Prólogo

—Ya puedes abrir los ojos.

La chica obedeció y se quedó boquiabierta. Delante de ella, sobre la cama, había un bunad drapeado. Sorprendida, se volvió hacia su madre, que la miraba con ilusión.

—¿Es para mí?

—Sí, cariño. Necesitas un traje adecuado para tu boda —contestó su madre con una sonrisa.

—Es maravilloso —dijo la chica en un susurro, al tiempo que acariciaba con timidez el traje de fiesta. Sobre una falda negra que llegaba hasta los tobillos se extendía un mandil con un vistoso bordado y un saquito de tela atado. El corpiño era sin mangas y de color granate, ornamentado con un ribete bordado, y por debajo sobresalían las mangas abultadas de una blusa blanca.

—Pero falta lo más importante —dijo la madre, sacó una cajita y se la alcanzó a su hija invitándola a abrirla con una sonrisa.

La chica abrió la cajita y sacó un colgante redondo de plata que se balanceaba en una cinta de terciopelo.

—Pero es tu medallón nupcial —exclamó.

La madre asintió.

—Me lo regaló mi madre cuando me casé con tu padre. Ahora me gustaría dártelo para que puedas meter tus fotos —dijo.

La chica le dio la vuelta en la mano a la alhaja, con un laborioso grabado, y en la parte posterior descubrió una inscripción. Miró a su madre, intrigada.

—La dedicatoria es mía —le explicó.

Su hija leyó aquellas palabras llenas de afecto, rompió a llorar y le dio un fuerte abrazo a su madre.

—Te echaré tanto de menos… —murmuró.

—Yo también, mi niña, yo también —susurró la madre.