Frida von Kleinsberg no hubo de esforzarse demasiado para no mostrarse ansiosa en el trayecto desde la casa familiar en Wannsee hasta la sede de la Abwehr, en la calle Tirpitzufer de Berlín. El comandante König tampoco hizo ninguna mención al asunto. Había inclinado el cuerpo y había besado la mano de la baronesa al despedirse. A la madre de Frida le gustaban los hombres educados, y el comandante König, si hubiese tenido quince años menos, se habría convertido enseguida en un candidato estupendo para engrosar la lista de hombres casaderos con los que su Frida podría, y debería, tener la oportunidad de formar una familia. Incluso la hija única de los barones Von Kleinsberg pensaba que, a pesar de ser demasiado mayor para ella, pero viudo y sin hijos, puede que para su madre, con esos modales de otra época que eran perfectos para engatusar a las abuelas, el pelo gris cortado al cepillo y el uniforme sin mácula de la Wehrmacht, aquel oficial se habría convertido en un candidato idóneo al que poder considerar su yerno en un futuro no demasiado lejano, un hombre que le diera unos nietos de los que disfrutar antes de morir.
Frida lo miró. Su barbilla impecablemente rasurada descansaba sobre la mano, mirando distraídamente el paisaje nevado que acompañaba a la autopista que los llevaba a Berlín. Le fue imposible evitar una sonrisa al imaginar a su madre ahora, en la mansión de Wannsee, haciendo cábalas respecto a las posibilidades que el hombre que había venido a buscarla tenía de convertirse en su yerno. Tuvo que girar la cara un tanto y mirar por su ventanilla para que su acompañante no se percatase de la situación. Aunque cada vez que la baronesa le sacaba el tema ella terminaba enojándose, en el fondo se divertía. Pero no tardó en concentrarse en el motivo por el que habían venido a buscarla a la casa de sus padres. Debía de ser por algo importante, muy importante, pero si el comandante König pensaba que ella iba a intentar sonsacarlo durante el trayecto estaba muy equivocado. Sentía curiosidad, claro, pero sabía esperar, sobre todo cuando tenía la certeza de que conocer la respuesta sería un hecho inevitable, que tal vez dentro de un rato alguien la enteraría de la razón por la que la habían ido a buscar y que a lo mejor ni siquiera el hombre que viajaba a su lado conocía, y a lo mejor no llegaría a conocer puesto que su cometido muy bien podía limitarse sólo a encontrarla y llevarla ante quien correspondiese. Apenas hablaron, pues, durante el trayecto. Al cabo, no eran sino dos soldados entrenados y disciplinados que no habían de fingir que ninguno tenía nada que ocultar al otro mientras hablaban del tiempo, de cuánto se estaba prolongando el invierno o de que los dos tenían muchas ganas de que llegase la primavera.
El chófer pasó por delante de un cuartel y al llegar a la altura de la calle Tirpitzufer giró a la derecha. Un poco más adelante se levantaba el edificio gris de cinco plantas donde la Abwehr del almirante Canaris tenía su sede. No era la primera vez que la buscaban para ir a las oficinas centrales del servicio de inteligencia nazi, así que también podría tratarse de un asunto rutinario. Pero aunque Frida se decía eso para no hacerse ilusiones en vano, en el fondo estaba convencida de lo contrario. Alemania estaba atravesando un momento crucial en su historia y no cabían asuntos banales. Estaba segura de que se trataba de algo importante. Y lo deseaba.
Los guardias de la puerta se cuadraron ante el comandante König, que devolvió el saludo con una leve inclinación de cabeza. Antes de atravesar la entrada del edificio Frida se subió las solapas del abrigo y echó un vistazo al canal del Spree, que, igual que el lago Wannsee, todavía presentaba una capa helada en la superficie aquella tarde de finales de enero. Aún se demoró unos segundos más, como si quisiera retrasar un poco el momento en que le comunicasen lo que ya no tenía dudas de que se trataba de algo de extrema gravedad.
El comandante König la acompañó hasta la segunda planta. Nada más verlos llegar un bedel se levantó y golpeó con los nudillos en la puerta que había detrás de él. No era la primera vez que Frida visitaba el despacho del jefe de la Sección Primera de la Abwehr, la que se encargaba, entre otros menesteres, de los asuntos científicos.
—El coronel Piekenbrock la espera, señorita Von Kleinsberg —dijo el bedel al salir, unos segundos después.
La breve invitación sólo hacía mención de ella, y antes de volverse hacia el comandante König ya supo que el oficial le ofrecería un leve movimiento de cabeza como despedida, sin mover un músculo de su rostro para no dejar traslucir ninguna emoción, y se volvería por donde había venido, como si entrar sola en el despacho de su superior, el coronel Piekenbrock, fuera la secuencia final de una serie de actos premeditados que habían comenzado antes de que ella lo supiera, cuando la persona que tomaba las decisiones en ese edificio en el que ahora se encontraba decidió que era la persona idónea para encargarle una misión que todavía desconocía pero de cuyo contenido no tardaría en enterarse. Devolvió la inclinación de cabeza, muy leve también, al oficial, y atravesó la puerta que le franqueaba el bedel después de detenerse un instante, igual que había hecho antes de entrar en el edificio, como si adivinase ya que nada volvería a ser igual cuando el funcionario cerrase la puerta despacio a su espalda y el coronel Piekenbrock la pusiese al corriente de lo que estaba pasando.
—Señorita Von Kleinsberg. —El coronel Piekenbrock se había levantado de su asiento y había inclinado la cabeza levemente para saludarla, un gesto muy parecido al que König había empleado para despedirse, como si mover un poco el cuello fuera el gesto estipulado por la Wehrmacht para saludar a una señorita. A Frida no le gustaba levantar la mano para hacer el saludo militar, y no tenía obligación de hacerlo porque tampoco pertenecía al ejército ni ostentaba ninguna clase de graduación. Ella era lo que la Abwehr consideraba un agente libre al que poder encomendar una misión cuando fuera necesario, y sólo levantaba el brazo para saludar, al estilo nazi, en momentos puntuales de exaltación, en un desfile, para jalear al Führer en un discurso. Pero en privado prefería no saludar así, y ello no significaba falta de adhesión al régimen o desapego, sino todo lo contrario. Frida amaba a su país, tanto que estaría dispuesta a dar la vida por él si hiciera falta. Y era una seguidora tan ferviente de las directrices del Partido Nacionalsocialista como cualquiera de los hombres uniformados que trabajaban en ese edificio. Y si tenía que hacer caso a ciertos rumores que circulaban por Berlín, era más que posible que muchos de los oficiales que trabajaban a las órdenes del almirante Canaris arrugasen la nariz en privado al tener que obedecer las consignas del Führer. Con que tal vez ella fuese más partidaria del Partido Nacionalsocialista que muchos de ellos. Y el oficial que ahora la invitaba a tomar asiento lo sabía. Cómo no lo iba a saber, si él fue el mismo que la reclutó, cuando todavía no dirigía la Sección Primera de la Abwehr, seis años antes, después de la fallida misión en Bélgica.
—Frida, tenemos una misión que encomendarte. —El coronel no tardó en abordar el centro de la cuestión más de cuatro o cinco minutos.
Piekenbrock siempre actuaba de la misma forma. La invitaba a sentarse, charlaba un rato con ella de cosas banales, le preguntaba por el estado de salud de su madre y se lamentaba de la muerte del barón, tres años antes, de lo que hubiera disfrutado viendo cómo Alemania se había recuperado, casi del todo ya, de los humillantes acuerdos de París, al final de la Gran Guerra. Después de unos minutos de conversación siempre acababa tratándola de tú. No había muchas mujeres que trabajasen para la Abwehr, y Frida sabía que el hecho de ser joven y que muchos hombres la considerasen hermosa, además de su condición femenina, era la causa de que algunos oficiales, sobre todo si, como el coronel Piekenbrock, la conocían desde niña, la tratasen con cierto paternalismo, aunque tampoco tenía dudas de que ninguno de ellos, ni siquiera el propio Piekenbrock, que había sido compañero de armas de su padre durante la Gran Guerra, se andaría con remilgos a la hora de encomendarle una misión que pusiera en peligro su vida. Y Frida tampoco se había arrugado nunca ante las dificultades que entrañaban las dos misiones en las que había participado hasta ahora. Para la primera se presentó voluntaria y no tuvo éxito, pero no había sido culpa de ella: la reina madre de Bélgica había rodeado la casa que le había cedido a Albert Einstein en Le Coq sur Mer de un amplio servicio de vigilancia, y eso que la rutina anárquica del genio judío hacía mucho más que difícil que un servicio de escolta pudiera cuidar de él con unas mínimas garantías de poder salvarlo si alguien intentaba acabar con su vida o secuestrarlo, como habían intentado Frida y los otros tres estudiantes que cruzaron la frontera con el pretexto falso de ir a rendir pleitesía al creador de la Teoría de la Relatividad. No pudieron hacer nada, ni siquiera consiguieron acercarse a menos de quinientos metros de la casa que el físico habitaba junto a la playa. El plan para secuestrar a Einstein y llevarlo hasta Berlín para que sufriera escarnio público y viera en primera fila cómo sus libros se convertían en una columna de humo después de arder en una pira en la plaza de la Ópera había fracasado. Para entonces Frida ya había viajado a Cracovia y se había enterado de cosas de las que tal vez no debía haberse enterado, pero a pesar de ello se esforzaba en convencerse —ahora, y seis años antes— de que aunque secuestrar a Albert Einstein en Bélgica podía parecer un plan descabellado y pueril, era lo mínimo que una joven recién licenciada en Física podía hacer por su país, que hervía tan henchido de sí mismo que ya no cabía en sus fronteras.
Seis años antes Frida había pensado que el motivo por el que el coronel Piekenbrock la había dejado a ella y a sus tres compañeros de clase que llevasen a cabo la misión fue por la antigua amistad que le unía al barón, pero con el tiempo acabó convenciéndose de que la razón fundamental por la que aceptó dejarlos viajar hasta Bélgica era porque se trataba de una misión descabellada que no tenía ninguna posibilidad de salir adelante y que no conllevaba ningún riesgo, además, para la Abwehr. Si salía bien, y Frida todavía pensaba que no era imposible que las cosas se hubieran desarrollado de otra manera, el servicio secreto podría haberse apuntado el éxito de haber secuestrado a Albert Einstein, y, si salía mal, lo más probable era que ella y sus tres compañeros se hubieran vuelto escarmentados a Alemania, y que se les hubieran quitado para siempre las ganas de convertirse en espías. Pero eso tal vez valdría para los otros tres, no para Frida von Kleinsberg.
La oportunidad le llegó de nuevo por parte de Piekenbrock, a finales de ese mismo año: tendría que marcharse a Madrid. En principio sólo iban a ser unas semanas, y, casualidades de la vida, otra vez había sido Albert Einstein la piedra de toque que había conseguido que sus intereses y los de la Abwehr confluyesen. El gobierno español le había ofrecido la ciudadanía y una cátedra en la Universidad Central de Madrid al premio Nobel después de que renegase de Alemania. Frida viajó a Madrid, y al final, en vez de unas semanas, fueron nueve meses. Quién lo iba a decir: su condición de licenciada en Física le había servido para obtener un puesto en el servicio secreto. Durante el tiempo que pasó en Madrid pudo ofrecer información de primera mano para su gobierno de la situación en España y de las condiciones que se avizoraban para los intereses alemanes en la situación política tan inestable en la que se encontraba el país. Luego estalló la guerra civil, inevitable, como ella había anunciado en más de uno de los informes que había enviado a sus superiores a través de la embajada alemana en Madrid, y, desde que acabaron los Juegos Olímpicos de 1936 hasta ahora, que la guerra española estaba a punto de terminar con una más que segura victoria de las tropas del general Franco, no habían vuelto a encargarle una misión en el extranjero.
Dados los antecedentes, Frida pensaba que lo más lógico era que tuviera que volver a España. Cataluña había caído y el ejército de Franco no tardaría en desfilar por las calles de Madrid, y la capital de España, con la guerra que se avecinaba en Europa, se iba a convertir de nuevo en un destino importante. No esperaba Frida, pues, que la misión que le iba a encargar el coronel Piekenbrock fuera a devolverla a sus orígenes y, mucho menos que al final, como si el destino hiciera una pirueta extraña, acabaría trenzándose con el pasado.
—¿Te gustaría volver a ser la licenciada en Física Frida Klein que trabaja en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín?
Frida enarcó las cejas. La propuesta, que no era tal, sino una orden disfrazada de amabilidad, la había cogido por sorpresa. Pero fue ése el único gesto que dejó entrever: levantar las cejas apenas, fruncir un poco el ceño, como si no entendiera muy bien el motivo de aquella misión.
Sonrió, sin abrir la boca, dejando escapar un poco de aire por la nariz.
—El Instituto Kaiser Wilhelm…
—Efectivamente. En el departamento de Física Atómica, claro.
Frida asintió. Desde que el mismo káiser Guillermo acudió a la inauguración del primero en Berlín, en 1912, había varios centros distribuidos por toda Alemania en los que se impartían disciplinas como Química, Matemáticas, Física o Astronomía. De ellos habían salido varios premios Nobel. Ella misma había sido una alumna destacada que había realizado bastantes investigaciones y había impartido algunas clases esporádicamente después de licenciarse. De hecho, la Abwehr le había podido proporcionar una tapadera sólida en España gracias a su relación con el Instituto de Física Kaiser Wilhelm de Berlín. Y ahora era el servicio secreto el que la devolvía a sus orígenes. Bien pensado, la cuestión no dejaba de tener cierta gracia.
—Será de nuevo como volver al principio —añadió el coronel Piekenbrock, y Frida pensó por un momento que le adivinaba el pensamiento. Pero enseguida se concentró en la fotografía que Piekenbrock acababa de extraer de una carpeta.
—Seguro que recuerdas a este hombre —le dijo.
—El profesor Steiner. —Frida sonrió al responder—. Fui alumna suya.
—Y también formaste parte de su equipo de investigación al finalizar la carrera, cuando empezaste a trabajar para nosotros.
El coronel Piekenbrock tenía buena memoria. El profesor Steiner le había servido, además, para ponerse en contacto con algunos científicos españoles que la acogieron durante su estancia en Madrid.
—¿Qué le ocurre al bueno de Steiner?
Piekenbrock sacudió la cabeza, como si le disgustase darle una mala noticia.
—Estamos convencidos de que es un traidor al Reich.
Frida asintió con la cabeza, despacio, muy seria. Le disgustaba enterarse de que el viejo Steiner era un traidor a Alemania, y le bastaba saber eso para tener la certeza de que estaba sentenciado. Sin embargo, prefería pensar que aún seguía en su puesto, enseñando Física, investigando, como había hecho durante toda su vida. Se imaginaba eso al tiempo que hacía un esfuerzo por mentalizarse de que ella iba a ser la encargada de darle el golpe de gracia. Cumpliría con su deber si Steiner se había convertido en un disidente. A pesar de que creía conservar cierto aprecio por el profesor, Frida nunca tenía dudas cuando de establecer prioridades se trataba. Pero eso no le iba a impedir preguntar. Con el coronel Piekenbrock podía permitirse alguna licencia.
—¿Qué ha hecho?
El oficial cogió la foto que Frida le había ofrecido al preguntarle, volvió a guardarla en la carpeta y pasó unas páginas, como si buscase en el informe la respuesta adecuada a la pregunta que la hija del barón Von Kleinsberg, su antiguo compañero de armas, le acababa de formular.
—Está pasando información sobre nuestros avances en el campo atómico a un colega en Estados Unidos.
En la respuesta de Piekenbrock había dos cosas que le llamaban la atención a Frida. La primera era que los Estallos Unidos no eran enemigos del Reich todavía, sobre todo porque sus intereses aún no se habían encontrado. A pesar de ello, Frida sabía que si Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania, que los americanos se apuntasen a la fiesta sólo sería cuestión de tiempo y de que el presidente Roosevelt, empeñado en meter la nariz en los asuntos de Europa, convenciese a los norteamericanos de la necesidad de intervenir. Estados Unidos era una amenaza todavía lejana, pero ningún alemán en su sano juicio debería dejar de tenerla en cuenta. Lo segundo le llamaba más la atención y le producía una curiosidad que tenía menos que ver con su parte de espía que con su mitad de experta en Mecánica Cuántica. La Física, sobre todo en Alemania, avanzaba a pasos de gigante. A Frida le producía cierto pesar haber pasado unos años un poco al margen de todo, y aunque le quedaba la satisfacción de haber servido bien a su país y de haber asistido a ciertos acontecimientos importantes que algún día se estudiarían en los libros de historia, conservaba cierto resquemor por no estar tan enterada como le habría gustado de los últimos descubrimientos de sus compatriotas en el campo de la Física Atómica. Por las palabras del coronel deducía que Alemania se había encargado por fin de impulsar la investigación en el campo de la Física Atómica. Y estaba segura, quién que tuviera ojos podría no estarlo, de que la aplicación de esos avances sería en el campo militar.
—Investigaciones atómicas.
No era una pregunta, ni tampoco se trataba de una afirmación. Era más bien una reflexión que se le había escapado de los labios.
—Pronto estarás al corriente.
—Supongo que ya se habrán dado cuenta por fin —dijo Frida, mirando hacia arriba, como si al hacerlo el mismísimo almirante Canaris pudiera escucharla— de las posibilidades militares que tiene la enorme energía que se encierra en el núcleo de una partícula.
El coronel Piekenbrock no contestó. Incluso era posible, pensó Frida después de haber dicho la frase, que tal vez el coronel no supiese nada, que el desarrollo de la investigación de la energía atómica, con los nubarrones de guerra en el horizonte, era un asunto que debería tratarse con la máxima discreción. La capacidad de destrucción derivada de la fisión de un átomo era algo difícil de entender para los no iniciados. Sólo alguien con amplios conocimientos de Física podía llegar a imaginar la devastación causada por una bomba detonada con energía atómica. Y era, por tanto, en la comunidad científica donde existían mayores probabilidades de que alguien hablase más de la cuenta. Y si el viejo profesor Steiner se había ido de la lengua, con mala intención o sin ella, aunque Frida ya había dejado de confiar en las buenas intenciones de los demás mucho tiempo atrás, merecía ser castigado por ello. Sin piedad.
Pensaba Frida también que si el profesor Steiner estaba pasando información a sus colegas norteamericanos y aún no lo habían detenido era porque estaban esperando algo, y si ella estaba ahora sentada a la mesa del despacho del coronel Piekenbrock era porque tendría que desempeñar algún papel en el asunto.
El oficial parecía haberle leído el pensamiento otra vez.
—Steiner envía las cartas con los avances en nuestras investigaciones, mejor dicho, con los avances que él imagina en nuestras investigaciones, puesto que no tiene acceso a ninguna información oficial, a través de una embajada. Hace nueve meses que interceptamos la primera. En realidad no sabe mucho, pero le dejamos que siguiera con las misivas para no despertar sospechas y porque así podríamos averiguar cuánto sabía, y, lo más importante, cuánto sabían en Estados Unidos.
—¿Y tienen mucha información?
—Pues mucha y poca cosa. En realidad no se han enterado de nada que deba preocuparnos todavía. Lo que saben todos los científicos. Que el átomo es fisionable, y que estamos desarrollando un programa para poder aplicar la energía atómica al campo militar, algo que, aunque no lo hubiera anunciado el profesor Steiner, hasta un niño norteamericano podría imaginar.
—La fisión del átomo la ha anunciado el profesor Joliot en la revista Nature hace muy poco. Es de dominio público. Cualquier científico norteamericano que esté suscrito a la revista, y estoy segura de que la mayoría lo está, puede haberse enterado.
El coronel Piekenbrock asintió, pero enseguida fue al grano. Al cabo, no tenía más tiempo que perder con ella que el que necesitara para darle las órdenes pertinentes.
—Pero es ahora cuando empieza el verdadero juego. Si la fabricación de un arma de estas características ya no es una utopía, puesto que todavía tenemos en Alemania los mejores científicos, los investigadores que se fueron harán todo lo posible por contrarrestar nuestros avances.
Piekenbrock no era dado al entusiasmo o al derrotismo, pero a Frida le había parecido detectar cierto orgullo al referirse a que Alemania aún conservaba los mejores científicos, y alguna sombra de pesadumbre por haber dejado marchar a los judíos que ahora tratarían de boicotear los planes del Reich desde su cómodo exilio.
—¿Y cuál va a ser mi cometido en esta aventura?
Ya no tenía sentido demorar más la pregunta. Se trataba de un asunto donde la ciencia mandaba, y estaba claro que no la habían enviado a buscar a Wannsee sólo para contarle las últimas novedades.
El coronel Piekenbrock se levantó, y al hacerlo a Frida le pareció que la reunión estaba a punto de concluir. Ella se levantó también.
—Ya hemos detenido al profesor Steiner.
Por un momento Frida sintió una leve punzada al pensar que lo habrían fusilado. No podía evitar sentir cierto afecto por su viejo profesor, pero volvió a esforzarse por desterrar aquella sombra de su cabeza inmediatamente. Estaba a punto de empezar una guerra y la traición era algo demasiado grave como para mirar para otro lado. Tal vez Steiner no le había dicho a sus colegas exiliados nada que ellos ya no supiesen, pero estaba claro que, a pesar de haberse quedado en Alemania, no estaba de acuerdo con la forma en que el Partido Nacionalsocialista manejaba el país. Muchos compañeros suyos se habían marchado cuando pudieron, pero él se quedó. Mientras esperaba a que Piekenbrock concretase cuál iba a ser su misión, se preguntó qué habría hecho ella, a quien nunca había obligado nadie a abandonar Alemania y que cuando había salido del país siempre había tenido la certeza de poder regresar, si se hubiera visto en la piel del viejo profesor, si habría pesado más el amor a su patria que sentirse amenazada. Le gustaría saber si estaba muerto. Se preguntó si la dejarían hablar con él antes de que lo fusilaran.
—Un experto en grafología ha falsificado su letra y ha escrito una carta a su interlocutor en Estados Unidos.
—¿Y ha respondido ya?
—Todavía no la hemos enviado. Era el mismo profesor Steiner quien se citaba con un funcionario de la embajada española en un café de la avenida Unter den Linden, no muy lejos de la Universidad Humboldt, para entregar el correo que el funcionario remitía al consulado de España en Nueva York por valija diplomática.
La embajada de España. Frida sintió una corriente subirle por la espina dorsal. El cerco se estrechaba cada vez más en torno a ella. Física Atómica, España, Nueva York, y una guerra que se avecinaba. La oportunidad de su vida parecía haber llegado. De repente desaparecieron los ramalazos de remordimiento que la habían sacudido un instante antes, al pensar en su antiguo profesor fusilado o torturado.
—Lamentablemente —prosiguió el coronel Piekenbrock, enseñándole un sobre cerrado como quien blande una espada—, el profesor Steiner no podrá enviar más cartas a Estados Unidos, pero nosotros tenemos que mantener viva esta correspondencia, al menos hemos de enviar esta última carta.
Frida la cogió, la sopesó y la miró, como si se dispusiera a abrirla.
—Será usted quien se encargará de entregarla y de convencer al funcionario de la embajada española de que Steiner le encomendó dársela personalmente. Su antiguo profesor le cuenta en la carta a su contacto que es usted una fiel colaboradora y que se ocuparía de hacerle llegar este último mensaje en el caso de ser detenido.
Pero Frida, aunque se esforzaba en prestar atención al coronel, ya no podía concentrarse. Aún tenía la carta en las manos, un sobre blanco, sin remite, pero con la dirección del destinatario en una letra que parecía calcada de la pulcra caligrafía del profesor Steiner. Pero no era la letra en sí, sino el nombre de la persona a la que iba dirigida, lo que le había llamado tanto la atención que ahora sí estuvo segura de que su papel en las semanas que se avecinaban iba a ser tan importante que, si se esforzaba, llegaría a ocupar uno de los despachos principales de aquel edificio, tal vez el mismo que ahora ocupaba el coronel Piekenbrock, o, quién sabe, incluso más.
Hacía casi tres años que no había vuelto a saber nada del profesor Altamira, y ahora acababa de enterarse de que estaba en Nueva York y que era la persona a quien el profesor Steiner había estado poniendo al corriente de las investigaciones de Alemania en el campo de la Física Atómica. Tratándose de Alfonso Altamira había muchas más posibilidades de que ella tuviera un papel decisivo en la resolución del asunto. Antes de levantarse de la silla se le habían ocurrido media docena de cosas, por lo menos, que podría sugerirle al coronel Piekenbrock, pero se contuvo. Era más que posible que sus superiores de la Abwehr ya hubieran pensado en ello y que ya estuvieran preparando la forma de ponerla en un barco que la llevase a Nueva York. Pero de momento no dijo nada. Era cuestión de tener paciencia. Frida creía firmemente que la vida se comportaba muchas veces de una forma caprichosa, igual que la Mecánica Cuántica sostenía que sucedía con las partículas subatómicas. El azar existía, pues, y a veces regalaba, inesperadamente, resultados extraordinarios.