6

Que comienza con una mala sorpresa y termina con una decisión audaz

—¡Rediez! —rugió Cabeza de Fuego pegando una patada a la lata de conservas que tenía delante—. ¡Rediez, rediez y rediez!

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Bisbita—. Es la tercera que hallamos en mal estado.

—Ante todo deberíamos sacar de mi cueva esa cosa apestosa —se quejó Sietepuntos—, o tendré que buscarme una vivienda nueva para el invierno.

—¡Menudo chasco! —Cabeza de Fuego iba y venía entre las latas abiertas, resoplando de ira—. Jamás me había sucedido esto. Estos chismes son eternos.

—Pues los de aquí, no —repuso Bisbita comenzando a bajar de nuevo las tapas de las latas—. Debían llevar años en esa caravana.

—Sólo nos quedan las manzanas y las nueces —precisó, enfurecido, Cabeza de Fuego—, y quién sabe si no estarán también podridas.

Sietepuntos rompió una de las cáscaras claras, onduladas, y olfateó preocupado su interior.

—Parecen en buen estado —constató, aliviado.

—En fin, algo es algo. —Bisbita apoyó su hombro peludo contra una de las latas—. Venga, empujémosla nuevamente hasta fuera.

—Pero por favor, bien lejos de mi casa —rogó Sietepuntos—, el hedor es espantoso.

Sacar las latas de la casa de Sietepuntos fue casi el doble de cansado que meterlas. Con la alegría del triunfo y el orgullo por su botín el peso les había resultado ridículo, pero ahora la decepción tornaba a esos malditos chismes muy pesados. Además, era imposible rodar las latas abiertas.

Cuando al fin lo consiguieron, se sentaron encima de la hierba, delante del árbol seco, cansados y tristes. El sol estaba en lo alto del cielo. Un trozo de azul asomaba, brillante, entre grandes montañas de niebla gris, pero ahora el frío había aumentado y el viento arrancaba a montones las hojas secas de los árboles. Los tres duendes contemplaron el cielo preocupados. Con un tiempo así, en el verano las copas de los árboles habrían susurrado por encima de sus cabezas, pero ese día los árboles crujían y crepitaban al viento frío, como si fueran de hielo.

—Hemos hecho una de las incursiones más valientes en busca de botín que jamás haya osado emprender un duende —gruñó Cabeza de Fuego—, ¿y cómo se han recompensado nuestros esfuerzos? —irritado, comenzó a partir en trozos diminutos una de las hojas caídas.

—Ahora tenemos provisiones para una semana más o menos —reconoció Bisbita—, pero necesitamos como mínimo para tres meses.

—Podríamos alimentarnos de hojas —refunfuñó Cabeza de Fuego—, hay de sobra.

—Yo ya las probé una vez —informó Sietepuntos con voz acongojada—. Saben fatal y te llenan lo mismo que un bocado de aire.

Bisbita suspiró y se miró los pies en silencio durante un rato. Después, respirando profundamente, dijo:

—No me gusta reconocerlo, pero creo que Cabeza de Fuego tiene razón. Debemos buscar las provisiones para este invierno en la cabaña del Pardo.

Los otros dos la miraron de hito en hito en silencio.

Una repentina sonrisa se dibujó en el rostro negro y peludo de Cabeza de Fuego.

—Ya os lo había dicho —se incorporó, henchido de orgullo—, ahí dentro tiene que haber provisiones a montones. Porque a fin de cuentas este año la gente le ha comprado muy poco.

—Eso… —Sietepuntos tragó saliva—, eso… —volvió a tragar saliva—, ¡eso es demasiado peligroso! —sus ojillos miraban a Bisbita incrédulos—. ¡Tú misma has reconocido que es demasiado peligroso!

Bisbita se encogió de hombros, fatigada.

—Y sigo opinando lo mismo. Es demasiado peligroso, una verdadera locura. Un auténtico suicidio. ¡Pero no se me ocurre nada mejor!

—¡Bah! —Cabeza de Fuego volvía a sentirse belicoso—. Creo que tenemos que trazar ahora mismo un plan.

—¡No! —Bisbita se levantó meneando la cabeza—. De momento, tengo más que suficiente. Necesito unos días de descanso. Deseo disfrutar un poco de la vida antes de que el perro del Pardo me coja entre los dientes. Me llevaré una nuez, me meteré en mi cueva, meditaré un rato y haré acopio de fuerzas. Unos cuantos días carecen de importancia —lanzó una mirada a las nubes grandes—. La nieve aún está lejos —observó su cuerpo—. ¿Lo veis? Se me eriza el pelaje. Ya va siendo hora de llegar a las hojas.

Se giró de nuevo hacia Sietepuntos, que la miraba con los ojos teñidos de tristeza.

—No te preocupes —dijo acariciando su cabeza desgreñada—, que no te morirás de hambre. Hasta ahora siempre se nos ha ocurrido algo.

—Ella tiene razón, muchacho —añadió Cabeza de Fuego, propinando al duende gordo un codazo amistoso en el costado—. Descansemos unos días de nuestras heroicas hazañas, y ya nos ocuparemos del invierno más tarde.

—Vuelvo a estar hambriento —dijo suspirando Sietepuntos.

—Tú siempre estás hambriento —rio Bisbita—, eso no significa nada —desapareció en el interior de la cueva de Sietepuntos y volvió a salir con una nuez debajo del brazo—. Que os vaya bien —se despidió—. Propongo que la próxima vez, para variar, nos reunamos en casa de Cabeza de Fuego. Concretamente dentro de dos días, a la salida del sol.

—De acuerdo —accedió Cabeza de Fuego, levantándose—. Me llevaré mi nuez la próxima vez. Pero ¡ay de ti si te la comes! —y dirigiendo a Sietepuntos otra sonrisa de ánimo, su pelo rojo desapareció entre la hierba amarilla y el remolino de hojas.

Sietepuntos se quedó un rato sentado. Luego se levantó, cerró su cueva y se dirigió hacia su mirador en el olmo. Le apetecía observar un rato al Pardo.