Capítulo VI

Ni siquiera volví al Instituto Kaiser Wilhelm, Alfonso. No fui capaz. Había preparado una maleta con lo imprescindible antes de dirigirme a la cita con el funcionario de la embajada española que debía hacerte llegar la carta. Estaba muerta de miedo. Caminaba por las calles de Berlín sin dejar de mirar atrás. Aquella tarde nevaba y me parecía que todos los hombres que se protegían del frío con las solapas de los abrigos me seguían en secreto para encontrarse con el enlace del profesor Steiner. Me daba mucho miedo también que mi viejo maestro, después de que lo torturaran, hubiera confesado que me había encargado entregar una carta a un funcionario que trabajaba en la embajada española si la Gestapo lo detenía. Me daba miedo que vinieran a buscarme a mí y que acabase confesando lo único que sabía: que Steiner te mandaba una carta. Hasta entonces no supe de ti, que estabas viviendo en Nueva York y que seguías en contacto con Steiner. Él nunca te había mencionado, supongo que por seguridad. En el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín todos nos sentíamos vigilados, sobre todo desde que destinaran allí al hijo de Von Weizsäcker, el subsecretario de Estado. Ningún científico que no tenga en su cartera el carnet del partido nazi está ahora mismo seguro en Alemania.

Conseguí dar con el funcionario de la embajada española. Me costó encontrarlo, y me costó también que confiara en mí. Es normal, claro, en los tiempos que corren: que te cojan con un mensaje clandestino encima puede significar que te fusilen. Pero pude convencerlo para que te enviara la carta, la última carta del profesor Steiner. No le di más explicaciones ni le hice preguntas. Él tampoco a mí. En el camino de vuelta a casa pasé más miedo todavía. Mientras me detenía en cada esquina para coger un camino diferente o dar un rodeo, no dejaba de fijarme en todos los hombres con los que me cruzaba, como si pudiera atravesar con los ojos las solapas de los abrigos o las bufandas y descubrir a un oficial de la Gestapo de paisano que me seguía. Ya había entregado la carta, pero ahora me parecía el momento más peligroso porque había cometido el delito. Tal vez habían detenido al funcionario español y éste me había delatado. No podía frenar los pensamientos. Se me cortaba el aliento, las piernas me temblaban. Mientras me dirigía de vuelta a casa por el camino más largo y más enrevesado, un funcionario español cuyo nombre no había llegado a preguntar y a quien tampoco le había dado el mío podía estar delatándome. Yo no había hecho nada: tan sólo había entregado la carta de un amigo, una carta de mi querido profesor Steiner a otro viejo conocido mío, el profesor Alfonso Altamira, con quien trabajé cuando estuve en Madrid. Era lo que pensaba decir a la Gestapo cuando me detuviesen y me interrogasen. Trataba de convencerme de que no me iban a torturar, porque en realidad yo no había hecho nada. Pero se escuchan cosas terribles sobre los interrogatorios. Una vez me contaron que a una mujer la habían desnudado y la habían metido en una bañera llena de agua, y mientras un oficial la interrogaba otro le hundía la cabeza, hasta casi asfixiarla. La pobre no sabía nada, pero el interrogatorio no terminó hasta que ella dejó de respirar. Se había desmayado cuatro veces, sin soltar una palabra. Tenía cuatro hijos. Pero son historias que te cuentan, chismes que vienen de tercera o cuarta mano y acabas pensando que es una invención o una exageración porque eso es una manera de convencerte a ti misma de que esas cosas no pueden estar pasando en tu país. Pero cuando ya ha oscurecido y caminas de vuelta a casa después de haber cometido un delito, no puedes dejar de calibrar cuánta verdad hay en aquellas historias que habías escuchado, dónde está ese vecino al que conocías y que un día dejaste de ver, si esos frenazos que te despertaron de madrugada y ese ruido de botas militares que subían por las escaleras fueron reales y no el eco lejano de un mal sueño del que no quieres despertar, en mitad de la noche, para no tener que enfrentar la realidad. Tenía tanto miedo que se me había quedado la boca seca y la mente en blanco. Lo único que era capaz de hacer era llegar a casa, encerrarme bajo llave, esconderme debajo de la cama y esperar a que vinieran a por mí. No dormí en toda la noche. Tenía hecho el equipaje, poca cosa, apenas lo imprescindible, esa misma maleta que has dejado encima de tu cama, y la miraba como quien está poseída por un influjo poderoso, como si un imán me impidiese desviar los ojos, preguntándome si sería capaz de hacerlo, asombrándome porque era más fuerte la parte que me empujaba a marcharme que la que me retenía. Pero ¿adónde podría escaparme? Aunque cinco años antes me había ido a Madrid, ahora las cosas eran muy diferentes. España era un país en guerra, y marcharme a Madrid no era una buena opción. Y tú ya no estabas allí, Alfonso. Ya sé que ahora, después de tanto tiempo, vas a pensar que cómo soy capaz de decirte eso, si hace cuatro años me marché sin decirte adiós, sin dejarte siquiera un número de teléfono al que llamarme o una dirección a la que escribirme, pero las cosas entonces eran diferentes, eso tú lo sabes, y a lo mejor entonces sólo habría conseguido complicarte la vida, complicártela más. En Alemania no me quedaba familia. Mis padres habían muerto cuando yo tenía trece años, eso ya te lo había contado en Madrid. No me quedaba nadie en Alemania y tenía mucho miedo. Cuando amaneció me sorprendí en la calle, con la maleta en la mano. Cerré el apartamento y dejé la llave debajo del felpudo, para que la casera la encontrase. Antes que después vendrían a buscarme y, con un poco de suerte, ya estaría lejos de Berlín. No sé si ya entonces había pensado en Nueva York, Alfonso. Tal vez sí. Pero aún tenía que abandonar Alemania, y hasta que no lo hiciera no quería hacerme ilusiones.

Entrar y salir de Alemania no es fácil ahora para un científico que trabaja en el Instituto de Física Kaiser Wilhelm de Berlín. Estamos sometidos a una estrecha vigilancia. Steiner decía en broma que los físicos nos habíamos convertido en los alquimistas del siglo XX, que el gobierno nos veía como una especie de magos excéntricos a los que no podían dejar escapar para que no revelaran sus descubrimientos al enemigo. Pero yo sólo era una simple ayudante, Alfonso, una licenciada en Física como otra cualquiera que no sabía nada de proyectos militares, y que nunca había querido saberlo, además. Tal vez si hubiera vuelto al instituto esa mañana en lugar de marcharme no habría sucedido nada, me habrían hecho algunas preguntas o a lo mejor ni siquiera me habrían molestado, pero me había pasado toda la noche aguzando el oído, por si escuchaba las ruedas de un coche frenar en el portal del edificio donde vivía, un coche de donde saldrían unos hombres uniformados que vendrían a buscarme. Las historias siniestras que había escuchado de repente podrían hacerse realidad, y aunque mi única culpa hubiera sido encargarme de cumplir el último deseo de mi querido profesor Steiner, eso no habría impedido a la Gestapo someterme a alguno de esos interrogatorios aterradores de los que había escuchado hablar, y que, esa noche, ya no me parecían la invención malintencionada de cierta gente que no amaba a Alemania.

Había guardado en el abrigo la invitación que me había dado el profesor Steiner. Al recordar el momento que me la entregó, no pude dejar de pensar en lo ingenua que fui. Entonces estaba convencida de que nunca abandonaría Alemania, y ahora fíjate, Alfonso, aquí me ves, en el Nuevo Mundo, a seis mil kilómetros de la Puerta de Brandemburgo. Cogí un tren hacia el oeste. Primero hasta Hamburgo, luego al norte, hacia la frontera de Dinamarca. Pero cada vez que el tren aminoraba la marcha al llegar a una estación se me paraba el pulso. Me pasaba en cada pueblo, en cada una de las ciudades donde tuve que bajar al andén y buscar otro tren que me acercase un poco más al destino que parecía alejarse en la misma medida en la que yo trataba de acercarme. Por la noche estaba en la frontera. La tierra parda que se veía al otro lado de la valla y las garitas custodiadas por soldados con cascos y ametralladoras era Dinamarca. Steiner me había contado el trayecto que había seguido la profesora Lise Meitner cinco meses antes para escapar de Alemania y llegar a Estocolmo, y me pareció lo más lógico seguir el mismo camino. Y ahora era yo la que me encontraba allí, quién me lo iba a decir a mí, seguro que pasando el mismo miedo que ella, afectada por la misma incertidumbre al pensar en el momento en que entregara el documento que llevaba guardado en uno de los bolsillos del abrigo, ese salvoconducto, un papel que podría darme la libertad y tal vez salvarme la vida, a un funcionario intransigente, vestido de uniforme y flanqueado por soldados de la Wehrmacht, que tenía la potestad, al revés que aquel ángel de la Biblia, de impedirme la entrada al Paraíso.

Pude pasar, desde luego. Si no, no estaría ahora contándote cómo he podido llegar hasta aquí. No sabría decirte si ése fue el instante en que más miedo pasé, cuando estaba en la cola de la frontera danesa, o tal vez había sido peor dos noches antes, cuando esperaba que la Gestapo viniese a buscarme en cualquier momento para encerrarme en una mazmorra con el profesor Steiner, o luego, en el barco que me trajo desde Liverpool a Nueva York, porque me dio por pensar que un pasajero que me observaba no era sino un agente nazi que me seguía. Pero no adelantemos acontecimientos: todavía no he llegado a esa parte de la historia. Media hora en la cola estuvo a punto de hacerme perder los nervios. A veces miraba hacia atrás y dudaba si volver a Berlín. La Gestapo podría no saber que yo había entregado la carta del profesor Steiner al funcionario español, con lo que, técnicamente, aún no había cometido ningún delito. Pero si al funcionario de aduanas no le convencía el documento que estaba a punto de entregarle, una carta en la que el mismísimo profesor Niels Bohr me invitaba a participar en unas conferencias sobre Física Cuántica en la Universidad de Copenhague, me ordenaría que me apartase de la fila y un soldado me acompañaría a un sitio discreto mientras llegaba alguien de mayor rango que acabaría descubriendo el verdadero motivo de mi salida del país.

Dejé mi pasaporte en la mesa del funcionario cuando me llegó el turno. Miró la foto, me miró a mí, y luego leyó detenidamente el documento con el membrete y el sello de la universidad danesa que me invitaba a participar en la conferencia. Pensé en cuánto dependen nuestras vidas de esos artefactos con forma de hongo y base de caucho que se mojan en un tampón y luego aplastan un papel. Bastaba una firma de Niels Bohr acompañada del logotipo de la Universidad de Copenhague para que alguien que haya estudiado Física y trabaje en el Instituto Kaiser Wilhelm pueda tener una posibilidad de salir de Alemania al menos por unos días. Dependía de que un aburrido funcionario alemán tuviera un buen o un mal día para que no se mostrase celoso en exceso y estampase un sello que le allanase el camino a quien quisiera desertar del país. A lo mejor era porque tenía mucho miedo, pero me pareció que con mis documentos se entretenía más que con los de los demás. Ya tenía la boca seca y me temblaban las piernas cuando sonó el teléfono de su mesa. Sería alguien de la Gestapo que llamaba desde Berlín para que no dejaran salir del país a una tal Frida Klein, para que la retuvieran allí hasta que llegase uno de sus agentes. Se trata de un asunto de extrema importancia, añadiría la voz. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no echar a correr, lo que, bien pensado, era la mayor de las locuras. No creo que a ninguno de los soldados que custodiaban la frontera le hubiese costado trabajo o hubiera tenido reparos en vaciar el cargador de su ametralladora disparándome.

Cuando por fin el funcionario cogió el sello y lo estampó en el papel temí desmayarme. Detrás de mí la cola aún se alargaba treinta o cuarenta metros, pero sin embargo yo era ahora el último eslabón de otra fila de gente que dejaba atrás Alemania para adentrarse en Dinamarca. Pero no creas que a partir de ese momento todo fue un camino de rosas, no. Qué digo. Qué te voy a contar a ti, que también has tenido que abandonar tu país para venir a instalarte a Estados Unidos. No me costó viajar de Dinamarca a Inglaterra, lo más difícil ha sido llegar a Estados Unidos. Once días a bordo de un barco lleno de emigrantes o apátridas, como yo misma, Alfonso, en tercera clase. Asomada a la cubierta, me pasaba las horas muertas en la popa, mirando la estela que dejaba la nave al alejarse de Europa, preguntándome cuánto tiempo tardaría en volver, preguntándome si alguna vez podría regresar a Alemania. Había familias enteras, gente de muchos países de Europa que buscaban mejorar su vida en el Nuevo Mundo, como los aventureros de tu país que se embarcaban para América hace siglos. Pero la mirada de estas personas era grave, Alfonso, gente triste por haber tenido que abandonar su tierra a la fuerza. También había gente que viajaba sola, como yo, y era en ellos en los que más me fijaba. No me sentía segura porque pensaba que alguno podía estar siguiéndome, que a lo mejor alguien sabía que viajaba a Estados Unidos porque había traicionado a mi país, o, peor todavía, que la Gestapo o el Servicio Secreto, cualquiera sabe, me hubieran dejado salir de Alemania para seguir mis pasos y llevarme hasta ti. Tuve que hacer un gran esfuerzo para convencerme de que estaba desvariando, que era imposible que los agentes alemanes quisieran llegar hasta ti, Alfonso, porque tú vives en Nueva York, y alguien que vive en América es intocable para los agentes nazis, qué suerte.

Pero había un hombre que me observaba. La primera vez que lo vi estaba sentado en cubierta, fumando un pitillo, y aunque quería dar la impresión de que estaba mirando distraídamente la línea del horizonte que se perdía detrás de la popa del barco, en la misma dirección donde debía de estar Europa, yo, por más que lo intentaba, no podía quitarme de la cabeza la idea de que en realidad se estaba fijando en mí, que me estaba siguiendo y no quería perderse ni un detalle de mis movimientos. Se me ocurrió alertar a la tripulación, pero de qué me habría servido, y no me convenía dar explicaciones sobre mis temores. Al cabo, era cierto que yo había salido de Alemania a escondidas, y me daba miedo llegar a Estados Unidos y que algún funcionario puntilloso de la isla de Ellis me pusiese trabas para entrar en el país. No sé, hazla pensaba que podrían obligarme a regresar a Alemania.

Me esforcé en trabar amistad con unas mujeres porque me daba miedo que ese hombre me viera sola y pudiera hacerme daño. Por la noche me acercaba a la parte de la bodega donde ellas dormían y me acurrucaba a su lado. Eran gente como yo, personas que lo habían perdido todo y el único camino posible que habían imaginado para sus vidas pasaba por ver la Estatua de la Libertad desde un barco. Nunca me imaginé así, asomada a la cubierta de un barco repleto de exiliados, como yo misma, para contemplar la Estatua de la Libertad, pero ya ves, así han sucedido las cosas.

No dejé de ver al hombre solitario, a pesar de que los últimos días procurase estar sola el menor tiempo posible. Seguía en cubierta, sin hablar con nadie, y sólo parecía abandonar su posición de vigía del horizonte para seguir mis pasos. Lo veía apoyado en una baranda, mirándome mientras tocaba las palmas junto a las otras mujeres que animaban los bailes para distraer el tedio del viaje. Me miraba, y cuando yo giraba la cabeza para comprobar si seguía allí, enseguida desviaba los ojos y se ponía a mirar el mar con ese aire melancólico que tienen todos los emigrantes. Algunas veces, cuando me relajaba, incluso llegaba a la conclusión de que lo que le pasaba era que estaba solo y al verme a mí en la misma situación había imaginado que podría intimar conmigo. El pobre, cuando pensaba eso de él hasta me daba pena. Reflexioné tanto sobre ese asunto que me sentí culpable, pero lo mejor fue que, cuando sólo quedaban dos días para llegar a Nueva York, al menos eso era lo que nos había dicho un oficial, ya no tenía miedo de aquel hombre. La última noche estaba desvelada porque al día siguiente veríamos por fin la Estatua de la Libertad y con un poco de suerte ningún funcionario me pondría trabas para entrar en Estados Unidos. Llevaba el nombre de un pariente lejano de mi madre que vive en Manhattan para que avalase mi ingreso en el país. Todo se habría acabado, y aunque era y soy consciente de que tendrían que venir tiempos muy duros, también me premiaba pensando que lo peor ya había pasado. Me levanté en silencio y salí a la cubierta. Hacía mucho frío, pero quería ver por última vez la estela del barco brillando en la oscuridad, esa línea de agua salada y espumosa que se perdía por detrás, en la inmensidad del océano, en la misma dirección donde miles de kilómetros atrás se había quedado Europa. Me cubrí el cuello con un chal y me asomé por la borda. A esa hora, en esa parte del barco no había nadie, alguno arrancaba un trago a una botella, otros charlaban, con los brazos cruzados para protegerse del frío, alguna pareja se besaba en el único sitio posible donde podía tener intimidad. Pensé que si entonces aparecía aquel tipo y de verdad quisiera hacerme daño yo no tendría escapatoria. Nadie podría verme, y nadie podría oírme si era lo bastante rápido para empujarme por la borda. Sólo tendría que taparme la boca, retorcerme un brazo y obligarme a saltar. Ni siquiera se escucharía el ruido de mi cuerpo al entrar en el agua helada. Nadie se percataría de mis chapoteos, ni de mis gritos, y, en el improbable caso de que alguien se enterase y pudieran lanzarme un salvavidas, ya estaría muerta antes de que consiguiera llegar hasta él: el agua del Atlántico Norte es demasiado fría todavía a finales de marzo.

Ahora, al contártelo, me siento culpable, Alfonso. Culpable por haber pensado mal de aquel tipo solitario, pero yo no sabía entonces, cómo podría, que estaba equivocada. En el barco yo no era más que una fugitiva, y tarde o temprano los fugitivos acabamos viendo fantasmas en quien nos mira, en quien nos sonríe, en quien está a nuestro lado, y también, y seguro que por las mismas razones, en quien no nos mira, en quien no nos sonríe, en quien procura guardar siempre una distancia prudente para que no nos demos cuenta de que nos está siguiendo. Ahora pienso que aquel hombre, aquel pobre hombre, tal vez ni siquiera había reparado en mí durante el viaje, que las veces que me había encontrado con él habían sido una coincidencia por la estrechez del barco, por las apreturas de una cubierta en la que convivíamos los viajeros, los exiliados y los huidos de la Justicia. Lo que quiero decirte es que lo vi, de pronto, y aunque me asusté no eché a correr o desanduve mis pasos despacio para que no se diera cuenta de que me encontraba cerca de él. Había unos veinte metros de distancia entre los dos. Él miraba la estela de espuma que se perdía por detrás del barco, apoyado en la barandilla, exactamente en el mismo lugar donde yo acostumbraba a hacer lo mismo. No podía verme todavía, y no tuve miedo de que me hiciera daño, pero no porque aún no supiese que estaba allí. No sé, es como si al verlo así, con la mirada perdida en el océano, intuyese ya lo que estaba a punto de hacer. También me tranquilizó ver que estaba rezando una oración. O al menos así me lo pareció. La cabeza baja, y cuando me acerqué un poco más sentí que murmuraba algo en un idioma que no entendía, y luego se cruzó la frente con el pulgar, y la boca, y el pecho, como si quisiera dibujarse tres cruces, y entonces se quitó la gorra, igual que si se descubriera al entrar en una iglesia, y la dejó en el suelo antes de pasar una pierna por encima de la barandilla, y luego la otra. Fue en ese momento, de espaldas al mar, cuando se dio cuenta de que yo estaba allí, mirándolo. Me había llevado la mano a la boca para reprimir un grito, pero estaba tan asustada que de mi garganta no podía salir nada, mis piernas no podían moverse, como si tuviera clavados los pies en las tablas de la cubierta. Tan quieta estaba que sentí que todo me daba vueltas, que por primera vez en el viaje, cuando apenas faltaban unas horas para que llegásemos a Nueva York, sentía los mareos de la gente que no está acostumbrada a navegar.

Me miraba el hombre, como si esperase mi reacción, por si yo gritaba pidiendo ayuda o corría hacia él para impedir que se tirase. No dijo nada. Dos o tres segundos después había desaparecido. Ni siquiera tuvo que impulsarse con las piernas para saltar al mar, sino, simplemente, soltar el tubo de la barandilla y dejarse caer, como un fardo. Entonces sentí que los pies se me desclavaban de las tablas de la cubierta, y eché a correr hacia la barandilla, como si todavía pudiera evitar que se arrojase por la borda. Abajo, la estela de espuma seguía su línea, imperturbable desde que habíamos salido de Liverpool. Fuera de la espuma blanca que dejaba el barco al cruzar el océano sólo había oscuridad, ni siquiera podía distinguir las olas. Quise pensar que todo había sido un sueño, que en mi imaginación era el único lugar donde había visto a ese hombre, que tal vez era el miedo el que había proyectado su imagen en mi mente durante el viaje, que en realidad aquel tipo no había viajado en el barco, que nadie me había seguido y que me estaba volviendo loca porque tenía tantas ganas de desterrarlo de mis pensamientos que la única forma de apartarlo había sido inventándome su suicidio. Pero un científico solo cree en datos objetivos, Alfonso, eso lo sabes tan bien como yo, bueno, mejor que yo, y aquel pasajero había sido tan real como yo misma, como el barco, como la estela de espuma que se perdía por la popa después de roturar el océano, como la gorra que recogí después de darme la vuelta. La sostuve en mis manos unos segundos, sin saber muy bien qué hacer con ella, el último vestigio que su dueño dejaría de su paso por el mundo, una vieja gorra gris abandonada en la cubierta de un barco. No podía quitármelo de la cabeza. Lo último que aquel pobre desgraciado había visto antes de saltar al mar habían sido mis ojos, y yo no había podido hacer nada por salvarlo. No creo que hubiera podido conseguirlo si hubiera sido capaz de gritar. A ninguno de los hombres que estaban cerca les habría dado tiempo de llegar para sujetarlo antes de que se lanzase por la borda. Es imposible sujetar a quien tiene la determinación inquebrantable de acabar con su vida, y en sus ojos, en su mirada tranquila, vi que me pedía que no hiciese nada, que de todos modos al final acabaría en el fondo del mar y que al menos le gustaría terminar sus días sin levantar ningún revuelo, en silencio, sin molestar a nadie. Por eso no dije nada, Alfonso. El agua estaba demasiado fría para que alguien pudiese resistir más de unos minutos, y eso contando con que la hélice no le hubiera facilitado el trabajo a los peces primero. Al capitán no le gustaría tener que parar las máquinas y retrasar la llegada a Nueva York porque uno de los apátridas que viajaban en su barco había decidido terminar con su vida. La cuestión era tan simple como triste: a nadie le importaba que un don nadie se hubiera arrojado al mar y, para cuando lo encontrasen, si es que lo encontraban, ya estaría muerto. Y mientras más tiempo pasaba, más convencida estaba de que él no quería que lo encontrasen, que lo buscasen siquiera. Volví a asomarme a la oscuridad del Atlántico. Tan en silencio estaba que se me hizo un nudo en la garganta, se me encogió el pecho. Lancé la gorra al océano, como quien arroja un ramo de flores o un puñado de tierra sobre un ataúd antes de que una lápida lo sepulte para siempre, y luego, cuando quise darme cuenta, como si de repente hubiera vuelto a ser la niña que iba a un colegio de monjas, la yema del pulgar de mi mano derecha había dibujado la señal de la cruz en mi frente, en mi boca, en mi pecho, y había cerrado los ojos, buscando en algún rincón perdido de mi memoria las palabras con las que comenzar una oración que pudiera servir como despedida al hombre que había querido encontrar la paz en el fondo del mar, allí donde nunca llega la luz del día.