INTRODUCCIÓN

En sus conversaciones con Eckermann dice Goethe: «Yo tributo toda la honra que se les debe a la rima y al ritmo, que son los que hacen que la poesía sea poesía; pero lo propiamente hondo y profundamente eficaz, lo que verdaderamente educa y forma, es lo que queda del poeta cuando se le traduce en prosa. Entonces queda libre el puro contenido perfecto, que el poeta sabe muchas veces fingirnos con una deslumbrante pompa exterior o que cuando existe puede estar velado por ésta».

El contenido hondo de la obra más noble puede encontrarse en una traducción. De este modo, como Goethe es uno de aquellos poetas que más queda después de traducido, queda justificado nuestro intento, no obstante reconocer que hay ejemplos de bellísima musicalidad, como las canciones y baladas de la primera parte de esta antología.

Motivos personales, muy subjetivos, algunos vinculados a ciertos años felices, me hacen escoger determinadas poesías; motivos antológicos, en relación con su propia vida o actividad creadora, explicarán otras.

El poema «Ganimedes» pertenece a la época wertheriana del autor; incluso fue escrito en el mismo año de la publicación del «Werther», en el año 1774. El anhelo panteísta, característico de todo el romanticismo alemán, se expresa en esta poesía, que a la vez es una exaltación y triunfo de la sensibilidad, para decirlo con el mismo significativo nombre que lleva una comedia de Goethe. Unas flores bellas, un verde tierno, unos trinos lejanos bastan para que broten lágrimas de emoción y despierten un intenso deseo de unirse al Dios Omnipotente, la Naturaleza como intermediaria.

Al mismo período de exaltado entusiasmo juvenil pertenece el «Prometeo». La rebeldía y la soberbia están representadas en los titanes. Este poema no sólo sigue siendo un aspecto más de la actividad wertheriana, sino que se nos aparece como su consecuencia. Aquí está el hombre que obra sin atender a los dioses, como si no los necesitase, y dispone de su propia vida con arrogancia. Aquí está el corazón como fuente perenne de bienes. Cuando en el «Prometeo» se dice:

¿Acaso no has sido tú solo,

Santo y ardiente corazón mío,

El que todo lo has llevado a cabo?

¿No estamos oyendo aquella confidencia de Werther?: «Lo que yo sé, puede saberlo cualquiera, sólo mi corazón es mío».

Que a Goethe le complacía el símbolo de Prometeo, e incluso responde a una necesidad suya estética, lo muestra este párrafo tan interesante de «Poesía y verdad»: «La fábula de Prometeo fue cobrando vida en mí. Corté a mi medida la vieja túnica de los titanes, y sin pensarlo más comencé a escribir una obra teatral en que se exponía la desavenencia surgida entre Prometeo y Júpiter y el resto de los nuevos dioses, porque Prometeo crea, a su modo, hombres, los anima con el auxilio de Minerva y constituye una tercera dinastía. A esta extraña composición pertenece como monólogo aquella extraña poesía que ha adquirido importancia en la literatura alemana porque, movido por ella, Lessing se declaró contra Jacobi en puntos importantes del pensamiento y el sentimiento. Esta poesía sirvió para determinar una explosión que descubrió e hizo tema de polémica las más secretas relaciones de hombres eminentes… Aunque sobre este tema puedan hacerse, como ya ha acontecido, consideraciones filosóficas y aun religiosas, propiamente pertenece a la poesía. Los titanes son la locura del politeísmo, así como se puede considerar al demonio como la locura del monoteísmo… El Satán de Milton… está siempre en una situación subalterna tratando de destruir la magnífica creación de un Ser superior; en cambio Prometeo logra crear y producir aun contra los más altos seres. Además es un bello pensamiento, agradable para el poeta, que los hombres no sean creados por el Supremo Señor del mundo sino por una fuerza intermedia».

Después de este poema, Goethe que, por fortuna, pasó por todos los estados, y no fue característica suya permanecer en una misma postura, pronto alcanzó una fase reflexiva, en que una más última comprensión le lleva a escribir poemas como «Límites de la Humanidad» y «Lo divino» (ambos en 1780).

Para que podamos comprender bien la diferencia que existe entre «Prometeo» y «Límites de la Humanidad», diremos que hay la misma que entre su primera novela «Las penas del joven Werther» y «Las afinidades electivas». Frente a la osadía de aquella terrible composición de «Prometeo», está ahora la humildad del hombre que reconoce límites y se somete a un poder superior. El mismo Goethe señala el cambio cuando dice: «Sin embargo, mi poesía no se sentía atraída por la gigantesca turbulencia de los titanes que pretendían asaltar el Cielo. Me agradaba más representar aquella resistencia pacífica, plástica y tolerante que reconoce el poder superior, pero quiere igualarse a él». La gran lección de Goethe consiste, precisamente, en estos cambios. Él, que sufrió tantas muertes y resurrecciones, puede muy bien ponernos como ejemplo moral el «¡Muere y resucita!» de su poesía.

Goethe, en su continua aspiración al perfeccionamiento, sintió como primer deber el de su propia vida. De uno de estos momentos de transformación, que le llevan al enriquecimiento de su existencia, nacen las imponderables «Elegías romanas». El ser pedagógico por excelencia, el autodidacta Goethe, aplica la pedagogía, una vez más, cuando huye de Weimar hacia Italia. Considerando superada para su formación la etapa de aquella Corte, Goethe ve necesario un nuevo cambio que venga a ampliar su vida y le dé materia para los años que sigan a su regreso a la patria. En sus cartas habla de la necesidad del cambio para la «elasticidad» de su espíritu y el engrandecimiento de su persona. Con seriedad germánica se ocupa de sí mismo como un gran deber, y siente como una falta todo lo que atente contra este designio. De paso, cree que todo lo que vaya reteniendo no sólo contribuirá a ampliar su espíritu, sino que asimismo pasará a engrandecer el de los demás. Con esta firme creencia tratará de consolar, mientras esté ausente, a la quejumbrosa señora de Stein y a los suyos.

¡Cuántas veces promete compensar con creces su pérdida y les anuncia que volverá con un tesoro de ideas y experiencias de las que les hará partícipes! En carta del 13 de febrero de 1787, dice a Carlota: «A través de mí podrás conocer más mundo». ¡Qué hábil era Goethe! Pero a ella eso no la consuela, y pide su efectiva presencia.

El viaje a Italia, que sintió Goethe con necesidad enfermiza, tuvo lugar el 3 de setiembre de 1786. El 29 de octubre llega a Roma, en una impaciente cabalgada desde Carlsbad. Empieza su renacimiento. Nada más pisar suelo italiano se siente hombre nuevo; el cambio lo ha rejuvenecido. En las «Elegías romanas» pueden verse los sentimientos del ser que descubre por segunda vez la vida y las cosas del mundo; se embriaga con el espíritu del arte, la suavidad de la atmósfera, y los recuerdos de la Antigüedad, y alguna vez, para que no falte nada, con un dulce vino de España (19 de enero, «Viaje a Italia»). Con todo se instruye. Cuando en algún momento de placer le cabe la duda de perder el tiempo, entonces piensa y se pregunta, con la admirable ingenuidad pedagógica de siempre: «Pero ¿es que no me instruyo mientras contemplo las formas del seno adorado…?» (Elegía I.) En las «Elegías romanas» culminan la exaltación y la alegría de Goethe ante la belleza y el descubrimiento de un nuevo tipo de vida. Ahora es cuando se hace verdad aquel pensamiento suyo que dice que el hombre se conoce a sí mismo en la medida en que conoce al mundo, y que cada objeto que se contempla con detenimiento despierta en nosotros un nuevo sentido.

Las «Elegías romanas» son veinte. Existen dos traducciones españolas. Una catalana, la hizo en 1904 Joan Maragall, y es realmente admirable. La otra es de R. Cansinos Assens y está incluida en las «Obras completas» de Goethe (Ed. Aguilar). Es fácil comprender que el benemérito esfuerzo de un traductor de más de cuatro mil páginas, no pueda afinar en el detalle de unas pocas poesías. Por otra parte creo sumamente perjudicial el empleo de términos arcaizantes, más propios del arte menor de una anacreóntica del siglo XVIII que no del gran estilo de las «Elegías». De esto puede ser un ejemplo la Elegía XIII traducida por Cansinos:

Pero ¡ay! el «traidorzuelo» que si asunto me dio

Para canciones, tiempo también «robóme» y calma;

Miradas tiernas, besos y «palabricas dulces».

Las amantes parejas en cambiar se complacen.

Es susurro la charla, es balbuceo el «palique»

Y de toda medida «horro» el himno resuena.

Veamos otro ejemplo. En la Elegía V, después de presentarnos a una encantadora amada «amodorrada» dice:

Más de un poema en sus brazos he rimado, y a fe

Que «tecleando» en su espalda suavemente, escandía los latinos hexámetros.

En este caso el mecanizado y oficinesco «tecleando» puede, incluso, incitar a la risa, y así desvirtuar lo poético, convirtiéndolo en ridículo.

Cómo se puede llegar a efectos contrarios de lo que se pretende, lo comprendió Goethe cuando, en las conversaciones con Eckermann, le enseña dos poesías que el mundo llamaría inmorales, y éste comenta, refiriéndose a una de ellas: «Además mucho depende de la forma; una de estas dos poesías, escritas en el tono y metro de los antiguos, resulta mucho menos atrevida. Alguno de los motivos, en sí, son fuertes, ciertamente, pero la manera de tratarlos presta al conjunto tanta grandeza y dignidad que…». «Tiene usted razón —dijo Goethe— cada forma poética produce efectos misteriosos. Si el contenido de mis "Elegías romanas" se expresase en el tono y en el metro del "Don Juan" de Byron parecerían escandalosas».

Por otra parte puede perjudicar mucho a una traducción la prolijidad. Si un poeta ha expresado algo en cuatro versos, el que traduce no debe emplear ocho o diez, con la intención de esclarecer el contenido. La nota aclaratoria debe ir al margen. Compárese, en lo que a esto respecta, el poema «Proximidad» con el mismo, de la edición mencionada, que lleva por título «Cercanía».

Es en Italia, en Roma precisamente, donde Goethe confirma su verdadera vocación de escritor, como aquella primera vez que, en carta jubilosa a Carlota von Stein (10 de agosto de 1782) la comunica: «¡En verdad, he nacido para ser escritor!». Ahora es al conde Carlos Augusto al que hace partícipe de la gran noticia, cuando le escribe que en la soledad de los días romanos se ha encontrado a sí mismo. ¿Y qué es lo que ha encontrado? A un artista. Es quizás este hallazgo, sorprendente si se tiene en cuenta su ya cimentada fama como artista, lo que ha llevado a uno de nuestros mejores escritores, en una original teoría, a concebir a un Goethe infiel a su destino, casi torciendo su vocación.

Cuando Ortega y Gasset escribe «Pidiendo un Goethe desde dentro», con dedo admonitorio, formula una acusación. Imagina que Weimar le esterilizó, casi le disecó, y gusta de suponer como una gran delicia un Goethe errabundo e inseguro, obligado por las necesidades de la vida a acrecentar su obra poética. Parece, incluso, como si el largo período de Weimar, y luego su vuelta allí, después del viaje a Italia, nos hubiera robado lo mejor de una hipotética producción.

¿Es posible —nosotros nos preguntamos— que se pueda pedir más de Goethe, después de todo lo que dio? Con Weimar o sin Weimar, pensamos que nada más podría habernos dado. El hecho de que ahora se llore por lo que pudiera haber sido, no es sino señal de lo mucho que se le exige a Goethe, pues como sucede con la obra de todos los grandes hombres, también la suya nos sabe a poco. Ni Weimar tuvo la culpa, ni Goethe se distrajo. Le sucedía como a Leonardo da Vinci, cuyo genio múltiple también puede inducimos a pensar si realmente aquella de pintor fue su vocación y, de serlo, si fue un mal que hiciera también otras cosas. Descollaron tanto en otras actividades que siempre puede quedar la duda de si hubieran sido más dedicándose por entero a una de ellas.

Con Goethe uno se pregunta, por ejemplo, ¿adónde habría llegado de haber seguido el camino de las ciencias naturales? Y esto es precisamente lo admirable de las grandes figuras: las infinitas posibilidades que ofrecen.

Goethe fue fiel a su vocación de literato, y tenemos que agradecerle a Weimar haber sido el lugar seguro desde donde pudiera continuar su formación y crecimiento. Todavía con el ejemplo ante los ojos de un Hölderlin muerto prematuramente para la vida del espíritu, si no para la terrestre, a causa de sus peregrinaciones y la inseguridad de su estado, o un Schiller también muriendo antes de tiempo, agotado por el esfuerzo que requería su trabajo, ¿no hemos de imaginar con terror un Goethe viviendo con vehemencia, quién sabe si miserablemente, para acabar con su vida a los cuarenta o cincuenta años? A Goethe hay que juzgarle en el conjunto de su vida entera. Imposible imaginar un Goethe sin Weimar.

En Goethe no se perdió nada, ni el momento más frívolo fue inútil, pues todo pasó a su obra y se infiltró de un modo sutil, contribuyendo a enriquecerla, del mismo modo que él cuidaba de que su propia existencia se enriqueciera. Sólo cuando comprendió que aquella Corte ya no le proporcionaba materia y que sus temas podían agotarse, él mismo se decretó la fuga. Aquel ser que fue implacable cuando se trataba de realizar lo que se proponía, si es que alguna vez perdió algo como escritor, lo ganó como hombre.

El afán de renovación de Goethe explica que trajese a la poesía alemana toda clase de ritmos y métricas. En la parte poética titulada «A imitación de las formas antiguas» vemos ejemplos de anacreónticas, epigramas, dísticos, aforismos, y hasta modelos de paremia. La concisión y el laconismo de estas poesías contrasta con los amplios poemas finales de esta antología que llevan por nombre «Trilogía de la pasión», que se inicia con un recuerdo wertheriano y culmina en la famosa «Elegía» que se conoce por el nombre de «Elegía de Marienbad».

En 1809-1814 publica Goethe «Poesía y verdad», parece como si el poeta hubiese cumplido el ciclo completo de su vida. No es así. En Marienbad (1821), Goethe conoce y se enamora de Ulrike von Levetzow, de diecisiete años, criatura alegre y maravillosa. Durante tres veranos se ven. Goethe tenía setenta y cuatro años y pensó seriamente en el matrimonio. Después de una lucha interior decidió renunciar, y todo el drama de la renuncia está expresado en la «Elegía de Marienbad», al tiempo que la punzante delicia de este amor tardío, que el poeta simboliza en las palabras iniciales de paraíso e infierno.

Carmen Bravo-Villasante