La mañana del sábado amaneció fría pero soleada en Brooklyn. A medida que avanzaba la primavera la ciudad regalaba a la gente que la habitaba algunos días de agradable luminosidad. Muy temprano todavía hacía frío, pero la temperatura iba aumentando a medida que avanzaban las horas basta el punto de que un paseo al mediodía podía convertirse en un placer como lo habían sido para Altamira las largas caminatas con las que se premiaba los domingos por la mañana en Madrid, después de toda una semana navegando entre fórmulas e investigaciones que a medida que pasaban los años minaban sus energías sin poder remediarlo. Desde que había cruzado la barrera de los cincuenta y cinco había pensado más de una vez si tenían razón aquellos que decían que la mayoría de los físicos alcanzan su plenitud antes de cumplir los cuarenta. Nunca había estado del todo de acuerdo con esa teoría, aunque había ejemplos claros de gente muy famosa y reconocida con el Premio Nobel, como Einstein o Heisenberg, que habían dado lo mejor de sí mismos antes de frisar la barrera de los cuarenta. El propio Werner Heisenberg todavía no los había cumplido y ya hacía siete años que le habían dado el billete para Estocolmo para recoger el premio, pero Altamira prefería pensar que el hecho de que estuviera más cansado era porque se estaba haciendo viejo. Sólo eso. El razonamiento era bastante simple —el resultado aquí sí era tan sencillo como una fórmula matemática o física—, y Altamira lo aceptaba como un hecho inevitable en la existencia. Le agradaba, sin embargo, encontrarse con gente joven y entusiasta, cuyos deseos de comerse el mundo o medrar eran muchas veces el impulso que hacía avanzar a la ciencia. Él había sido uno de esos jóvenes, y le sorprendió gratamente descubrir en Frida Klein, cuando acudió a trabajar con él a Madrid, el mismo espíritu combativo que le había empujado muchos años antes a marcharse a ampliar sus estudios a Alemania. Y ese espíritu en una mujer le fascinaba aún más. Sólo lo había visto en Lise Meitner, y cuando se enteró hace pocos meses de que la investigadora había descubierto la fisión del átomo sintió la alegría estallarle en el pecho porque la había conocido años atrás y se había dicho a sí mismo que aquella mujer algún día haría un gran descubrimiento. Y de todas las investigadoras que había conocido, Frida Klein era la única cuyo talento encontraba parecido al de Lise Meitner. El propio Einstein había tenido como ayudante a Lise Meitner, conque no le extrañaba que el profesor Steiner hubiera tomado como colaboradora a Frida Klein, y que hubiera llegado a Estados Unidos, igual que Lise Meitner había conseguido escapar a Suecia hacía menos de un año.
Paseaba esa mañana con ella por las calles del Downtown, en dirección al río. Newton tiraba de la correa, impaciente. De no haber sido por el perro y por los rascacielos de Manhattan que contemplaban al otro lado del East River y la mole de acero del puente de Brooklyn, muy bien podían estar de nuevo en Madrid, unos años antes, como si el tiempo hubiera retrocedido. Frida Klein no llevaba ni veinticuatro horas a su lado y Altamira ya se preguntaba, y lo había hecho toda la noche, pues apenas había dormido, cuánto tiempo permanecería a su lado, si estas horas que habían pasado juntos eran una segunda oportunidad que le había entregado la vida, como si a veces uno pudiera conseguir lo que más desea con sólo pensar en ello. Durante los últimos cuatro años Altamira había llegado a no pensar en la joven estudiante alemana, incluso a veces pasaba días sin acordarse de ella, como si no hubiera existido siquiera y el recuerdo que a veces le asaltaba del tiempo que estuvieron trabajando juntos en la Universidad Central de Madrid no fuera más que un sueño confuso que cuando uno despierta no está seguro de haber tenido pero que le asalta en algún momento del día, el más inoportuno, y se ve afectado por él de una forma tan clara y tan intensa que las sombras de la noche se confunden con la realidad.
Ahora, después de pasear junto a ella un buen rato en dirección al East River, sujetando la cadena del perro que tiraba impaciente, tenía tantas preguntas que hacerle que se le atascaban en la boca: qué había sido de su vida todos estos años, cuánto habría sufrido para salir de su país, cómo había conseguido entrar en Estados Unidos, y, sobre todo, de entre tantos hombres posibles, por qué lo había elegido a él para que la acogiera en su casa.
Pero fue ella la que empezó a preguntar. Habían llegado a la orilla del río. Al otro lado se alzaban majestuosos los rascacielos de Manhattan, la imagen inconfundible del Empire State, la cúpula refulgente del edificio Chrysler un poco más allá. Frida von Kleinsberg se paró un momento a contemplar la estampa en silencio. Tenía ante sus ojos un lugar que había visto docenas de veces en postales o en las películas de Hollywood y era como si constatase ahora que existía de verdad. En Berlín había visto King Kong, esa película del mono gigantesco que al final de la historia trepaba por las paredes del Empire State, y ahora tenía el edificio tan cerca que le parecía que alargando la mano podría acariciar la silueta elegante de acero y hormigón.
—¿Te gusta vivir aquí? —le dijo, sin apartar la vista de los rascacielos de Manhattan.
Buena pregunta. Altamira no contestó inmediatamente, y antes de abrir la boca se encogió de hombros, como si le resultase indiferente.
—Nueva York es un sitio tan bueno o tan malo como otro cualquiera. Tenía que vivir en algún lado y pude venir a Brooklyn. Procuro no darle muchas vueltas. Vivo aquí: eso es todo. Hay mucha gente que está peor que yo. Tengo amigos que no pudieron o no quisieron salir de España y no he vuelto a saber nada de ellos. Yo, al cabo, he tenido suerte. Soy un exiliado, pero tengo un trabajo, y un techo. Estoy razonablemente contento.
Lo dijo Altamira y le pareció que al explicárselo a ella el lugar donde había desembocado su vida de repente hubiera cobrado un sentido. Dadas las circunstancias y su edad, tener un trabajo del que comer y un techo donde cobijarse eran un lujo tan grande que podría considerarse un malnacido si protestase por su situación. Quizá alguien con su trayectoria podría aspirar a un puesto mucho mejor, como le insistía su amigo Gaspar Puig cada vez que tenía ocasión de hacerlo, pero él prefería no quejarse. También podía estar esperando la muerte en una cárcel en España, o criando gusanos en la cuneta de una carretera o en una fosa común.
—A mí una de las cosas que más me entristecían cuando salí de Alemania era pensar que a lo mejor no podría volver nunca.
Altamira se volvió. Se apoyó con los codos en la baranda y miró al frente, como si no estuviese hablando con ella.
—Lo pensaba y me daba tanta pena que te aseguro que antes de llegar a la frontera pensé más de una vez regresar a Berlín. Sé que era una locura, Alfonso, pero te doy mi palabra de que estuve a punto de hacerlo.
—Te entiendo. A mí también me pasó lo mismo cuantío me fui de Madrid.
Había evitado referirse a su mujer, y estaba seguro de que Frida Klein se había dado cuenta.
—Es triste tener que marcharse.
—Tú eres muy joven, Frida. Estoy seguro de que podrás volver a Alemania antes de lo que imaginas. Y que todo lo malo que está sucediendo allí algún día no será más que un recuerdo triste. Piensa también que para otros las cosas han rodado peor. Piensa en Steiner.
A Frida le pasó por delante de los ojos un instante la imagen del profesor Steiner. No le costó imaginárselo sentado, cabizbajo, anticipando la suerte que iba a correr, en la habitación del edificio de la Abwehr donde estaba siendo interrogado.
—¿Qué crees que le habrá pasado?
Altamira sacudió la cabeza. Chasqueó la lengua.
—Mejor no imaginarlo.
Frida dejó escapar el aire por la nariz, despacio. Había llegado el momento de dar un paso adelante. Se volvió y apoyó los brazos en la baranda, dándole la espalda al East River, y perdió su mirada al frente, distraída con los coches y las bicicletas que pasaban por la calle y se dirigían hacia el puente que comunicaba Brooklyn con Manhattan.
—Es una lástima que tanto sacrificio no haya servido para nada.
Altamira suspiró.
—Una pena, sí.
A lo mejor Steiner no había llegado a revelar nada, o es que en realidad no sabía nada que pudiera revelar. En ese caso, su misión bien podría no llegar a ningún sitio, quedar en una vía muerta, o no haber tenido que realizarse siquiera. Pero todavía era demasiado pronto para sacar conclusiones. Y aunque al final Steiner no hubiera contado a Altamira nada importante, Frida estaba convencida de que había muchas cosas interesantes de las que podría sacar partido en Nueva York.
—¿Cuáles son tus planes?
Frida parpadeó al escuchar la pregunta por segunda vez en pocas horas, y luego suspiró, sonriendo, como si sus planes fueran tantos que el día no tuviera bastantes horas para poder enumerarlos.
—Hallar mi sitio en este nuevo mundo. No sé. Encontrar un trabajo del que vivir, buscar un lugar donde vivir.
—Puedes quedarte en mi casa el tiempo que haga falta. La butaca no es muy cómoda, pero puedo dejarte mi cama.
Ya está. Se lo había dicho. Le acababa de ofrecer, como un caballero, su propia cama, y aunque no había dejado de desearla desde que la conoció, no había en aquel ofrecimiento el menor rastro de interés carnal. Dejarle su cama para que pudiera dormir con más comodidad era lo que liaría un padre por su hija.
—Gracias, Alfonso. Es muy amable por tu parte. Pero no es necesario.
Altamira se encogió de hombros. Esperaba que ella no hubiera malinterpretado sus palabras.
—Quiero decirte que puedes quedarte en mi casa el tiempo que haga falta. Ya arreglaremos lo de la cama de alguna forma para que estés más cómoda en el salón, aunque, bueno, la verdad es que parece algo exagerado llamar salón a un lugar tan pequeño y tan poco acogedor.
Frida puso una mano sobre su brazo. Se lo quedó mirando. Altamira seguía con la vista fija en la calle. Desde el suelo, Newton los miraba a los dos de hito en hito, moviendo el rabo, como si pudiera entender lo que estaban diciendo.
—No sabes cuánto te lo agradezco. Estoy sola aquí, no conozco a nadie, y se me hace muy difícil pedir un favor.
—A mí no tienes que pedírmelo siquiera. Ya verás como dentro de poco las cosas serán diferentes. No puedo prometerte nada, pero eres joven —le hubiera gustado añadir que también era hermosa, aunque al final se contuvo: le faltaba valor para ratificar lo que era tan obvio—, hablas inglés, alemán y español, y en una ciudad como ésta no te costará encontrar un trabajo. Tal vez con el tiempo pueda conseguir que des clases de Física en el mismo instituto que yo. Ten un poco de paciencia. Al principio todo parece muy complicado, pero hasta el más torpe termina adaptándose. Mírame a mí. —Se abrió un poco el abrigo, como si quisiera mostrar sin tapujos su apariencia desaliñada—. Si yo he podido sobrevivir en esta ciudad puedes estar segura de que cualquiera puede hacerlo, sobre todo si es tan joven y tan inteligente como tú.
Otra vez se había abstenido de resaltar lo hermosa que le parecía, pero callarse también era una forma de confesarlo. Tenía la sensación de que cualquier cosa que hiciera en presencia de Frida Klein lo volvía más transparente, como si a fuerza de querer ocultar en vano lo que sentía corriese el riesgo de convertirse en un ser invisible.
—Además, tú vas a tener una gran ventaja. Una ventaja que yo no tuve.
Frida se lo quedó mirando, interrogativa, con el ceño fruncido, fingiendo que no sabía lo que estaba a punto de decirle.
Altamira no la hizo esperar para terminar la frase. Le pasó un brazo por encima del hombro y la atrajo hacia él, con afecto paternal.
—Que tú vas a tener a alguien a tu lado para ayudarte.
Lo dijo Altamira y sonrió, como si hubiera descansado por fin después de haber realizado un gran esfuerzo. Era todo lo que podía hacer por ella, de momento, sin sentirse tan ridículo como un adolescente. No conocía a mucha gente en Brooklyn. Se paró a pensar Altamira y se dio cuenta de que, en realidad, la única persona en el mundo a la que podía llamar amigo era al bueno de Gaspar Puig, que todos los que habían sido sus amigos se habían quedado en España o habían muerto, o, quizá, que la verdad era que nunca había tenido demasiados amigos. De vez en cuando acudía a alguna reunión con otros científicos europeos, en Manhattan, pero aquellas citas para Altamira eran menos una forma de mantener una vida social activa —algo que nunca le había interesado, además— que una manera de no perder el contacto con el mundo académico a un nivel más elevado del que podía disfrutar con los estudiantes de un colegio para niños ricos en Brooklyn. No es que las reuniones mensuales con los científicos exiliados fueran tan apasionantes como las que tenían lugar en los congresos Solvay, en Europa, cuando Albert Einstein y Niels Bohr podían pasarse horas discutiendo sobre la posibilidad de que el universo estuviera a expensas de los caprichos de la Física Cuántica o si por el contrario había una ley universal que nadie había descubierto aún que regulaba, de la misma forma natural y sencilla, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Albert Einstein jamás había acudido a una de esas cenas, por supuesto que no. Apenas viajaba ya el físico más famoso, casi sólo se desplazaba a Long Island para pasar los veranos, y allí era donde Altamira había tenido la oportunidad de saludarlo el último verano, en la casa que Ramírez de Ayala, otro amigo español que había hecho fortuna en América, le había prestado. Nadie se había ocupado, pues, de invitarlo a las reuniones mensuales de científicos exiliados en un modesto restaurante de la calle Catorce de Manhattan, y aunque tampoco había estado nunca el profesor Bohr, que seguía impartiendo clases de Física en la Universidad de Copenhague, a veces se había dejado caer por el local gente como el húngaro Leo Szilard, o el más famoso de todos los científicos que alguna vez habían acudido a la tertulia, Enrico Fermi, que impartía clases e investigaba en la Universidad de Columbia. En esas reuniones los científicos intercambiaban información o se ponían al día de los nuevos avances. Casi todos se conocían, y casi todos confiaban en los demás, pero no se trataba de una sociedad secreta, pues la ciencia no tenía y no debía tener fronteras, aunque el bueno de Leo Szilard batallaba sin descanso para que cualquier descubrimiento en el campo de la Física Atómica no cayese en manos de los nazis. Alfonso Altamira se había encargado de ponerlo al día, discretamente, de las noticias que le habían llegado a través de su amigo el profesor Steiner. Szilard estaba muy bien informado también, y aunque por la concentración de sus gestos parecía estar escuchándolo atentamente, el profesor español casi siempre tenía la sensación de que alguien lo había enterado ya de las novedades que le avanzaba, y que la única razón por la que Szilard le dedicaba su tiempo era debido a su carácter meticuloso que no le permitía dejar ningún cabo suelto en la lucha desigual que había emprendido contra la militarización de la ciencia en Alemania.
Por lo demás, las veladas tenían lugar en torno a una pizarra que les había facilitado el dueño del restaurante después de las primeras reuniones, los científicos como alumnos aplicados en la sobremesa de la cena mientras un colega se afanaba en rellenar el encerado. Alguno era tan temerario o tan osado o tan bromista como para anunciar a la audiencia, antes de empezar, que por fin había hallado la manera de resolver el Problema de los Tres Cuerpos o la Conjetura de Poincaré. Otros se empeñaban en demostrar que Heisenberg se había equivocado al enunciar el Principio de Incertidumbre, pero éstos eran una minoría: la mayoría de los científicos que acudían a las cenas eran partidarios fervientes de la Mecánica Cuántica y enseguida mostraban argumentos, con la misma claridad y la misma rapidez con la que un profesor le explicaría una lección a un alumno, que rebatían sus explicaciones. Tal vez era ésa la razón, había pensado Altamira alguna vez, de que el profesor Albert Einstein no hubiera acudido nunca a uno de los encuentros. Sabía también que había muchos colegas a los que el padre de la Teoría de la Relatividad no les caía simpático. Aquélla era otra de las contradicciones que afectaban a casi todo lo que tenía que ver con Albert Einstein: la mayoría de los científicos jóvenes pensaban que estaba acabado, pero también, de algún modo, todos esperaban su aprobación o su beneplácito, que los bendijera con un cachete amistoso o una palmada en la espalda. Altamira pensaba que, al cabo, a pesar de su aislamiento voluntario en Princeton, la ciencia necesitaba de la conformidad del hombre que había revolucionado la Física veinte años antes para seguir avanzando.
Cualquiera podía llevar a un acompañante si lo deseaba, y Altamira había invitado en más de una ocasión a su amigo Gaspar Puig, pero las últimas veces había declinado amablemente el ofrecimiento alegando que siempre había estado convencido de que las ciencias y las letras debían estar convenientemente separadas, para no contaminarse, que se sentiría tan raro en una reunión de científicos como un físico nuclear lo estaría en un recital poético. Altamira no estaba en absoluto de acuerdo, y no hacía mucho había intentado hacer comprender a Gaspar Puig, en vano, que una ecuación que ocupase toda la pizarra podía ser tan bella como unos versos de don Antonio Machado.
—Que en paz descanse —había añadido Gaspar Puig, con una pequeña reverencia.
De espaldas al East River, en silencio mientras pensaba en las cenas mensuales con los científicos refugiados en Nueva York y en su amigo Gaspar Puig, Altamira se había olvidado, por un momento, de que Frida Klein estaba a su lado. Se había vuelto de nuevo a mirar hacia el río. Nunca lo había acompañado una mujer a una de esas cenas, el tercer jueves de cada mes, de septiembre a junio. Estaban a mediados de abril, y la semana siguiente era día de reunión. Esperaba que nadie pusiera pegas a que una física exiliada de la Alemania nazi lo acompañase. Seguro que todos tendrían muchas preguntas que hacerle, sobre todo Szilard, si acudía esta vez. Frida Klein podría contarles algunas cosas que tal vez no supieran sobre la futura visita del profesor Werner Heisenberg a Estados Unidos. Además, sería muy bueno para ella. Muchos de los que irían a la cena estarían encantados de echar una mano a una colega recién llegada a Estados Unidos. Sobre todo si era tan hermosa. Altamira sintió una punzada de celos al pensarlo, celos anticipados, como una premonición sombría. No era frecuente que alguna mujer acudiera a los encuentros, y Altamira estaba seguro de que la asistencia de Frida Klein causaría una pequeña conmoción entre los científicos que integraban la hermandad, entre los más viejos y entre los más jóvenes. No quería hacerse ilusiones respecto a lo que podría pasar entre ellos, pero tampoco podía evitar pensar en un futuro juntos.
En eso andaba aquella mañana Altamira, mirando de soslayo el perfil de la mujer joven que había alojado en su casa, sin saber muy bien qué decir mientras trataba de alejar el fantasma de los celos secretos y la inseguridad de la que no podía desprenderse el anciano en el que estaba a punto de convertirse, cuando escuchó la voz familiar de su amigo Gaspar Puig, que se anticipaba a su llegada igual que el presentador de una obra de teatro anunciaría la entrada en escena de los actores. Cruzaba la calle diciendo su apellido, Altamira, y luego su nombre de pila y sus dos apellidos, Alfonso Altamira González de Tejada, a voz en grito, como si a pesar de los años que llevaba viviendo en Estados Unidos todavía no hubiera aprendido o aceptado la discreción o la poca efusividad con la que los norteamericanos acostumbraban a tratarse. Y a Altamira, al cabo, no le disgustaba aquella espontaneidad campechana tan propia del país que los dos habían abandonado tal vez para siempre, cuando era más joven la quietud de los cafés de Berlín le resultaba de un sobrecogimiento fantasmagórico, y a veces, en Nueva York, cuando entraba en un local para refugiarse del frío insoportable que se deslizaba desde lo alto de los edificios, se sentía igual que cuando era un científico novato que había ido a ampliar sus estudios a Berlín y descubrió el silencio de los cafés de Centroeuropa, tan diferente al bullicio de los bares de Madrid. Se quedaba quieto un momento, como quien se queda paralizado al encontrarse sorprendido por una sensación antigua, y miraba alrededor, los clientes del café, las mesas, las sillas, la barra de madera noble barnizada, reluciente. Tardaba unos segundos en ubicarse, en darse cuenta de que ahora vivía otra vez en un país que no era el suyo, y de nuevo se afanaba en pasar las hojas del periódico que había comprado buscando algún titular que le aportase alguna novedad sobre la tierra que había dejado atrás.
Gaspar Puig le estrechó la mano sin importarle que Altamira se diera cuenta de que miraba de soslayo, con interés creciente, a la joven que lo acompañaba.
—Le presento a Frida Klein —dijo Altamira—. Una vieja amiga que ha venido a Nueva York.
—Caramba, Altamira. No sabía que tuviera usted amigas. Sobre todo amigas tan hermosas como esta señorita.
Lo dijo y se inclinó en una reverencia teatral, al mismo tiempo que tomaba su mano para besar el dorso, mirándola a los ojos, como si fuera un galán del Siglo de Oro en lugar de un profesor de Literatura exiliado con los años suficientes para jubilarse.
Frida von Kleinsberg se preguntó quién sería aquel personaje, poco más alto que un niño de doce años, vestido con traje a cuadros y pajarita y tocado con un sombrero con el ala gastada y torcida, pero Frida Klein se ruborizó, dejó que besara su mano y miró a Altamira, como si no comprendiera o no estuviese acostumbrada a que un hombre la tratase con semejante caballerosidad.
—Frida Klein, te presento a Gaspar Puig —se apresuró a presentarlo Altamira, como si le hubiera leído el pensamiento—. Un caballero de los que ya no quedan. Poeta y novelista valenciano además de profesor de Literatura. Como puede ver —añadió, mirando a su amigo, que acababa de soltar la mano de la mujer sin ocultar el ramalazo de tristeza que le producía hacerlo—, le he presentado primero como poeta, luego como novelista y después como profesor de Literatura.
—Ha elegido usted el orden apropiado, querido Altamira.
—Pues sí. Ya lo ve: a pesar de ser un científico contaminado por el virus de la frialdad, mi corazón aún conserva cierto reducto del que aún no ha escapado del todo la sensibilidad.
—Querido Altamira —respondió Gaspar Puig, mirándolo a él y a ella alternativamente—, con comentarios como éste aún albergo la esperanza de que si sigue cultivando mi amistad podrá usted recuperar al poeta que todos hemos sido de niños.
Altamira sonrió. Le gustaba ver a Gaspar Puig contento, y no había mayor prueba de su ánimo positivo que el tono amistosamente engolado que usaba cuando hablaba con él, el aire falso de superioridad que usaba cuando comparaba, de una forma más o menos directa, la calidez de la poesía con la frialdad de las ecuaciones. Era una lástima que no hubiera querido acudir nunca más a las cenas mensuales de la calle Catorce, porque Gaspar Puig se crecía al encontrarse entre tantos físicos, era como un estímulo para su vena poética.
—Y ahora me gustaría saber, ya que usted, tan caballero como siempre, a pesar de ser un hombre de ciencia, no ha querido decirme nada, quién es esta hermosa señorita de apellido germánico que lo acompaña.
—Se trata de una colega que acaba de llegar de Alemania, como bien supone usted.
Gaspar Puig frunció el ceño, sin intentar disimular la desazón que le causaba escuchar el nombre de Alemania.
—Ha dejado su país para vivir en Estados Unidos, igual que nosotros —se apresuró a aclarar Altamira.
—Entonces va usted a formar parte del selecto club de los apátridas que buscan abrirse camino en el Nuevo Mundo. Bienvenida a este club, señorita —añadió, haciendo una pequeña reverencia, al tiempo que se despojaba del sombrero ajado que le cubría la calva—, del que Alfonso Altamira y un servidor, Gaspar Puig, tenemos el honor de ser miembros destacados. Aunque ya que usted ha decidido dedicar su vida al desabrido campo de la ciencia, no me extrañaría nada que el profesor Altamira le haya propuesto asistir a una reunión de otro club mucho más prosaico, formado también por apátridas exiliados que cometen el sacrilegio de postrarse delante de la más sencilla fórmula científica, alegando, pobres ignorantes, que unos garabatos incomprensibles en una pizarra pueden ser tan bellos como la más hermosa de las odas.
Frida Klein se echó a reír. Con un poco de empeño por parte de quien lo escuchaba, podría decirse que Gaspar Puig incluso era divertido.
—Estaba a punto de proponérselo, estimado colega —intervino Altamira—, pero me acaba usted de estropear la sorpresa.
Se encogió de hombros el poeta, como si quisiera disculparse, cuando su intención había sido poner a Altamira en un apuro. Luego miró a la joven alemana, que se había agachado para acariciar la cabeza del labrador. Bajo el tacto de la palma de su mano el animal cerró los ojos, agradecido, y sacó la lengua para lamerle los dedos. Enseguida se fijó en Altamira, que sujetaba la correa del perro y miraba el gesto de cariño que Newton dedicaba a su nueva amiga.
Gaspar Puig pensó que aquélla podía ser la imagen de una familia feliz, un hombre al que no le faltaba mucho para ser un anciano paseando a su perro junto a una bella joven en una mañana luminosa de primavera. Tal vez fuese todo demasiado hermoso como para ser verdad, pero al contemplar la estampa no pudo evitar sentir cierta punzada de envidia. A veces las mejores cosas de la vida suceden cuando uno menos se lo espera, cuando cree que ya no va a ser posible tener una segunda oportunidad.