en Alemania. Altamira se percató también de que alguno de sus colegas le había dedicado una mirada cómplice al enterarse de que la joven física alemana se hospedaba en su casa. Eran gestos entre hombres que no había visto desde hacía muchos años, y más de una vez, hasta que al final terminó la reunión, le dio vergüenza pensar que fuera obvio que le temblaban las piernas cuando estaba cerca de ella. Verlo con aquella mujer parecía despertar una envidia sana en sus colegas, y, al cabo, resolvió que no tenía por qué avergonzarse de ello. Conocía a Frida Klein desde hacía cuatro años, y lo más lógico era que le hubiera brindado su casa para que se alojase hasta encontrar algo mejor. Incluso Stanislaw Zukrowski, el que le había besado la mano y había demorado sus labios en el dorso de ella más tiempo del que las normas de educación habrían considerado necesario, podía sentir envidia de él, que le llevaba más de veinte años, por haber llegado a la reunión acompañado de una bella joven. Zukrowski podía ir a las cenas mensuales de la calle Catorce conduciendo su coche, un descapotable oscuro con llantas relucientes y neumáticos blancos que mostraban sin pudor el sustancioso salario con el que Arturo Ramírez de Ayala premiaba sus desvelos en su empresa de abonos y fertilizantes con sede en Queens, pero había sido él, que había acudido en autobús desde Brooklyn, quien había llegado acompañado por una joven hermosa.
Altamira no tenía nada en contra de aquel joven y talentoso químico polaco, le caía tan bien como todos, pero no pudo evitar una jactancia íntima al poner la mano sobre el hombro de Frida Klein para llevarla de vuelta a casa después de que él hubiera vuelto a besar su mano, sujetando sus dedos, mirándola a los ojos, hasta que ella sonrió y la retiró con discreción pero con firmeza y buscó apoyo en Altamira, que enseguida la tomó del brazo mientras se despedía del resto de sus colegas. Hasta dentro de un mes no tendría lugar otra reunión, y aunque Altamira no tenía años para comportarse como un adolescente enamorado, sabía que no podía esperar eternamente antes de confesar sus sentimientos a Frida Klein. Era una mujer joven, inteligente y muy hermosa, y al mínimo cuartel que le diese a un hombre joven y apuesto como era Stanislaw Zukrowski, sabía que tenía muchas posibilidades de perderla.
Pero aún era demasiado pronto para pedir abiertamente a sus conocidos que ayudasen a Frida a conseguir un trabajo. Altamira tenía previsto proponerlo en la próxima reunión, o, tal vez, llamar a alguno de ellos para que intercediera por ella. Era incapaz de pedir nada para sí mismo, pero se desvivía para ayudar a alguien que lo necesitaba.
Llevaba todo el día con las llaves de la casa de Ramírez de Ayala en Long Island guardadas en el bolsillo, y ahora jugueteaba con ellas mientras con la otra mano sujetaba la correa de Newton. Aparte de buscarle un trabajo, también tenía que encontrar el momento oportuno para proponerle a Frida que fuera a pasar el verano con él a Long Island. Al cabo, que estuviera alojada en su casa era un hecho irrelevante, una situación que no significaba nada más que ella no había tenido a nadie a quien acudir sino a un viejo amigo con el que había trabajado en España. La situación lo hacía sentirse como un niño que estuviera a punto de alcanzar la edad de jubilación. Una vez, en Madrid, paseando por los jardines del Retiro, en un gesto que no pudo controlar, había tomado las manos de Frida Klein entre las suyas y le había dicho que la quería. Aquél había sido el punto más álgido de intimidad que se había atrevido a alcanzar con la joven alemana, y todavía, casi cuatro años después, sentía una gran vergüenza por haberlo hecho, pero aún le acobardaba más que ella se percatase de lo azorado que estaba, él tan mayor, con tanta experiencia como se suponía que debía de tener comparado con ella, que tenía treinta años menos, pero la inteligencia y los años no sirven de nada cuando uno enfrenta los ojos de la mujer de la que, sin tener una razón lógica para ello, está enamorado.
Cuatro años después y otra vez sentía lo mismo. Ella al otro lado de la puerta de su habitación y muchas noches le había costado conciliar el sueño. Imaginaba que tenía el valor suficiente para levantarse, acariciarle la mejilla, enroscar su melena ondulada en un dedo, suavemente, acercar los labios a su cuello y susurrar su nombre, y ella sonreía, sonreía y lo llamaba por su nombre, Alfonso, vida mía, y se abrazaba a él. Otras veces pensaba que era ella la que se levantaba y acudía de puntillas a su habitación, giraba el pomo de la puerta despacio, para no sobresaltarlo, para no despertarlo y ser sorprendida si en el último instante decidía dar marcha atrás y volver a su cama improvisada en el salón, pero Frida Klein al final traspasaba el umbral del dormitorio, se sentaba en la cama y le pasaba la palma de la mano por la frente, y luego por la mejilla, por la barba canosa, y él se despertaba, un poco aturdido, sin comprender qué estaba ocurriendo. La muchacha se llevaba el dedo índice a los labios, rogándole cariñosamente que no hiciera ruido, y luego posaba la misma yema que había estado en sus labios en los de él, que la besaba, se incorporaba en la cama y sentía el calor del cuerpo de la joven que se pegaba al suyo, la piel desnuda debajo del breve camisón que usaba para dormir y que pronto terminaría arrugado entre las sábanas.
Pero Altamira sabía que, si pasaba algo entre ellos, lo que tanto deseaba, no sucedería de esa forma que había imaginado, porque ya tenía años para saber que los sueños, cuando se hacen realidad, raramente suceden o tienen la misma intensidad que cuando se han imaginado o deseado largamente.
Se atrevió a invitarla a pasar el verano con él por la tarde. Le había costado hacerlo, pero al final reunió el valor suficiente.
—Estoy pensando pasar unas semanas este verano en una casa en Nassau Point, en la bahía de Peconic, en Long Island.
—¿Long Island? —Frida von Kleinsberg sabía fingir muy bien que sabía mucho menos de lo que aparentaba.
—No está demasiado lejos de Nueva York. Es un lugar bonito, muy tranquilo. Hay árboles, y playa, y dunas suaves de arena, y mar, por supuesto.
Frida sonrió.
—El mar. Entonces también habrá embarcaciones. A mí me encanta navegar.
—Hay muchas embarcaciones. Seguro que se puede alquilar alguna. Podrás navegar todo lo que quieras.
La frase de Altamira había sonado como una invitación, pero ella también le había dicho un momento antes que le gustaba navegar, con lo que le había abierto el camino al profesor para hacerlo.
—A ti no te gusta navegar —respondió Frida, sacudiendo la cabeza, sin poder disimular una sonrisa—. Subías conmigo a regañadientes en las barcas del estanque del Retiro.
Altamira se encogió de hombros. También sonreía.
—Cada vez que subo a un barco no puedo dejar de pensar que los tentáculos de una criatura anfibia van a salir del agua y me van a arrastrar hasta el fondo, o que un tiburón enorme vendrá con las fauces abiertas para engullirme.
Frida no podía dejar de sonreír. Lo miraba casi con dulzura.
—Es una manera muy poética de ocultar que te mareas cuando te subes a un barco.
—Eso también. De acuerdo. Pero lo del monstruo marino con tentáculos es cierto. Y lo del tiburón.
Frida Klein se lo quedó mirando. Cuando Frida von Kleinsberg relajaba la presión que ejercía sobre ella podía llegar a sentirse muy a gusto con el hombre que le había dado cobijo en Brooklyn.
—Debiste de pasarlo muy mal en la travesía desde España a Estados Unidos.
Altamira asintió, resignado.
—Nunca pensé que se me pudiera hacer tan largo el trayecto entre Lisboa y Nueva York. Me asomaba al barco y en cuanto quería darme cuenta me había agarrado con tanta fuerza a la baranda que me dolían las manos.
—Veías los tentáculos del monstruo que venía a por ti desde el fondo del mar.
—Y las aletas de los tiburones. No puedes imaginarte cuántos hay en el Atlántico Norte. Pero bueno, seguro que tú también has visto tiburones en tu viaje desde Liverpool.
Se quedaron los dos en silencio un instante, como si la broma ya no pudiera demorar más tiempo el momento de la respuesta de Frida.
—¿Te gustaría pasar el verano allí, conmigo? —concluyó Altamira—. No es una casa muy grande, pero sí lo suficientemente cómoda para dos personas. Me la ha prestado Arturo Ramírez de Ayala. Tal vez te acuerdes de él. Lo conociste la otra noche, en la cena. El empresario de origen español que había hecho fortuna gracias a una empresa de abonos y fertilizantes.
Frida fingió que tenía que hacer un esfuerzo para recordar. Sabía quién era Arturo Ramírez de Ayala, y también se había enterado de que Stanislaw Zukrowski, el apuesto químico polaco, trabajaba para él.
Respondió al cabo de unos segundos.
—Creo que sé quién es.
—Pues ha tenido la amabilidad de prestármela. Por segunda vez, porque el año pasado también lo hizo. He pensado que podríamos disfrutar de la tranquilidad del verano en un lugar fresco y apacible.
—Eres muy amable, Alfonso. Pero no sé qué decirte. He de buscar un trabajo para poder valerme por mí misma. El dinero se acaba antes o después, y no puedo quedarme aquí para siempre.
La respuesta fue como si una aguja se le clavase en el pecho. Tal vez la muchacha se iría pronto. Quizá ya lo había decidido.
Altamira podría decirle que tal vez no encontrase el trabajo que quería antes de que terminase el verano. Pensaba, y habían hablado de ello muchas veces, que lo mejor para ella sería encontrar un puesto de profesora, y, a no ser que empezase a dar clases particulares —algo bastante posible, incluso recomendable para adquirir experiencia con alumnos norteamericanos: el propio Altamira había empezado a trabajar dando clases particulares cuando llegó a Nueva York—, su empleo no empezaría, como muy pronto, hasta finales de agosto. Mientras tanto podrían pasar el verano los dos en la casa de Ramírez de Ayala en la bahía de Peconic.
—Seguro que este verano también estará por allí el profesor Albert Einstein. El año pasado alquiló una casita frente al mar, un sitio con unas vistas estupendas, en lo alto de una colina. La casa de Arturo Ramírez de Ayala está al otro lado de la calle, un poco más abajo.
Ahora Frida von Kleinsberg tomó las riendas. Respiró hondo y apretó los puños con cuidado, haciendo un esfuerzo para que Altamira no se diera cuenta del calor que le subía por la espina dorsal cuando pensaba en la posibilidad de encontrarse con Albert Einstein. Pero no se iba a permitir pensar en ello hasta no haber resuelto la misión que le habían encomendado.
—Será cuestión de verlo cuando llegue el momento —respondió Frida, sin querer comprometerse.
Como mujer podía llegar a entender que el profesor Altamira no quisiera dejar pasar la oportunidad de pasar el verano en Long Island con ella, pero lo mejor para su misión no era retirarse durante los meses de verano a una casa de vacaciones, alejada de donde tenía que sacar toda la información posible para remitirla al coronel Piekenbrock a través de Spencer Baumbach, con quien ya se había reunido dos veces desde que llegó a Nueva York. Le contó que había logrado infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados menos de una semana después de instalarse en casa de Alfonso Altamira, pero sólo había sido una reunión, y sospechaba que ninguno de los hombres que había conocido estaba informado de cualquier actividad que pudiera ser interesante para ella, ni siquiera Altamira, que, aunque conocía y tenía buena relación con la mayoría de los científicos que vivían en Nueva York, tampoco parecía estar enterado de nada relevante, como hasta qué punto los exiliados estaban colaborando con el ejército norteamericano, si los militares habían prestado atención siquiera a los temores a los que se había referido el profesor Steiner en las cartas que le había mandado a Alfonso Altamira. Su anfitrión le había contado que la única persona con la que había hablado de aquello era Leo Szilard, y, por lo que éste le había contado, Altamira había deducido que también tenía mucha información al respecto. Estaba claro que había más de un topo infiltrado en Alemania, e integrarse entre los sabios exiliados que se habían instalado en Nueva York era una buena oportunidad para averiguar sus nombres. Cuanto más pensaba en ello, más importante le parecía la misión que le habían encargado; de hecho, aunque ella no lo supiera o no se lo hubiesen querido decir —y los agentes de infantería como ella rara vez eran conscientes de la importancia de las misiones que les encomendaban mientras las estaban realizando—, en sus manos muy bien podría estar el futuro del Reich, que la guerra estallase en Europa o que los alemanes pudieran hacer que los demás países se postrasen y les rindieran pleitesía sin disparar un solo tiro, sólo anunciando que habían encontrado la forma de desarrollar una bomba atómica. Tenía que llegar hasta Leo Szilard. El inquieto físico húngaro era la llave que le abriría las puertas del éxito de la misión, la pieza de un tablero de ajedrez que al ser tumbada despejaría el camino hacia el jaque mate.
No, definitivamente, no podría ir a pasar el verano a Long Island. El profesor Altamira tendría que comprenderlo.
—No creo que sea lo más oportuno, Alfonso.
—Entiendo…
—Verás, Alfonso. Yo estoy muy a gusto aquí, y no sabes cuánto te agradezco lo que estás haciendo por ayudarme, pero lo más importante para mí es encontrar un trabajo con el que poder pagar el alquiler de un apartamento, algo como esto. —Extendió la mano alrededor, como si pudiera tocar la pared de la vivienda de Altamira—. Y debo encontrarlo cuanto antes.
Todavía no había mencionado Frida Klein ningún nombre, pero Alfonso Altamira, aunque no podía adivinarlo, sintió una punzada de dolor al pensar que alguien que no fuera él pudiera ayudar a la joven a conseguir un puesto de trabajo en los Estados Unidos. Desde que lo acompañó a la cena en la calle Catorce, algunas tardes ella salía sola a pasear, o tomaba el metro hasta Manhattan. Una noche regresó y le contó que ya había subido al Empire State. Altamira no quiso preguntarle si alguien la había acompañado, se limitó a sonreír y a escuchar la fascinación que había significado subir al edificio donde los aviones habían abatido al gorila ese, King Kong, la impresión de ver las luces y las calles de la ciudad desde el edificio más alto del mundo.
Y Altamira ya no era un profesor con un talento extraordinario para la Física, sino un hombre afectado por la confusión del amor que había puesto toda su inteligencia al servicio de conseguir que la joven se quedase a su lado, que lo acompañase a pasar el verano en Long Island, el primer verano romántico para él en muchos años, tal vez el único verano romántico de su vida, a los sesenta años recién cumplidos, y por más vueltas que le daba no llegaba a otra conclusión que declararse, decirle abiertamente que estaba enamorado de ella, no ahora, que la cobijaba en su apartamento neoyorquino, ni cuando le tomó la mano en Madrid y le dijo que la quería, sino tal vez, y aunque él prefería pensar que había sido de una forma gradual, desde el primer día que cruzó su despacho en la Universidad Central de Madrid con una carta de recomendación de su querido amigo, el profesor Steiner, que a estas alturas ya debía de haber pasado a engrosar la lista de víctimas de la barbarie nazi.
—Entiendo —repitió, no obstante, como si fuera el eco de su propia voz.
Se lo diría, le diría que la seguía queriendo, pero esperaría el momento adecuado para confesarle lo que ella ya sabía. Hizo un esfuerzo para no confesarle sus sentimientos esa tarde, antes de sacar a pasear a Newton. Se mintió a sí mismo con la teoría de que retrasaba su confesión hasta encontrar el momento adecuado, pero la única verdad era que le daba mucho miedo pensar en cuando ella le dijera que muchas gracias, pero que no sentía lo mismo por él, que jamás lo había sentido. Le daba miedo conocer de su boca lo que ya sospechaba, que la única razón por la que todavía seguía durmiendo bajo su techo era porque le estaba muy agradecida por haberla acogido y le daba un poco de pena dejarlo solo. Que aún le quedaba algo de dinero para poder mantenerse hasta que encontrase algo.
El siguiente fin de semana fue el más duro para Altamira. Su huésped le había dicho que lo pasaría fuera, que no regresaría hasta el lunes. Así lo dejaría un tiempo tranquilo, sin molestarle, porque no había pasado ni un día desde que llegó, ya hacía cinco semanas, sin dormir en su apartamento. Altamira asintió, sin decir nada. No tenía sentido insistir en que ella no le molestaba, sino todo lo contrario, que desde que estaba en su casa se sentía más joven que nunca, con ganas de vivir.
Alfonso Altamira se dio cuenta de que había perdido la costumbre de estar solo cuando regresó al apartamento, el viernes, después de terminar la última clase en el instituto: Frida Klein ya se había marchado. A pesar de que ella le había dicho que pasaría fuera el fin de semana, esperaba que no fuese verdad, que al regresar del instituto se la encontrase, con la comida preparada, aguardando su llegada, como una joven esposa que escucha la música suave del gramófono sentada tranquilamente en la butaca del salón, haciendo tiempo mientras llega su marido. El hocico húmedo de Newton buscó la mano de su dueño. El animal movió la cola y se tumbó panza arriba, esperando una caricia.
—Al menos tú sigues aquí —le dijo Altamira, pasando su mano por el vientre blanco del perro.
Dejó caer su carpeta con desgana en la butaca que hacía las veces de cama para su huésped y fue hasta el armario de la habitación. No respiró tranquilo hasta que vio la ropa de Frida colgada en las perchas. Al menos no se había marchado definitivamente, sólo el fin de semana, como le había dicho, y aunque eso no significaba que muy pronto, tal vez el mismo domingo por la noche, cuando regresara, o el lunes, no recogiera la ropa que le quedaba en el armario y le dijera adiós para siempre, se sintió aliviado porque al menos ahora tenía una tregua para arreglar las cosas, no como en Madrid, tres años antes, cuando Frida Klein abandonó su trabajo en la universidad y no volvió a saber más de ella hasta que el profesor Steiner la mencionó en su última carta.
Pero la única verdad era que Altamira estaba solo, solo otra vez, y percibía, molesto, que el tiempo se estiraba cuando uno se acostumbra a estar con alguien que de repente se ha marchado, igual que si uno viajase a la velocidad de la luz. Tal vez Einstein no se había planteado su Teoría de la Relatividad de esta manera, pero se trataba de una aplicación práctica interesante. Altamira pensaba en las cincuenta horas que faltaban para que Frida Klein regresara —el domingo por la noche, le había dicho ella—, y por más que se inventaba tareas con las que rellenarlas, siempre se quedaba corto. Pasó la tarde del viernes escuchando viejas piezas de Albéniz en el gramófono, después de haber fregado el plato en el que había comido. Frida Klein había limpiado el apartamento antes de marcharse, pero Altamira pensó que habría sido mejor que no lo hubiera hecho para así tener una ocupación más con la que rellenar las horas de la tarde del viernes que se le estaba haciendo insoportable. Los días eran ahora más largos, además, con lo que la sensación de que el tiempo se estiraba cuando uno estaba solo era más patente que si fuera invierno y la nieve castigase con saña los cristales de las ventanas de su apartamento. Caía la tarde ya sobre Brooklyn cuando decidió sacar al perro a pasear. Antes, cuando el tedio se hacía insoportable, le bastaba caminar un trecho para encontrarse con Gaspar Puig, pero desde que Frida Klein se había instalado en su casa se habían visto muy poco y no le parecía honrado por su parte ir a buscarlo porque se encontraba solo. Casi le daba vergüenza encontrárselo y que el poeta se diera cuenta de que Frida Klein no estaba a su lado. No quería verse a sí mismo justificando que ella había tenido que ausentarse el fin de semana y tener que soportar tal vez alguna sonrisa cómplice del literato, o peor aún, el silencio, que podía ser más duro incluso que un comentario hiriente.
Peor fue el sábado. Sentía que se le caía encima el techo del apartamento. Esperaba que la puerta del baño se abriera y que de allí saliera Frida Klein, que no se había marchado nunca, que su ausencia no hubiera sido más que un mal sueño que olvidaría nada más verla aparecer, a Frida Klein, o que regresara antes de lo previsto porque lo echaba de menos, y se lo decía, y lo abrazaba, lo abrazaba y lo besaba, le acariciaba la barba blanca que con tanto esmero se arreglaba para ella. Procuraba no pensar qué estaría haciendo ella ahora, dónde se encontraría, con quién estaría hablando. Desviaba ese pensamiento con la ilusión de verla aparecer antes de tiempo, se asomaba a la ventana como un padre que espera que su hija regrese pronto, sana y salva de los peligros del mundo exterior, pero la calle estaba vacía. De vez en cuando pasaba un tranvía, algún coche. El fin de semana había mucho menos tráfico en Brooklyn, y Altamira era uno de los pocos hombres tristes que se habían quedado a pasar el sábado en su apartamento alquilado mientras la gente salía a pasear, a recibir el aire fresco junto al East River.
El domingo las horas se le hicieron eternas mientras esperaba la llegada de Frida Klein. Volvió a pasear con Newton, se acercó un poco más hasta el bloque de apartamentos donde vivía su amigo Gaspar Puig, para hacerse el encontradizo y entablar una conversación con él. Pero hasta Gaspar Puig parecía haberse escondido ese fin de semana. A lo mejor se había marchado a algún sitio, quizá tuviera otros amigos de los que Altamira no tenía noticias, y hasta los días de un escritor solitario y atormentado eran más felices o más distraídos que los suyos. Esperaba verlo porque lo echaba de menos, porque, al cabo, era el único amigo que había tenido desde que llegó a Nueva York.
No fue hasta la noche del domingo cuando Frida Klein regresó. Altamira escuchó un coche detenerse en la calle, sin parar el motor, y permaneció ahí unos minutos, un tiempo más que suficiente para despedirse. Tuvo el palpito de que se trataba de ella. Estaba escuchando música con las luces apagadas y podía asomarse a la ventana sin ser visto. Lo hizo. Descorrió la cortina un poco, con dos dedos, y estiró el cuello para ver el coche. Era un automóvil oscuro, grande. No supo distinguir la marca ni la categoría. Alfonso Altamira nunca había entendido de coches ni los sabía conducir. No se había acostumbrado a ellos cuando empezaron a hacerse habituales en las calles de Madrid y nunca sintió interés por aprender a manejar uno, como habían hecho algunos amigos suyos. Incluso había encontrado en el humo que desprendían los tubos de escape una de las razones por las que hacía mucho tiempo que le había dejado de gustar vivir en la ciudad. Vio salir a Frida Klein del vehículo, con una pequeña maleta en la mano, y el automóvil se perdió en la calle sin que pudiera ver de quién se trataba. Ella miró hacia la ventana un momento, antes de entrar en el bloque, y Altamira se retiró, como si la fuerza negativa de un imán lo repeliese del cristal a pesar de saber que ella no lo podía ver. Volvió a sentarse en la butaca en la que dentro de un momento le prepararía otra vez un sucedáneo de cama a su huésped, y cerró los ojos, procurando concentrarse en la música. Unos minutos después sonó el timbre de la puerta, y encendió la luz antes de abrir. Cerró los ojos antes de girar el pomo, para relajarse, para que ella no notase cuánto la había echado de menos. Ojalá que me dé un abrazo, pensó, como un adolescente ingenuo, antes de tirar de la puerta. Ojalá que se abrace a mí y me diga que me ha echado de menos.
Frida Klein no se le abrazó, pero sonreía al otro lado de la puerta, como una niña que regresa a su casa después de las diez y quiere contentar a su padre para que no la castigue. Pero Altamira no tenía ninguna autoridad. Tenía años para ser su padre, desde luego, pero no mandaba en ella. La muchacha tampoco le había prometido nada y tampoco estaba obligada a darle explicaciones. Él la había acogido en su casa, y le había insistido para que se quedase. Ella le dijo que sólo serían unos días, pero había sido Altamira el que se había empeñado en acogerla todo el tiempo que hiciera falta, en ayudarle a buscar un trabajo para que pudiera valerse por sí misma en el país adonde había emigrado. Ahora no tenía derecho a quejarse si ella había decidido marcharse a otro lugar, si quería estar con otro hombre o prefería estar sola. Pero Alfonso Altamira González de Tejada no se rendiría. Hablaría con ella cuando encontrase el momento oportuno, cuando fuera capaz de reunir el valor suficiente.
—Buenas noches.
La muchacha lo saludó sin atreverse a cruzar el umbral todavía. Alfonso tardó un instante en darse cuenta de que él le bloqueaba el paso. Se apartó inmediatamente.
—Bienvenida —le dijo, dándole una palmada cariñosa en el brazo.
—No me inspira confianza.
Alfonso Altamira frunció el ceño, como si no hubiera comprendido lo que su amigo Gaspar Puig estaba intentando decirle. Caminaban por Brooklyn Heights después de clase. Ahora era Altamira el que necesitaba apoyo de su amigo, pero le sorprendió que éste hablase mal de Frida cuando lo que él necesitaba era recibir ánimos para dar el gran paso.
Se encogió de hombros, sin embargo. Habían detenido el paseo en el cruce de las calles Henry y Remsen, a la sombra de un árbol. Con los dedos sujetó las solapas de la chaqueta y tiró de ella, para enseñar su aspecto a su amigo.
—Míreme, querido Gaspar. No soy más que un vejestorio. No tengo edad para esperar que una jovencita como ella venga a rendirse a mis brazos, así, sin más.
Gaspar Puig agitó una mano para contradecir el argumento de su amigo. Tomó aire y recorrió con la mirada la torre de la iglesia de Nuestra Señora del Líbano, al otro lado de la calle, antes de responder.
—No es a eso a lo que me refiero, apreciado Altamira. A veces las mujeres jóvenes encuentran consuelo en brazos de hombres maduros y cargados de experiencia como usted —dejó de hablar por un instante, bajó la barbilla, como si quisiera señalarse el pecho—, como yo mismo.
—¿Entonces?
—Esa mujer no me inspira confianza —repitió.
Alfonso Altamira suspiró, por la nariz, con pesadez.
—¿Y a qué se debe eso?
—Verá, querido Altamira, que ahora salga sola y que no lo necesite a usted para ir a Manhattan puede ser incluso normal. Bueno, normal para una joven de su edad. Usted y yo hemos sido educados en otra época y en otros valores que ya se han perdido. Pero no es ésa la cuestión a la que me refiero. Mi desconfianza no tiene nada que ver con que ella sea joven y usted, permítame que le diga —sonrió en este punto Puig—, un hombre maduro.
Altamira se lo quedó mirando. Un momento antes le había preguntado a qué se debía su desconfianza, y estaba seguro de que el otro no tardaría en decírselo.
—Se trata de una joven alemana —añadió Gaspar Puig—. Una joven alemana que ha cruzado el Atlántico para venir a buscarlo a usted. No se lo tome a mal, querido amigo científico, pero desde la época de los libros de caballería no había pensado que nadie pudiera acometer una aventura semejante por amor, al menos no sólo por amor.
Altamira negó con la cabeza.
—Ella no ha venido aquí por mí. No soy tan ingenuo como para pensar eso.
—Pero no se enfade usted conmigo. Me ha contado su problema y lo único que intento es arrojar un poco de luz en sus desvelos.
—Ha venido a buscarme porque yo soy la única persona que conoce en esta ciudad. —Gaspar Puig chasqueó la lengua y movió la cabeza—. Vivía en Berlín, Gaspar. Sabe usted muy bien cómo están las cosas en Alemania. No era lo más sensato quedarse allí después de que hubieran detenido al profesor Steiner. Ella era su colaboradora.
—¿Hay alguna forma de comprobar eso?
Alfonso Altamira resopló.
—Por favor, Gaspar. Conozco a Steiner desde hace más de veinte años. Él fue quien me recomendó a Frida para que viniera a trabajar conmigo en Madrid en el 35.
—En los tiempos que corren yo no me fiaría de nadie, querido amigo.
—Yo me fío de Frida Klein. La conozco desde hace mucho. Incluso la conozco desde antes que a usted. El mismo argumento podría servir para no confiar tampoco en usted.
Gaspar Puig había empezado a andar de nuevo y, antes de terminar la frase, Altamira se dio cuenta de que no debería haberla pronunciado.
—Lo lamento —se disculpó—. Es que estoy un poco ofuscado. Siento que la voy a perder y estoy nervioso. No quería decir eso. Lo sabe, ¿verdad? Ha sido una estupidez.
Gaspar Puig se encogió de hombros.
—No importa. Todos decimos a veces cosas que no pensamos. La culpa ha sido mía. He mostrado muy poco tacto y muy poca sensibilidad cuando me ha contado lo que siente por ella. Yo tampoco debería haber dicho que Frida no es de fiar. No tengo argumentos para afirmar eso.
Alfonso Altamira se lo quedó mirando. Ahora no estaba seguro de que su amigo le dijese la verdad. Se había confiado a él como haría un adolescente, le había confesado que estaba enamorado de la alemana que habitaba en su casa, algo de lo que hasta un ciego se hubiera dado cuenta, y le daba tanta vergüenza que antes de haberse despedido ya se había arrepentido de hacerlo.
—De todos modos, gracias por escucharme, querido amigo. Lo mejor será que aclare las cosas con ella. Decirle lo que siento y ya está. No tengo nada que perder. Nada salvo un poco de dignidad.
—La dignidad no sirve de nada en estos casos. Lo único que valdría serían unas palabras bonitas, un ramo de flores, una cena romántica.
Altamira sonrió. Le puso una mano en el hombro como muestra de agradecimiento y, mientras Gaspar Puig lo miraba desde abajo, no pudo evitar pensar que su amigo sabía que en el fondo estaba equivocado, que un hombre de sesenta años no tenía mucho que hacer con una bella mujer de treinta. Pero lo que más le inquietaba era que pudiera tener razón cuando le había dicho que no se fiara de ella. Eran tiempos muy complicados como para poder confiar en nadie, pero Alfonso Altamira ahora no era capaz de pensar en eso. Sólo quería verla otra vez, verla cuando volviese a su apartamento, sentarse junto a ella, dar un paseo, levantarse por la mañana y reunir el valor suficiente para decirle que la quería, que la había querido desde el momento en que ella atravesó la puerta de su despacho en la Universidad Central de Madrid, aunque él nunca hubiera creído en el amor a primera vista.
Un día después aún no había sido capaz de confesarle sus sentimientos y, aunque tenía la sensación irremediable de que estaba todo perdido, Altamira había dado un gran rodeo para volver a casa desde el instituto. Cerca del edificio municipal había un pequeño parque donde crecían unas flores cuyos colores le habían llamado la atención cuando paseaba con Newton. Altamira apenas entendía de flores, y aparte de las rosas, las amapolas y las margaritas no era capaz de distinguir ninguna, pero para decirle a una mujer que estaba enamorado de ella lo que le parecía más oportuno era acudir a la cita con un ramo vistoso que fuera una declaración de intenciones, que anticiparan lo que iba a decir, que allanaran el camino a las palabras que sabía que le iba a costar tanto esfuerzo pronunciar. Frida Klein lo sabía, qué mujer no se hubiera dado cuenta a esas alturas de que un hombre estaba enamorado de ella. Además, si había venido a Estados Unidos y lo había buscado, no era porque ella se muriese de ganas de verlo, aunque eso era lo que le hubiera gustado a Altamira, y tampoco porque el profesor Steiner se hubiera carteado con él desde Berlín —que Frida Klein hubiera sido la ayudante de su colega alemán había sido una feliz casualidad—, sino porque ella sabía que él la acogería en su casa, que le prestaría ayuda, porque estaba segura de que a pesar de que habían pasado cuatro años aún no habría sido capaz de olvidarla. Pero Alfonso Altamira no se sentía inferior por ello, sabía que cuando de dos partes en conflicto se trata —y el amor para él no era más que una forma antigua de conflicto, tal vez la más antigua— siempre hay una más débil que la otra, y, de los dos, Frida Klein y él, se sabía la parte menos fuerte y lo aceptaba como un hecho inevitable. Por eso había recogido las flores esa mañana. Margaritas, amapolas, otras que se parecían a las rosas pero que no eran rosas y cuyo nombre tampoco sabía, un ramo colorido que llevaba en la mano procurando no mirar a los ojos de la gente con la que se cruzaba. Esperaba no encontrarse con ningún conocido, sobre todo esperaba no encontrarse con su amigo Gaspar Puig. Lo imaginaba recitando una oda al amor en mitad de la calle y le daban ganas de que el asfalto de Brooklyn se lo tragase para siempre.
Al doblar la esquina de la calle donde vivía pensó que tal vez su destino era siempre llegar tarde. Primero bajó la mano, luego escondió el ramo detrás del cuerpo y se hubiera metido dentro de un portal si no hubiera estado tan cerca de su edificio que cualquier vecino podría haberse dado cuenta de que trataba de esconderse, como si fuera un delincuente, como si haber recogido unas cuantas flores para regalárselas a la mujer que amaba fuera un delito por el que pudiera detenerlo la policía o un acto ignominioso por el que los vecinos llegarían a señalarlo con el dedo.
Asomó la cabeza desde el umbral del edificio contiguo, conteniendo la respiración, como si al hacerlo pudiera evitar que alguien lo viera hacer el ridículo. No entendía de coches ni de marcas, pero aquel vehículo oscuro que estaba parado era el mismo que había devuelto a su casa a Frida Klein el domingo por la noche, seguro que el mismo en el que había viajado el fin de semana que pasó fuera de su casa. Pero no era el coche la razón principal por la que se sentía un imbécil después de haber recolectado las flores. Incluso de no haber visto quién lo conducía, bien mirado podría haber ignorado su presencia y subido al apartamento para entregar las flores a Frida Klein, como un último recurso, aunque al final ella se hubiera marchado igualmente. Pero de pie, junto al automóvil, fumando un cigarrillo tranquilamente, sosteniendo despreocupadamente en el antebrazo la chaqueta, con ese aire juvenil que Altamira ya no tenía, con aquel porte impecable de galán de Hollywood, estaba ese químico polaco, el mismo que había besado con insistencia la mano de Frida el día que lo acompañó a la reunión. Estuvo a punto de dar media vuelta, para no encontrárselo, para no encontrársela a ella y no saber qué decir. Abandonó la protección del edificio, dispuesto a regresar al cabo de un rato, pero en el mismo momento en que ponía el pie en la acera Stanislaw Zukrowski había tirado la colilla al suelo y al aplastarla con la punta del zapato reluciente se había girado hacia donde estaba Altamira. Ya era demasiado tarde. Si desandaba el camino era posible que Zukrowski lo reconociese de espaldas, que lo viera con el ramo de flores, que lo llamara y que ya no le fuera posible esconderse, que hubiera de dar la vuelta y fingir una sonrisa, de pie, en mitad de la calle, con el ramo en la mano, maldiciendo el momento en que se le había ocurrido recolectar flores para regalárselas a Frida. Lo mejor era continuar hasta el edificio donde vivía, saludar a Stanislaw Zukrowski si se lo encontraba, puesto que le parecía imposible no toparse con él, y mostrar la mejor de sus sonrisas, fingir que se alegraba de verlo, que no le sorprendía que hubiera venido hasta Brooklyn para ver a Frida Klein, mostrar un gesto amable para beneplacitar que entre los dos, su huésped y su colega, había germinado una hermosa amistad.
Ensayó la mejor de sus sonrisas antes de dirigirse a su apartamento, al mismo tiempo que dejaba caer el ramo en el portal donde se había refugiado, como si las flores que con tanto mimo había escogido para Frida Klein le quemasen en las manos, la prueba de un delito que había estado a punto de cometer. Esperaba que nadie que lo conociera lo hubiera visto con ellas.
La forma en que lo saludó Stanislaw Zukrowski le hizo pensar que lo había visto en el portal, tal vez con las manos por detrás, ocultando el ramo. Era el gesto del joven científico al estrecharle la mano demasiado forzado como para resultar natural, y era obvio que no podía ocultar del todo la tensión que le producía encontrarse con Altamira cuando a quien había venido a ver; estaba claro, no era a él, sino a su huésped.
Pero no tuvo que darle el polaco ninguna explicación porque antes de que tuviese tiempo de decir nada una voz de mujer hizo que los dos girasen la cabeza hacia ella.
—Vaya. Ya veo que os habéis encontrado.
Lo dijo Frida Klein como si de verdad le alegrase que estuvieran juntos y se estrechasen la mano. En realidad, no había ningún motivo, ningún motivo confeso, por el que no hubieran de alegrarse al encontrarse.
—Stanislaw había quedado en recogerme para llevarme a Manhattan. Vamos a ir al cine. ¿Te gustaría venir con nosotros?
—¿Al cine? No, gracias. Creo que ya me he vuelto demasiado mayor para acostumbrarme a pasar tanto tiempo dentro de una sala oscura. Creo que incluso me marearía —miró hacia arriba, a la ventana de su apartamento, buscando alguna excusa más coherente—. Prefiero sacar a Newton a dar una vuelta.
Frida sonrió, como una hija comprensiva ante las manías de su padre.
—Regresaré pronto —le dijo.
Altamira se encogió de hombros, como si no le importase o él no tuviese nada que objetar en cuanto a la hora a la que su huésped debería regresar.
Stanislaw Zukrowski había doblado la chaqueta y la había guardado en el coche. Ladeó la cabeza antes de ponerse al volante, para despedirse de Altamira, quizá para disculparse por llevarse a su huésped. Era un científico brillante, y era joven y apuesto. Altamira tenía todas las de perder. Ya había perdido, de hecho. Se tocó el ala del sombrero, a modo de despedida, reconociendo su fracaso, y se quedó un momento en la acera, viendo cómo el coche desaparecía al final de la calle. Suspiró antes de darse la vuelta, el único gesto de derrota que se había permitido, cuando ya nadie podía verlo. Al girarse vio a una mujer mayor que había cogido el ramo del portal donde lo había dejado. Primero lo miró desconcertada, y luego lo apretó contra su pecho. Acercó la nariz a las flores y cerró los ojos, como si quisiera atrapar el aroma de las margaritas y las amapolas. Lo sujetó con fuerza por los tallos y siguió su camino. A Altamira le pareció que paseaba orgullosa, como si un pretendiente anónimo le hubiera regalado unas flores para declararle secretamente su amor. Sonrió el viejo profesor español. Al menos su trabajo había servido para algo.
Subió las escaleras despacio. Las piernas volvían a pesarle igual que antes de la noche que Frida Klein se presentara en la puerta de su apartamento, con una maleta por todo equipaje, después de haber cruzado media Europa y el Atlántico. Él había hecho cuanto había podido por ella, y eso era lo único que debía importarle. Si al final no había logrado que ella permaneciese junto a él, no era culpa suya. Al cabo, Altamira era viejo y Frida Klein era una mujer joven. Lo más lógico era que se sintiese atraída por un hombre que no tuviera años para ser su padre. Llegó hasta el rellano del cuarto piso más cansado que las últimas semanas, y en lugar de lamentarse sonrió al pensar cuánto influía el estado de ánimo en la capacidad física de una persona. Al otro lado de la puerta escuchó ladrar a Newton. Sintió cómo raspaba la madera con la pezuña. Abrió la puerta y le acarició el pelo de la cabeza, y luego la panza suave cuando el animal se tumbó boca arriba, esperando que su amo jugase con él. Altamira le puso la correa y bajó con él a la calle para darle un paseo, como todos los días. Al final, cuando uno se ha quedado solo, son los actos rutinarios los que dan sentido a la vida, los que consiguen que no se vuelva loco. Levantarse a la misma hora, lavarse, ir a dar clase al instituto, dar un paseo con el perro al regresar a casa, los dos solos. Cosas nimias a las que agarrarse que de pronto adquieren una importancia capital. No faltaba mucho para que empezase el verano, y Altamira sabía que durante las vacaciones le iba a costar mucho más mantener una rutina con la que ahuyentar los malos pensamientos y los recuerdos tristes. A lo mejor al final decidía irse con Newton a pasar el verano a la casa de Ramírez de Ayala en Long Island. No le vendría mal cambiar de aires, ahora que estaba solo otra vez. Frida Klein le había dicho que regresaría esa noche, pero ¿por cuánto tiempo? Se marcharía mañana, o pasado, o el otro, cualquier día no muy lejano. Tal vez lo premiase con un abrazo o un beso como despedida y le diría que le agradecía mucho que se hubiera ocupado de ella pero que había llegado el momento de no molestarlo más. A lo mejor se volverían a ver en una de las cenas de la calle Catorce y hablarían de cosas banales, de tonterías, de los últimos avances en el campo de la Física Atómica, de la situación tan difícil por la que estaba atravesando Europa. Se iría a vivir Frida Klein con Stanislaw Zukrowski a Manhattan, más tarde o más temprano, o lo acompañaría a pasar el verano, cogida de su brazo para entrar en alguna de las universidades que seguro lo habían invitado a dar una conferencia durante julio o agosto.
Altamira había llegado a Estados Unidos demasiado viejo para cambiar. Él prefería estar tranquilo y vivir en paz después de haber conseguido un trabajo decente en lugar de estar llamando a las puertas de la gente que conocía. Le faltaba ambición y le faltaban ganas quizá. Tenía sesenta años y lo único que quería era vivir plácidamente el tiempo que le quedase. La presencia de Frida Klein había sido un paréntesis en su tranquila vida neoyorquina. Otra vez volvía a estar solo. Otra vez volvía a ser el mismo que había sido siempre. No había que darle más vueltas.