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En el que nuestros tres amigos duendes emprenden un peligroso viaje con la tripa vacía
Veinticuatro horas después, Bisbita, Sietepuntos y Cabeza de Fuego partieron al rayar el alba. Libélula Azul se quedó en la madriguera de Sietepuntos con unos trozos de pan como alimento. Estaba todavía demasiado agotado para serles de gran utilidad en su empresa. Fue muy difícil convencerlo, pero al final lo reconoció.
Milvecesbella, al despedirse, había dado a Bisbita unas avellanas como ración de emergencia.
—No conviene lanzarse a una aventura tan peligrosa con el estómago vacío —le advirtió.
Además los tres amigos llevaban el camión de Cabeza de Fuego, unos sacos vacíos, una cuerda y unas cortezas de pan seco, un equipo bastante lamentable, pero ¿qué podían hacer? Sencillamente, era todo cuanto tenían.
Era una mañana oscura, neblinosa, y los tres caminaban pesadamente por la nieve de un humor muy sombrío. La noche anterior había parado de nevar, y por la noche la helada había convertido los blandos copos en una costra de nieve dura. Cuando llegaron al puente bajo el que Cabeza de Fuego tenía su cueva, se detuvieron. El arroyuelo estaba casi helado, a sus oídos llegó el chapoteo y gorgoteo del agua por debajo del hielo.
—Ay ¿no sería maravilloso que ahí abajo en mi casa nos esperase un espléndido desayuno? —preguntó Cabeza de Fuego con un suspiro.
—¡Bah, déjalo ya! —replicó Sietepuntos, mirando al sur, atemorizado.
Allí el bosque se alzaba oscuro y desnudo entre gélidos jirones de niebla.
—¡Vamos! —exclamó Bisbita—. Es hora de proseguir nuestro camino.
Continuaron su marcha silenciosa por la nieve con trozos de corteza de árbol atados a los pies. Bisbita iba en cabeza. La seguía Sietepuntos y cerraba la marcha Cabeza de Fuego con el camión verde chillón. Andaban siempre muy cerca del talud de la orilla, para no perder de vista al arroyo en medio de la espesa niebla. Este serpenteaba hacia el sur, oculto bajo el hielo y la nieve, entre las piedras heladas y la hierba nevada… cada vez más lejos hacia el sur.
Muy pronto los duendes se encontraron en una parte del bosque que jamás habían hollado. Todo era desconocido: los sonidos, los olores, los árboles y los arbustos. La maleza se volvía cada vez más espesa y los árboles caídos les cortaban el paso. Muchas veces simplemente no podían pasar, y tenían que dar rodeos que les hacían perder mucho tiempo. Entre los árboles, el suelo estaba sembrado de ramas caídas que la nieve había convertido en obstáculos insuperables.
Llevaban ya tres horas de marcha cuando pasaron junto a una zorrera que parecía deshabitada. Bisbita olfateó con mucho cuidado los alrededores y finalmente introdujo su nariz en la oscura entrada.
—Lleva meses abandonada —afirmó—. ¿Qué os parece si nos tomamos un pequeño descanso?
—Excelente idea —dijo Sietepuntos, frotándose las piernas fatigadas.
Cabeza de Fuego cogió del camión las cortezas de pan envueltas, y se sentaron con ellas en la espaciosa cueva, situándose de modo que pudieran divisar el bosque desde la entrada.
—Bueno, ¿qué os parece este paraje? —preguntó Cabeza de Fuego partiendo una corteza de pan en tres trozos iguales.
—A mí me resulta inquietante —respondió Bisbita mirando malhumorada hacia el exterior—. Todo parece muerto. No se oyen las cornejas. Tampoco se ven ciervos, ni conejos. Nada.
—Sólo tres duendes hambrientos. —Sietepuntos suspiró y comenzó a roer con amargura el pan seco—. Para consolarnos ¿no podríamos comer una de las avellanas de Milvecesbella?
Bisbita sacudió la cabeza con gesto decidido.
—No, querido. Por el momento, están a buen recaudo.
Mascaron las cortezas, duras como piedras, embargados por la tristeza. Ni a Cabeza de Fuego se le ocurrió un chiste.
Cuando reemprendieron la marcha, la niebla se había levantado, pero no se veía el sol, y el mundo era gris, blanco y negro.
En una ocasión se ocultaron en la maleza porque una marta corría rauda por la nieve, pero aparte de eso, todo a su alrededor permaneció silencioso y yerto.
Después, muy lentamente el bosque cambió y comenzaron a abrirse con más frecuencia superficies llanas y nevadas entre los árboles. En verano seguro que eran terrenos pantanosos y traicioneros, pero ahora parecían casi praderas heladas. Los tres veían aumentar el número de arroyuelos, tan gélidos como el que seguían. Y veían cada vez más árboles a los que se notaba que llevaban años muertos.
—Parece que hemos alcanzado la zona pantanosa del bosque —comunicó Bisbita, deteniéndose—. Así que ahora hemos de torcer hacia el suroeste.
El arroyo que seguían desde hacía tanto tiempo describía una amplia curva. Bisbita miró al cielo, inquieta. Pero estaba tan gris y encapotado que no permitía vislumbrar la posición del sol en esos momentos.
—Ahí delante parece que el paisaje se vuelve más ondulado —dijo ella al fin.
—¿Dónde? —Cabeza de Fuego entornó los ojos—. No veo nada. Pero te creo. Y si hemos caminado todo el tiempo en dirección al sur, debería estar al suroeste. ¿Tú qué opinas, Sietepuntos?
El aludido se encogió de hombros y miró, inseguro, a su alrededor.
—Ni idea. A mí no me preguntéis. Con los malditos puntos cardinales siempre me confundo.
—No se hable más. Adelante. —Bisbita se volvió muy decidida hacia el lugar donde suponía que se hallaba su objetivo.
Los demás la siguieron en silencio y cruzaron, cautelosos, el arroyo que los había conducido hasta allí. Tras resbalar y patinar por el hielo liso, con esfuerzo, treparon por el pedregoso talud.
—Deberíamos colocar aquí alguna señal —sugirió Cabeza de Fuego—, algo que nos permita reconocer de nuevo este lugar y el arroyo.
—Magnífica idea —asintió Bisbita—. Pero ¿qué?
—Lo mejor será que grabemos algo en ese árbol —señaló un sauce que crecía justo en el talud de la orilla.
—¿Qué?
Cabeza de Fuego se rascó la barriga vacía.
—¿Qué os parece una D de dulces?
—O de duendes —repuso Sietepuntos, sonriendo—. Me gusta la D.
—De acuerdo —dijo Bisbita—. ¿Por qué no?
Cabeza de Fuego, utilizando una de sus garras afiladas, grabó con esfuerzo una enorme D en la corteza del árbol. Después retrocedió unos pasos y, entornando los ojos, contempló su obra con mirada crítica.
—Es muy fácil de ver para unos ojos de duende —afirmó satisfecho—. Continuemos.
Ahora que el arroyo había dejado de indicarles el camino, era difícil mantener la dirección, pero Bisbita avanzaba en cabeza sin vacilar. Las zonas pantanosas desnudas y nevadas eran mucho más fáciles de atravesar que la tupida maleza. Ninguno de ellos sabía el tiempo que llevaban caminando cuando al fin una colina apareció ante sus ojos. Era muy empinada. Por lo que podía verse bajo la gruesa capa de nieve, sus laderas apenas tenían vegetación. Sin embargo, arriba, en la cima, se apiñaba una gran cantidad de árboles desgarbados y esqueléticos.
—A lo mejor es esta —aventuró Cabeza de Fuego en voz baja, como si temiera que lo escuchasen—. Desde luego, es empinada.
—Sí que lo es, sí. —Sietepuntos suspiró—. Cuando nos torturemos subiendo por esa nieve, podrá vernos cualquiera. El camión, sobre todo, parecerá una señal luminosa.
Cabeza de Fuego lo miró, irritado.
—Ni una palabra en contra de mi camión, te lo ruego. Nos prestará un buen servicio en su momento. Espolvorearé un poco de nieve por encima de él y nosotros también debemos revolcarnos un poco en la nieve para no llamar tanto la atención.
Con la nieve pegada al cuerpo y moteados de blanco emprendieron la fatigosa ascensión. Fue la parte más dura del viaje. Llegaron arriba sin aliento.
—¡Qué espanto! —exclamó furioso Cabeza de Fuego—. ¡Yo no he nacido para alpinista!
—¡Chiiist! —siseó Bisbita mirando nerviosa a su alrededor. Sus grandes orejas se contraían de un lado a otro—. Si esta es la colina, seguro que esos tipos habrán colocado centinelas en algún sitio.
Pero por más que acecharon y vigilaron, no descubrieron nada. También allí arriba reinaba el silencio. Casi les parecía que eran los últimos seres vivos del mundo.
—Propongo que escondas tu camión aquí —sugirió Bisbita—. Cuando lo necesitemos, regresaremos a por él.
—De acuerdo.
Cabeza de Fuego arrastró su camión hasta un lugar impenetrable entre la maleza y oculto por la nevada. Tuvo que esforzarse mucho para meter bien adentro el voluminoso vehículo. Pero al fin lo consiguió. Del juguete ya no se veía ni rastro.
—Listo —dijo Cabeza de Fuego—. Y ahora, ¿qué?
—A buscar esas ruinas.
Escudriñaron atentamente alrededor, pero en esa colina no había ninguna casa de humanos quemada. Ahora tenían que escoger entre una colina que se alzaba en el bosque a un buen trecho de allí y otra próxima a la que se encontraban.
—Optemos primero por la de al lado —propuso Sietepuntos—. Las dos parecen hostiles.
Bisbita y Cabeza de Fuego se mostraron de acuerdo. Decidieron dejar el camión en su escondite y, tras meter las avellanas y el pan sobrante en un saco, emprendieron el descenso. Aprovechaban cada accidente del terreno para ocultarse. Pero no había muchos, ni allí ni en la ladera de la colina vecina.
Esta vez, los tres llegaron tan agotados a la cima que les temblaban las piernas.
—Antes de nada necesito sentarme —farfulló Cabeza de Fuego apoyándose en una piedra grande con la respiración jadeante.
Bisbita y Sietepuntos se acomodaron a su lado. Tardaron un poco en recuperar el aliento.
—¡Ay! —se lamentó Sietepuntos—, ¡qué palizón! Y con unos simples trozos de pan seco en la barriga. Es un milagro que no haya caído muerto hace rato.
—Calla —susurró Bisbita, atisbando por detrás de la piedra.
Allí arriba el paisaje era igual que el de la primera colina. Inquieta, dejó vagar sus ojos por los numerosos troncos los árboles. De pronto, se inclinó hacia delante.
—¡Ahí! —dijo en voz baja—. Creo que esta vez hemos tenido suerte. ¡Ahí arriba hay algo!
—¿Dónde? —los otros dos, presos del nerviosismo, otearon en la dirección que señalaba el dedo peludo de Bisbita.
—Yo no veo nada —gruñó Cabeza de Fuego.
—Yo, tampoco —confirmó Sietepuntos.
—Pero yo, sí. —Bisbita se levantó con agilidad y les hizo seña de que la siguieran.
Se deslizaron agachados tras los troncos de los árboles hasta detenerse detrás de un montón de nieve arremolinada.
—¿Lo veis?
Sietepuntos y Cabeza de Fuego atisbaron con esfuerzo por encima del borde del montón de nieve.
—Ahí delante. Detrás del roble contrahecho. Unas ruinas, justo como dijo Milvecesbella.
—¡Sí! —exclamó Cabeza de Fuego muy excitado—. ¡Ahora yo también lo veo! ¡Restos de una casa de humanos!
—Creo que hay centinelas —susurró Sietepuntos—. Ahí arriba, encima de los muros.
—Cierto —cuchicheó Bisbita—. Lo mejor será que busquemos primero un cobijo lo más cercano posible para poder discutir tranquilamente el modo de entrar ahí.
Cabeza de Fuego y Sietepuntos asintieron en silencio. Los tres lanzaron una última ojeada al peligroso destino de su viaje. Después desaparecieron entre la espesura.