Capítulo VIII

Para Frida era como una competición en la que tenía que ir cubriendo etapas, cada una con sus particularidades y sus dificultades. Se le antojaba que ya podría haber llegado a la mitad, o tal vez un poco más, puesto que desde que salió de Berlín como una fugitiva ya había cruzado media Europa y todo el Atlántico y había formado parte de una cola interminable de gente que esperaba una oportunidad en la isla de Ellis para poder entrar en el país. Cruzar la aduana en los Estados Unidos, según le habían explicado, no era una tarea fácil. Sabía que el país había salido poco a poco del receso económico y ahora encontrar trabajo en Norteamérica no era tan complicado como cuatro o cinco años antes, cuando los trabajadores desempleados se daban puñetazos por conseguir un puesto para descargar un barco que acabase de atracar por una miseria. Su pasaporte estaba en regla y llevaba un documento en el que decía que Spencer Baumbach, un pariente lejano de su madre, tenía una casa en Manhattan y la invitaba a vivir con él, aunque ni siquiera eso le garantizaba poder entrar en el país. Frida Klein había abandonado Alemania sólo con una maleta donde guardaba todo lo que poseía, no había sido invitada por ninguna universidad prestigiosa para que formase parte de su profesorado selecto, y tampoco llevaba en el bolsillo del abrigo una carta de recomendación de un ciudadano norteamericano.

Pero tampoco era imprescindible que alguien que tuviese la nacionalidad estadounidense recomendase su presencia en el país. El propio Albert Einstein había intercedido por cientos de judíos refugiados, y él mismo era todavía sólo un judío suizo y no un ciudadano norteamericano de pleno derecho. Aunque muy famoso, desde luego, y su nombre al final de una carta de recomendación podría tener mucho peso a la hora de que alguien decidiese contratar a quien hubiera llegado a Estados Unidos para buscarse la vida. Habría sido irónico que la Abwehr le proporcionase una carta de recomendación falsa en la que el profesor Albert Einstein le allanase el camino de entrada en América. Pero no quiso ni proponerlo. Aunque hubiera sido determinante para la misión, prefería no tener que deber el favor de haber pasado la aduana a Albert Einstein. Esperaba que bastase con el falso parentesco con Spencer Baumbach, su condición de refugiada y el dinero que llevaba guardado en la maleta para poder iniciar una nueva vida en un país repleto de oportunidades.

Fueron muchas horas en una cola que daba vueltas desde el barco, entraba en un edificio, subía por una escalera en la que hombres ataviados con batas blancas observaban a los recién llegados, y terminaba al final de una enorme estancia con amplios ventanales por los que se podía ver la Estatua de la Libertad, en una hilera de mostradores, como una serpiente disciplinada. Familias enteras que esperaban pacientes con sus maletas en el suelo de un edificio de la isla de Ellis a que les llegase el turno en que un funcionario les preguntase su nombre. Había mucha gente que ni siquiera hablaba inglés, y los intérpretes se arremolinaban junto a los encargados de estampar el sello que les permitiese la entrada en el país. Luego los examinaba un médico. A Frida von Kleinsberg, la única hija del barón Von Kleinsberg, que había viajado a Estados Unidos con un pasaporte falso en el que una foto suya se correspondía con un nombre impostado, también una enfermera le ordenó que abriera la boca y le miró los dientes, igual que el veterinario había hecho tantas veces con sus caballos en la casa de Wannsee, y el médico la miraba por dentro, como si llevase algo escondido en la garganta. Le tiró de los párpados hacia arriba, primero de uno y luego de otro, y al cabo de unos segundos decidió que no portaba ninguna enfermedad contagiosa. Frida Klein cogió su maleta y antes de seguir su camino se volvió para mirar la cola de gente que descendía del barco, una cola en la que faltaba un hombre al que ella había arrebatado la vida. Suspiró, y al hacerlo se sacudió cualquier sentimiento incómodo de culpabilidad que hubiera podido afectarle. Lo peor del viaje ya había pasado. Había entrado en los Estados Unidos de América. El cielo estaba despejado a esa hora de la mañana y al pasar al otro lado de aduana y al subir al barco que la llevaría al West Side junto a los primeros privilegiados a los que les habían permitido entrar en Nueva York, Frida pudo contemplar por primera vez a la luz del día los rascacielos de Manhattan. Ya estaba allí. Unas cuantas manzanas al norte se encontraba el Empire State, el edificio más alto del mundo. Ya tendría tiempo de ir a visitarlo. Se volvió de nuevo para mirar a los inmigrantes que aguardaban su turno en la aduana. Algunos no tendrían tanta suerte como ella y habrían de guardar cuarentena antes de poder pasar a los Estados Unidos. La Abwehr la había entrenado para saltar en paracaídas o remar en una lancha neumática desde un submarino para pasar subrepticiamente al territorio enemigo, pero a pesar de las penalidades del viaje la mejor coartada había sido entrar en Estados Unidos como cualquiera de los emigrantes que habían bajado del barco con ella. Una licenciada en Física berlinesa que huye de los nazis. Si un submarino la hubiera dejado frente a las costas de Long Island con un pasaporte norteamericano falso no habría sido lo mismo. Pensaba que lo único que le faltaba para convertirse del todo en otra persona había sido pasar por el filtro del viaje. Sujetando la maleta en el muelle del West Side la asaltó un breve escalofrío: era el miedo que Frida Klein sentía al llegar a un país extranjero y sentirse abandonada a su suerte. Frida von Kleinsberg sonrió, desde dentro, satisfecha porque sabía que esa sensación era la que la ayudaría a cumplir con su impostura. No podía haber mejor fingimiento que tiritar de frío, como un perro abandonado, en Manhattan, mientras esperaba que viniesen a recogerla.

Al pasar la aduana había mucha gente que esperaba a los recién llegados: familiares, amigos, o tal vez gente de la misma nacionalidad que habían hecho el mismo recorrido años atrás y ahora les prestarían ayuda para que pudieran instalarse en su nueva vida con menos penalidades que las que ellos pasaron.

Spencer Baumbach nunca fue un inmigrante. Había nacido en Estados Unidos porque sus padres abandonaron Europa seis años antes de que Otto von Bismarck hiciese resurgir a Alemania de las brumas del pasado. Era un ciudadano norteamericano de pleno derecho, y al verlo allí, de pie, las manos metidas en un bolsillo gastado, la cabeza cubierta por una gorra que le ocultaba la calva, la nariz ganchuda y colorada por culpa del aire frío que soplaba en el puerto, nadie habría podido imaginar que era la persona que la Abwehr había designado para que la asistiera cuando llegase a Nueva York.

—Señorita Klein —le dijo, en un inglés perfecto, norteamericano. Frida se preguntó si tal vez no hablaba alemán, si conocería su verdadero nombre siquiera—. Espero que haya tenido un buen viaje.

De no tratarse de un hombre tan mayor, a Frida la frase le hubiera parecido poco menos que una broma pesada. No había más que echar un vistazo a su ropa arrugada y a los hombros encogidos por el frío y por once días de viaje por el Atlántico Norte, mirarla a ella o cualquiera de los que habían bajado del barco por la escalerilla de tercera clase, para suponer que aquello había sido lo menos parecido que alguien podría imaginar a un crucero de placer.

—Ha sido un buen viaje —respondió, sin embargo—. Muchas gracias, señor Baumbach.

Frida había visto varias fotografías suyas antes de salir de Berlín y había memorizado su rostro del mismo modo que había hecho con su biografía. Hasta donde la Abwehr sabía, el FBI no había detenido a ninguno de los agentes que trabajaban para Alemania en Estados Unidos, pero no había que confiarse. Cuando empezase la guerra la vigilancia se haría más estrecha, y si al final los Estados Unidos decidían participar en la contienda Frida estaba convencida de que alguno de ellos sería descubierto y detenido. Pero a primeros de abril de 1939 todavía era demasiado pronto para que los norteamericanos sospechasen que una agente alemana había llegado a Nueva York con la misión de infiltrarse en la comunidad de científicos judíos exiliados. De momento todo estaba rodando a su favor, y se alegraba por ello.

Spencer Baumbach le cogió la maleta y la condujo hasta una boca de metro. En todo el trayecto hasta el norte de Manhattan apenas abrió la boca, ni siquiera para entablar una conversación falsa, como si no se conocieran. Tal vez a Baumbach no le parecía seguro hablar hasta que estuvieran en su casa, y Frida cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. El hombre que a partir de ahora iba a ser su enlace con la Abwehr era un tipo discreto y distante. Eso estaba muy bien. Esperaba que si surgían problemas se mostrase tan callado y tan prudente como ahora.

—Alfonso Altamira González de Tejada —le dijo una vez que llegaron a su apartamento. Había cerrado la puerta y le había dado dos vueltas a la llave. Hablaba en susurros, y Frida se preguntó si las paredes estarían insonorizadas en aquel viejo edificio del norte de Manhattan—. Ya he averiguado que da clases de Física en un colegio para niños ricos de Brooklyn Heights.

—Brooklyn —dijo, haciendo un gesto con la cabeza.

—Es uno de los cinco distritos en los que se divide la ciudad de Nueva York.

Frida dejó que el aire escapase de su nariz con pesadez. Cuando podía permitírselo no le gustaba disimular su malestar.

—Sé perfectamente lo que es Brooklyn.

Spencer Baumbach se encogió de hombros y se dio la vuelta, como si estuviese acostumbrado a tener que soportar la soberbia de algunos agentes secretos. Abrió una puerta y entró en una habitación. Desde el salón, mientras su anfitrión encontraba lo que había ido a buscar, Frida pudo ver una máquina sobre una mesa de la que salían unos cables y unas antenas, agujas que indicaban frecuencias y sonidos, y un teléfono sobre una caja de madera, negro, siniestro, tal vez el mismo teléfono con el que Spencer se conectaba con alguien que a su vez transmitía información a la Abwehr, o tal vez era una línea secreta que hacía las veces de alarma, un timbre que cada noche al acostarse rogaría para que no sonase, porque cuando lo hiciese indicaría que habría que marcharse, escapar a toda prisa porque su condición de agente de la Abwehr había sido descubierta. Un teléfono que Frida, al verlo allí, en casa de Spencer Baumbach, que tenía toda la apariencia de un anciano venerable, imaginó que sería la causa de las profundas ojeras en los ojos del hombre que ahora regresaba de la habitación con unos papeles en la mano y cerraba la puerta detrás de él despacio, como si no quisiera alertar a los vecinos de su presencia en el edificio, como si no hacer ruido fuese la única manera de pasar desapercibido. Le pareciera un viejo desvalido o no, las órdenes que había recibido en Berlín por parte del coronel Piekenbrock indicaban claramente que una vez que llegase a Nueva York él se pondría en contacto con ella y le daría instrucciones, y que a él sería a quien debería transmitirle toda la información que pudiera recabar sobre los científicos exiliados que conspiraban desde Nueva York y desde Alemania contra el Reich.

—Debo suponer entonces que tal vez no necesite más información respecto a Alfonso Altamira.

Frida negó con la cabeza.

—Con su dirección me basta. A partir de ahora el español es cosa mía.

—Seguro que sabe también que Brooklyn no queda muy cerca del norte de Manhattan.

—Estoy muy bien informada sobre Nueva York. No se preocupe. Creo que lo mejor será que me ponga en contacto con Alfonso Altamira cuanto antes.

—Ésas son sus instrucciones.

—Así es.

Frida ya se había levantado.

—Y también lo son mantenerme informado puntualmente sobre sus actividades.

Herr Baumbach —Frida se permitió empezar la frase en alemán, y el otro se llevó el índice a los labios, pidiéndole que no siguiera. Ella sonrió antes de continuar hablando en inglés—. Soy una agente muy disciplinada. Puede decirle a quien corresponda que les mantendré al corriente de todo lo que averigüe.

Spencer Baumbach se quedó pensativo mientras Frida se levantaba, y al verlo ella se preguntó si habrían llegado hasta los oídos de aquel anciano los comentarios que algunas malas lenguas de la Abwehr dedicaban a su persona. Seguro que sí, pero no le importaba. Incluso podía sentirse halagada por ello. A muchos hombres todavía les molestaba o les parecía increíble que una mujer pudiera resolver sobre la marcha situaciones complicadas, tomar decisiones vitales para el futuro de una misión importante que iba a afectar sensiblemente a la guerra que se avecinaba, y antes de reconocer que tenía tanta o más capacidad que casi todos ellos y que era más inteligente que la mayoría, preferían hacer correr el bulo de que era una agente poco disciplinada que podía hacer peligrar una misión por culpa de su carácter indómito. Pero si no confiasen en ella no la habrían enviado hasta Nueva York para infiltrarse entre los científicos judíos exiliados. Spencer Baumbach no tenía por qué saberlo, ella no estaba segura de hasta dónde estaba él al corriente y desde luego no se lo iba a preguntar.

—Me han dicho también que puedo contar con usted para cualquier cosa que necesite —le dijo, sin embargo, antes de salir de su apartamento.

Spencer asintió.

—Ésa es otra de mis funciones, señorita Klein. Si le sucede algún imprevisto y necesita ayuda, incluso si es descubierta y ha de abandonar el país a toda prisa, deberá ponerse en contacto conmigo. Yo soy quien debe resolver sus problemas en América.

Frida no se iba a entretener en decirle que no la iban a descubrir, y tampoco se iba a enzarzar en una apuesta infantil en la que uno ganase y otro perdiese.

—Le mantendré informado. No se preocupe.

—En uno de los papeles que le he dado está anotada la dirección de un parque, entre los puentes de Manhattan y de Brooklyn, no muy lejos de donde vive Alfonso Altamira. Pasaré por allí cada martes y cada jueves, entre las once y las doce de la mañana. Sea discreta.

Frida no pudo evitar soltar el aire despacio otra vez. De nuevo con pesadez, para no dejar dudas respecto a su disgusto. Estaba dándole la última vuelta a la llave cuando Spencer la detuvo. Le sujetaba la muñeca sin hacerle daño pero con firmeza. A pesar de su apariencia de anciano endeble tenía mucha fuerza.

—Si ocurre algo también está anotado mi teléfono. Debe aprendérselo y destruirlo, ¿de acuerdo? Mi teléfono y mi dirección. Debe aprendérselos de memoria y destruir el papel. Mi número sólo debe marcarlo si corre peligro de ser descubierta o capturada. ¿Está claro?

Frida no dejó de mirarlo a los ojos, pero Spencer no soltaba su mano.

—Señorita Klein, usted no debería marcharse de aquí hasta estar segura de haber comprendido lo que le digo.

Con un movimiento rápido y firme Frida giró la muñeca y presionó hacia abajo. A Spencer Baumbach no le quedó más remedio que soltarla. Luego repitió el número de teléfono que había visto sólo una vez, y el nombre del parque que estaba cerca de la casa de Alfonso Altamira. Entre los puentes de Brooklyn y Manhattan, añadió, los martes y los jueves, entre las once y las doce de la mañana. Antes de hacer pedazos el papel y tirarlo al suelo también le susurró, de memoria, la dirección del profesor español.

—Perdone que no me quede a barrer —le dijo, antes de cruzar el umbral, mirando los trocitos de papel que había arrojado al suelo—. Me esperan en Brooklyn para cenar.

Bajó las escaleras y ya había recorrido un par de tramos cuando escuchó cerrarse la puerta del apartamento del agente de la Abwehr que iba a ser su enlace. Le divertía pensar que ahora estaría preocupado pensando si de verdad una mujer joven y extranjera sabría encontrar la dirección de un científico español que vivía en Brooklyn.

Alfonso Altamira le hubiera ofrecido su cama de buen grado y él habría utilizado la butaca del salón en la que se sentaba a leer y a escuchar música si no hubiese temido que ella lo malinterpretase. Jamás en su vida había traspasado la línea que separa la mera cordialidad del verdadero interés romántico por una mujer sin que ella le dijese con claridad que podía hacerlo, y con los sesenta cumplidos ya no iba a cambiar. Tampoco Frida Klein le había mostrado nunca abiertamente que pudiera traspasar esa línea. Se había preguntado muchas veces si no había estado todo en su imaginación, si su comportamiento con ella no fue el mismo que el de un adolescente estúpido e inexperto. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en volverse a comportar como un muchacho torpe que no es capaz de reunir el valor suficiente para decirle a una jovencita que le gusta.

De un baúl sacó una manta, unas sábanas y un cojín, e improvisó un camastro en la butaca.

—A veces cruje un poco con el movimiento, pero una vez que te acostumbras es bastante cómoda.

Frida sacudió la cabeza y mostró una amplia sonrisa.

—No te preocupes. Seguro que está bien. Desde que salí de Alemania he dormido en sitios peores —respondió, y no le estaba mintiendo—. Además, serán pocos días.

Altamira sacudió la cabeza.

—Puedes quedarte todo el tiempo que haga falta.

Lo dijo y enseguida lamentó no haberse mordido la lengua. Bajó los ojos un instante. Le costaba enfrentar la mirada de la que había sido su ayudante en Madrid después de haberle dicho que podría quedarse en su casa. Se entretuvo desplegando la sábana sobre la butaca.

—¿Ves? Dentro de un momento será como una cama.

Frida asintió y le ayudó a extender una manta gruesa que haría las veces de colchón.

—Seguro que quedará muy bien.

Altamira se sentó para probar el invento. Dejó que la butaca se balanceara un poco y frunció el ceño cuando la madera dejó escapar un gruñido.

—Estará muy bien, Alfonso. Yo peso poco. La butaca ni se dará cuenta de que estoy encima. Y si cruje ni siquiera me enteraré. Estoy tan cansada que ni un terremoto podría despertarme.

—Hay bastante sitio en el armario. Yo no tengo mucha ropa —lo dijo y dedicó un vistazo fugaz a sus pantalones arrugados, al chaleco sin mangas deshilachado por los bordes, a las viejas zapatillas con las que Frida lo había sorprendido al llegar y de las que le había dado vergüenza desprenderse después de que ella las hubiera visto.

Frida sonrió, sin decir nada. Recordaba los largos paseos por el parque del Retiro, en Madrid, cuatro años antes, al mismo profesor Altamira que ahora la miraba avergonzándose de sus zapatillas viejas y su chaleco mal abotonado, buscando un modo de poder disculparse por haber sido sorprendido en un momento tan íntimo y tan cotidiano como estar escuchando música en un viejo gramófono, muy bajita, para no despertar a los vecinos, porque Alfonso Altamira era un hombre muy discreto. Le gustó comprobar que seguía siendo el caballero intachable al que conoció en Madrid, el mismo que le contó entonces, aguantándose las lágrimas, que su mujer se estaba muriendo, el hombre maduro y chapado a la antigua que ahora se disculpaba por llevar los pantalones del traje arrugado o un botón de la camisa descolgado. Un hombre ya no es un hombre cuando no lo cuida una mujer, estuvo a punto de decir Frida, en el pequeño salón del apartamento de Brooklyn, como si fuera un eco que repetía las palabras que Altamira había pronunciado años atrás, como si aquello fuera importante dentro del drama que estaba viviendo, pero se abstuvo de hacerlo. Con un breve vistazo a su indumentaria descuidada y a su piso desangelado hubiera bastado para darse cuenta de que estaba solo porque había enviudado, pero Frida ya lo sabía, sabía tantas cosas sobre él que Altamira no podía imaginarlo siquiera. Cómo podría.

—Si no te importa prefiero deshacer la maleta mañana. Estoy muy cansada.

—Me parece bien. Mañana es sábado. Yo no tengo que trabajar. Podríamos dar un paseo y me contarás tus planes.

Frida asintió, y no pudo evitar un sentimiento agradable de perversión al esbozar la mueca. Sus planes. Era una forma bastante acertada de decirlo. Altamira había dado en el clavo sin saberlo. Sus planes. Infiltrarse en la comunidad de científicos exiliados en Nueva York y recabar toda la información posible respecto a los avances en el campo de la Física Atómica, averiguar el nombre de los traidores a la patria que ocupaban despachos en los departamentos científicos de las universidades alemanas, enterarse de la opinión de los sabios exiliados respecto a la próxima visita del profesor Werner Heisenberg, si pensaban que era un traidor a la ciencia o esperaban que pidiera asilo político en Estados Unidos, porque, de todos los físicos que se habían quedado en Alemania, Heisenberg, además de ser el más brillante, también era el más ambiguo. Sus planes. Regresar a Berlín con la misión cumplida, conseguir una condecoración de primera clase, que le dieran el despacho de Canaris algún día, puestos a soñar.

Dejó escapar el aire en un gesto que se parecía, muy de lejos, a una sonrisa.

—Mis planes… Ojalá tuviera otros planes que salir adelante en un país que no conozco.

Altamira se acercó a ella. Estuvo a punto de poner una mano sobre su hombro, pero al final se contuvo.

—Saldrás adelante. Ya verás como sí. En este país se valora mucho el talento, y tú siempre fuiste una alumna aventajada.

Se la quedó mirando después de decirlo, y esperaba que ella no notase que, por segunda vez en pocos minutos, volvía a arrepentirse de haber dicho algo que enseguida le había parecido inapropiado. Volvió a asegurarle que a pesar de la aparente precariedad de la cama que le había preparado al final se encontraría cómoda y le dio las buenas noches.

Cerró la puerta de su habitación, se sentó en la cama, sacó la pipa del bolsillo de su chaleco, la encendió y cerró los ojos al aspirar una profunda calada. El pasado había regresado y estaba al otro lado de la puerta. Steiner, su amigo berlinés, jamás le había mencionado en ninguna de sus cartas que Frida Klein había vuelto a trabajar con él, pero eso tampoco significaba nada, puesto que la mejor manera de protegerla era no revelando su nombre. Tampoco él le había mencionado a Steiner nunca que se había enamorado de ella perdidamente, como un colegial, y que se sentía tan culpable porque le hubiera sucedido eso cuando su mujer estaba agonizando que tenía que hacer un gran esfuerzo para no pensar que era el hombre más ruin que había sobre la faz de la tierra. Que su amor había sido puro, platónico, que por una mezcla de su educación de otro siglo y cobardía no le había confesado a la joven estudiante lo que sentía, aunque ella lo sabía, claro que sí, porque estas cosas siempre se notan, y se notan más, qué paradoja, en un hombre que es treinta años mayor que la mujer de la que está enamorado. No le contó nada a Steiner, ni a Steiner ni a nadie. Prefería tragarse sus problemas en silencio y cuidar a su mujer, a la que se le escapaba la vida entre accesos de tos y desmayos. Ni siquiera preguntó por ella cuando abandonó su puesto en la Universidad Central de Madrid y ya no volvió a verla nunca más. Altamira se tomó aquella pérdida como un castigo merecido por sus malos pensamientos, por haber fantaseado alguna vez con la idea de que cuando su mujer se fuera para siempre tal vez sería el momento de confesarle a la joven estudiante alemana lo que sentía por ella. Era lo que merecía, se había dicho entonces, cuando enterró a su mujer, como si la soledad a la que estaba abocado el resto de su vida no fuera más que el resultado de una ecuación sencilla. Pero ahora, tres años después, el pasado se había superpuesto al presente, como si el espacio y el tiempo pudieran plegarse. La vida era, pues, concluyó Altamira al darle la última calada al cabo de la pipa, mucho más compleja y sorprendente que la más complicada de las ecuaciones.