Al profesor exiliado Alfonso Altamira le daba vergüenza que alguien se diera cuenta de que su rutina había cambiado. De Frida Klein no podía —y tampoco quería— esconderse porque ocupaba la butaca del pequeño salón de su apartamento, pero nunca había convivido bajo el mismo techo que ella y no estaba al tanto de sus horarios y sus costumbres. El domingo se levantó temprano para barrer las pelusas del suelo, fregar los platos que quedaban en la pila y dar un repaso al cuarto de baño. Según la última carta que había recibido del profesor Steiner, cuando ya debía de saber que la Gestapo estaba al acecho, Altamira sabía que existía la posibilidad de que cualquier día Frida Klein llamase a la puerta de su apartamento de Brooklyn, pero durante los últimos tres meses había procurado desviar su mente hacia otros pensamientos que lo intranquilizasen menos. No quería estar pensando un día sí y otro también que en cualquier momento ella podría llegar a Nueva York, buscar su domicilio y llamar a su puerta.
El sábado por la tarde, después de que los dos pasasen el día con Gaspar Puig, le había hecho un hueco en el armario para que pudiera dejar sus cosas. No le costó mucho porque Alfonso Altamira nunca se había preocupado mucho por su indumentaria, y desde que falleció su mujer sólo había acudido al sastre cuando alguno de sus trajes ya no daba para más. Pero ahora que la fortuna le había dado la oportunidad de reencontrarse con Frida Klein y tenerla bajo el mismo techo pensaba que no hubiera estado de más haber visitado al sastre con mayor frecuencia de la que acostumbraba, ninguna, y tener en su armario alguna ropa más decente o más alegre para pasear por las calles de Brooklyn en compañía de una bella mujer. Apenas si le quedaba un poco de colonia, y decidió que, cuando tuviera un momento, acudiría a la barbería para que le recortasen la barba y que su perilla plateada terminase en forma de pico, mucho más elegante que como la llevaba ahora, aunque redondeada un poco descuidada porque era él mismo quien se la arreglaba cuando era capaz de imponerse a la pereza que le producía tener que estar pendiente de su aspecto.
Frida Klein le había dicho que sólo se quedaría unos días en su casa, hasta que encontrase algo, pero Altamira sabía que no serían unos días, sino unas semanas, y también lo quería. Primero tendría que encontrar un trabajo con el que poder comer, pagarse un alquiler o la habitación de una pensión, y aunque estaba convencido de que la alemana acabaría encontrando un buen puesto, Altamira sabía que eso le llevaría un tiempo.
El jueves pensaba llevarla a la cena con los otros científicos exiliados. Normalmente, sus amigos anunciaban la futura visita de algún colega en la última reunión, pero él no había tenido tiempo, y si Frida Klein no lo acompañaba este jueves ya no habría otro encuentro hasta dentro de un mes. Y un mes era mucho tiempo. En treinta días podían pasar muchas cosas, incluso Frida Klein podría no estar ya junto a él en mayo. Además, estaba seguro de que sus colegas europeos tendrían muchas preguntas que hacerle en cuanto supieran que acababa de llegar de Alemania.
Frida se despertó cuando estaba a punto de terminar de fregar los platos.
—Me hubiera gustado hacerlo yo —dijo, frotándose los ojos—. Tenías que haberme despertado. Espera y te ayudo.
—No te preocupes, mujer. Ya estoy terminando. Además, eres mi invitada. No sería un buen anfitrión si permitiera que me limpiases el apartamento. El cuarto de baño ya está limpio. Ya puedes pasar si quieres.
Altamira dijo la última frase mirando la pared de la pequeña cocina que estaba integrada en el salón, concentrado en las grietas de la pintura, caballeroso, para que sus ojos no se fijasen en el cuerpo de la joven si se levantaba. Tal vez ella encontrase ridícula su manera de proceder, pero él era un hombre que había nacido en otro siglo, y había recibido una educación muy estricta, según las costumbres de aquella época, y un caballero no debe mirar a una mujer que puede estar ligera de ropa, aunque ella sea su huésped y aunque años atrás hubieran estado a punto —Altamira prefería pensar que podía haber sido así en otras circunstancias menos tristes para él— de tener una relación. Tal vez por eso, porque ella era su huésped y porque antes pudieron haber llegado a ser amantes, tenía que continuar siendo el caballero que siempre había sido: Alfonso Altamira González de Tejada, hijo de Juan Altamira, militar de carrera que había luchado a las órdenes de Espartero en la primera guerra carlista. Su padre se había jubilado con el grado de comandante y no llegó a engendrar a su único hijo hasta ser un sexagenario. Alfonso Altamira jamás pudo disfrutar de la confianza que le habría brindado un padre más joven y más liberal, pero con el tiempo el científico había llegado a comprender y a querer, con la distancia que daban los años y la muerte, a su progenitor, que había nacido cuando los húsares de Napoleón se batían en retirada hacia los Pirineos, y que se quejaba amargamente, en sus últimos años —el comandante vivió hasta los ochenta y siete—, de que su vástago hubiera elegido dedicar su vida a la abstracción de las fórmulas físicas en lugar de entregarse a la disciplina castrense, la única vida posible donde las reglas estaban claras, el único lugar donde las normas eran las mismas para todos y donde uno podía encontrar compañeros a los que apreciar como si fueran de su propia familia. Altamira había pensado qué habría sido de su vida si hubiera ingresado en la academia militar, como era el deseo de su padre. Tal vez hubiera tenido que ir a luchar a Marruecos y, si hubiera sobrevivido a la guerra de África, el alzamiento de las tropas rebeldes le habría sorprendido en cualquier destino, con cincuenta y siete años ya, y estaba seguro de que, aunque hubiera estudiado la carrera militar y su vida hubiera sido muy diferente, se habría puesto sin dudarlo del lado de los militares leales al gobierno legítimo de la República. De lo único que estaba seguro era de que, de haber sido así, ahora no viviría en Nueva York y no estaría esperando azorado a que una joven alemana saliera del baño mientras recogía el catre improvisado que había preparado para ella. La cama donde dormía Altamira era lo bastante grande para que pudieran dormir los dos, pero ni en cien vidas reuniría el valor para proponérselo. Por muy solo que estuviera, por muchas ganas que tuviera de hacer el amor con ella, sus principios le impedían sugerirle algo semejante.
Gaspar Puig fue bastante discreto. No le hizo ninguna pregunta embarazosa acerca de su relación con la joven alemana hasta el jueves, aunque desde el primer momento saltaba a la vista la curiosidad que la visita de la mujer había despertado en su amigo.
—Supongo que esta noche irá usted acompañado a la convención mensual de los científicos chiflados… —fue la única mención, aunque indirecta, a la presencia de Frida Klein en su vida.
Altamira soltó el aire por la nariz, como si sonriera. Volvían los dos del instituto, dando un paseo por el barrio elegante de Brooklyn Heights. Desde que había terminado la guerra procuraban no hablar de España porque enseguida les llegaba esa mezcla de melancolía y de rabia de la que les costaba desprenderse. Más pronto que tarde empezaría otra guerra en Europa, y nadie parecía ni quería acordarse ya de lo que había pasado en España. Y ellos, dos profesores exiliados que sobrevivían como podían en un país extraño, no podían hacer nada.
—Probablemente —respondió Altamira—. Podría haber ido acompañado desde hace mucho tiempo, pero usted no ha tenido la amabilidad de querer volver a venir conmigo a ninguna de las reuniones.
—Ya sabe usted, querido Altamira, que las reuniones de los hombres de ciencia me parecen poco productivas para el alma. Ya, ya sé que usted dice que a veces una fórmula física sencilla puede ser tan bella como una elegía.
—O más.
—Es bastante discutible que E=mc² pueda compararse con la Elegía a Ramón Sijé, y usted lo sabe, querido Altamira, aunque no quiera reconocérmelo.
Alfonso Altamira se echó a reír. Habían tenido la misma conversación muchas veces, y la única fórmula que Gaspar Puig parecía saber, igual que la mayoría de los que no sabían nada de Física, era aquélla en la que Albert Einstein había relacionado la energía con la masa y la velocidad. Le gustase o no a Einstein, era su nombre al que la gente ajena o los muchos diletantes de la Física recurrían para hacer ver que entendían de algo de lo que en realidad no tenían ni la más remota idea.
—Querido amigo, el mejor lugar para debatir estas cuestiones es en nuestras cenas mensuales.
—Mejor veré si me hago socio de algún club literario en el que la gente esté interesada en los rapsodas de verdad, los españoles, y entonces tendré el gusto de invitarle a una velada poética, y allí podrá explicar usted a mis colegas eso de que las ecuaciones pueden ser tan bellas como la lírica. O más, claro.
—Lo tendré en cuenta, querido Puig.
—Me alegro por ello, señor Altamira —respondió el literato, inclinando un poco el cuerpo, como en una leve reverencia, mostrando la mejor de sus sonrisas. Le gustaban estas discusiones amables que no llegaban a ningún sitio, y estaba seguro de que a Altamira también le divertían—. Que lo pasen ustedes bien esta noche.
—Como usted sabe, querido amigo, el tercer jueves de cada mes siempre es un día especial para mí.
Y lo era, tanto que a veces su existencia, desde que estaba en Nueva York, giraba en torno a esas reuniones de científicos exiliados, en las que se hablaba de Física, de Química, de Matemáticas, aunque últimamente las veladas derivaban invariablemente hacia términos geopolíticos, cuál sería el próximo paso que tendría que dar Hitler para que Chamberlain y Daladier le parasen los pies o cuánto tiempo tardaría el exilio español en reorganizarse y echar a Franco de Madrid con la ayuda de las potencias extranjeras. Afectaba a las reuniones de los exiliados una mezcla de ciencia y de nostalgia aderezada por la ingenuidad de unos y el escepticismo de otros. Al cabo, no se trataba más que de una reunión de amigos que estaban casi todos fuera de su país y que al encontrarse se sentían unidos por una causa común, por la misma desgracia.
El trayecto duraba más de media hora en autobús, desde Downtown Brooklyn hasta el extremo oriental de la calle Catorce, entre la Octava y la Novena Avenidas. Pero Frida no había dicho que iría a la primera. Altamira tuvo que insistirle. Ella había resuelto que lo mejor era hacerse un poco de rogar. Altamira no podía sospechar que la razón principal por la que había venido a Estados Unidos había sido, precisamente, para introducirse en esas reuniones. Al menos hasta donde sabía la Abwehr. Por el momento Frida se esforzaba en no pensar en las otras motivaciones que la habían llevado a aceptar la misión para no interferir en el resultado. Prefería esforzarse en convencerse de que la razón más importante, la única tal vez, para la que había viajado a Estados Unidos era para asistir a una de las reuniones a las que Alfonso Altamira acababa de invitarla.
—Somos un grupo de científicos exiliados que nos reunimos en Manhattan una vez al mes para contarnos las novedades, bueno, las novedades y las penas. Sería bueno que vinieras, no sólo porque a los demás les gustaría conocerte, sino porque te hará bien entrar en contacto con gente que puede ayudarte a conseguir un buen trabajo dentro de tu campo.
—¿Y crees que es oportuno que yo vaya contigo?
—No veo qué problema puede haber. Cualquiera de nosotros puede llevar un acompañante si le parece.
Frida conocía las reglas como si las hubiera estudiado. Lo había leído en una de las cartas que Alfonso Altamira le había enviado al profesor Steiner. Desde que se reunió con el funcionario de la embajada española en Berlín hasta que llegó a Estados Unidos habían pasado tres meses en los que había tenido tiempo de aprender muchas cosas.
—¿Y no hay que anunciarlo con antelación? —le preguntó, sin embargo.
—Lo normal es que sí, pero tampoco es extraordinario que no suceda así. Tú acabas de llegar a Nueva York, y yo te avalo ante los demás, eso sin mencionar que eres una experta en Física Atómica, y vienes de Berlín, con lo que tu presencia en la reunión no es que sea interesante, sino que yo diría que es incluso necesaria. Lo más seguro es que mis colegas, nuestros colegas, te asalten con preguntas sobre la situación de sus amigos en Alemania.
Frida dejó escapar un suspiro de resignación, como si hablar de Alemania no fuera lo que más la sedujera.
—No te preocupes. Procuraré que no te agobien con sus preguntas. Te rescataré en cuanto vea que se ponen pesados.
—De acuerdo, pero insisto en que no me parece bien que no les hayas dicho que te acompañaría.
—Intenté localizar a Leo Szilard ayer, pero en la Universidad de Columbia me dijeron que se había marchado a Chicago, aunque no te extrañe que al final acuda a la cena. Me hubiera gustado contarle que esta noche me acompañaría una colega recién llegada de Berlín. De todos los científicos exiliados en Estados Unidos él es, sin lugar a dudas, el más comprometido, y el más combativo también. No acude siempre a las reuniones cuando está en Nueva York porque a menudo anda sumido en muchos proyectos, en convencer a mucha gente para que se involucre en luchar contra los nazis, pero estoy seguro de que si supiera que estás aquí haría cuanto estuviera en su mano por pasarse. Estoy seguro de que le encantaría la idea de verte, pero, como te digo, no sé si al final será posible su presencia.
Leo Szilard. Judío nacido en Budapest en 1890. Había escapado de Alemania en febrero de 1933, pocos días después del incendio del Reichstag. El cerebro de Frida von Kleinsberg procesaba los datos con velocidad. Sabía de memoria los nombres de todos los científicos a los que debía vigilar. En efecto, Leo Szilard tal vez no fuera el más famoso ni el más brillante, pero sí era uno de los más combativos. A veces, cuando se paraba a pensar en la naturaleza de la misión que le habían encomendado, llegaba a la conclusión de que cuando lograse asistir a una de las reuniones con los exiliados lo que se encontraría no sería otra cosa que una pandilla de científicos inofensivos que se dedicaban a matar el tiempo hablando mal de Hitler y de los alemanes, y que su peligro no llegaba más allá de las paredes del local donde tenían lugar sus encuentros, que hasta ellos mismos sabían que su poder frente al Reich era el mismo que tendría una pulga frente a un elefante, un grano de arena frente a una montaña.
Media hora de trayecto y dos transbordos después estaban en la Octava Avenida de Manhattan. Altamira le había prometido llevarla a visitar el barrio de los rascacielos el próximo fin de semana, de día, pero Frida von Kleinsberg no pudo evitar detenerse un instante a contemplar las torres enormes que se levantaban desde las aceras. Levantó la cabeza, tuvo que arquear la espalda un poco para poder llegar a ver los pisos más altos. Había oscurecido ya, pero, a unas pocas manzanas al norte, la mole iluminada del Empire State destacaba, inconfundible, entre todos los rascacielos.
—Se puede visitar —dijo Altamira, que le adivinaba el pensamiento—. Fue una de las primeras cosas que hice cuando llegué a Nueva York, subir al Empire State, el edificio más alto del mundo. El sábado podremos venir si te apetece.
—El edificio donde muere King Kong…
—¿Quién?
Frida sacudió la cabeza. Sonrió.
—Nada. Una película.
—Hace muchos años que no voy al cine.
—Es una película sobre un gorila gigante que se enamora de una actriz, Fay Wray. Tal vez hayas oído hablar de ella.
Altamira sacudió la cabeza y encogió los hombros, disculpándose.
—Es muy famosa. Incluso en Alemania es muy conocida.
—Confieso mi ignorancia en lo que al cine se refiere. Lo siento.
—No hay que lamentarse por ello. El caso es que esa película que te digo, King Kong, acaba precisamente ahí arriba, en lo alto del Empire State.
—Iremos a verla un día, si quieres.
Frida asintió, sin dar más explicaciones. Definitivamente, el profesor Altamira no sabía nada de cine. Hacía seis años que habían estrenado King Kong, y pensar que todavía la estuvieran exhibiendo en un cine era bastante inverosímil. Aunque a ella no le importaría verla otra vez, en una sala de Nueva York, la ciudad que había disfrutado tantas veces en las películas que devoraba en Berlín. Últimamente el cine americano no estaba muy bien visto en Alemania. Decían que Hollywood era un nido de judíos que se habían empeñado en hacer campaña en contra del Reich, y aunque Frida también pensaba que no les faltaba razón a quienes argumentaban aquello, la pasión que sentía al sentarse en una sala oscura para que le contasen una historia era mayor que los prejuicios que le producía saber que detrás de la mayoría de aquellas películas había unos cuantos judíos ricos cuyas cuentas corrientes ella contribuía a engordar cuando pagaba una entrada.
Dejaron la Octava Avenida atrás y se adentraron en la calle Catorce, hacia el oeste. América ya parecía haber dejado atrás el fantasma de la Gran Depresión. Al menos en Manhattan parecía que las medidas del New Deal de Roosevelt habían dado sus frutos. Aún estaban los comercios abiertos y la ciudad era un hervidero de gente que volvía a casa o buscaba un bar donde tomar una copa después del trabajo. En la segunda mitad de abril la temperatura era agradable, un poco menos fresca que en Berlín en la misma época pero todavía lejos del calor que le habían advertido que tendría que soportar en verano si para entonces todavía estaba en Nueva York. Frida no sabía cuánto tiempo duraría su misión, pero se había mentalizado desde el primer momento de que tendría que pasarse una larga temporada en Estados Unidos. Infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados de la ciudad le llevaría su tiempo y, una vez hecho esto, obtener información importante, procesarla, hacerla llegar a sus jefes de las oficinas de la calle Tirpitzufer de Berlín y que ellos se encargasen de planear el siguiente paso no iba a ser cuestión de poco tiempo.
Frida von Kleinsberg cruzó la puerta del restaurante después de que el profesor Altamira, tan educado, la dejase pasar. Se trataba del bajo de un edificio dividido en dos mitades. Altamira le indicó con un gesto que pasasen al pequeño salón que estaba a la izquierda. Así que era esto, se dijo Frida, que de no ser una agente disciplinada se habría sentido decepcionada al comprobar lo que podría ser la naturaleza absurda de su misión. Un salón que no llegaría a tener más de cien metros cuadrados presidido por una pizarra, una mesa oblonga y un par de docenas de sillas alrededor. El encargado del restaurante había tenido el detalle de colgar de las paredes de la estancia que reservaba para las cenas del tercer jueves de cada mes unos cuantos cuadros con los rostros de algunos científicos ilustres: Copérnico, Galileo, Newton, Einstein. También estaba allí el rostro inconfundible, enjuto, con el pelo engominado hacia atrás, las entradas pronunciadas de quien apunta una calvicie prematura, de Enrico Fermi. Al científico italiano le habían dado el Premio Nobel de Física el año anterior por sus investigaciones sobre la radiactividad artificial, y tres años antes había abandonado Italia porque su esposa, que al parecer era judía, se sentía amenazada. La ausencia de un retrato de Werner Heisenberg no le extrañó a Frida. A pesar de que el físico alemán había conseguido el Premio Nobel en 1932, con apenas treinta y un años, y era uno de los mayores genios y su talento se encontraba en pleno apogeo, para ella era evidente, incluso antes de haber hablado con ninguno de ellos, que los científicos exiliados renegaban de él porque todavía no les había dejado clara su postura respecto a la política de Hitler en Europa.
Había al menos una docena de hombres trajeados, conversando de pie, en un rincón del salón, tomando una copa antes de sentarse a cenar. Alguno volvió la cabeza y la miró a ella, extrañado, como quien de repente descubre un elemento que desentona en la armonía del conjunto.
—Buenas noches, señores —se presentó Altamira, quitándose el sombrero, en un inglés bastante correcto. Frida pensó que para su edad se había adaptado muy bien a un idioma nuevo, aunque tampoco le sorprendía porque con ella hablaba un alemán casi perfecto, producto del tiempo que había pasado en Berlín cuando era joven y que no había dejado de estudiar y de practicar, de eso no le cabía duda—. Para mí es un honor presentarles a Frida Klein, una colega recién llegada de Alemania que estoy seguro que les podrá contar cosas muy interesantes, y de primera mano, sobre la situación en Europa. Ha llegado a Nueva York hace pocos días, y me he tomado la libertad de invitarla a nuestra reunión mensual.
Todos asintieron con una leve inclinación de cabeza, con un murmullo de aprobación. Frida los conocía a casi todos, y aunque muchas de las fotos que había memorizado junto a los nombres eran antiguas, no le costó reconocer, entre los científicos que acudían, muy educados, a darle la bienvenida, a Friedrich Kapelle, físico, Dieter Hoeffler, matemático, Jürgen Petersen, bioquímico y eterno candidato al Premio Nobel, Markus Frank, uno de los más reputados ingenieros de Baviera hasta que abandonó Alemania en 1935. También estaba allí Arturo Ramírez de Ayala, compatriota de Altamira que había hecho fortuna en América gracias a una empresa de abonos químicos y que, a pesar de no ser un hombre de ciencia, sino un empresario próspero, gustaba de la compañía de hombres inteligentes. La mayoría de ellos eran científicos exiliados, sin embargo, otros eran ciudadanos americanos de pleno derecho, por nacimiento o porque llevaban mucho tiempo viviendo en el país, más de los cinco años que marcaba la ley para poder naturalizarse. Frida sabía que la fortuna de Markus Frank, por ejemplo, se debía a la patente de un artilugio que una empresa norteamericana había comercializado con gran éxito entre los consumidores ávidos de sacudirse la mugre que les había acompañado durante la Gran Depresión.
Los saludó a todos, uno por uno, estrechó sus manos mirándoles a los ojos, buscando algún brillo, alguna indecisión o alguna sospecha detrás de sus iris que le indicara que la conocían o que no estaban dispuestos a confiar en ella porque venía de Berlín, y en los tiempos que corrían nadie que viniera de Alemania, ni de ninguna parte de Europa, especialmente si era licenciada en Física, en Física Atómica, tenía por qué estar libre de sospecha para ellos, que desconfiaban tanto de los nazis que ni siquiera se fiaban los unos de los otros. Había tres o cuatro cuyos nombres no llegaba a ubicar, pero tampoco le preocupaba mucho: ya tendría tiempo para enterarse de quiénes eran. Además, algunos de ellos eran demasiado jóvenes para estar registrados en los archivos meticulosos de la Abwehr. Tal vez ni siquiera habían nacido en Europa, sino que formaban parte de la comunidad científica neoyorquina y acudían a las reuniones por afinidad o por solidaridad con sus colegas exiliados. El trabajo de Frida también consistía en enterarse de sus nombres y sus ocupaciones. El más joven de todos, uno que tampoco conocía, además de estrechar la mano de Frida para darle la bienvenida, acercó el dorso a sus labios y la besó, mirándola a los ojos. La agente de la Abwehr sintió un leve estremecimiento, no porque un hombre joven le besara el dorso de la mano, sino porque le asaltó inopinadamente un ramalazo de inquietud. Tal vez sabía quién era y terminaría desenmascarándola, o quizá fuese también un agente alemán que llevaba ya un tiempo infiltrado entre los científicos de Nueva York. Pero esto, aunque no era imposible, era poco probable. De haber otro espía infiltrado se lo habrían comunicado. No era el momento de sacar las cosas de quicio sin ningún motivo. Sólo se trataba de un hombre joven con pinta de galán de Hollywood que había querido destacar entre sus colegas besando su mano. Zukrowski, le dijo, Stanislaw Zukrowski. Bienvenida a Nueva York. No debía de haber cumplido los Cuarenta todavía, y la taladraba con aquellos ojos que de tan claros parecían transparentes. Frida miró a Altamira y se disiparon sus dudas. El profesor español había bajado la cabeza, pensativo. Estaba claro que no le agradaba que un hombre más joven se acercase a ella de esa forma tan excesivamente educada. El fantasma de los celos se había cruzado por delante de los ojos de Altamira, y aquélla era una buena señal para sentirse a salvo. Stanislaw Zukrowski no era más que un hombre joven que deseaba agradar a una mujer hermosa llamando la atención o comportándose de una forma diferente a como lo harían la mayoría de los científicos, casi todos ellos de mucha más edad, que habían acudido a cenar como cualquier otro tercer jueves de cada mes.
Le gustó comprobar, también, y esto le alegraba tanto por su misión como porque al cabo, la parte de Frida Klein que había en ella disfrutaba con ello, que el profesor Alfonso Altamira González de Tejada, a pesar del aparente aislamiento en el que vivía, alejado del mundo mientras malgastaba su talento enseñando Física en un instituto de Brooklyn Heights, seguía siendo un hombre muy respetado entre sus colegas. Eran conocidos por todos los esfuerzos que había hecho para convencer al profesor Albert Einstein de que se convirtiese en ciudadano español en 1933, su lucha titánica y muchas veces sin medios por dignificar la ciencia en España y su tarea incansable para acercarla a la gente profana. A muchos de los que ahora se sentaban junto a él en las reuniones de la calle Catorce de Manhattan Altamira los había invitado a dar conferencias en Madrid cuando su posición se lo permitía, y él mismo se había encargado de gestionar la financiación de los viajes, los gastos y las dietas. Suyo era en buena parte el éxito de la visita de Albert Einstein a Barcelona, Madrid y Zaragoza en 1923, y eso era algo que todos sabían. Y lo más curioso era que Alfonso Altamira no había reclamado nunca nada para sí mismo ni había presumido de los éxitos que por derecho le correspondían o se había quejado de que otros se hubieran apuntado a última hora para que sus nombres apareciesen en los periódicos junto al nombre famosísimo de Albert Einstein. Ni siquiera ahora, que era cuando podría necesitar más ayuda, había acudido a ninguno de los científicos tan renombrados que conocía y a los que había hecho más de un favor desinteresado, como el propio Einstein, para que le echasen tina mano y le ayudasen a salir del ostracismo. Alfonso Altamira era un hombre al que le gustaba valerse por sí mismo, que evitaba pedir ayuda aunque lo necesitase, y ésa era una de las cosas que más le gustaban a Frida Klein. Y a Frida von Kleinsberg también.
—Parece que Leo Szilard finalmente no va a venir —le dijo Altamira al oído, cuando ya se habían sentado—. Me lo ha dicho Zukrowski, el joven que te ha besado la mano. —Altamira se detuvo un poco al decir esta frase, y Frida apenas pudo contener una sonrisa—. Son muy buenos amigos. Una lástima, porque me hubiera gustado que lo conocieras. Y seguro que a él también le habría encantado charlar contigo. Pero ya tendremos ocasión más adelante.
La presencia de un elemento ajeno a los miembros del club alteró un poco el orden del día. Había sido Altamira el que se había encargado de presentarla oficialmente, de pie, una vez que todos habían ocupado su sitio en la mesa, mientras ella tomaba asiento entre él y el científico polaco cuyo nombre jamás había escuchado, fingiéndose azorada, Altamira glosando su carrera y sus investigaciones en el campo de la Física Atómica, mostrando sin reservas su admiración a pesar de su juventud, aventurando un futuro premio de la Academia Sueca, quién sabe, con el tiempo. Talento, aseguró, no le faltaba. Para avalar el buen hacer de la alemana, Altamira habló brevemente del tiempo que ella había pasado junto a él en Madrid, de su constancia y de su inteligencia como investigadora. Frida llegó a pensar alguna vez durante la presentación que en algún momento Altamira iba a recurrir a su belleza y a la condición de ser mujer como último y determinante razonamiento para que sus colegas tuvieran a bien acogerla entre ellos, y aquello, que debería ruborizar a Frida Klein, lo único que conseguiría sería irritar a Frida von Kleinsberg. Por fortuna Altamira no hizo ninguna mención a su condición femenina como argumento para haber sido invitada a la cena, y, al cabo, ella sabía que era un caballero demasiado tímido como para dejar entrever delante de otros hombres la atracción que sentía por ella. Aún tardó unos segundos en comprender que el aplauso espontáneo en que había estallado la audiencia de científicos del salón era en su honor. Se levantó Frida, sonrió a Altamira, e hizo una pequeña reverencia a los hombres que la miraban y sonreían después de que el profesor español acabase de presentarla oficialmente a la comunidad de científicos exiliados de Nueva York. No había sido muy difícil llegar hasta allí. A partir de ahora tendría que sacar el máximo provecho de la situación. Apretó afectuosamente el antebrazo de Altamira para darle las gracias, movió los labios sin dejar escapar una palabra y asintió con la cabeza para agradecer a los hombres que la aplaudían como bienvenida. Frida Klein improvisó un par de frases tópicas, lo que se esperaba que una mujer dijera cuando un grupo de hombres de talento había permitido que asistiera a una de sus reuniones. Luego se sentó, pero no hablaron de Física aquella noche, sino de política, del futuro de Europa. Frida estaba preparada para ello, y ninguna de las preguntas que aquellos apátridas le hicieron la cogió por sorpresa. Querían saber si eran ciertas las noticias confusas que llegaban de Alemania, si era verdad que la población apoyaba mayoritariamente a Hitler, cuál era la situación real de los judíos ahora en el país —Frida sabía que muchos de los que estaban en la sala habían sido circuncidados y celebraban el Shabbat—, y, sobre todo, querían saber cuál era la situación de la ciencia en Alemania, hasta dónde era posible trabajar con libertad, hasta qué punto se había militarizado, si pensaba que una mente preclara como Werner Heisenberg pondría sus conocimientos al servicio de los nazis. El profesor Heisenberg, todos ellos lo sabían, llegaría dentro de un par de meses a Estados Unidos, invitado por las universidades de Ann Arbor y Chicago para hablar de Mecánica Cuántica, y su llegada y la información que pudiera proporcionar sobre la implicación de la ciencia y los prodigiosos científicos alemanes en el campo militar era muy importante para todos esos hombres a los que les aterraba la idea de que el Tercer Reich extendiera su dominio por Europa, y luego, tal vez, quién sabe, a lo mejor trataría de llegar a un acuerdo con el gobierno de los Estados Unidos de América. Frida Klein titubeaba, pero Frida von Kleinsberg los miraba a los ojos mientras respondía a sus preguntas. El miedo que sentían estaba más que justificado. Ninguno de ellos podía imaginar el poder militar que atesoraba Alemania. Eran incapaces de aceptar —o no querían, porque seguro que la idea de una Europa dominada por el Partido Nacionalsocialista les horrorizaba— que el único futuro posible, si al final estallaba la guerra, era la victoria incontestable de las tropas del Tercer Reich.
Pero el joven que había besado su mano había estado muy callado durante la cena. Zukrowski, le había dicho. Polaco, sin duda. Frida Klein recordaba que alguna vez, en Madrid, le había contado a Alfonso Altamira que había viajado a Polonia. No es que fuera entonces más ingenua que ahora, que quizá sí, pero cuando estaba en Madrid no podía imaginar que pocos años después volvería a encontrarse con Altamira en Nueva York y que iba a arrepentirse de haberle hablado de aquel viaje que había emprendido no mucho tiempo antes de conocerlo a él para encontrarse a sí misma y averiguar ciertas cosas que desde entonces, y a pesar de sus esfuerzos por soslayarlas, seguían quebrantándole el ánimo. Sin ninguna mala intención, Alfonso Altamira podría en cualquier momento mencionar su viaje a Polonia o recordárselo para dar un poco de conversación a su colega. Estaba segura de que Altamira no olvidaría que le había contado su periplo. Ella le había descrito Cracovia con todo detalle, incluso habían hablado alguna vez de viajar hasta allí los dos juntos, cuando paseaban bajo los árboles del jardín de la Universidad Central de Madrid, ella cogida de su brazo, él azorado, consumido por la culpa de estar enamorado de otra mujer mientras su esposa se desvanecía en la cama de un hospital. Algún día, le había dicho Altamira, sin poder dejar de sentirse ruin porque sabía que la razón por la que cuando pudieran hacer un viaje juntos sería porque ya habría enterrado a Carlota. Llevaba seis meses trabajando con ella y ni siquiera había intentado besarla. En la época de Madrid no estaba pasando por la mejor etapa en la relación con sus padres, pero Frida recordaba que entonces no podía evitar pensar de vez en cuando en la baronesa, en lo que pensaría si supiera que un hombre con más de cincuenta años y a punto de enviudar estaba enamorado de ella. A pesar de todo tal vez no lo vieran con malos ojos si supiera que era tan honesto que jamás intentaría nada con ella mientras viviese su mujer.
Polonia, Cracovia. Siete años antes. Cada vez le gustaba menos pensar en aquel viaje, y, cuando lo hacía, a menudo concluía que tal vez lo mejor hubiera sido no subir nunca a un tren que viajaba hacia el este. Pero ahora no tenía más remedio que tenerlo presente. Seguro que a Altamira le parecería extraño que no sintiese curiosidad por saber más sobre el científico polaco que le había besado la mano y ahora estaba sentado junto a ella.
Ya habían servido el postre cuando Frida buscó entablar un diálogo con él. Hasta ahora el polaco sólo había cambiado unas palabras con el otro español de la reunión, el industrial Ramírez de Ayala, que estaba sentado a su siniestra. No en vano, le había deslizado Altamira al oído durante la cena, Stanislaw Zukrowski trabajaba en una de las empresas de Ramírez de Ayala.
—Zukrowski —le dijo Frida, cuando tuvo ocasión, deteniéndose en cada sílaba. No le quedaba más remedio que hacerlo si no quería que Altamira se diese cuenta de que trataba dé ocultar su viaje a Cracovia—. Stanislaw Zukrowski, Polaco, sin duda.
El otro le respondió con una leve inclinación de cabeza. Sonriendo, con los labios y con los ojos, por la obviedad del asunto. Entonces iniciaron una conversación, sin profundidades, la única clase de conversación que puede existir entre dos personas adultas que acaban de conocerse. Frida sintió cómo se despojaba de un peso de encima cuando le contó que llevaba diez años viviendo en Estados Unidos. Peor había sido un momento antes, cuando le contó que había nacido y que había estudiado Química en la Universidad de Cracovia. Era muy difícil pero no era imposible que se hubiera encontrado con ella o que la recordase. Ella no había pasado demasiado tiempo allí, pero había hecho algunas preguntas y Cracovia no era una ciudad muy grande. Y el primer lugar al que había ido a buscar era la universidad. No descartaba que alguien con quien hubiera hablado entonces o le hubiera preguntado para averiguar lo que había ido a buscar la recordase. Dio un sorbo a una copa de vino, y ahora que estaba más relajada se dio cuenta de que durante un instante había soportado una gran tensión. Zukrowski llevaba diez años viviendo en Estados Unidos y no podía haber coincidido con ella cuando estuvo en Cracovia, y esperaba que también fuera lo bastante joven como para no conocer a la persona a la que había ido a buscar allí.
Ahora le pareció que Stanislaw Zukrowski se había vuelto más parlanchín de repente. Le hablaba de los cafés de Cracovia, del tejado del mercado de la Plaza Mayor cubierto de nieve en invierno o de las callejuelas del Kazimierz, el barrio judío donde había pasado su infancia. Una pena que ahora algunos alemanes reclamen Polonia como parte de su territorio, le dijo, y a Frida von Kleinsberg no le quedó otro remedio que morderse la lengua y escuchar cómo Frida Klein le daba la razón al polaco. Era el hombre más joven de todos los que estaban en la cena, y también, con gran diferencia, el más atractivo. Pero lo mejor es que era muy amigo de Leo Szilard. Eso le había dicho Altamira. Su nombre no le sonaba, pero eso no tenía por qué significar nada porque había otros hombres en la reunión cuyos nombres tampoco había oído nunca mencionar durante el tiempo que había pasado en Berlín preparándose para la misión. Pero que fuera polaco podía llegar a ser un inconveniente que Frida no podía dejar pasar por alto. Todavía no trabajaba para la Abwehr cuando viajó a Cracovia siete años antes y por eso ninguno de los subordinados de Canaris estaba al tanto de aquel viaje. Frida estaba segura de que si se hubieran enterado de la verdad lo más probable era que no le hubieran encomendado aquella misión. Tal vez ni siquiera ahora trabajaría para ellos.
Pero eso no importaba ahora. No importaba nada. Frida von Kleinsberg miraba la escena como quien contempla una película sentada cómodamente en la butaca de un cine. Frida Klein en medio de dos hombres, un español y un polaco, uno que parecía callado y misterioso y que de repente se había vuelto amable y hablador; otro que, sentado a su lado, intercambiaba alguna frase con el que tenía enfrente, pero en realidad estaba atento a la conversación que mantenían Frida Klein y Stanislaw Zukrowski, sin atreverse a participar, como el viejo león que abandona la manada después de comprender que ha llegado un macho más joven con el que no podrá competir.