Capítulo I

Todavía hacía demasiado frío para navegar, pero por la tarde, cuando estaba de visita en casa de su madre, a Frida von Kleinsberg le gustaba acercarse al embarcadero, perderse sola por la arboleda y llegar hasta el pantalán para ponerse a pensar o a soñar despierta sin que nadie la molestase. Hacía mucho tiempo, quizá desde que regresó de Cracovia, se había dado cuenta de que cada vez le gustaba más pasar tiempo sola, y aunque estaba a punto de cumplir treinta años prefería pensar que la razón de aquella búsqueda no del todo consciente de soledad era, simplemente, que se iba haciendo mayor. Prefería creer eso a reconocer que tal vez ahora la razón principal por la que le gustaba volver a la casa familiar y cabalgar hasta la orilla del lago Wannsee era porque necesitaba, y lo necesitaba desesperadamente, fortalecer el vínculo con su familia, con su madre, con su difunto padre, sobre todo después de haber pasado demasiado tiempo sin estar segura de querer volver a su hogar, a formar parte de la familia, que, al cabo, había sido la suya desde siempre. Pensaba en ello y se sentía culpable y se enrabietaba por haber descubierto cosas de las que tal vez hubiera sido mejor no haberse enterado nunca. Estaba segura de que sería más feliz de no haber sabido la verdad, pero también era consciente de que la persona en la que se había convertido no era sino el resultado de todo lo que había vivido, de lo que había conocido, del pasado, para lo bueno y para lo malo.

En esa época del año la superficie del lago presentaba todavía una capa de hielo de tres centímetros que se mantendría hasta bien entrado el mes de abril. Era de las pocas cosas que le incomodaban de Alemania, que durante varios meses al año no fuera posible navegar en aquel lago tan hermoso donde a ella le había gustado imaginar de pequeña que habitaban bellas princesas, abnegados caballeros andantes y feroces dragones que escupían bolas de fuego por la nariz cuando se irritaban. Hacía muchos años que había dejado de creer en la existencia de dragones, y al hacerse mayor se había dado cuenta también de que las princesas no tenían por qué ser hermosas, y muchos hombres que había conocido se autoproclamaban caballeros con ligereza cuando lo cierto era que distaban mucho de parecerse a los esforzados titanes de los que hablaban los cuentos que su padre le leía de pequeña, frente al mismo bosque de hayas nevadas que ahora contemplaba desde el embarcadero y que se extendía un poco más allá de las noventa y ocho hectáreas de terreno que pertenecían a la familia Von Kleinsberg —la suya, al cabo— desde hacía dos siglos.

Desde que abandonó el nido familiar, más de una década atrás, para ir a estudiar a la Universidad Humboldt de Berlín, Frida von Kleinsberg había vuelto con regularidad a la casa de sus padres. Al principio, los fines de semana, todos. Entonces era una estudiante, una buena estudiante además, y cada viernes regresaba a la mansión para volver el lunes a las clases y a las ecuaciones de las pizarras de la universidad en Berlín, apenas a veinte kilómetros de distancia de donde se encontraba ahora. Se fue alejando de su familia, primero poco a poco, y luego de repente, por despecho, pero nunca llegó a irse del todo. Cuando se reconciliaron, su padre nunca llegó a perdonarle que se pusiera al servicio de la Abwehr, no porque el barón no fuera un partidario fervoroso del nacionalsocialismo, sino porque había hecho muchos planes para su única hija, su pequeña, y entre ellos no figuraba que pasase a engrosar las filas del servicio secreto. Una mujer de su posición no necesitaba trabajar para los espías, arriesgar su vida entre hombres deseosos de medrar para satisfacer a sus jefes. Manfred von Kleinsberg había dispuesto los abundantes medios que su fortuna le permitía para proporcionar a su hija la mejor educación posible, y la equitación, la esgrima, el alpinismo o la vela eran actividades que el viejo aristócrata toleraba si al final servían para encontrar un marido cuya fortuna o buena voluntad le hicieran merecedor de entrar a formar parte de su familia. Pero ingresar en el servicio secreto, según su padre, la alejaba de los planes que había previsto para ella desde que era una mocosa. Era demasiado masculino, igual que le parecía poco femenino que una mujer quisiera competir en los Juegos Olímpicos, aunque fuera en la modalidad de vela. Y después de haberse reconciliado estuvieron cerca de un año sin apenas dirigirse la palabra, todo el tiempo que pasó en Madrid, antes de la guerra civil española, y sólo volvieron a recuperar la confianza, y ya nunca fue lo mismo, cuando ella volvió a casa, justo antes de las olimpiadas del 36, en las que no llegó a participar. El barón Falleció ese mismo verano, y aunque había llorado su pérdida le quedaba el consuelo de haber visto a su padre emocionarse, sentado junto a ella en un palco del Estadio Olímpico de Berlín cuando el Führer declaró inaugurados los Juegos de 1936, aquellos donde iban a demostrar al mundo la buena voluntad de Alemania.

Desde la muerte del barón Frida volvía, cada vez que tenía la oportunidad, a la casa familiar para visitar a su madre, y esa tarde se había enfundado en un abrigo largo de cuero con cuello rematado en piel de conejo después de colocarse las botas y los pantalones de montar, abombados a la altura de los muslos. No pudo evitar una sonrisa que se acabó mezclando con una punzada de nostalgia al pensar que su padre le habría dedicado una mirada reprobadora al verla vestida así, pero que al final le habría guiñado un ojo, cómplice, y le habría advertido que tuviera cuidado, que el suelo nevado era traicionero cuando se montaba a caballo. Frida lo sabía, pero a pesar de ello no había podido evitar hacer trotar a su yegua un poco más rápido de lo que la prudencia aconsejaba para coger velocidad antes de saltar una valla. Luego aminoró la marcha poco a poco, hasta que el animal se detuvo, le acarició el cuello, sonriendo, y le dedicó unas palabras de cariño que la yegua agradeció con un bufido que se convirtió en una nube de vaho que subió hasta perderse entre las hojas de las hayas nevadas. Hacía frío, pero el cielo estaba despejado, así que tendría un rato para disfrutar del silencio del bosque y del lago helado antes de que oscureciera. El invierno tenía el inconveniente de no poder salir a navegar en el lago Wannsee, pero su familia tenía los recursos suficientes como para que ella pudiera ocupar su tiempo libre en otras actividades. Había sido educada para ello, y aparte de una navegante de primera que habría podido conseguir una medalla en los Juegos Olímpicos de 1936 si no se hubiera presentado voluntaria para aquella misión en España, también era una excelente amazona.

Después de cerciorarse de que no iba a llover resolvió dejarse el pelo suelto. Le gustaba sentirlo flotar en el aire cuando galopaba al trote. Desde el establo hasta el lago no se había encontrado a nadie en su propiedad, pero Frida sabía que si un hombre se hubiera cruzado en su camino difícilmente habría podido evitar volverse para mirarla, cabalgando con la espalda recta, la mirada al frente y la melena escarlata al viento. Sabía la impresión que causaba en el sexo opuesto y estaba acostumbrada a ello, además. Lo doloroso para su madre, y lo extraño para sus amigas, no era que a sus espléndidos veintinueve años siguiera soltera, sino que ni siquiera estuviera comprometida o que hubiese un empresario, un abogado, un médico o un militar con el que estuviese planteándose pasar el resto de su vida. Sin embargo, Frida nunca se había considerado muy hermosa, aunque también sabía que su presencia irradiaba algo especial que hacía que al entrar en una sala los caballeros siempre terminasen fijándose en ella cuando creían que no los estaba viendo.

Se reía para sus adentros cada vez que alguien de su confianza sacaba el tema, pero ¿cómo iba ella a plantearse tener una relación estable con la clase de vida que llevaba? Lo pensaba, claro, y era lo único que podía hacer. Aparte de su madre, nadie de su círculo íntimo sabía que la Abwehr la había captado seis años antes, cuando el gobierno español hizo oficial el ofrecimiento de una cátedra en Madrid al profesor Albert Einstein. Por su condición de joven, y brillante, científica —y también por la decisión que había mostrado tres años antes, cuando cruzó la frontera belga junto a otros tres estudiantes con la decisión inquebrantable de secuestrar al padre de la Teoría de la Relatividad y llevarlo hasta Alemania—, la enviaron a Madrid para obtener información de primera mano sobre la veracidad del ofrecimiento y las posibilidades reales de que el judío más famoso del mundo se convirtiese en catedrático de la Universidad Central de Madrid, en ciudadano español incluso, como habían comentado muchos, sobre todo después de que renunciase a la nacionalidad alemana desde Estados Unidos cuando el Führer llegó al poder, en enero de 1933.

Cuando pensaba en Albert Einstein las sensaciones que la afectaban eran contradictorias. Desde hacía siete años, aunque sabía que cumplir con el propósito no sería fácil, se había prometido muchas veces no pensar en él, y cuando se rendía a la evidencia y el nombre de Albert Einstein transformaba la duermevela en insomnio, rebajaba el nivel de exigencia para convencerse de que podía separar al premio Nobel de la persona, al científico del hombre. No en vano había admirado al físico por las dos Teorías de la Relatividad, la Especial y la General, y aunque no podía admitirlo públicamente, le parecía una tontería monumental que Werner Heisenberg tuviera que enseñar la Relatividad a sus alumnos del Instituto de Física Kaiser Wilhelm de Berlín sin mencionar el nombre de Albert Einstein, como si el viejo judío no hubiera existido nunca o fuese un fantasma. Las noticias que llegaban de él indicaban que estaba acabado, y aquello la congratulaba casi tanto como la idea de que alguna vez alguien vendría a darle la noticia de su muerte. Cumpliría los sesenta ese mismo año, el 14 de marzo, y su fatigado corazón ya le había dado varios avisos. La formidable propaganda del Reich se había encargado de enterar al mundo de que Albert Einstein era un científico obsoleto al que le habían dado el Premio Nobel sin merecerlo, un eremita que llevaba veinte años encerrado en su torre de marfil, cegado por el orgullo pueril y por la soberbia ciega, pensando que todos los científicos del mundo estaban equivocados menos él; un sionista —el más peligroso de todos, porque era muy famoso— que había dedicado los últimos años de su vida a empañar la imagen de Alemania, a cuya nacionalidad había renunciado, en el resto del mundo. Enfurruñado con los jóvenes científicos que se empeñaban en hacer valer los postulados de la Mecánica Cuántica, estaba desperdiciando los últimos años de su vida en un exilio tranquilo en Estados Unidos, y Frida estaba convencida de que como científico era tan dañino para el Reich como cualquiera de esas ardillas que se refugiaban de la nieve bajo las ramas de los árboles. Ella, aunque sólo se había cruzado con él dos o tres veces cuando estudiaba Física en Berlín y apenas habían cambiado algunas palabras, terminó sabiéndolo todo sobre Albert Einstein, por lo que la imagen que el mundo y ella misma tenían del científico se mezclaban con la del ser humano, detestable para Frida, que se escondía bajo la melena blanca desordenada y la apariencia estudiada de sabio distante. Antes de odiarlo más que a nadie en el mundo, antes incluso de haberse cruzado con él en las escaleras de la Universidad Humboldt cuando estudiaba, lo había tenido tan cerca que si hubiera querido matarlo le habría bastado con caminar un rato por el prado que rodeaba a la mansión de sus padres en Wannsee. La casa que el káiser Guillermo le había regalado a Albert Einstein en 1928 no quedaba lejos de la finca familiar, sino muy cerca también del mismo lago helado que ahora contemplaba mientras pensaba en él, y estaba segura de que alguna vez sus embarcaciones habían llegado a cruzarse cuando navegaban en verano. La de Einstein era mucho más grande, un barco de siete metros. Tummler, recordaba el nombre pintado en la amura de babor y en la de estribor, un barco que le habían regalado sus amigos al cumplir cincuenta años, con un pequeño y discreto motor que le ayudase a volver al embarcadero cuando el viento no soplase. Le habían contado que era tan mal navegante como temerario. Pero ya hacía muchos años que no veía al viejo y acabado premio Nobel. Y Frida estaba segura de que no lo volvería a ver nunca. A veces se paraba a pensar en cuánto había influido en su vida un judío con el que apenas había cruzado alguna palabra a pesar de haber pasado los veranos tan cerca y de haber estudiado en la misma universidad donde él daba clases. Si pasó en Madrid cerca de un año, fue para averiguar hasta qué punto era posible que Albert Einstein se convirtiese en ciudadano español. Aunque ella había tenido otras razones para instalarse en Madrid, las mismas que dos años antes de mudarse a España la habían llevado a presentarse voluntaria para una misión secreta con el objetivo de secuestrar al viejo profesor, cuando pasó una temporada en Bélgica después de decirle al mundo entero, desde Nueva York, el muy cobarde, que nunca volvería a Alemania mientras Hitler permaneciera en el poder. Se iba a morir antes de que algo así sucediera, Frida estaba convencida.

Aunque se sintió frustrada porque la operación se cancelase, aquello le sirvió para que la Abwehr se fijase en ella y le encomendase lo de Madrid. Mientras tanto se había enterado de muchas cosas de la vida de Einstein, cosas íntimas que no había contado a nadie. Tal vez antes de saberlas se habría encargado de ese asunto con la frialdad, la distancia y la prudencia necesaria que un agente debe tener para poder llevar a cabo su trabajo sin implicaciones emocionales. Incluso cuando unos exaltados habían saqueado la vivienda de Einstein próxima a la casa de sus padres ella no quiso participar, y le parecía una pérdida de tiempo acercarse a una pira para quemar los libros del científico en la plaza de la Ópera, frente a la Universidad, como un auto de fe absurdo.

Einstein estaba acabado, ella quería creerlo. Necesitaba creerlo. Pero ahora había cosas más importantes de las que debía preocuparse, y el asunto de Albert Einstein podía esperar, y aunque en una parte oscura de su alma albergaba un rencor que la consumía, se esforzaba en convencerse de que aquella posibilidad le importaba menos que el hecho de que su madre, sus primas o sus amigas se preocupasen porque aún no hubiera encontrado esposo. Había conocido a algunos hombres a lo largo de su vida, pero ninguno le había interesado lo bastante como para abandonarlo todo por él. Tal vez para alguien con la mentalidad anticuada de su madre, veintinueve años eran muchos años para no tener ya un marido y tres o cuatro hijos por lo menos, pero los tiempos habían cambiado, y aún habrían de cambiar mucho más. Y ahora el mundo estaba pasando por un momento delicado, una encrucijada que iba a decidir el destino de millones de personas. Alemania había recuperado la autoestima que perdió en el Tratado de Versalles, y volvía a ser una nación temida y respetada. A Frida le gustaba decirlo en ese orden: temida y respetada, en Europa entera, en el mundo entero. Pronto Francia y Gran Bretaña tendrían que rendirse a la evidencia, si es que no lo habían hecho ya, y admitir que Alemania, bajo la firme dirección del nacionalsocialismo, había vuelto a ser, en un tiempo récord, el país más importante de Europa. Y todo ello se debía, pensaba Frida von Kleinsberg mirando el lago helado, sentada en el embarcadero, cubriéndose las rodillas con los brazos para protegerse del frío, a la superioridad de los alemanes de verdad, que, como ella, habían luchado y lucharían para conseguir que el nuevo Reich durase mil años, como había asegurado el Führer.

Se echó hacia atrás la melena y la sacudió, como si en lugar de estar sentada junto a un lago helado en invierno fuera verano y estuviera tumbada en una playa, frente al mar. Permaneció así unos minutos hasta que sintió crujir la baranda del pantalán, donde había atado la yegua. El animal se había inquietado, pero ella no se inmutó. Ni siquiera se volvió, aunque sí se levantó, despacio. No le gustaba que la encontrasen en aquella postura, sentada y relajada junto al lago, como si fuera una joven romántica. Unos segundos después advirtió el ruido de un motor que había adivinado un poco después que su montura. Ellos sabían dónde encontrarla, y si se habían preocupado de ir hasta allí para buscarla, seguro que se trataba de algo importante, lo cual, teniendo en cuenta el cariz que estaban tomando los acontecimientos en Europa, podía ser una cuestión vital para los planes del Reich. La yegua volvió a tirar de las riendas y ahora sí escuchó el motor del coche con tanta claridad que no podía fingir que no se había dado cuenta, pero todavía aguantó un poco más antes de volverse. Dejó escapar el aire y sonrió, sabedora de que no podrían verla. Sin mirar supo que se trataba de un Mercedes negro, un coche oficial que habían mandado para recogerla. Quienquiera que fuese no podría percatarse porque ella estaba entrenada para que sus emociones no pudieran ser percibidas a las primeras de cambio, pero Frida sintió algo parecido a una corriente eléctrica subirle por la espalda. Era una sensación idéntica a las otras veces, cuando le encomendaban una misión. Se había convertido en la mujer que había llegado al rango más alto en el servicio secreto, y cuando le encomendaban una operación sentía que se acercaba cada vez más a una meta indefinida que ni siquiera ella misma, con sólo veintinueve años, se atrevía a vaticinar todavía.

Por el ruido del motor supo que al conductor del coche le costaba trabajo abrirse camino sobre la espesa nieve. No era de extrañar, y menos raro aún le parecía que no se hubieran atascado al ir en su busca. Aquello le habría divertido de verdad. Haber tenido que ayudar a desatascar un coche en la nieve a un oficial y a su chófer. Porque Frida sabía que eran dos, un oficial de inteligencia y su chófer. No era la primera vez que iban a buscarla y lo sabía sin tener que darse la vuelta. No se giró hasta que estuvo segura de que el coche se había parado, sin apagar el motor, y escuchó abrirse una puerta y luego otra. Frida no pudo evitar sonreír al adivinarlo. El chófer se había bajado primero, había abierto su puerta y después había hecho lo mismo con la del pasajero.

La yegua soltó un bufido, inquieta, y Frida, sin dejar de mirar el lago, le pasó una mano por el cuello para que se calmase. Hasta que el animal se tranquilizó no se dio la vuelta del todo.

—Buenas tardes, señorita Von Kleinsberg. Necesito que nos acompañe a Berlín.

El chófer se había acomodado de nuevo en su puesto al volante, y el que le hablaba era un militar protegido por un abrigo de cuero con las solapas levantadas. Sabía quién era, y él sabía perfectamente quién era ella. Frida había leído su ficha, igual que había leído las fichas de todas las personas con las que trabajaba. La información era muy importante en su trabajo, y no sólo por saber en quién podría confiar o no, sino por adivinar qué podía esperar de cada uno en los momentos difíciles, que, aunque ahora parecían imposibles, ni siquiera Frida, a pesar de su fe absoluta en las posibilidades del pueblo alemán para salir a flote, estaba segura de que no podrían presentarse. El comandante König tenía un expediente intachable. Frida lo había investigado y sabía que era un tipo duro y de fiar, aunque algo chapado a la antigua, como la mayoría de los oficiales de su edad. Condecorado en la Gran Guerra, había sobrevivido a cuatro años de trincheras y Frida sabía que si no había llegado a general era porque había sido degradado por negarse a usar el gas tóxico de Fritz Haber contra los franceses y los argelinos en Ypres, en abril de 1915. Era un militar que parecía haber sido educado en otro siglo, uno de esos que consideraban que matar al enemigo con fuego de mortero era más civilizado que acabar con él después de ponerse una máscara antigás para abrir unas latas de cloro líquido. Si lo habían mandado a él para buscarla era porque sin duda se trataba de algo importante, y eso le daba al oficial cierta ventaja con respecto a ella, pero no tardaría en enterarse. Tal vez se lo anticiparía él por el camino o, si no, lo haría su superior inmediato, en el edificio de la calle Tirpitzufer de Berlín que había visitado tantas veces.

El comandante la esperaba de pie, sin apartar los ojos de ella, sujetando la puerta del automóvil abierta. Pensaba tal vez que era posible que Frida se metiese en el coche en lugar de volver a la casa montada en su yegua.