Al salir a la calle, Alfonso Altamira aspiró el aire helado de Brooklyn, se quedó quieto un instante y miró la nubecilla de vapor que salía de su boca para perderse entre las escaleras de incendios del edificio de seis plantas y fachada de ladrillos rojos ennegrecidos por la polución donde estaba su apartamento alquilado en Downtown. Se había encasquetado el sombrero de fieltro y se había levantado las solapas del abrigo para protegerse del frío antes de abandonar el instituto y, como cada tarde, había emprendido el regreso a casa sin decidirse a escoger el camino más corto, deambulando un poco de aquí para allá, entreteniéndose en el paseo de vuelta a casa por el barrio elegante de Brooklyn Heights, demorando el momento de encerrarse entre las cuatro paredes de las que, sin mencionar el paseo rutinario hasta el East River con el perro, ya no volvería a salir hasta el día siguiente, para dirigirse otra vez al instituto, donde enseñaba Física desde hacía dos años a chavales de familias acomodadas que se reían de él a escondidas, cuando les daba la espalda mientras desarrollaba una ecuación en la pizarra. Se mofaban de su marcado acento español del que no había logrado despojarse, y maldita la falta que le hacía, en los veinticuatro meses que llevaba viviendo en Estados Unidos. No había conseguido una cátedra en una universidad, lo que cualquiera con su historial deslumbrante merecería —y lo que muchos con menos méritos que él pero más ambiciosos o simplemente mejor dotados para las relaciones públicas habían obtenido— y le habría gustado hacerse con ella, menos por el prestigio que suponía que por el interés que mostrarían los alumnos matriculados en una Facultad. Aunque a él ni siquiera la investigación le interesaba más que la enseñanza. Era en eso tal vez en lo único que había tenido suerte, se decía en los momentos difíciles, como aquella tarde de finales de enero, para darse ánimos. Con los sesenta a la vuelta de la esquina se le hacía muy cuesta arriba ilusionarse en vano con la idea de que alguna universidad, ya no Princeton, Harvard o Columbia, sino cualquiera menos conocida que todavía no tuviese en nómina a un premio Nobel exiliado, se fijase en él y lo contratara como profesor. Pensaba que si era capaz de resistir con la salud y la presencia de ánimo suficiente los tres años que le quedaban para que el gobierno de los Estados Unidos de América le considerase un ciudadano de pleno derecho, tal vez consiguiera una exigua jubilación que le permitiese pasar los últimos años de su vida sin más estrecheces que la de cualquier otro anciano norteamericano que hubiese trabajado como profesor de Física en un instituto para niños ricos.
Eran muchos los científicos y pensadores desterrados en Estados Unidos. La marea de locura que se había extendido por Europa había desplazado a muchos hombres de talento al otro lado del Atlántico. América había abierto sus puertas a lumbreras como Albert Einstein o Enrico Fermi, y a otros muchos que habían ganado el Premio Nobel, estaban a punto de ganarlo o sus nombres se barajaban en las quinielas de Estocolmo cada año. Alfonso Altamira nunca había sido uno de ellos, y aunque cuando era muy joven y la Academia Sueca entregó los primeros galardones había fantaseado con la idea de ser invitado a vestirse de gala para conocer al rey, hacía muchos años que, por suerte, se había aceptado a sí mismo como lo que era: un buen profesor de Física que disfrutaba transmitiendo lo que sabía a los alumnos que estuvieran dispuestos a aprenderlo. Si a los sesenta años de calendario uno no se había dado cuenta de cuáles eran sus limitaciones y sus virtudes, no merecía más que lo llamasen necio. Sin embargo, treinta años antes se le consideraba uno de los físicos más destacados de su país. Estaba pasando unos meses en Alemania cuando la embajada española le cursó una invitación para la inauguración en Berlín, con la presencia del káiser Guillermo II, del instituto que llevaba su nombre. Fueron aquéllos unos años maravillosos, un período feliz de efervescencia científica. Era como si una corriente de talento hubiera soplado con suavidad sobre Centroeuropa para iluminar a la mayor hornada de científicos que jamás habían coincidido juntos: Max Planck, Fritz Haber, Otto Hahn, Niels Bohr, y Albert Einstein también, por supuesto. Cuando pensaba en su viejo amigo sacudía la cabeza, como si pudiera desprenderse así de los sentimientos contradictorios que el padre de la Teoría de la Relatividad le producía. Coincidían en muchas cosas, algunas tan personales que a veces habían bromeado por ello —los dos habían nacido el 14 de marzo de 1879, uno en Ulm y otro en Soria; los dos eran primogénitos y a los dos les gustaba tocar el violín— y había llegado a sentir por él una gran simpatía, pero le costaba aceptar que durante los últimos veinte años se hubiera encerrado en sí mismo, como si empeñarse en desafiar a la Mecánica Cuántica no fuera más que una manera estúpida no ya de significarse como la persona tan singular que sin duda era, sino de malgastar los que quizá podrían ser sus mejores años como científico, encerrado en la burbuja del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, obstinado en construir una teoría universal que relacionase lo infinitamente pequeño con lo infinitamente grande. Por culpa de aquella obcecación Albert Einstein se había enfrentado a viejos amigos como Niels Bohr, y no había querido escuchar lo que sobre el comportamiento caprichoso de las partículas subatómicas tenían que decir gente muy joven pero con un talento extraordinario, como Werner Heisenberg, que ahora dirigía el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín. El hombre que había formulado el Principio de Incertidumbre era otra de sus preocupaciones esa tarde: según había podido saber, para un científico como él era imposible salir de Alemania, pero Altamira albergaba la esperanza de que Heisenberg pudiera abandonar el país con el pretexto de impartir un curso o dar una conferencia y aprovechase para pedir asilo político en algún lugar donde la ciencia no estuviera condicionada por las circunstancias políticas o militares de los nazis. La nómina de cerebros exiliados era tan grande que tenía la sensación de que el nivel de materia gris de Alemania estaba bajando de una manera alarmante; tanto que, si él hubiese estado en su bando, se habría sentido muy preocupado. Por fortuna él estaba en este lado, en el de los buenos, si es que entre científicos el bien o el mal eran dos territorios estancos entre los que hubiera una frontera clara.
Altamira estaba muy preocupado, y el único consuelo era la certeza de que no sólo a él le llegaban malas noticias de Alemania, sino que habría otros colegas con más contactos y mucho más influyentes que él que, por las mismas fuentes o por otras, se habrían enterado de los últimos hallazgos de los científicos del Tercer Reich. El profesor Steiner, el único amigo que le quedaba en el Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín, con quien había compartido tan buenos ratos en los años que pasó en Alemania cuando era joven, hacía tiempo que no daba señales de vida. Las cartas que se cruzaban describían un recorrido peculiar antes de que llegasen a su destinatario. Sabedor de que los nazis estaban al acecho, sobre todo desde que el hijo del subsecretario de Estado alemán, Von Weizsäcker, fuera asignado al Instituto Kaiser Wilhelm de Berlín, Steiner se las había ingeniado para sortear la vigilancia cada vez más estrecha.
Las cartas le llegaban por valija diplomática a través de un funcionario de la embajada de España en Berlín, una rara avis entre los funcionarios de un cuerpo diplomático en el que casi todos sus miembros, a esas alturas de la guerra, habían mostrado ya su apoyo abiertamente al general Franco. A través del funcionario de la embajada española Steiner se comunicaba con él de vez en cuando, le contaba los avances a los que tenía acceso desde su puesto cada vez más vigilado de profesor de Mecánica Cuántica y, aunque no podía estar muy seguro de ello, parecía que los nazis estaban estudiando seriamente la posibilidad de desarrollar un proyecto para construir una bomba atómica. La última carta la había recibido Altamira tres meses antes, por medio de otro funcionario de segunda clase eliminar del consulado de España en Nueva York que tampoco sentía muchas simpatías por el nuevo régimen que se avizoraba, con el general Franco a la cabeza. Alfonso Altamira había contestado inmediatamente a su viejo colega de Berlín, y no haber recibido respuesta todavía al cabo de tanto tiempo podría significar muy bien que las cartas hubieran sido interceptadas. Y, aunque se rumoreaba que había bastantes espías nazis que vivían en la ciudad de los rascacielos, Altamira no sentía la más mínima preocupación por sí mismo. Se sabía lo bastante insignificante como para sentirse seguro, pero el profesor Steiner se encontraba en el mismo centro de la locura, y le afectaba una presión molesta en el pecho cuando pensaba qué le habría podido suceder a su amigo. A través de su contacto en el consulado de Nueva York se había enterado de que la carta había llegado a la embajada de España en Berlín pero que todavía no había ido nadie a recogerla. Podían haberlo despedido, apresado, interrogado. Incluso podrían haberlo convencido u obligado a que trabajase como doble agente para ellos. Ninguna de las opciones le parecía menos peligrosa que la otra. Y ya había pasado demasiado tiempo desde que le envió la última carta como para que alguna de esas posibilidades no fuese la verdadera. Y no estaba seguro de querer saber cuál había sido su suerte, enterarse de cuánto habría tenido que ver su vieja amistad o los mensajes que se intercambiaban en que lo hubiesen descubierto.
Y Altamira, aparte de los avances que le habían llegado en las cartas de su colega de Berlín y la propia suerte de su amigo, al que los nazis no habían dejado marchar cuando todavía era posible que algunos científicos abandonasen el país, tenía otras preocupaciones. Además de ser físico era español, lo cual era ya un raro binomio en esos tiempos, si no una contradicción incluso o una doble desgracia. Desde hacía semanas sabía que los días del gobierno de la República estaban contados, y que antes o después se encontraría con un titular en algún periódico estadounidense en el que anunciarían, si es que a alguien en Norteamérica le interesaba —y a medida que pasaba más tiempo en ese país tenía más dudas al respecto—, que la guerra en España había terminado.
Llegó a la esquina del edificio donde estaba su apartamento, sacó las llaves y se quedó un momento parado, dudando si girar a la derecha y refugiarse del frío invernal de Brooklyn hasta el día siguiente o seguir paseando un rato. Pero tenía que subir: Newton lo esperaba tras la puerta, seguro que moviendo la cola e impaciente por salir a dar un paseo. El animal no necesitaba reloj para saber que había llegado la hora en la que su dueño volvía puntual, como cada día, de dar clases en el instituto. Estaba claro que subiría y sacaría al perro a dar una vuelta, pero cuando vino a darse cuenta ya había reanudado la marcha y había vuelto a guardar las llaves en el bolsillo del abrigo. Como si se dejase llevar por una corriente que lo arrastrase sin percatarse de ello había vuelto a los aledaños de Brooklyn Heights, se había parado delante de un quiosco y antes de que pudiera ser consciente del todo estaba buscando en los titulares del New York Times cualquier noticia que le contase cómo estaban las cosas en España. Cuando podía reprimirse de mirar un diario pasaba días sin saber qué ocurría. Al principio de la guerra compraba varios periódicos a la vez y buscaba con la avidez de un hambriento las noticias que deseaba leer: que el gobierno de la República había detenido el avance de los fascistas, que los hombres de bien que había en los dos bandos se habían puesto de acuerdo para acabar con la guerra, que la Sociedad de Naciones había decidido ayudar al gobierno legítimo de la República, que Gran Bretaña y Francia habían resuelto vender armas a los republicanos con el mismo descaro que Hitler y Mussolini estaban apoyando a Franco. A pesar de estar a punto de cumplir los sesenta se sentía como un niño que hubiera perdido la inocencia a bocados durante estos dos años largos que duraba ya la guerra civil en España. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar que alguno de esos hechos positivos se produciría algún día y leería en la primera página del New York Times que la guerra había terminado, y desde que cayó Barcelona se había prometido inútilmente a sí mismo que no volvería a mirar un periódico, para no sufrir, hasta que alguien le anunciase el fin de la contienda. La primera página del New York Times no decía nada, y tampoco la del Herald. Y ahora venía la lucha interior: volver a casa y pasarse media noche en vela preguntándose si habría dejado de enterarse de alguna noticia importante por haber mirado para otro lado o comprar un periódico y deprimirse al enterarse de que las tropas de Franco habían puesto el cerco definitivo a Madrid, o peor todavía: no encontrar ninguna novedad. Eso sería lo que más le dolería, no ver una noticia sobre España en ninguno de los periódicos importantes de Estados Unidos. Ésa era la mayor prueba de lo que al resto del mundo, eso que a algunos les gustaba llamar el mundo libre, le importaba que los españoles llevasen cerca de tres años matándose entre ellos.
Había sacado unas monedas para comprar los dos periódicos y leerlos tranquilamente en casa cuando oyó una voz familiar a su lado. O quizá oyó primero su risa, amable, como siempre, y luego su nombre.
—No dicen nada, Alfonso. Ya lo he mirado yo esta mañana.
Altamira se volvió para responder, sin decidirse todavía a comprar los periódicos o volver a guardar las monedas en el bolsillo.
—Nada, Alfonso. Que la República esté agonizando importa bien poco aquí.
Lo dijo encogiéndose de hombros, como si la frase fuera un pensamiento madurado y aceptado con resignación mucho tiempo atrás, igual que un adulto le cuenta a un niño una verdad inmutable y le revuelve el pelo, condescendiente, sabedor de que el crío lo comprenderá cuando crezca y se dé cuenta de que la vida no es más que ir perdiendo cosas, poco a poco, hasta que al final se lo arrebaten todo. Tenían más o menos la misma edad, pero Gaspar Puig llevaba dieciséis años viviendo en Estados Unidos y, muchas veces, cuando conversaba con su compatriota el profesor de Física, terminaba adoptando una actitud paternalista, como si Alfonso Altamira fuese un utópico que aún no hubiera abierto los ojos del todo y todavía estuviese muy lejos de aceptar la realidad, tan dura. Nada en la actitud de Altamira, sin embargo, parecía decir que le incomodase que su amigo se comportase así. Más bien al contrario: se dejaba llevar, como una tabla en la corriente, seguro de que si trataba de ponerse en su contra, recriminarle o dejar patente que no hacía falta que le explicase nada porque él ya se había dado cuenta por sí mismo, lo único que conseguiría sería enemistarse con él, y Gaspar Puig era de las pocas personas que consideraba un verdadero amigo desde que decidió instalarse en Estados Unidos.
Sintió la mano de su colega en su brazo, invitándole a cruzar la calle, señalando con la barbilla las letras enormes sobreimpresionadas en el ventanal del local que había al otro lado, donde podía leerse la palabra Bakery, como una tentación que los invitaba a olvidarse por un rato del aire helado de la tarde del final del invierno en Brooklyn.
—Bueno, Gaspar, ¿cómo va esa novela?
Alfonso Altamira rompió el hielo cuando se sentaron de la misma forma que solía cuando se encontraba con Gaspar Puig, antes de que la conversación virase, inevitablemente, hacia la guerra de España, o se perdiese en los laberintos que la memoria y la nostalgia habían ido labrando en los dos exiliados a los que no les faltaba mucho para jubilarse. Hasta donde Altamira había podido saber, la novela que estaba escribiendo Gaspar Puig trataba sobre un profesor de Literatura que había tenido que abandonar su país y cuando le llega el momento de volver se inventa todo tipo de excusas para no viajar porque han pasado tantos años desde que se marchó que le da miedo regresar y no reconocer el paisaje que abandonó, no ser recordado por sus amigos o tener que visitar sus tumbas para poder hablar con la gente que conocía cuando se marchó.
Gaspar sacudió la cabeza, disgustado.
—Mal —respondió—. Anoche tiré a la basura las últimas cien páginas. No me gustaba cómo habían quedado. Creo que lo mejor será seguir intentándolo con la poesía. Da menos trabajo.
El profesor de Física sonrió para sus adentros, procurando que su amigo no se diera cuenta. Sabía que en el fondo la actitud del escritor diletante no era del todo sincera, y aunque al principio le había pedido con verdadero interés el manuscrito para leerlo y darle su opinión, después de que el otro le diera largas varias veces con excusas incoherentes terminó resolviendo que la única explicación posible era que no existía tal manuscrito, o que, si existía, no se trataba más que de un esbozo que jamás acabaría convirtiéndose en una novela. A pesar de ello le seguía el juego a su amigo porque estaba seguro de que le hacía feliz que él pensase que a pesar de sus años no había perdido la esperanza de escribir una buena historia que entusiasmase a muchos lectores. Por lo demás, después de la segunda copa de coñac solía recitar poemas de Federico García Lorca. En algunos bares de Brooklyn lo conocían y hacían como que no se daban cuenta, pero más de una vez Alfonso Altamira había tenido que agarrarlo del brazo y sacarlo a la calle, mirando antes a un lado y a otro, por si venía la policía para detenerlo por escándalo público: Gaspar Puig podía ser muy vehemente y alzar el tono de su voz más de lo acostumbrado en una calle de Estados Unidos, cuando se ponía nostálgico y le daba por recitar a los poetas de la Generación del 27.
Se habían sentado a una mesa junto a la cristalera de la cafetería, oculta en parte por las escaleras que subían hasta la calle, y Altamira pensó, para tranquilizarse, que con la sola ayuda de un café era bastante improbable que Gaspar se pusiera a recitar los versos de Antoñito el Camborio.
—Mal —insistió Gaspar—. Escribir es llorar, ya lo dijo el maestro Larra, querido amigo. Cuánta razón tenía.
A pesar de ser lo bastante amigos para poder tutearse seguían llamándose de usted, como si el tratamiento formal pudiera suplir el respeto que, a pesar de todo, los dos sentían que les faltaba en el país que los había acogido, aunque ninguno lo hubiera confesado nunca abiertamente al otro.
Sin esperar respuesta, Altamira probó un trago de té caliente y luego se quedó mirando un momento por la ventana. Unas gotas blancas y espesas que caían del cielo se mezclaban con la piedra rojiza de la iglesia de Santa Ana, y no pudo evitar encoger los hombros, como si ver la nieve le hubiera inyectado de repente el frío en el cuerpo.
—Creía que eso sólo pasaba en España.
—En España, en América, en cualquier sitio. Escribir es llorar. Siempre.
—Pues no crea que investigar da para muchas alegrías. Sobre todo en España.
Gaspar Puig dejó de mirar por la ventana, rodeó la taza con las dos manos para calentarse los dedos, y se lo quedó mirando.
—Sin embargo, los científicos están muy bien mirados en este país.
La frase no dejaba de ser cierta, pero Altamira pudo advertir en ella, aunque de una forma muy elegante y educada, cierto reproche que sólo significaba el malestar de Puig porque su amigo no hubiera conseguido, ni se esforzase en ello todo lo que el otro creía que debía esforzarse porque lo merecía, el reconocimiento o la tranquilidad de un puesto en una universidad prestigiosa de Estados Unidos.
—Tiene usted amigos influyentes a los que podría recurrir. Bastarían un par de llamadas. Tal vez sólo una…
—Yo no los llamaría exactamente amigos. Se trata sólo de gente que he conocido y que lo más seguro es que ni siquiera se acuerden de mí.
—Cualquiera en su situación trataría de sacarle el máximo partido. Pero usted es orgulloso —hizo una pausa, lo miró a los ojos—. Orgulloso como una fiera solitaria que vive en el desierto.
Alfonso Altamira sonrió y arrancó un pequeño sorbo a la taza de café antes de contestar. Conversar con Gaspar Puig a veces era como resolver un crucigrama o jugar a las adivinanzas.
—Hermosa cita de Stendhal —respondió, sin embargo.
Gaspar encogió los hombros y sonrió. En el fondo, para él era mayor el placer de que su amigo hubiera adivinado que las palabras que había pronunciado eran de Stendhal que la decepción que habría significado darse cuenta de que no las conocía. No todos los hombres de ciencia eran cultos, pero no era ése el caso de Alfonso Altamira.
—Vaya —dijo, sin embargo—. Me ha pillado. El caso es que si yo fuera amigo de Scott Fitzgerald o de William Faulkner no dudaría en llamarlos para que me ayudasen a conseguir un puesto de profesor en la Universidad de Princeton.
Alfonso Altamira sacudió la cabeza. Sonreía. Con Gaspar Puig no había manera de enfadarse. Nunca. Y todo lo que le decía, aunque fuera equivocado o inconsciente, era pensando en su bienestar.
—Las cosas no funcionan así, querido Gaspar. Además, no me va tan mal.
—Pero podrían irle mucho mejor.
Gaspar Puig enseñaba Literatura en el mismo instituto que Alfonso Altamira. El sueldo era idéntico al que ganaba Altamira con sus clases de Física. Le daba para pagar el alquiler de su apartamento, comer, comprar algunos libros. No para mucho más. El salario de un profesor de Princeton era sustancialmente más alto, y aquélla era una universidad donde la ciencia cotizaba en alza, conque un profesor del prestigio de Alfonso Altamira sería muy bien recibido. Si es que él era capaz de molestarse en hacerle saber al consejo de administración de la universidad que estaba dispuesto a dar clases allí, desde luego.
Hacía mucho que no se lo decía, pero quizá por eso tal vez era el momento de mencionar ese nombre otra vez.
—Dígaselo a Albert Einstein. ¿Qué tiene que perder?
Alfonso Altamira bajó la cabeza y negó levemente, como si antes de hacerlo se estuviera planteando de verdad la posibilidad de pedirle a Albert Einstein que intercediera para conseguirle un puesto en la Universidad de Princeton.
—No vale la pena, Gaspar. En el instituto estoy bien.
—Estoy seguro de que Albert Einstein no sabe que a usted le gustaría dar clases allí.
Altamira sonrió, pero no dijo nada.
Gaspar Puig se irguió en la silla y resopló. No soportaba aquella desidia.
—Y no podrá saberlo hasta que lo llame o vaya a verlo. Sólo tiene que ir a Princeton. No creo que su dirección sea difícil de conseguir. Seguro que basta con preguntar en la ciudad dónde vive un tipo con cara de genio despistado y que parece no saber lo que es un peine desde hace décadas. Venga, Alfonso, hace casi veinte años que usted conoce a Einstein, y no ha pasado tanto tiempo desde que se dejó la piel para que la Universidad Central de Madrid le concediese una cátedra. Escribió en los periódicos defendiendo la conveniencia de que el gobierno le concediese la nacionalidad española, y, además, fue su vecino el verano pasado en Long Island. No me diga que no se siente capaz de llamarlo. Yo mismo pude comprobar el año pasado el respeto que ese hombre sentía por usted.
—No es eso, Gaspar, es sólo que no me gusta molestar ni pedir favores. Estoy bien aquí en Brooklyn, de verdad. Le agradezco mucho el interés que se toma por mi situación laboral, pero no estoy mal, y me conformo con lo que tengo, además.
—Ligero de equipaje, como diría don Antonio Machado.
Altamira estiró las piernas bajo la mesa y se permitió una breve sonrisa. Volvió a mirar la torre de la iglesia, el color del ladrillo cada vez más irreconocible debajo de la nieve. Al cabo, no estaba mal que alguien se preocupase por él, pero no iba a llamar a Einstein, ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacerlo. Y tampoco le gustaba ponerse a recordar la época en que conoció al premio Nobel, en Madrid, o diez años después, cuando fue uno de los que más abogaron para convencer al físico alemán de que aceptase una cátedra en la Universidad Central, una época complicada de su vida porque Carlota ya se había puesto enferma y nunca se recuperaría. Una punzada de culpabilidad que se le clavaba en el pecho retrospectivamente porque fue entonces también, en el momento más inoportuno, cuando se enamoro de una bella mujer treinta años más joven que él. No le gustaba recordar aquellos años porque de repente se entristecía, y si lograba dominar la pena enseguida le venían recuerdos a la cabeza de cuando era mucho más joven y la vida todavía le ofrecía muchas posibilidades que podría aprovechar, no como ahora, que su destino era sólo esperar no sabía muy bien qué, y la única certeza que tenía era que pronto sería demasiado viejo y ya no tendría energías para seguir luchando, para subir las escaleras de su apartamento siquiera. Fuera como fuese, la tristeza se apoderaba de él cuando se ponía a recordar.
Dejó de mirar por la ventana cuando una alfombra espesa de nieve había cubierto el asfalto de la calle Henry. Frente a él, al otro lado de la mesa, Gaspar Puig lo estaba mirando. Era mucho más vehemente de lo que Alfonso Altamira estaba acostumbrado a soportar, pero lo que le gustaba de él era que también, en un momento dado, sabía que había llegado la hora de cambiar de tema. Y eso era un síntoma de inteligencia, lo cual, pensaba Alfonso Altamira, nunca estaba de más.
—¿Qué noticias hay de la guerra de España? —le preguntó, y el otro supo que ya no debía insistir más para que pidiese ayuda a Einstein para conseguir un puesto en la Universidad de Princeton.
Al escuchar la pregunta fue como si un velo negro se deslizase por delante de los ojos de Gaspar Puig. Altamira pensó que tal vez había estado insistiendo en lo de su puesto en Princeton para no tener que hablar de la guerra española. Sintió una punzada de culpabilidad por haber sacado el tema, pero ya no había manera de remediarlo.
—Las noticias no pueden ser peores. Desde que cayó Barcelona la suerte está echada. —Ahora no se quedó mirando al profesor de Física a ver si adivinaba que la cita era de Julio César, y al hablar de la guerra en España se le habían quitado las ganas de ponerse a describirle, aunque el otro ya lo supiese, que dos mil años antes el aspirante a rey de Roma la había pronunciado blandiendo la espada al cruzar el Rubicón—. Se cuentan por miles los refugiados que están llegando a Francia. Por lo visto muchos civiles han sido ametrallados por los aviones fascistas en las carreteras. Terrible.
Alfonso Altamira sacudió la cabeza, triste.
—Terrible —repitió cuando Puig se calló, como si esperase su reacción.
—Lo peor es estar aquí y no poder hacer nada. Nada salvo quedarnos quietos y esperar acontecimientos.
—Así es, querido amigo. Ojalá pudiéramos esperar y confiar. Por desgracia, tendremos que conformarnos sólo con lo primero.
A pesar de la gravedad del asunto que estaban tratando, se permitió Alfonso Altamira un atisbo de sonrisa que fue correspondido por Puig al reconocer inmediatamente la novela a cuya última frase correspondía la cita que Altamira, intencionadamente o no, acababa de deslizar. No era el mejor momento para ponerse a hablar de Alejandro Dumas o del conde de Montecristo, pero le gustaba su compañía, igual que estaba seguro de que el profesor de Literatura disfrutaba de la suya. Al cabo eran dos hombres a los que les quedaba muy poco para ser unos viejos perdidos en un mundo al que no pertenecían. Ataviados los dos con sus chaquetas remendadas de paño —más la corbata en el caso de Altamira y la eterna pajarita en el de Gaspar Puig—, parecían dos hombres que no acababan de encajar en su destierro. Eran la prueba irrefutable de que los primeros que estorban en las guerras, además de las mujeres, los niños, los lisiados y los ancianos, eran los hombres de bien. Y a ellos les faltaba muy poco para ser viejos, si es que no lo eran ya, aunque todavía se resistiesen a serlo. Cuando uno vive lejos de su país y sabe que quizá jamás pueda volver a pisarlo envejece de repente porque pierde las ganas de vivir.
—Madrid no tardará en caer, y entonces todo se acabará, pero la única esperanza que albergo es que la guerra en Europa comience antes de que acabe la de España. Tal vez así la República tenga una última oportunidad.
Altamira no contestó. Se limitó a mirarlo, sin decir nada. Es posible que hubiera guerra en Europa, pero también que al final los británicos y los franceses llegaran a un acuerdo con Alemania. Y, si al final estallaba la guerra, no creía que para entonces todavía hubiera guerra en España o, si aún duraba, las energías de la República no serían más que los estertores de un moribundo, y tal vez lo único que conseguiría una guerra a gran escala sería prolongar su agonía. Altamira opinaba que lo mejor que podía pasar, para evitar más derramamiento de sangre, era que la guerra en España terminase cuanto antes. Ya estaba todo perdido, lo estaba desde hacía mucho tiempo, quizá lo había estado siempre, y a no ser que la naturaleza le hubiera regalado a uno el entusiasmo irreductible de Gaspar Puig, por poca lucidez que tuviese, se habría dado cuenta hacía mucho tiempo de que la República estaba perdida.
Altamira pagó la cuenta, como hacía casi siempre. A pesar de que el sueldo de los dos era el mismo, Puig, tal vez porque ese comportamiento le hacía estar más cerca del escritor maldito y bohemio que jamás fue —y que nunca llegaría a ser—, daba siempre muestras de tener más problemas para llegar a fin de mes, o es que a pesar de su idealismo también era tan desconfiado que guardaba celosamente bajo el colchón de su cama los ahorros que conseguía arañar a su magro salario. Pero a Altamira no le molestaba: tener que pagar los cafés y alguna que otra comida del profesor de Literatura era un mal menor que la amistad y la buena compañía compensaban con creces.
—Ojalá que mañana tengamos noticias mejores —le dijo al despedirse, pese a estar convencido de lo contrario.
Gaspar Puig sonrió, se levantó las solapas del abrigo y suspiró de una forma apenas perceptible. En el fondo Altamira sabía que las noticias de la guerra de España ya nunca podrían ser buenas, salvo que terminase para que no hubiera más derramamiento de sangre, si es que con el disparo del último cartucho terminaba el derramamiento de sangre. Y estaba seguro de que Gaspar Puig participaba de su opinión, porque era un exiliado veterano. Llevaba en Estados Unidos desde 1923, cuando comenzó la Dictadura de Primo de Rivera, y la experiencia le había enseñado que había una fórmula en la que, invariablemente, siempre se derramaba más sangre de la necesaria. Fue así durante la República, había sido lo mismo en la guerra fratricida, y la sangría no se detendría, se le secaba la boca al pensarlo, cuando se firmase la paz. O la victoria.
—Ojalá que sí —respondió Puig, sin embargo.
Caminaron los dos de vuelta en silencio hasta Downtown, levantadas las solapas de los dos abrigos para esquivar el frío del invierno de Nueva York. Luego Altamira vio perderse a Gaspar Puig al final de la calle, confundido entre la gente y la molesta aguanieve que castigaba Brooklyn. Pequeño y encorvado, su figura no tardó en difuminarse entre quienes caminaban por la calle, con los hombros encogidos y las barbillas clavadas en el pecho para intentar guardar el calor. En invierno a veces en Nueva York el frío era tan intenso que tenía que protegerse la cara para que no se le quemase la piel. Miró hacia arriba, al lugar de donde caían las gotas de agua que ahora que habían regresado se transformaban en livianos copos de nieve que no llegaban a cuajar del todo al llegar al suelo. Antes de enfilar la calle donde estaba su apartamento suspiró, contrariado más por haberse dejado llevar por la tristeza que por el propio pensamiento: el cielo era una enorme bóveda gris por la que no se colaba un rayo de sol desde hacía días, y su vida, cada vez le costaba más mentirse a sí mismo para convencerse de lo contrario, se parecía bastante a eso.
Después de dar un paseo al perro ya no tendría nada que hacer hasta su primera clase a la mañana siguiente, nada salvo tocar el violín, escuchar algún disco en el viejo gramófono y esperar a que llegase la hora de prepararse algo de cena, si es que le apetecía. Cuando vivía en España nunca prestaba atención a la copla ni a sus letras, pero desde que se había mudado a Estados Unidos había veces que escuchaba compulsivamente los discos de pizarra que habían sido de su mujer, como si al hacerlo tendiera un puente invisible entre el país que lo había visto nacer y el que le había abierto los brazos en su madurez, un cordón umbilical invisible entre Brooklyn y Madrid.
Siempre había sido un hombre disciplinado, pero desde que no tenía que preparar la cena para nadie, y pronto se cumplirían cuatro años desde que enviudó, había descubierto cierta pereza en sus costumbres cuando se ponía el sol. Ya no le apetecía escuchar música tanto como antes, ni pasear y, por alguna razón que no alcanzaba a entender del todo pero estaba seguro de que tenía mucho que ver con la costumbre, el acto de preparar la cena sólo para él era lo que más le recordaba la pérdida de Carlota. Los últimos tres años fueron tan dolorosos que una vez, cuando la desesperación era tan grande por no poder ayudarla, entró en la iglesia de los Jerónimos, un día entre semana, por la tarde. Apenas había nadie. Se coló en el templo —él, que a pesar de haber estudiado en un colegio de curas no era un hombre religioso—, se postró de rodillas frente a la imagen de Jesús Crucificado, cerró los ojos y le pidió a Dios —él, que era un hombre de ciencia cuyos razonamientos habían llegado lo bastante lejos como para no creer, ni por un momento, en los milagros— que la curase o que se la llevase de una vez, para aliviar su calvario. Se levantó y se quedó un instante mirando, sin estar seguro de atreverse a hacer lo que se le había ocurrido. Al entrar en la iglesia había visto el confesionario, había adivinado al cura inclinado al otro lado de la celosía y por un momento había sentido el deseo de tener cuarenta años menos y ser todavía el niño inocente que estudiaba en los maristas, un crío al que no le habría importado contarle a un cura la razón por la que a veces sentía que se ahogaba, contárselo para que le mandase rezar dos padrenuestros y cuatro avemarías para aliviar el alma, decirle que su esposa se moría y que él la cuidaba y lo seguiría haciendo hasta el último día, pero que se levantaba cada mañana pensando en una joven licenciada en Física que había venido desde Berlín hasta Madrid para trabajar con él. Miró el altar de nuevo, y por un momento lo invadió la sensación de que Jesucristo le leía el pensamiento. Bajó los ojos, se llevó la mano al pecho y dibujó una cruz. Luego se alejó caminando de espaldas, despacio, los ojos fijos en un hombre clavado a un travesaño de madera en el que había dejado de creer hacía muchos años.
Pasaron seis meses hasta que volvió a poner los pies en una iglesia, el día del funeral de su mujer, y jamás había vuelto a entrar en una. La mayoría de sus amigos de España pensaban que la relación de un apasionado de la Mecánica Cuántica con Dios podía ser difícil, sin embargo, había otros colegas suyos —y Albert Einstein era uno de ellos, aunque la relación del viejo maestro con los quanta se había vuelto tan tormentosa que lo había aislado de la comunidad científica— para los que el comportamiento de las partículas subatómicas, aunque a veces mostrase un desorden que podía ser sólo aparente porque los físicos aún no habían descubierto todos sus secretos, si uno se asomaba a un telescopio y lo comparaba con el de los cuerpos celestes, encontraría una prueba irrefutable de la existencia de Dios.
Pero a Alfonso Altamira ya no le importaba que Dios existiese o no. Lo que le pasaba era que a veces, cuando miraba el mundo que lo rodeaba, se daba cuenta de que los intereses de Dios y los suyos no eran los mismos. Y cuando los intereses de un hombre no coinciden con los de Dios, concluía, resignado, es el hombre, invariablemente, el que lleva las de perder.