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En el que Sietepuntos cuenta algo que en realidad conoce desde hace tiempo

Se duerme mejor con la tripa llena que vacía. Cuando Sietepuntos, Cabeza de Fuego y Bisbita despertaron, habían dormido una tarde, un crepúsculo y una noche entera.

La nueva mañana no fue ni un ápice más amable que la anterior. Cuando los tres asomaron la punta de sus narices por la cueva de Sietepuntos, el aire frío y húmedo del invierno los golpeó.

Se deslizaron fuera tiritando. Cabeza de Fuego trepó a la copa del árbol muerto y, bostezando, se sentó sobre una gruesa rama. Los demás lo siguieron.

Con gesto malhumorado alzaron la vista hacia el sol, que era una mancha lechosa en el cielo gris.

—Tan pequeño y pálido, parece mucho más lejano que nunca —comentó Bisbita.

—¡Ojalá no nos abandone del todo! —gruñó Cabeza de Fuego, sacudiéndose—. Todos los años ocurre lo mismo. A todos les nace un tupido pelaje invernal menos a nosotros.

—Bueno. —Bisbita acarició su grueso pelaje negro—, a mí me parece que no tienes motivos de queja —se estiró, suspirando—. ¡Ah, qué sensación tan maravillosa es volver a sentirse llena!

—Sí, es maravillosa. —Sietepuntos asintió y chasqueó la lengua satisfecho.

—Y para proseguir el resto del invierno tan deliciosamente atiborrados —intervino Cabeza de Fuego—, deberíamos coger unas cuantas provisiones de la cabaña del Pardo.

—No me vengas otra vez con esas. —Bisbita le dirigió una furiosa mirada de reojo—. ¡Es demasiado peligroso!

—¿Y tú qué hiciste ayer, eh?

—Eso… eso era diferente.

—Opino. —Sietepuntos carraspeó con timidez—, opino que existe otra posibilidad para conseguir provisiones para el invierno. Los otros dos lo miraron sorprendidos.

—¿Cuál? —preguntó Cabeza de Fuego.

—Desde hace algún tiempo tengo un pequeño mirador en un viejo olmo —refirió Sietepuntos—, justo al lado del claro. Muy tranquilo. Resguardado del viento y muy calentito cuando luce el sol. Al anochecer suelo sentarme allí para contemplar lo que sucede en el claro, echar una parrafadita con el cuervo, en fin… De ese modo descubrí que la caravana situada junto al lindero del bosque debe llevar bastante tiempo deshabitada. Sólo el Pardo acude de vez en cuando para sacudir la puerta y atisbar por las ventanas.

—¿Y? —Cabeza de Fuego se impacientaba.

—Pues que a lo mejor todavía encontramos provisiones en el interior —opinó Sietepuntos encogiéndose de hombros—. Y seguro que es menos peligroso entrar a echar un vistazo que ir a la cabaña del Pardo.

—No es mala idea. —Bisbita se rascó la tripa, meditabunda—. Pero no tengo ni idea de cómo entrar en una de esas enormes latas. ¿Y vosotros?

—Yo sí sé cómo —repuso muy orgulloso Sietepuntos.

—¿Y por qué no nos lo has contado antes? —preguntó Cabeza de Fuego, irritado.

—Porque me parecía demasiado peligroso. Pero antes que morir de hambre…

—Suéltalo ya. —Bisbita miró expectante a Sietepuntos—, ¿cómo podemos entrar?

—Muy abajo, en un lateral —explicó el duende con voz de conspirador—, hay un agujero oxidado en la pared, un poco mayor que mi cabeza. Creo que cabremos por ahí.

—En ese caso deberíamos comprobarlo esta misma noche. —Cabeza de Fuego pataleó encima de la rama tan excitado que estuvo a punto de caerse de cabeza—. A lo mejor resulta que no estamos condenados a morirnos de hambre.