Al abrir la puerta sintió un fogonazo que lo dejó aturdido, como si en lugar de estar en Nueva York una noche de principios de primavera de 1939, volviese a encontrarse en su despacho de la universidad, en Madrid, también en primavera pero cuatro años antes. Alfonso Altamira pensó que el tiempo se había detenido para luego retroceder sin que él se diera cuenta, como esas fabulaciones que aventuraban los aficionados a la Física que buscaban aplicaciones inverosímiles de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein sin comprenderla. Sabía que al profesor Einstein le irritaba que la gente especulase inventándose tonterías sobre la Teoría de la Relatividad sin entender de lo que estaban hablando siquiera. A él, en su lugar, también le habría sucedido lo mismo, y no le costaba ponerse en el lugar de su colega suizo —Einstein no había renunciado a esa nacionalidad, y no parecía que fuera a hacerlo nunca—. Albert Einstein se había convertido en un fenómeno de masas, en el científico más famoso del mundo, algo desconocido hasta ahora para un hombre de ciencia, y tal vez lo único que le quedaba ahora era su fama. Desde hacía veinte años reyes y presidentes de Gobierno se daban codazos por hacerse un hueco en una foto junto a ese hombre de cabellos enmarañados y atuendo descuidado, pero también, y eso era lo que a Altamira y a la mayoría de los científicos con los que tenía trato les irritaba, llevaba dos décadas empecinado en contradecir a los partidarios de la Mecánica Cuántica, y a Altamira, como a cualquier físico que no tuviera prejuicios, le apasionaban las teorías que defendían el componente azaroso de las partículas subatómicas. A pesar de ello no había desaparecido de su corazón la admiración —que hace años era incondicional— que sentía por Albert Einstein, y otro de los recuerdos que procuraba evitar, porque enseguida lo asaltaba la sombra de la nostalgia, eran los meses que había pasado investigando, cuando era un joven físico todavía, en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín. Fue allí cuando conoció a Albert Einstein, a Max Planck, a Fritz Haber. Volvió a coincidir con Einstein dos lustros después, cuando se encargó, junto a Esteban Terradas y Blas Cabrera, de preparar la visita del ya mundialmente famoso premio Nobel a España. Incluso escribió un artículo en el periódico El Liberal para responder a las críticas que Horacio Bentabol había vertido contra la Teoría de la Relatividad después de la visita de Albert Einstein a España a finales del invierno de 1923. Pero eso formaba parte ya del pasado, igual que también eran agua pasada sus esfuerzos por intentar que Einstein se fuera a vivir a Madrid. Al final no pudo ser, y siempre había sospechado que el profesor Einstein había mareado un poco la perdiz y no había mostrado nunca de una forma lo suficientemente clara sus intenciones de aceptar la cátedra extraordinaria en la Universidad Central de Madrid que le ofrecía el gobierno español porque en realidad nunca había deseado trasladarse a vivir allí de una forma permanente, aunque jamás lo hubiese confesado. Pero por el modo en que se desarrollaron los acontecimientos en España no lo culpaba. A la vista estaba lo que había pasado. Tres años de guerra que habían terminado hacía dos semanas, el primero de abril, con la victoria de Franco.
Últimamente todas las noticias eran malas, y no haber sabido nada del profesor Steiner desde enero era una de las peores. Le había mandado otras dos cartas a través de su contacto en el consulado de España en Nueva York, y a esas alturas no tenía dudas de que los nazis habían puesto a su viejo amigo fuera de la circulación. Debía haber tenido la certeza mucho antes, pero quiso pensar que todavía había alguna posibilidad de que la Gestapo no le hubiera hecho daño. Al cabo, Steiner era un científico ario que había trabajado para su país, y era un anciano también. Pero no era tan famoso como Max Planck como para que Hitler le perdonase su desacuerdo con el nuevo régimen de Alemania. Y la verdad es que Max Planck, hasta donde Altamira sabía, aunque se hubiera empeñado en defender a sus colegas judíos que habían sido apartados de los laboratorios o habían tenido que marcharse del país a toda prisa, con lo puesto, antes de que la Gestapo cerrase sus garras en torno a ellos, no había traicionado a su país, y Steiner, con las cartas en las que le hacía depositario a Altamira de sus miedos pero también de los avances de la Física Atómica en Alemania, era imposible no pensar que para los nazis era un traidor al que había que quitar de en medio, como al final habían terminado haciendo. Estaba seguro de ello.
El funcionario de la embajada española en Berlín no había escrito ninguna nota que aclarase el destino de Steiner o su opinión al respecto. Se habría limitado, suponía Altamira, a hacer llegar la carta a su destinatario, como siempre. Era la opción más segura, la menos comprometida, pero a Altamira le hubiera gustado que le contara más cosas sobre aquella joven física alemana, la colaboradora del profesor Steiner que le había hecho llegar la última carta por indicación de aquél, cuál iba a ser el siguiente paso que daría ella o que el propio Altamira debería dar, si no habría corrido un gran peligro al hacer de mensajera del profesor Steiner, si también estaba en peligro, si se acordaba de él, si aún conservaba esa melena escarlata, ondulada, los ojos claros, si seguía siendo tan hermosa como cuando estuvo trabajando a sus órdenes en el departamento de Física Atómica de la Universidad Central de Madrid y a él le costaba conciliar el sueño porque no podía quitársela de la cabeza y se sentía culpable de aquellos pensamientos porque a su mujer no le quedaba mucho tiempo de vida.
Alfonso Altamira González de Tejada jamás había hablado de aquello con nadie. Cuando Frida Klein regresó a Berlín ni siquiera fue a su despacho a decirle adiós. Preocupado, llamó al Instituto Kaiser Wilhelm, pero nadie pudo darle noticias de ella. Pero en la primavera de 1936 Alfonso Altamira tenía muchas cosas de las que preocuparse como para ir a Alemania a interesarse por el paradero de una joven estudiante alemana que había sido colaboradora suya durante nueve meses. Y no era sólo la situación política en España, cada vez más insostenible. Al gobierno de Manuel Azaña se le hacía muy difícil mantener la situación de un país donde la guerra civil se avizoraba igual que la desgracia que anuncia un cuervo. Lo que más preocupaba a Alfonso Altamira era su esposa. Postrada en una cama desde hacía cuatro meses, la vida de Carlota se apagaba, una llama que a duras penas mantenía encendida, protegiéndola del aire con las manos. Tenía diez años menos que Altamira, pero su salud se había ido deteriorando poco a poco, primero perdiendo fuerza en las piernas y en los brazos, lo que la obligó a vivir confinada a una silla de ruedas y a depender para casi todo de su marido. Altamira la lavaba, Altamira la vestía, Altamira la sacaba a pasear por los jardines del Retiro las tardes que hacía sol, y no podía evitar una aguija en el pecho cada vez que se descubría pensando en la joven alemana que había venido a Madrid para trabajar como colaboradora suya en el laboratorio: Frida Klein, treinta años más joven que él, veinte años más joven que su esposa. A pesar de que la muchacha era poseedora de un hermoso rostro y se movía y hablaba con un encanto y una dulzura que llamaban la atención, lo suyo no fue amor a primera vista. Alfonso Altamira, ni cuando tuvo edad para ello, jamás se había sentido atrapado por esa sensación de golpe, sino de una forma pausada que él estaba convencido de que era más peligrosa y más difícil de olvidar que la pasión desatada o el simple amor perecedero. Y llevaba dos décadas convencido de que, desde que se enamoró de Carlota, no volvería a sentir algo así por nadie, que su vida transcurriría lenta y apaciblemente entre el laboratorio, sus clases de Física en la universidad y el tiempo que le quedaba libre, junto a su esposa, la única mujer a la que había amado en su vida. Con semejantes convicciones no era fácil que a los cincuenta y seis se enamorase de otra mujer, y, lo que más le costó aceptar, que pudiera seguir enamorado de su esposa al mismo tiempo. A veces concluía, después de mucho pensarlo, que se obligaba a sí mismo a creer que aún amaba a Carlota cuando en realidad la seguía cuidando porque era su obligación como esposo, pero enseguida se maldecía a sí mismo y se lamentaba por tener aquellos terribles pensamientos. Lo que le ocurría era que jamás en su vida había imaginado que se enamoraría de otra mujer, que llegaría a fijarse en otra siquiera, y no concebía que, después de que una muchacha alemana se hubiera cruzado en su existencia, pudiera seguir queriendo a Carlota como antes. Le costaba aceptarlo e iba contra sus principios: un hombre no podía querer a dos mujeres, pero muchas tardes, cuando empujaba la silla de ruedas de su esposa bajo la sombra de los árboles del Retiro, su mente no estaba allí. Contestaba a Carlota con monosílabos mecánicos mientras pensaba en la joven alemana, con una bata blanca, en el laboratorio, el pelo recogido, el cuello nacarado, largo, suave, el ceño levemente fruncido cuando estaba concentrada en resolver un cálculo difícil. Y cuando en la universidad se la quedaba mirando sin que ella se diese cuenta, no tardaba en sacudir la cabeza y cerrar los puños, maldiciendo en silencio, sintiéndose ruin por mirar a una mujer joven mientras la vida de Carlota se desvanecía por momentos.
Si con cincuenta y seis años, y con sus creencias tan asentadas que estaba convencido de que jamás se fijaría en otra mujer que no fuese su esposa, alguien le hubiera dicho que llegaría el día en que se tendría que marchar de su país para no volver jamás, lo hubiera tomado por loco. Pero Altamira no se había marchado de Madrid huyendo de la guerra. Enterró a Carlota antes de que los rebeldes se sublevaran. Era ése el minúsculo consuelo que le quedaba, que ella no hubiera tenido que vivir la tragedia que sobrevino después, y se dio cuenta de que ya no tenía motivos para seguir viviendo en Madrid, que cuanta más distancia pusiera entre la que había sido su existencia y el resto de vida que le quedara, más fácil sería levantarse cada mañana y no tener que buscar una excusa para terminar el día sin acabar con todo de una vez. Podía haber vuelto a Alemania, donde más amigos tenía, pero las noticias que le llegaban del país donde había pasado su etapa más feliz como investigador no eran muy alentadoras. Einstein había sido el primero en declarar públicamente que jamás volvería mientras Hitler estuviese al frente del país, pero otros muchos colegas suyos habían tenido que hacer las maletas precipitadamente y marcharse a toda prisa. Parecía que sólo los Juegos Olímpicos, que se iban a celebrar ese verano en Berlín, iban a poder lavar un poco la imagen de un país al que su espacio en mitad de Europa pronto se le iba a quedar pequeño. Pero la verdadera razón por la que no quería volver a Alemania tenía nombre de mujer. Altamira sabía que regresar a Berlín significaba también ir en busca de una joven física con la que había trabajado en Madrid, y, después de la muerte de Carlota, cada vez que pensaba en Frida le invadía un sentimiento de culpabilidad tan poderoso que llegaba a sentir asco de sí mismo. Era ésa tal vez, pensaba ahora, la principal razón por la que puso proa rumbo al otro lado del Atlántico. Cómo iba a saber él —quién hubiera sido capaz de adivinarlo— que el pasado iba a dar un salto para adelantar al presente, una pirueta caprichosa en la que el tiempo se detendría para retroceder, sin que él se diera cuenta, que los recuerdos llamarían a su puerta, sosteniendo una maleta, agujereándole el ánimo cuando se lo quedó mirando después de darle las buenas noches desde el otro lado del umbral.
Y qué raro era todo, pensó Altamira al ver el pasado enmarcado en el dintel, el cabello recogido y protegido con un pañuelo, la maleta en el suelo, tan grande que se le antojó imposible que ella hubiera podido soportar su peso desde Alemania hasta Nueva York, desde la puerta de Brandemburgo hasta la isla de Ellis, ella sola, porque el recorrido, aunque con algunas paradas intermedias y bastantes rodeos, habría sido ése: un viaje arriesgado desde Berlín hasta Nueva York, atravesando una Europa que se despeñaba por un precipicio, para atravesar el océano y sentirse protegida. Educado en unas normas que habían pasado de moda muchas décadas atrás, el profesor no supo si abrazarla o besarla o sólo estrecharle la mano educadamente, pero antes de que pudiera darse cuenta sus manos se habían apoderado de los hombros de la muchacha, y la miraba fijamente, sonriendo, como si al hacerlo pudiera protegerla del espanto que habría soportado en Berlín mientras preparaba su huida, atravesar la frontera con una identidad falsa, buscar un barco que la llevase a otro continente donde pudiera, como él mismo, como todos los que se habían marchado, tener esa falsa sensación de seguridad de quienes se creen a salvo pero todavía no saben que no pasará un solo día en el que no echarán de menos lo que han dejado atrás.
Cerró un poco más Altamira la tenaza de sus manos en los brazos de la joven alemana, y al hacerlo sintió la tela helada del abrigo. Acercó su cuerpo un poco más al de ella, tanto como el decoro que dirigía hasta los actos más insignificantes de su vida permitía, como si al acercar el calor de su cuerpo al frío que desprendían las ropas de ella pudiera aislarla del viento helado que aún castigaba las calles de Brooklyn, aunque el calendario se empeñase en asegurar desde hacía tres semanas que había comenzado la primavera.
—Frida —le dijo—. Frida Klein. Cuántos años han pasado.
La frase no era muy ocurrente, y aunque desde que recibió la última carta de Steiner sabía que ella podría llegar algún día, terminaba siempre enterrando aquel pensamiento que le parecía empujado más por sus propios deseos que por el sentido común. Pero había llegado, y lo mínimo que él podía hacer era acogerla en su casa. Tres años fuera del país de uno bastaban para saber lo que se siente al abandonar a la fuerza la tierra que lo ha visto nacer.
Frida asintió, y dejó descansar su cabeza en el pecho de su viejo profesor.
—Cuatro años.
No había terminado de decir la frase cuando Altamira ya la había rodeado con sus brazos. Era la primera vez que lo hacía, la primera vez desde que la conocía, y aunque estaba segura de que aquél era un gesto que el profesor había deseado largamente, casi desde que la conoció, estaba convencida de que lo único que ahora quería Altamira era servirle de consuelo. El profesor puso los labios en su frente y los dejó ahí unos segundos, pero no era aquello un beso, sino una muestra del antiguo afecto que siempre le había profesado en secreto, una forma de decirle que era bienvenida, que se alegraba de tenerla allí.
El labrador del científico movía la cola al otro lado del pasillo, con las orejas estiradas, no sabía Frida si más atento a ella o extrañado de que su dueño se mostrase tan efusivo con una visita.
Altamira la liberó de su abrazo para coger la maleta. La otra mano seguía en su hombro, guiándola hacia el interior de su apartamento.
—He venido porque no tengo adónde ir.
—Ya tienes dónde estar.
Frida sonrió. Negó con la cabeza, como si no estuviese muy segura de lo que estaba haciendo.
—Tengo muchas cosas que contarte.
—Y yo tengo todo el tiempo que haga falta para escucharte.
Altamira la invitó a sentarse en el pequeño salón de su apartamento. Encendió la lámpara que utilizaba para leer porque antes de que ella llamase al timbre de su casa se había quedado dormido y no se había dado cuenta de que la oscuridad de la tarde se había apoderado ya de los tejados de Brooklyn. El profesor llevó la maleta de Frida a su habitación y la dejó sobre la cama, como si fuera a deshacerla.
El perro se acercó a ella, olisqueándole las rodillas con su hocico húmedo. Frida le revolvió el pelo del lomo, y el animal se recostó para que le acariciase la barriga.
—Le gustas. —Altamira había dejado el equipaje encima de la cama y había vuelto al salón—. No creas que le da confianza a todos los desconocidos.
—No sabía que tuvieras un perro. Al menos no recuerdo haberte visto nunca con un perro en Madrid.
—Entonces no lo tenía —respondió el profesor bajando un poco los ojos, como si le afectase la pena o tal vez cierta vergüenza cuando se acordaba de Madrid y de la época en que la conoció.
Frida sonrió, como si no hubiera descifrado los recuerdos que se habían cruzado detrás de los ojos del profesor Altamira.
—¿Cómo te llamas? ¿Eh, bonito? ¿Cómo te llamas? —le dijo al animal, abriendo y cerrando los dedos sobre la panza peluda que el perro, postrado boca arriba, le ofrecía.
Altamira sonrió.
—Su nombre es Newton.
Frida tampoco pudo reprimir una sonrisa, un gesto de camaradería, complicidad de igual a igual. Newton. El nombre que el profesor Altamira había puesto a su labrador era más que una forma de distinguir a su mascota; era, más bien, toda una declaración de intenciones. Podía haberlo llamado de muchas formas, haber utilizado cualquiera de los nombres tan convencionales que usaba la mayoría de la gente para sus perros, pero lo normal era que Altamira le hubiera puesto el del científico que más admiraba, y no era Galileo, ni Albert Einstein, sino Isaac Newton.
—Newton, el más grande —añadió Altamira, repitiendo un razonamiento que ella ya sabía.
Frida bajó la cabeza un momento. Se quedó mirando al animal, boca arriba, sobre la alfombra. Tal vez no fuera lo más oportuno, pero había una parte de ella que pugnaba por salir y a veces lo conseguía. Aquél era un momento tan malo como cualquier otro, o tan bueno.
—¿Crees que llegará un día en que algún científico ponga a su perro el nombre de Einstein?
—Si lo que quieres decir es que si llegará el día en que Albert Einstein sea considerado el científico más grande de todos los tiempos, lo dudo mucho.
—Había muchos rumores acerca del profesor Einstein en Berlín, y todos apuntaban a que estaba acabado.
Altamira dejó escapar el aire, y al hacerlo parecía dejar salir también la resignación que le afectaba cuando pensaba en Albert Einstein. Como físico, y a Altamira le dolía reconocerlo, sus mejores días hacía muchos años que habían pasado.
—Está en su trono de Princeton —sonrió, como si él fuera cómplice del estatus para muchos exagerado del que disfrutaba Albert Einstein—, empeñado en contradecir a Bohr y a Heisenberg, dicen que buscando una teoría que relacione lo infinitamente grande —Altamira señaló con la barbilla la luz de la estrellas que ya se podían ver a través de la ventana, y luego acercó las yemas de los dedos índice y pulgar de la mano derecha hasta que casi se tocaron— con lo infinitamente pequeño.
Se quedaron callados los dos un instante, como si no tuvieran más que decirse. Muchas veces, cuando dos personas se encontraban y no sabían qué contarse, hablaban de cosas banales, del tiempo, de lo cansados que estaban. Desde la última vez que Frida y él se habían visto habían pasado casi cuatro años. Ahora ella había atravesado medio mundo, había llamado a su puerta, y de lo único que se les había ocurrido hablar, para romper el hielo, era del profesor Albert Einstein. Ciertamente, el asunto no dejaba de tener su gracia, pero antes o después habría que entrar en la materia que de verdad importaba.
—¿Cómo están las cosas en Alemania?
Frida bajó los ojos y negó con la cabeza despacio. Parecía que de verdad lamentaba lo que estaba ocurriendo en su país. A Leni Riefenstahl, su buena amiga, le habría gustado verla interpretar de una manera tan convincente. Una vez, entre risas, la cineasta le había propuesto que dejase su carrera de Física —Leni Riefenstahl no sabía nada de su desempeño para la Abwehr, aunque Frida estaba convencida de que lo sospechaba— para trabajar en la UFA. En ese momento, de haber querido, sin demasiado esfuerzo habría conseguido que las lágrimas brotasen de sus ojos para dar más credibilidad a su actuación.
—Es terrible lo que está sucediendo. Desconozco hasta qué punto se sabe en el resto del mundo lo que está pasando en Alemania.
El profesor Altamira se sentó en una butaca frente a ella.
—Este país se ha convertido en el refugio de muchos expatriados. —Se miró el pecho, como señalándose con la barbilla—. Gente como yo mismo, que ya no puede vivir en el lugar donde nació. Pero los que vienen de Alemania cuentan cosas muy graves.
Frida asintió. Antes de abrir los labios para responder sintió que ya le bajaba una gota por cada mejilla. Tragó saliva.
—Todo lo que cuentan es verdad, y estoy segura de que incluso están pasando cosas más terribles aún. La gente desaparece y ya no se vuelve a saber nada de ellos. El profesor Steiner ha corrido esa suerte, aunque él estaba convencido de que tarde o temprano sucedería. A pesar de ello, nunca dejó de arriesgarse.
Altamira sintió una punzada de culpabilidad clavársele muy adentro y removerle las entrañas. Frida lloraba.
—¿No volviste a saber nada de él?
Frida negó con la cabeza, restañándose las lágrimas con el dorso de la mano. Al profesor Altamira le habría gustado hacerlo él mismo con las suyas, y dejar que la piel de los dos permaneciese en contacto unos segundos, que ella rindiera el carrillo en su palma y se quedara mirándolo, como deseaba tanto que sucediera cuando ella llegó a Madrid para trabajar con él.
—Nada. Lo único que dejó fue la carta que te hice llegar a través del funcionario de la embajada. Me dio instrucciones de que tratase de entregarla si le ocurría algo. Hasta entonces no sabía que estabas en Nueva York. Te había perdido la pista desde lo de Madrid.
A Alfonso Altamira le hubiera halagado pensar que ella hubiese ido a Madrid a buscarlo y que luego hubiera tratado de encontrarlo, pero sabía que aquello no era posible.
También quería saber por qué se marchó de Madrid sin despedirse, pero no se atrevía a preguntárselo, no tenía derecho. Pero si ella había sacado el tema, no podía dejar de tirar del hilo que le ofrecía.
—¿Volviste a Madrid?
Frida sacudió la cabeza.
—No mucho después de volver a Alemania estalló la guerra civil en España. No era el mejor momento para regresar a Madrid, y mucho menos para buscar trabajo como investigadora en la universidad.
Altamira asintió, dándole la razón.
—Han corrido malos tiempos para la ciencia en España. Y me temo que lo peor aún está por venir.
—¿Y tú? ¿Cómo acabaste aquí, en Nueva York?
Altamira desvió la vista hacia la ventana. A través del cristal llegaba la luz de una farola. ¿Que cómo había acabado dando clases en un instituto para niños ricos de Brooklyn? Aquélla era una buena pregunta. Se había imaginado haciendo muchas cosas en su vida, pero jamás había pensado que terminaría, a sus años, enseñando Física en un país extranjero, cada vez con menos esperanzas de volver a España. Pero él ya llevaba tres años instalado en Nueva York y se había adaptado mal que bien a la vida lejos de su país con la tranquilidad resignada de los exiliados. Su historia era igual a la de mucha gente que conocía, y aunque aquello no le servía de consuelo, sí le proporcionaba los argumentos necesarios para restarle importancia. Pero Frida Klein acababa de llegar de Alemania, había atravesado una Europa que se desmoronaba y se había subido a un barco que la había llevado hasta América. Lo que Frida tenía que contarle, estaba seguro, era más interesante, y sobre todo más importante, que su propia historia. Le dijo que primero le hablase de ella, de lo que había pasado desde el momento en que le entregó al funcionario de la embajada de España en Berlín la última carta del profesor Steiner.