Pero la verdad es que no fue difícil para Frida von Kleinsberg, y ella misma lo reconocía sin ambages, salir de Alemania con un pasaporte falso. Aunque tampoco habría sido complicado para nadie que hubiera abandonado el país bajo los auspicios de la Sección Primera de la Abwehr. Se preparó bien, a pesar de todo. Por su maleta y por su ropa nadie habría imaginado que su familia había sido una de las más ricas de Alemania, y aunque con las sucesivas generaciones y el inevitable reparto entre los descendientes el patrimonio familiar había disminuido lo suficiente para que el apellido Von Kleinsberg no destacase ya entre los más acaudalados del país, todavía era lo bastante rica como para que ninguno de los que se llamasen así tuvieran que viajar en vagones de tercera, vistiendo ropas usadas y con una maleta que no destacaba precisamente por su lustre. Pero de eso se trataba, de no llamar la atención, y para Frida también era aquélla una de las partes más divertidas del viaje. Desde que empezó a trabajar para la Abwehr no fueron pocas las veces que Frida von Kleinsberg había tenido que adoptar la identidad de Frida Klein, y el hecho de bajar de categoría, en lugar de encolerizarla o hacer que se sintiese incómoda, la estimulaba tanto que había llegado a ser, muchas veces, uno de los mayores alicientes para acometer una misión. El pasaporte falso que ahora llevaba en el abrigo, camino de la frontera de Dinamarca, certificaba que la mujer cuyo rostro se correspondía con el de la fotografía del documento era la misma que cuatro años antes había viajado a España para trabajar como ayudante del profesor Altamira. La verdadera naturaleza de su misión entonces fue recabar toda la información posible acerca de la invitación que la Universidad Central y el gobierno español habían hecho al profesor Albert Einstein dos años antes para que se instalase en Madrid. Aunque parecía que a veces Einstein estuvo muy cerca de ocupar la casa tranquila que él mismo había solicitado en las afueras de Madrid —incluso hubiera hecho feliz a la comunidad científica española si el premio Nobel hubiera acabado convirtiéndose en ciudadano español—, Frida nunca tuvo claro que al final las negociaciones se resolvieran de una manera satisfactoria. Fueron nueve meses los que pasó en la capital de España, y aunque entonces había podido volver a Alemania con cierta frecuencia, la mayor parte de ese tiempo la pasó siendo Frida Klein, joven estudiante alemana de Física que había tenido la fortuna de ir a trabajar con Alfonso Altamira, uno de los físicos más eminentes de España.
Ahora se había transformado de nuevo en la misma persona, y Frida se dedicaba a serlo con la misma concentración con que los actores se preparaban para interpretar un papel. En el tren que la llevaba a Dinamarca, en la cola en la que tuvo que esperar para atravesar la frontera, antes de que el funcionario estampase el sello en su pasaporte, Frida von Kleinsberg ya no era Frida von Kleinsberg, sino Frida Klein, que había sido invitada a participar en una conferencia en la Universidad de Copenhague con el profesor Niels Bohr y otros científicos europeos, y estaba tan sumergida en la falsa identidad que había adoptado antes de salir de Berlín que a veces le temblaban las piernas de verdad cuando esperaba en la cola, o en el momento más difícil, cuando tuvo que enfrentar la mesa del funcionario de aduanas que tenía la última palabra, como si no supiese que el mismísimo coronel Piekenbrock había dispuesto que no obstaculizaran su paso en la frontera bajo ningún concepto, como si algunos de los hombres serios que fumaban un pitillo distraídamente en la aduana no fueran sino agentes enviados expresamente por el servicio secreto para echarle una mano si hacía falta, discretamente, sin que nadie se diese cuenta.
Al atravesar la frontera estaba sola. Aunque se dirigió a Copenhague ni siquiera se acercó por la universidad. Pasó tres días encerrada en la habitación de un hotel, hasta que pudo tomar un barco que la llevó a Inglaterra, preparándose para el papel que debería interpretar durante los próximos meses. A medida que se alejaba, más sola se sentía, tanto que, si se dejaba llevar por las emociones, podía incluso sentir empatía por los exiliados con los que viajaba. No fue necesario, pero desde Dinamarca o desde Gran Bretaña habría podido ponerse en contacto con sus jefes si hubiera precisado instrucciones o hacer una consulta. Mas no surgió ningún imprevisto en la misión, y cuando llegase a Nueva York habría personas a las que podría acudir si se veía en apuros. Sin embargo, Frida no olvidaba, y como buena profesional no podía hacerlo, que los once días de navegación desde Liverpool a Nueva York iban a ser los más peligrosos si se presentaba alguna dificultad, porque no podría recurrir a nadie, y, lo que era peor, la única manera de escapar sería lanzándose a las aguas gélidas del Atlántico Norte.
Lo mejor, se le ocurrió, sería mezclarse con el pasaje. Ser una más entre los centenares de personas que viajaban a Estados Unidos en busca de fortuna o, simplemente, con la ilusión de emprender una vida mejor. Aunque tenía previsto entrar en los Estados Unidos con su pasaporte alemán, puesto que el profesor Alfonso Altamira la había conocido con esa nacionalidad, la suya verdadera, en el barco no le pareció lo más oportuno decir abiertamente a la gente con la que se relacionase que venía de Berlín. Pensó hacerse pasar por española, pero en el barco viajaban algunos refugiados españoles que abandonaban el país después de la guerra civil, que había terminado pocas semanas antes, y aunque después de haber pasado nueve meses en Madrid era capaz de hablar castellano sin el más mínimo rastro de acento, pensaba que alguno podría llegar a darse cuenta de la farsa que interpretaba. Iban a ser once días de navegación, y el más pequeño de los descuidos podría costarle demasiado caro. No se arriesgaría. Diría que era austríaca, nacida en Innsbruck, Frida Klein, y que había abandonado su patria porque no podía soportar vivir allí desde que el Anschluss hubiera convertido a su país en una extensión de Alemania. Algunos austríacos pensaban de esa forma, no muchos, y era una coartada creíble. Luego, si alguien se enteraba de que era alemana o tenía algún problema y había de vérselas ante el capitán, pensaba decir que se había hecho pasar por austríaca para no despertar recelos innecesarios entre el pasaje. Ser alemana no está bien visto en estos tiempos, capitán, ya sabe usted, es una vergüenza pertenecer a un país al que le ha dado por invadir o anexionarse a las naciones que lo rodean, y eso que los Aliados lo dejaron bien claro en el Tratado de Versalles, cuando nos advirtieron después de la Gran Guerra que nos quedásemos quietos, al este del Rin, y que no molestásemos más de lo imprescindible. En fin.
Pero no pasó nada, al menos hasta el tercer día de navegación. Frida Klein se había mezclado entre el pasaje, y algunas de las mujeres con las que había intimado ya la consideraban su amiga. Fue entonces, por la tarde, cuando estaba asomada a la baranda de popa. Lo hacía a menudo porque le gustaba pensar en lo que le esperaba en cuanto llegase a Nueva York: de todas las misiones que le habían encomendado hasta ahora ésta le parecía la más estimulante. No en vano los tiempos se estaban complicando cada vez más, y el mundo en el que vivía sería muy diferente al mundo en el que, muy pronto, las banderas del Tercer Reich ondeasen por encima de todas las demás. Apoyada en la baranda de popa, mirando distraídamente el surco blanco que dejaba el barco al abrirse hueco en el océano, Frida Klein volvía a ser Frida von Kleinsberg, y en el universo cerrado que era el barco nadie más que ella misma lo sabía. Pero aquel hombre la inquietaba. Se recriminó a sí misma por no haberse fijado antes en él. Se preguntó si sería aquélla la primera vez que la había estado mirando. Llevaban ya cuatro días de navegación, y aquello era tiempo más que suficiente para que un ojo bien entrenado como el suyo se hubiera percatado de que algo no marchaba bien. Se trataba de un viajero cualquiera, un tipo que no destacaba de los demás por nada especial. Treinta y tantos, cuarenta tal vez, estatura media, complexión normal, ni fuerte ni gordo ni delgado; uno de los muchos hombres que fumaban un cigarrillo en cubierta, mirando el mar, con la cabeza siempre protegida con una gorra, hiciera frío o calor, lloviese o luciera un sol espléndido. Frida no pudo evitar la tensión que le subió desde la cintura hasta la base del cuello. Sin perder la rigidez se volvió, apoyó los codos en la baranda, dándole la espalda al mar, pero cuando sus ojos se clavaron en los del pasajero, éste desvió la vista, de una forma demasiado rápida para que a Frida le resultase natural. A partir de ahora debería tener más cuidado con sus movimientos, pero sobre todo tenía que averiguar si aquel tipo la conocía o habían coincidido en la misma zona de popa por casualidad. La misión que le habían encomendado era tan importante que no podía permitirse el lujo de dejar un cabo suelto.
Aquel día no volvió a verlo. Ni siquiera cuando, de noche ya, volvió a acercarse a su lugar favorito del barco, al rincón donde podía ser ella misma sin tener que fingir delante de nadie que era una austríaca que se marchaba a Estados Unidos porque no aguantaba que los alemanes se hubieran apoderado de su país. De noche las nubes habían ocultado la luz de la luna y Frida apenas podía distinguir las caras de la poca gente que se había decidido a asomarse a la cubierta del barco con tanto frío, pero ninguno de ellos le parecía aquel tipo al que había visto esa tarde, aunque también podía ser cualquiera de ellos, tal vez uno de esos hombres solitarios que miraban la oscuridad del océano distraídamente, y de los que sólo percibía las formas confusas de sus caras cuando las iluminaba la lumbre del pitillo que fumaban. No iba a perder el control, claro que no. A Frida la habían entrenado para ello y no le cabía duda de que resolvería ese asunto, si es que había algún asunto que resolver, antes de que llegasen a Nueva York. Una vez allí sería más difícil tener controlado a quien pudiera estar siguiéndola, pero ahora era un riesgo que no estaba dispuesta a correr. No faltaba mucho para que amaneciera cuando al fin se quedó dormida, arrebujada entre dos mujeres que le habían hecho un hueco en los camastros de tercera. Soñó que volvía a Europa, y que un coche la recogía en el puerto de Rotterdam, donde ya ondeaban las banderas rojas que protegían las cruces gamadas, que la llevaban a un aeródromo y subía a un avión que se dirigía a Berlín, un avión que habían fletado para ella sola, y que en la escalinata el almirante Canaris le ofrecía un comité de bienvenida, y luego que el mismo Führer la condecoraba por su importante contribución a la victoria del Reich sobre las naciones más poderosas del mundo. Descubrir el nombre de los científicos traidores que aún permanecían en Alemania era lo bastante importante para que el propio Adolf Hitler la tuviera en cuenta.
La realidad acostumbra a ser más prosaica que los sueños, pensó al despertar, muy pocas horas después de haberse quedado dormida. Aún faltaba para la victoria del Reich sobre las naciones más poderosas del mundo; de hecho, la guerra ni siquiera había comenzado. Frida estiró el cuerpo bajo la manta y se dispuso a lavarse. Hoy era el sexto día de navegación. Debían de estar en mitad del océano, en mitad de ningún sitio. Cinco días después formaría parte de una cola enorme de inmigrantes que deberían esperar en la isla de Ellis a que el gobierno de los Estados Unidos decidiese sobre su entrada, y entonces no habría ningún agente de la Abwehr que pudiera ayudarla si un funcionario decidía que no era apta para entrar en el país. Si alguien la había seguido desde Alemania —y volvió a lamentarse por no haberse dado cuenta antes de ese detalle tan importante—, o tal vez si uno de los pasajeros del barco la había reconocido, no podía esperar a llegar a Nueva York para saber la verdad. Averiguarlo iba a ser su única ocupación durante los próximos días.
Laszlo Moricz. Así se llamaba. Húngaro, de una aldea a doscientos kilómetros de Budapest. Se lo contó a Frida dos días después de que ella se percatase de su presencia por primera vez. Todavía faltaban tres días para llegar a Nueva York y al menos ya había hablado con él. Se había acercado al atardecer a la baranda de popa, como hacía siempre que quería obligarse a recordar quién era ella misma, Frida von Kleinsberg, mentalizarse de que Frida Klein era una mujer inventada que sólo existía en los documentos falsos de los que jamás se desprendía y en los recuerdos de la gente a la que había conocido durante la travesía, que la llamaba Frida Klein con naturalidad, como si la conocieran de toda la vida. Cuando adoptaba un nombre falso, para Frida von Kleinsberg era fundamental dedicar aunque fueran sólo unos minutos cada día a recordar quién era en realidad. Se trataba de una forma de no olvidarse de su verdadera identidad, de dónde venía, de no hundirse en las arenas movedizas de una farsa en la que, a medida que fueran pasando los días, incluso a ella le resultaría cada vez más complicado discernir la línea difusa que separaba la realidad de la ficción.
Fue Frida la que se acercó a él, no mucho, para no resultar demasiado atrevida y no intimidarlo. Él no se movió de la baranda ni apartó los ojos del horizonte, pero Frida se dio cuenta de la rigidez que le había sacudido la espalda y el cuello cuando ella se acercó. El hombre dio una lenta calada al cigarrillo, y aunque ahora no podía verlo, Frida estuvo segura de que la miraba de soslayo, con disimulo. Pero debía de ser muy tímido o muy estúpido, o tal vez se había bloqueado al darse cuenta de que había sido descubierto y era incapaz de decir nada. Unos minutos después arrojó la colilla por la borda y se alejó de la barandilla. Cuando Frida, después de esperar unos segundos para disimular, se dio la vuelta, el tipo ya se había perdido entre los pasajeros que deambulaban por la cubierta de tercera clase. No era fácil distinguirlo entre docenas de hombres tan parecidos, casi todos con la misma ropa gastada y aquellas gorras oscuras que Frida imaginó que sólo se quitaban para entrar en una iglesia, en un gesto antiguo de respeto.
Preguntó por él, en mitad de una conversación, en cuanto le pareció oportuno hacerlo sin levantar sospechas entre sus amigas, que enseguida intercambiaron una sonrisa cómplice, seguras de que su interés por un hombre que viajaba en el barco sin ninguna compañía se debía también a su propia soledad. Cómo es posible que una mujer tan guapa como tú no tenga marido, le habían preguntado, y por un momento a Frida le pareció que no estaba sentada en la cubierta de tercera de un barco que se acercaba a América, protegida del frío del Atlántico Norte por una manta raída, sino en la mansión de su familia en Wannsee, tomando un té con tarta de manzana junto a sus amigas mientras la baronesa se lamentaba de la contumaz soltería de su única hija. Ninguna supo decirle nada sobre él, y tampoco sus maridos, cuando fueron inquiridos discretamente, pudieron aportar ninguna información sobre aquel hombre solitario al que también le gustaba contemplar el horizonte que dejaban atrás desde la barandilla de popa. No hablaba con nadie. Había subido al barco en Liverpool, como todos, pero nadie sabía de dónde venía.
Su presencia allí podría no tener nada que ver con ella, pero Frida habría de asegurarse. Esa tarde repitió los mismos movimientos del día anterior, y cuando estaba junto a él, en cubierta, hizo un comentario en alemán sobre lo lejos que quedaba ya Europa, la pena que le daba no saber cuándo podría regresar, si volvería siquiera a la tierra que la vio nacer. Fue entonces cuando él le respondió en el mismo idioma, aunque con un fuerte acento, y le dijo su nombre, Laszlo Moricz, el nombre de un carpintero húngaro que se marchaba a América en busca de una vida mejor, como tantos. Tenía algunos parientes allí, le contó, y le habían asegurado que alguien que fuera diestro en su oficio no tardaría en encontrar trabajo en Nueva York, en alcanzar cierta fortuna incluso. Pero él no pensaba en hacer fortuna, le aclaró, le bastaba con alcanzar cierto sosiego económico, no pasar más penalidades ni más hambre. Frida lo escuchaba como si le diera pena, como si de verdad entendiera el significado del hambre y el sufrimiento, y de algún modo, puesto que una parte de ella también era Frida Klein, podía llegar a entenderlo, pero la agente de la Abwehr que había escondida bajo aquel disfraz de emigrante escrutaba detrás de los ojos del magiar con el que había empezado a hablar, calibrando cuánto tiempo le llevaría ganarse su confianza, si antes de que llegaran a Nueva York tendría los datos suficientes para saber si le mentía o era un agente secreto, tal vez un espía sionista, que había embarcado en Liverpool con el único propósito de seguirla.
Pero dos días después, menos de veinticuatro horas antes de llegar a Nueva York, no había conseguido averiguar nada relevante. Sus amigas sonreían, como si le dieran el beneplácito o la felicitasen por haberse arrimado a un hombre guapo, cuando la veían pasear junto a él por cubierta, a Frida Klein y a Laszlo Moricz, y ella se preguntaba si tampoco el nombre que había utilizado ese hombre que decía ser un carpintero húngaro que viajaba a Nueva York en busca de fortuna era su nombre real, sino uno que le sirviese de protección para no ser descubierto. Y Laszlo Moricz, o como se llamase, fingía muy bien, o es que, dos días después de haberse conocido, sentía por Frida un interés que iba, no ya más allá de una misión, si era el caso, sino que se adentraba en el terreno personal. Podía tratarse de las dos cosas: quizá le habían encargado la misión de seguirla y el interés del agente había derivado hacia un romanticismo inesperado. No era tan infrecuente, y aunque una de las primeras cosas que un espía debe aprender es a dejar a un lado los sentimientos que le puedan estorbar en el desarrollo de la misión, Frida había visto cosas parecidas más de una vez.
A ella también podía haberle pasado, de hecho le sucedió en España, después de haber conocido al mismo hombre al que le había soltado un hatajo de mentiras después de que la acogiera en su apartamento de Brooklyn. Había llegado a sentir tanto afecto por él que llegó a preguntarse si estaba enamorada de Alfonso Altamira, y en el barco, cuando apenas faltaba un día para arribar al puerto de Nueva York, pensaba que era Frida Klein y no Frida von Kleinsberg la que en otras circunstancias menos tensas tal vez se habría dejado llevar y habría tenido un romance con el húngaro cuya confianza había terminado ganándose. Era guapo, y una mujer sabe cuándo un hombre se ha fijado en ella de una manera especial. Y tal vez la parte Frida Klein de ella, no la impostada, sino la parte de ella que también era Frida Klein de verdad, deseaba dejarse abrazar por él, que la besara y la acariciara bajo la luz plateada de la luna, en la cubierta de popa, cuando ni sus amigas ni ninguno de los pasajeros de tercera clase pudieran distinguir sus rostros difuminados por las sombras de la noche. Eso debió de pensar también Laszlo Moricz la última noche de navegación, cuando miraban los dos distraídamente el horizonte que apenas podían distinguir por el débil reflejo de la luna en las olas, uno junto al otro, los brazos rozándose porque ya disfrutaban de la intimidad suficiente como para que sus brazos se tocasen sin que ninguno de los dos se sintiera incómodo o tuviese que disculparse. Él ya había apoyado la palma de su mano sobre el hombro de ella alguna vez para cederle el paso, caballeroso a pesar de sus orígenes humildes, gentil como la mayoría de los oficiales de la Wehrmacht que había conocido, y había demorado el contacto unos segundos más allá de lo necesario. Unas horas antes de llegar a Nueva York, Frida Klein estaba casi segura de que el húngaro era de verdad un carpintero que viajaba a América en busca de fortuna, y que las posibilidades de que fuera un agente que alguien había enviado para seguirla eran mínimas.
Tal vez por eso se había dejado llevar un poco, y también porque ya hacía dos días que había tomado una decisión respecto a cómo debería resolver la situación, y aunque durante casi todo el viaje hubiera sido más Frida Klein que ella misma, la espía que dirigía sus actos, la mujer sensata que le señalaba el camino en circunstancias difíciles, había tomado una determinación que, aunque estuviera equivocada, sería lo menos arriesgado que podía hacer. Si Laszlo Moricz, el hombre que ahora la tocaba con suavidad, con firmeza pero despacio, como si le pidiera permiso pero al mismo tiempo le estuviera dejando claro que seguiría adelante, se la encontraba en Nueva York durante las próximas semanas —y tal y como se estaban desarrollando las cosas no era imposible que intentara buscarla—, la pondría en una situación muy difícil. Y no podía saber si lo que estaba haciendo ahora —agarrarla por la cintura con las dos manos, besarle la nuca despacio— era la consecuencia lógica de la atracción que sentía por ella o una cadena de gestos encaminados a romper su resistencia para tener más control sobre ella. Frida se esforzó en pensar en lo segundo. Era lo más conveniente para reunir las dosis de razón y de motivación que necesitaba para seguir adelante con la decisión que había tomado —aunque ahora no quería reconocerlo, y tampoco era el mejor momento para pensar en ello— tal vez antes de cambiar la primera palabra con el húngaro. Frida Klein se dejaba abrazar por Laszlo Moricz, empujaba las nalgas contra su pelvis, le costaba contener la respiración cuando sus manos subieron hasta sus pechos y los apretaron con suavidad, sin intención de apartarse de ellos. Frida von Kleinsberg pensó que aún debía esperar un poco: el húngaro también podía ser un agente entrenado y se pondría en guardia ante cualquier movimiento extraño de ella y la arrojaría por la borda sin esfuerzo porque era más fuerte. Frida Klein giró el cuello, sin dejar de darle la espalda, y buscó con sus labios los del hombre, su lengua húmeda y traviesa que le recorría la mejilla. Frida von Kleinsberg decía que todavía no, aguanta un poco más. Laszlo Moricz también jadeaba, y Frida von Kleinsberg y Frida Klein notaron la excitación del hombre crecer entre sus nalgas. Ahora, vuélvete, y ella no supo si la voz que le ordenaba era la de Frida von Kleinsberg o la de Frida Klein. Se apretó contra él, su lengua hurgó en la boca del hombre, desquiciada. Frida Klein ya no podía parar, estaba disfrutando y era imposible que detuviera las manos que le buscaban los pechos con urgencia debajo de la blusa, pero Frida von Kleinsberg lo rodeó hasta ponerse por detrás de él, sin dejar de pegarse a su cuerpo, primero su costado, luego su espalda. Notó los músculos tensos, los hombros firmes, los dorsales que se arqueaban bajo la palma de sus manos. Ahora era ella la que le besaba el cuello, la que le tocaba el trasero, era su mano la que buscaba en su pantalón el miembro húmedo y endurecido por la excitación. Frida Klein apretó por encima de la tela, y el hombre dejó escapar un pequeño gemido y se sujetó a la baranda con las dos manos mientras ella seguía pegada a su espalda.
La mujer miró a un lado y a otro, asegurándose de que nadie podía verlos, preguntándose si prefería seguir disfrutando del momento como Frida Klein o si debería cumplir con su deber como Frida von Kleinsberg, sintiendo cómo dentro de ella había dos mitades que libraban una batalla: una quería acabar con aquello lo antes posible y seguir adelante con la misión, sin embargo, la otra le decía que la misión podría seguir adelante de todos modos, que lo que estaba sucediendo no era más que una tregua, un placer que le había regalado la vida por una vez y había que disfrutarlo, y esperaba que hubiese pasajeros cerca aunque su presencia le impidiera seguir disfrutando de los besos y de las caricias de Laszlo Moricz, pasajeros que le proporcionaran una excusa para no sacar el pequeño cuchillo que llevaba escondido en la pierna, como si fuera una liga afilada y peligrosa. Frida Klein se lamentó de que no hubiera nadie en cubierta que pudiera ver lo que estaba a punto de ocurrir para no tener que hacerlo, y ahora era Frida von Kleinsberg, y no ella, la que mordía el cuello del hombre y le apretaba el pene y lo frotaba por encima del pantalón para distraerlo, para que no se diese cuenta de que la otra mano había desaparecido debajo de su falda y sacaba la daga de la funda. La notó caliente, como su cuerpo, y antes de pasarle el filo por la garganta apretó aún más el pecho contra su espalda, para que el hombre no le manchase el vestido de sangre si se revolvía antes de caer. No pareció sentir nada cuando le seccionó la carótida, de derecha izquierda, con la siniestra. Permaneció Laszlo Moricz dos segundos agarrado a la baranda de popa, como si no hubiera sucedido nada o no comprendiera: la sangre escapándosele a chorros de la arteria, el vaho que desprendía el líquido espeso y tibio que salía de su garganta y se confundía con el vapor que su aliento había desprendido un momento antes, cuando ella lo estaba tocando. Frida Klein había desaparecido, y no había nadie, por mucho que se esforzase en buscarla, que pudiera encontrar rastro de ella en la mujer resuelta que restregaba la hoja de la navaja contra la ropa del hombre que aún seguía de pie, como si caer al suelo fuera más difícil que morirse, en la mujer que limpiaba la sangre de la hoja afilada en un movimiento rápido antes de agacharse, agarrarlo por los tobillos y arrojarlo por la borda. Volvió a mirar a un lado y a otro, pero esa noche debía de estar de suerte porque no había nadie en cubierta. Era como si los pasajeros estuvieran ya demasiado cansados o hiciese demasiado frío para salir a cubierta en mitad de la noche, o acaso querían dormir bien para estar descansados el día que por fin iban a llegar a Nueva York. Se subió la falda para guardar el cuchillo, se asomó por la borda, buscando algún rastro de Laszlo Moricz, y Frida von Kleinsberg se preguntó si Frida Klein se pondría a llorar y a dar gritos, como una viuda desesperada, cuando lo único que viese al mirar por la borda de popa fueran las aguas oscuras del Atlántico. Había restos de sangre en la baranda. Impresionaba cuánto líquido podía manar del cuerpo de un hombre. Se quitó el chal para limpiarla y luego arrojó la prenda también al océano. Hasta entonces no se dio cuenta de que estaba empapada de sudor. Durante su entrenamiento para la Abwehr había tenido que hacer muchas cosas, desde aprender a saltar en paracaídas hasta sumergirse en un lago a punto de congelación. Fueron ejercicios prácticos y había establecido buenas marcas al hacerlo, mejor que muchos agentes bien entrenados y, aunque también le habían enseñado a segar la vida de un hombre rebanándole el cuello, acabó de caer en la cuenta de que era la primera vez en su vida que mataba a alguien. Contra todo pronóstico, y una vez que el fantasma de Frida Klein había huido de su cuerpo, despavorido, no sentía ninguna emoción especial después de hacerlo. No le habían dado arcadas, como le contaron que a veces sucedía quienes ya se habían manchado las manos de sangre, ni siquiera sentía que la afectaban incómodos sentimientos de culpabilidad, y tampoco había en ella nada ahora que se pareciera al miedo. Había matado a un hombre con el que había estado a punto de hacer el amor, un hombre guapo del que en otras circunstancias tal vez podría haberse enamorado, pero no se sentía culpable después de haberlo hecho. Se preguntó si había sido siempre así o había llegado un momento en su vida en el que se había convertido, sin darse cuenta, en la mujer más despiadada que nadie podría imaginar. Para bien o para mal ella era así, y lo había descubierto gracias a una misión que le había encargado la Abwehr. En la cubierta del barco, apoyada en la barandilla de popa, mientras se secaba con el dorso de la mano el sudor de la frente, Frida von Kleinsberg se preguntó si tendría que matar a alguien más antes de que terminase su misión. Esperaba no tener que hacerlo, y aquel deseo se debía menos a un prejuicio derivado de su educación religiosa que al hecho de saber que, si tenía que volver a matar, era porque había sido descubierta o porque la misión no se estaba desarrollando con la tranquilidad o con la diligencia debida. Lo mejor era no llamar la atención y correr el menor riesgo posible.
Cuando el sudor se condensó empezó a tener frío. Lo mejor sería volver bajo cubierta y ocupar el jergón, junto a sus compañeras de viaje. Al día siguiente, cuando desembarcasen en la isla de Ellis, nadie repararía en que había un pasajero menos. Antes de bajar para acomodarse con el resto del pasaje se asomó a una de las barandas de estribor. Al fondo ya podían verse las luces de los rascacielos de la ciudad de Nueva York. La verdadera misión que le habían encomendado comenzaba ahora. Eso era lo único que importaba.