El profesor Steiner había confesado que la reunión sería esa misma tarde, en un café cerca de la plaza de la Ópera, a una manzana de distancia de la avenida Unter den Linden. Mientras se dirigía a la cita, a Frida se le ocurrían al menos una docena de maneras con las que la Gestapo podría haber obtenido la confesión, y a pesar de que no tenía dudas respecto a la culpabilidad de su viejo maestro, una parte de ella se resistía a imaginárselo desnudo en una bañera o sufriendo cargas eléctricas en los genitales, como un ratoncillo desvalido, para confesar el lugar y la hora en que se había citado con su contacto español, un traidor también, por cierto, pero eso era una cuestión que se arreglaría en cuanto aquél hubiera mandado la carta a su destinatario en Nueva York. Casualidad o no, que el profesor Alfonso Altamira fuese el contacto del funcionario de la embajada española abría un abanico de posibilidades en el papel que ella tendría que representar en la misión que estaba segura que se avecinaba. El coronel Piekenbrock aún no la había puesto al corriente de nada más, y sus instrucciones se habían limitado a hacerse pasar por una colaboradora del profesor Steiner a quien éste le había encargado que le hiciera entrega de esta última carta en el caso de que lo hubieran detenido. Años atrás, cuando era una recién licenciada en Física, antes de que la enviaran a España, fue el mismo Steiner quien la puso en contacto con Alfonso Altamira en Madrid, conque, mientras se dirigía al café para entregar una carta que el profesor no había escrito, se sentía como la pieza recuperada de un complejo rompecabezas que intuía que aún tardaría un poco en resolverse. Y disfrutaba con ello.
La cita era esa misma tarde: de ahí las prisas que se habían tomado para recogerla en la finca de Wannsee. Se había cambiado de ropa. Cuando fueron a buscarla ni siquiera había tenido tiempo de quitarse las botas de montar, e ir vestida de amazona no era la mejor manera de hacerse pasar por una colaboradora del profesor Steiner al borde de la histeria porque la Gestapo había detenido a su compañero.
En las oficinas de la Abwehr le proporcionaron unos zapatos, una falda larga verde oscura, de algodón, un abrigo y un pañuelo para cubrir la cabeza del frío invernal de Berlín. No había tiempo que perder. Antes o después el contacto del profesor en la embajada sabría que su amigo había sido detenido, pero eso le importaba menos al coronel Piekenbrock que el hecho de poder proporcionar una coartada consistente a Frida. No le dijo más, y ella no hizo preguntas. No tenía dudas de que su destino inmediato estaba escrito en la carta que ese sobre guardaba en su interior.
El mismo chófer que había ido a recogerla a Wannsee la llevó hasta Alexander Platz. No era seguro dejarla más cerca del café donde estaba prevista la cita. Caminó veinte minutos hasta la Universidad Humboldt, donde había pasado sus mejores años de estudiante. Atravesó el jardín de la entrada, cruzó la puerta, y permaneció unos minutos dentro, entre los alumnos, procurando no encontrarse con alguno de los profesores que la conocían. Ninguno estaba al tanto de su condición de agente de la Abwehr, pero no era el mejor momento para saludar a viejos conocidos y, lo más importante, no tenía tiempo que perder. Salir de la universidad para dirigirse al café era una forma de asegurar la coartada un poco más, por si al contacto del profesor Steiner en la embajada española lo asaltaban los nervios y salía a dar un paseo. No quería apresurarse demasiado en llegar a la cita, pero eso también formaba parte de la estrategia. Ella no tenía por qué estar al tanto de los movimientos del profesor, y Steiner no le había entregado esa carta hasta pocos días antes de ser detenido. Estaba aturdida, tenía miedo, no sabía qué hacer: ése era el papel que tendría que representar. Se demoró un poco más de lo necesario en recorrer el trayecto entre la plaza de la Ópera y el café, y antes de empujar la puerta miró abiertamente, a un lado y a otro de la calle, para que fuese evidente que quería asegurarse de que nadie la seguía y que era tan inexperta que lo único que iba a conseguir con tanto mover la cabeza y suspirar sería llamar la atención de la Gestapo.
El local estaba abarrotado. Ya había oscurecido en Berlín pero todavía faltaba una hora para la cena, y mucha gente entraba en los cafés para mitigar el frío del invierno agarrando las tazas humeantes con las dos manos mientras veía caer copos de nieve al otro lado de las cristaleras. Había tanta gente que Frida dudó que, a pesar de la secuencia de gestos que había interpretado antes de entrar en el local, el funcionario español hubiera reparado en ella. Tal vez no había venido, o quizá había olfateado el peligro y no se había presentado. Pidió un té, y, mientras se lo servían, se giró para comprobar discretamente los rostros de los hombres solos que había en la cafetería. Apenas había nadie que no estuviera acompañado, pero ninguno parecía responder a las características de la persona que buscaba. Sólo había tres hombres sin compañía, y ninguno de ellos parecía, ni por asomo, el funcionario de la embajada con quien el profesor Steiner había concertado la cita. Si no se encontraba con él, la carta que guardaba en el bolso muy bien podría no llegar nunca a su destino, pero Frida no se permitió un solo gesto de contrariedad. Removió el líquido pardusco de la taza con la cucharilla después de verter el azúcar y volvió a observar a los hombres solos que había en la cafetería. Uno de ellos pagó la cuenta y se fue. Era rubio, alto, con los ojos claros, y su apariencia y su forma de vestir no dejaban lugar a dudas respecto a su origen. De los dos que quedaban, uno era un jubilado que leía tranquilamente el periódico en una mesa, levantando de cuando en cuando la vista para contemplar los copos de nieve que alfombraban la calle. Era el otro el que presentaba alguna duda: moreno, cuarenta y pocos, arrancaba pequeños sorbos a una jarra de cerveza tibia al tiempo que miraba distraídamente a los clientes del local, como si no tuviera prisa por marcharse porque nadie lo esperaba en casa o, también, como si fingiera que no estaba preocupado. Frida dio un sorbo a la taza de té y se lo quedó mirando, pero él no pareció reparar en ella. En cualquier caso, si era él, esperaba al profesor Steiner, y no a una mujer alemana de veintinueve años.
Frida sabía que el funcionario español no podía permitirse cometer ningún error porque el peligro estaba de su lado. Lo mejor sería acercarse y preguntarle si estaba esperando al profesor Steiner.
El hombre que estaba sentado se dio cuenta de que Frida lo estaba mirando. Tal vez daba la sensación de estar intentando flirtear con él porque le había sonreído abiertamente, pero el tipo no tardó más de un instante en desviar la vista hacia la puerta, después de haber arrancado otro lento trago a la jarra. Frida decidió arriesgarse. Dejó la taza en la mesa y se levantó. Cinco metros y unos segundos después resolvería el enigma. Se acercó a él despacio, para no amedrentarlo. Actuar de una forma tan directa tenía el inconveniente a veces de estropear las cosas. Cabía el riesgo de que se asustase y saliese corriendo. Eso sería lo peor que podría hacer, pero él no lo sabía todavía. En cualquier caso estaba sentenciado. Una vez que se hubieran asegurado de que había enviado la carta a su destino, la Abwehr se encargaría de poner en conocimiento de las autoridades españolas que tenían un topo en la embajada.
Estaba ya apenas a un metro de su mesa cuando se abrió la puerta del café. El rostro del hombre se iluminó de repente. Iba a llevarse la jarra de nuevo a los labios pero detuvo el gesto a mitad de camino. Se levantó para saludar a la mujer que entraba. Ella le correspondió con un beso fugaz en los labios, y él la cogió de la mano y la invitó a sentarse a su mesa. Para disimular, Frida siguió andando, hacia la ventana, y se puso a escrutar la calle a través del cristal empañado. Su instinto le había fallado. Un agente no podía permitirse el lujo de actuar precipitadamente. Era algo que hasta un principiante sabía, pero le consolaba pensar que lo había hecho así porque el riesgo era mínimo y aceptable. Lo único que le preocupaba ahora era que el funcionario español no viniese, que ya se hubiera marchado, o, peor todavía, que ya no apareciese porque estuviese alertado de la detención del profesor Steiner. Era poco probable, pero, a pesar del sigilo y la celeridad con que los agentes de la Abwehr habían actuado —el profesor Steiner apenas llevaba más de veinticuatro horas detenido, según había podido saber—, no era del todo imposible que su contacto en la embajada no estuviese enterado.
Estaba a punto de lamentarse por su mala suerte cuando vio, como en una sombra, a través de la niebla del cristal, a un hombre embutido en un abrigo, con las manos metidas en los bolsillos y la barbilla clavada en el pecho para protegerse del frío, escrutando el interior del café desde la calle, sin terminar de decidirse a entrar. Claro que el profesor Steiner no estaba allí, cómo podría estar: incluso era posible que ya lo hubiesen enterrado bajo alguna lápida anónima en un cementerio de Berlín. Y ahora tenía que volver a arriesgarse, tanto si aquel hombre indeciso entraba como si al final optaba por perderse bajo la aguanieve que castigaba la tarde ya sin sol de la ciudad. Frida no se lo pensó dos veces. Dejó un billete sobre la mesa y se puso el abrigo, pero cuando abandonó el local, el hombre que no se había atrevido a entrar en el café ya se había marchado. Masculló una blasfemia en la puerta mientras miraba a un lado y a otro. Todos los hombres con abrigo le parecían iguales, y en invierno, en Berlín, los hombres siempre llevan abrigo. No tenía tiempo que perder. Al final de la calle, en la avenida Unter den Linden, circulaban varios tranvías, pero no era probable que el hombre se hubiera marchado en uno porque no era aquél un sitio de parada. También cabía la posibilidad de que el funcionario se hubiera subido a un coche en marcha, pero no, aquello hubiera llamado demasiado la atención. Cuando hay que abandonar un sitio porque uno se ha visto en peligro, y Frida lo sabía muy bien, lo mejor era ser discreto. Tenía que pensar con rapidez. Con más rapidez. El camino más corto hasta la embajada de España estaba a la izquierda de la cafetería. Si el hombre había venido desde allí y al final había decidido no entrar porque se le habían disparado las alarmas al no ver al profesor Steiner en el lugar donde habían acordado, si tenía alguna sensatez —y parecía tenerla porque al final había decidido no entrar en el café—, lo más lógico era que hubiera optado por seguir el camino contrario, hacia la derecha. Eso, siempre que el tipo hubiera acudido a la cita caminando desde la embajada, y, lo más importante, suponiendo que el tipo enjuto e indeciso que al final había decidido no entrar en el café fuera el contacto del profesor Steiner en la embajada de España. Eran demasiadas variables a tener en cuenta, y Frida no podía desperdiciar más tiempo. Se levantó las solapas del abrigo y se encaminó deprisa hacia la avenida, cruzando los dedos dentro del abrigo para que el hombre al que seguía hubiera tomado también ese camino, para que el tipo al que estaba siguiendo fuera el enlace entre Steiner, su viejo profesor, y Alfonso Altamira, su viejo amigo español que ahora vivía en Nueva York.
No es fácil seguir a una persona cuando ya ha oscurecido, bajo una aguanieve pertinaz que ensucia las aceras de Berlín anegándolas de un engrudo pardusco, y a una hora en la que mucha gente se dirige a casa, todos embutidos en abrigos, sin apenas dejar entrever sus rostros, como si fueran vulgares delincuentes o tuviesen algo que ocultar a la Gestapo. Frida apenas había tenido tiempo de ver el del hombre al que seguía, pero se había fijado en los pómulos marcados, la piel pegada a los huesos, como si fuera ya el cadáver en el que pronto se convertiría o si no tuviera una pizca de grasa que lo protegiera del frío de Alemania. Caminó Frida un trecho mirando las caras de todos los hombres que adelantaba, pero las facciones de ninguno parecían encajar en el rostro de aquel tipo. El café había quedado una manzana por detrás, y a medida que avanzaba por la avenida hacia la Puerta de Brandemburgo se multiplicaban las calles aledañas y disminuían las posibilidades de poder localizarlo. Era como si la ciudad se convirtiese en un laberinto que se bifurcaba hasta antojársele inabarcable. Si al final no podía hablar con él y convencerlo de que era una amiga del profesor Steiner a la que éste había recurrido en un intento desesperado, siempre quedaba la posibilidad de que sus jefes se pusieran en contacto con el embajador de España en Berlín y el asunto se solucionaría de igual manera. Pero para Frida no era ésa la mejor opción. Si habían ido a buscarla a la casa de su familia en Wannsee para encargarle una misión, su obligación era cumplirla con éxito. Sin poder reprimir un bufido desesperado se detuvo en un cruce. Miró a un lado y a otro, sin ninguna pista que la decidiese a tomar una calle u otra. Elegir la calle de la derecha, la de la izquierda, o seguir su paseo estéril en línea recta mirando de soslayo los rostros de la gente que caminaba cabizbaja para defenderse del frío bien podía depender de una decisión tan azarosa como lanzar unos dados al aire. Se acordó de la famosa discusión entre Albert Einstein y Niels Bohr en un congreso Solvay. El judío danés tratando de explicar en vano a su colega, el judío suizo —si él mismo había renegado del país que lo acogió y le brindó la oportunidad de alcanzar fama mundial, Frida no tenía por qué considerarlo nunca más alemán, aunque fuese tan célebre—, que el azar tenía mucho que ver en el comportamiento de las partículas subatómicas, pero el padre de la Relatividad hacía mucho que se había tapado los oídos para no escuchar a nadie más que a sí mismo.
Pero no era el momento de pensar en postulados atómicos, aunque ella, como la mayoría de los científicos con una pizca de sentido común, estaba de acuerdo con el razonamiento de Niels Bohr aunque, a pesar de todo, siguieran venerando a Albert Einstein sin dejar de estar convencidos, como ella, de que sus mejores años como físico habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
El azar, maldita sea, murmuró en el cruce, llevándose la mano al cuello para cuidar su garganta del frío. Un golpe de suerte es lo que necesitaba, y ojalá pudiera echar unos dados a rodar para decidir el camino a seguir. Seguir a un hombre no era tan sencillo como formular una regla científica. Había demasiadas variables a tener en cuenta. Frida estaba empezando a divagar, y le apenaba saber que aquello le sucedía porque estaba a punto de arrojar la toalla. Ya no había manera de encontrar a aquel funcionario escurridizo de la embajada española. Si hubiera salido del café diez segundos antes a lo mejor todo habría sido diferente, pero tal vez se había demorado más de la cuenta en ponerse el abrigo, o se movió demasiado despacio para no levantar sospechas y no asustar al tipo que se le había escapado.
Suspiró, resignada, y miró a la derecha y a la izquierda, sin ganas ya de decidirse por alguna de las calles que cruzaban la avenida por la que había caminado desde que salió de la cafetería. Un golpe de viento le desordenó el pelo, tapándole los ojos. Al apartarse el mechón con la mano, a través de los guantes de lana, se dio cuenta de que lo tenía empapado. El pañuelo que le habían proporcionado en la calle Tirpitzufer no le había servido de mucho. De un tirón lo apartó de su cabeza, y luego se quitó un guante e improvisó un peine con los dedos para arreglarse un poco la melena. Utilizó el escaparate de un café como si fuera el espejo frente al que cada noche antes de acostarse se cepillaba el pelo en su habitación, y entonces volvió a acordarse de los dados del profesor Bohr. Sonrió al hacerlo y, a pesar de que se trataba de un judío, la embargó una sensación antigua de camaradería, el sentimiento hacia un colega inteligente al que ha de dar la razón después de comprobar empíricamente que las teorías que había desarrollado en un papel después de muchos años de investigación son irrefutablemente ciertas. Niels Bohr. Los dados. El azar, esa cosa tan rara, esa fuerza invisible que dirige la vida como el conductor de un teatro de muñecos de trapo. Un instante después de parpadear para asegurarse de que no se trataba de un espejismo, volvió a sonreír, y el gesto estuvo a punto de convertirse en una carcajada, pero, aunque no le faltaban ganas, y tampoco carecía de motivos para celebrarlo, se contuvo: al otro lado del cristal, sentado a una mesa, mientras se peinaba, el funcionario español de facciones cadavéricas daba una larga calada a un pitillo sin apartar los ojos de ella.
Ahora el momento era tan delicado como antes. Todavía más. Pero Frida no dejó de mirar a los ojos del contacto del profesor Steiner y, aunque por un instante se había quedado parada, como una estatua que reflejase la imagen de una mujer con la cabeza ladeada, metiendo los dedos desenguantados en su melena espesa, enmarañada por culpa del frío y de la nieve, esta vez no iba a dejarlo escapar. Se sacudió el pelo como pudo, se pasó la mano por los párpados para secarlos de escarcha y empujó la puerta de madera con plafón de cristal del café. Un calor agradable la recibió al entrar, pero no quiso despojarse del abrigo todavía, por si tenía que salir a la calle antes de que el funcionario de la embajada española la dejase hablar con él. Pero el tipo ni siquiera se había levantado. Puede que a pesar de todo no hubiera reparado en ella, que cuando Frida estaba arreglándose el pelo frente a la cristalera del café él estuviera mirando la calle distraídamente, absorto en sus pensamientos, sin verla siquiera, o tal vez la había reconocido y había aceptado con resignación que había sido descubierto.
—Buenas tardes —se presentó, sin más preámbulos, tendiéndole la mano y recurriendo a su excelente dominio del castellano—. Me llamo Frida Klein.
El funcionario se quedó un instante mirando la mano, como si esperase de un momento a otro ver brotar de los dedos un cuchillo o una pistola. Sin embargo, Frida no advirtió en él ninguna prisa por marcharse o escapar. Era como si aceptase su destino tranquilamente, como las reses que llevan al matadero, como si no tuviese miedo, o tal vez era tan inconsciente que no era capaz de darse cuenta de que su juego había sido descubierto, o, lo que era peor, de quiénes lo habían descubierto.
—Vengo de parte del profesor Steiner —añadió, y luego, señalando el bolso con la barbilla, le dijo—: Le traigo una carta suya.
Ahora sí palideció el funcionario, y Frida pensó que si no salió corriendo del café era porque el miedo le había paralizado las piernas o quizá porque esperaba que en la calle hubiera tres o cuatro agentes de la Gestapo dispuestos a meterlo en un coche y llevárselo para interrogarlo.
Arrancó un trago a la jarra de cerveza tibia, con la mirada perdida en algún punto de la avenida, en los copos de nieve que parecían brillar cuando los asaeteaban las luces de las farolas. Quería aparentar aplomo o indiferencia, pero le temblaba el pulso tanto que le costaba disimularlo al beber de la jarra. Frida pudo escuchar sus dientes chocar con el cristal y ver cómo se le derramaba un hilillo de cerveza por la comisura de la boca.
—Soy amiga de Steiner —le dijo, y no era del todo falso. Si acaso, en lo único que había mentido era en el tiempo verbal, y un poco en la relación con el viejo: se trataba de algo del pasado y ella nunca había sido amiga de Steiner, sino su alumna. Le había profesado cierto cariño, pero hacía mucho de eso, y él era ahora un traidor.
El hombre se la quedó mirando, como si no comprendiera muy bien lo que le quería decir. Entretuvo los ojos en su melena escarlata desordenada por la nieve, en su piel blanca de mujer aria, en el abrigo empapado del que ahora se despojaba, como si él le hubiera dado permiso para sentarse a su lado.
—¿Dónde está Steiner?
Frida negó con la cabeza, bajando la mirada.
—¿Qué le ha sucedido?
—En realidad no lo sé muy bien, aunque puedo imaginarlo. —Una sombra recorrió su rostro al decirlo—. Lleva dos días sin aparecer por su despacho. Hace un mes me entregó una carta. Me pidió que se la diese a usted si algún día dejaba de acudir a su laboratorio.
El funcionario asintió. Podía no estar creyéndose la historia que Frida le contaba, pero al menos no había empezado a correr todavía. Las cosas estaban saliendo bien.
—Yo trabajo con él desde hace dos años en su departamento, y antes fui alumna suya.
—Nunca me habló de usted.
—El profesor Steiner es un hombre prudente. Además, estoy segura de que tampoco le ha hablado de las demás personas con las que trabaja. No es seguro dar nombres.
—Puede que tenga razón, pero eso tampoco significa que usted me esté diciendo la verdad.
—Pero tampoco tiene por qué decir que le estoy mintiendo.
—Eso no puedo saberlo.
—Verá, estoy arriesgando mi puesto y mi libertad, y puede que también mi vida por estar aquí. El profesor Steiner me dijo que se encontraría con usted hoy en el café donde he estado esperándolo, y que muchas veces han intercambiado correspondencia.
—El Servicio Postal es el que se encarga de repartir la correspondencia. Yo sólo soy un funcionario de la embajada española que mantiene una vieja amistad con el profesor Steiner.
Frida no se privó de una sonrisa condescendiente.
—Usted sabe tan bien como yo que toda la correspondencia del profesor Steiner es revisada por la Abwehr. Ningún científico alemán está libre de ser investigado en estos tiempos que corren, ni siquiera el profesor Heisenberg.
El otro no dijo nada, pero a Frida le dio la sensación de que su afirmación de que Werner Heisenberg estuviera siendo investigado por el servicio secreto no le convencía, pero lo cierto era que los movimientos del científico más famoso del Tercer Reich, igual que los de cualquier hombre de ciencia que estuviera trabajando en el campo de la Física Atómica, eran seguidos estrechamente por la Abwehr. Había demasiado en juego como para dejar cabos sueltos. Pero no era de la vigilancia sobre Heisenberg ni los demás científicos de lo que ella quería hablar con el funcionario de la embajada española.
A Frida le pareció que la conversación estaba a punto de terminar. El otro era como una concha que al principio parecía fácil de abrir y que luego se iba cerrando, cada vez más, y sólo destrozándola conseguiría que dejase su tesoro al descubierto. Aquélla sería la solución más rápida, hacer que detuvieran al funcionario, y bastaba una llamada de ella para que un coche de la Gestapo apareciera en la puerta de aquel café o fuera a buscarlo a la embajada o a su casa. Pero el camino más corto casi nunca solía ser el más oportuno. Lo más importante era que el funcionario hiciera llegar a su destino la carta que llevaba guardada en el bolso.
—Puede pensar lo que quiera. Y también puede confiar en mí o no hacerlo. Pero le voy a decir una cosa. En los tiempos que estamos viviendo, y sobre todo en los tiempos que se avecinan, hasta los hechos más insignificantes adquieren una importancia que muchas veces no llegamos a vislumbrar siquiera. Mire, yo le voy a dejar esta carta en la mesa y me voy a marchar. Luego usted podrá cogerla o no. Lo dejo a su criterio y a su conciencia.
El funcionario español no dijo nada. Había estado mirándola muy callado mientras hablaba, y ahora hacía lo mismo mientras Frida introducía la mano en el bolso para buscar el sobre.
—Verá, yo no sé a quién va dirigida esta carta. No es asunto mío, y el nombre de Alfonso Altamira no me dice nada. Pero estoy segura de que si el profesor Steiner me pidió que me arriesgara para entregársela a usted, debe de ser por una razón muy importante, por una razón más importante que usted y que yo, desde luego.
El sobre estaba en la mesa. Frida había dejado el anverso a la vista. El funcionario bajó los ojos para mirarlo. No necesitaba darle la vuelta para comprobar que el lugar que debería ocupar el remite estaba vacío.
—Aquí la tiene. Ahora puede hacer lo que usted quiera con ella. Abrirla y leerla, quemarla o romperla en pedazos y arrojarlos a una papelera, o hacerla llegar a su destinatario. Eso es lo que Steiner querría, desde luego, si no, no me habría encargado que se la entregase.
Frida se levantó, se puso el abrigo y se enfundó las manos en sus finos guantes de cuero. El funcionario seguía sentado, con la jarra de cerveza a un lado y la carta a otro, sin atreverse a tocar ninguna de las dos.
—Me gustaría hablar con Steiner —dijo, antes de que Frida se marchase—. Saber qué le ha ocurrido. Ver cómo se encuentra.
Frida se lo quedó mirando, y luego negó con la cabeza, como si le afectase una enorme pesadumbre al tener que hablar de lo que le había pasado al profesor Steiner. Acercó los labios a su oído, tanto que parecía una mujer enamorada que estaba a punto de confesarle a su amante cuánto lo quería.
—Me temo que eso no va a ser posible. Lo mejor será que no vaya preguntando por ahí. Al profesor ya no puede salvarlo nadie. Haga lo que tenga que hacer con esta carta, y hágalo cuanto antes, por favor.
No volvió la cara para despedirse cuando salía del café, pero estuvo segura de que él sí la estuvo mirando hasta que se perdió al otro lado de la cristalera, después de levantarse las solapas del abrigo para protegerse del frío. Ella ya había lanzado los dados, y sabía que tenía muchas posibilidades de que, después de que rodaran sobre el tapete, acabase saliendo su número. Pero la partida no iba a terminar ahí. Aquello no iba a ser más que el principio. La carta llegaría a su destino sin ser interceptada, y luego le llegaría el turno a ella. Mientras se dirigía al coche que la esperaba para llevarla de vuelta a las oficinas de la Abwehr se entretuvo pensando si en Nueva York en esa época del año el clima sería tan desapacible como en Berlín.