5
En el que Cabeza de Fuego propone algo que a Sietepuntos no le gusta ni pizca
A pocos metros de distancia del escondrijo de los duendes se toparon con una madriguera de conejo vacía.
—Hasta los conejos parecen haber desaparecido de aquí —dijo Cabeza de Fuego mientras examinaba con atención la enorme cueva principal.
—Es igual que mi casa —comentó Sietepuntos, nostálgico.
—Veamos cuántas salidas tiene la conejera —sugirió Bisbita—. Sólo debemos dejar abierta una salida de emergencia.
—Yo lo comprobaré. —Cabeza de Fuego salió disparado—. Cuatro salidas —anunció—. He tapado dos con nieve.
—Bien. —Bisbita, más tranquila, se acuclilló en el suelo—. Entonces pensemos en el modo de entrar en esa maldita guarida de ladrones.
—¡No es problema! —exclamó Cabeza de Fuego, que se tumbó en el suelo de la cueva y se desperezó suspirando—. ¡En absoluto!
Sietepuntos enarcó las cejas, pasmado, y miró a Bisbita.
Esta se encogió de hombros y preguntó a Cabeza de Fuego:
—¿Qué quieres decir? ¿Se te ha ocurrido alguna idea?
—Sí. —Cabeza de Fuego cruzó las piernas sonriendo con indiferencia—. Tengo un plan.
—Ah ¿y desde cuándo?
—Bueno, al fin y al cabo llevamos mucho tiempo arrastrando los pies por estos parajes. Así que he tenido tiempo de sobra de darle vueltas al coco, ¿no te parece?
Bisbita sacudió, irritada, la cabeza.
—Eres un fanfarrón. Vamos, suelta de una vez lo que has pensado.
—De acuerdo. —Cabeza de Fuego respiró hondo—. Primero: después de todo lo que he oído de esos duendes, seguro que no están siempre todos reunidos ahí abajo, en su sótano, sino que saldrán a menudo en tropel para saquear. ¿Me equivoco?
Bisbita y Sietepuntos asintieron.
—Es de suponer —dijo Bisbita.
—Bien. —Cabeza de Fuego sonrió satisfecho—. Segundo: de todos nosotros, sólo Sietepuntos ha visto a esa banda hasta ahora. ¿Cierto?
Los otros dos asintieron de nuevo.
—Entonces es sencillísimo: Bisbita y yo esperaremos a que una parte de la horda regrese esta noche de una incursión, nos mezclaremos entre ellos y de ese modo entraremos en su guarida. Y una vez allí intentaremos averiguar dónde han escondido nuestras provisiones.
Bisbita soltó un silbido entre dientes.
—Muy arriesgado, pero no está mal. Nada mal.
Sietepuntos miraba a Cabeza de Fuego, consternado.
—¿A esa locura llamas plan? —balbuceó.
—¿Por qué lo dices? —Cabeza de Fuego se incorporó—. ¿Es que esos tipos son distintos a nosotros? ¿Son azules o amarillos, o simples hombres y mujeres duende? ¿Tienen tres ojos? ¿O alguna otra señal especial?
Sietepuntos sacudía obstinado la cabeza.
—Pues entonces. ¿Cómo van a darse cuenta de que no somos de la partida? Apuesto a que continuamente se les suman duendes nuevos, mientras que otros se marchan.
—¿Y si no es así? —preguntó Sietepuntos con expresión dubitativa.
Cabeza de Fuego se encogió de hombros.
—Entonces habremos tenido mala suerte.
—¡Si os descubren os matarán!
—¡A mí nadie me mata tan fácilmente! —Cabeza de Fuego sonrió.
Sietepuntos movía, preocupado, su gorda cabeza.
—No me gusta el plan, y sobre todo, ¿qué voy a hacer yo durante todo ese tiempo?
—Traer el camión hasta aquí, por ejemplo. Y vigilar a los centinelas de los muros.
—¡Estupendo! —exclamó Sietepuntos, malhumorado—. ¿Cómo piensas sacar nuestras cosas de ahí dentro, eh?
Cabeza de Fuego se encogió de hombros.
—Aún no lo sé. Todo a su debido tiempo. Primero hay que inspeccionar el terreno. Yo diría que mañana, a primerísima hora, Bisbita y yo volveremos a deslizamos hasta aquí. Ya veremos qué hemos averiguado para entonces.
Sietepuntos lo miró dubitativo y Bisbita frunció el ceño.
—¡Vamos, no me miréis con esas caras tan lúgubres! —dijo Cabeza de Fuego, malhumorado—. Aunque tengamos que pasar a escondidas cada galleta por separado delante de los guardianes, lo recuperaremos todo y dentro de unos días volveremos a estar saciados y satisfechos en casa de Sietepuntos. ¡Ya lo veréis!
—¡Que así sea! —rezongó Sietepuntos—. Porque creo que consideras a los miembros de esa banda más tontos de lo que son.
—Yo tampoco tengo buenos presagios —reconoció Bisbita—, pero al fin y al cabo sabíamos de antemano que el asunto era peligroso —se levantó y estiró sus cansados miembros—. En ese caso, en cuanto oscurezca nos acercaremos a las ruinas con mucho sigilo. Luego esperaremos el regreso de ese tropel de saqueadores y entraremos con ellos. ¡Ojalá tengamos suerte!
—Creo que tienes razón —admitió Cabeza de Fuego.
—¡Oh, maldita sea! —Sietepuntos esbozó una mueca lastimosa—. No sé por qué me siento mal. Si por el miedo a que todo salga mal o por el hambre.
Cabeza de Fuego y Bisbita soltaron una carcajada.
—Yo sé por qué acaba de decir eso —dijo Bisbita—. ¿Tú también, Cabeza de Fuego?
—Claro que sí. —Cabeza de Fuego sonreía—. Nuestro amigo quiere las avellanas de Milvecesbella. ¿Qué tendría que pasar para que este deje de pensar en la comida?
Sietepuntos dirigió a sus dos amigos una furibunda mirada.
—Sois tontos. Y tenéis el estómago en los pies, igual que yo.
—Cierto —admitió Bisbita abriendo el saco de las escasas provisiones—. Venga, comamos sin pensar demasiado en lo que nos proponemos hacer.
En cuanto la oscuridad se abatió sobre la colina, se pusieron en marcha. Con el corazón desbocado se aproximaron a los altos y nevados restos del muro. Ofrecían un aspecto inquietante: parecían dientes de piedra brotando de la tierra. En los dos trozos de muro más altos se sentaban dos centinelas duendes, bamboleando sus piernas con indiferencia sobre el abismo.
—No parecen muy preocupados —susurró Bisbita.
—¡Tanto mejor! —contestó Cabeza de Fuego también en susurros.
Cuando ya sólo los separaban de las ruinas unos cuantos árboles, se tumbaron boca abajo en la nieve y avanzaron a rastras un trecho más. Por suerte ya no reinaba el mismo silencio que durante el día. Se había levantado un poderoso viento que agitaba ruidosamente las ramas desnudas. Pequeños aludes de nieve caían, rumorosos, de las copas de los árboles, y en el suelo el viento impulsaba la nieve como si fuera humo blanco.
—¡Cuidado! —cuchicheó Bisbita—. Un guardián mira hacia aquí.
Los tres sentían un frío espantoso, pero apretaron los dientes y aguzaron los oídos en la dirección del viento. Esperaban el sonido de muchos pies. Pero el tiempo pasaba, los centinelas sobre los muros derrumbados cambiaron la guardia y nada se movía.
Cuando Bisbita pensaba que ya no aguantaría ni un minuto más tumbada, de repente el bosque oscuro se llenó con el estruendo de numerosas voces y de pies caminando pesada y descuidadamente.
—¡Ya vienen! —cuchicheó Cabeza de Fuego.
—¿Por dónde?
—Vienen directos hacia nosotros.
Bisbita se incorporó con cautela y se arrodilló, muy agachada, en la nieve.
—¡Lárgate, Sietepuntos! —susurró.
Sietepuntos se alejó reptando como una pequeña serpiente regordeta.
Las voces y los pasos se volvieron más ruidosos.
—Nos levantaremos de un salto cuando los tengamos encima —susurró Cabeza de Fuego.
—Nos expondremos a una lluvia de pisotones —advirtió Bisbita.
Los dos contuvieron el aliento y tensaron los músculos. El estruendo se aproximaba cada vez más. De pronto se encontraron rodeados por un sinnúmero de cuerpos delgados y peludos. Algunos arrastraban sacos llenos hasta los topes, otros caminaban a su lado libres de carga. Cuando el estrépito se aproximó, Cabeza de Fuego y Bisbita se levantaron deslizándose junto a un delgado tronquito de árbol y veloces como el viento se introdujeron entre la horda vociferante. Nadie se dio cuenta. El griterío a su alrededor prosiguió, y la turba se dirigió sin vacilar hacia las ruinas.
Por un momento, Cabeza de Fuego perdió de vista a Bisbita, pero esta captó luego una sonrisa suya. Habían acordado fingir que no se conocían. Les parecía más seguro. El oscuro anillo de los muros estaba cada vez más cercano. Después, la salvaje tropa se introdujo por un amplio agujero que antaño debió de ser la puerta de entrada y accedieron al interior de los muros. Sobre ellos pendía el cielo nocturno oscuro y sin estrellas. Los duendes empujaron a Bisbita hacia un enorme agujero cuadrado situado en el centro de las ruinas y que parecía bostezar amenazador hacia ellos. Ella intentó lanzar una rápida ojeada a la zona superior de las ruinas. Parecían completamente vacías… excepto el enorme montón de basura apilado en un rincón y que desprendía un hedor repugnante. Después la empujaron al borde del oscuro agujero. Largas cuerdas se balanceaban desde allí hasta abajo. Numerosos duendes se descolgaban ya por ellas.
—¡Venga, date prisa! —le gritó al oído una voz ronca, y alguien le propinó un empujón.
Bisbita, sorprendida, agarró una de las gruesas sogas y descendió hacia las profundidades.