Nordfjord, verano de 2010
Amund fue el primero en hablar. Sonrió a Nilla y dijo:
—Soy Amund Oppedal, el hijo de Peer. Hace poco me enteré de que eres su prima. —Nilla miró a Amund sorprendida—. Sé por Tekla Karlssen que eres la mejor amiga de Mari. He venido con sus dos nietas, Lisa y Nora, porque esperan que les puedas decir dónde encontrarla.
—¿Mari tiene nietas? —susurró Nilla.
Lisa agarró sin querer la mano de Nora. Nilla había hablado de Mari en presente, no en pasado.
—¿Entonces está viva? —preguntó Lisa. Su voz sonó quebrada. Advirtió que a Nora le temblaba la mano.
—¿Quién está viva?
Detrás de Nilla había aparecido una anciana. Era más alta que Nilla, tenía unos rizos grises cortos y los hombros ligeramente inclinados hacia delante. Miró a Lisa por encima de la cabeza de Nilla. Lisa contuvo la respiración. Vio dos ojos azules que conocía bien: eran los mismos que le devolvían la mirada cuando se veía en el espejo.
—¡Mari, preséntate, estas son tus nietas! —exclamó Nilla, y se volvió hacia ella. Mari se puso pálida y empezó a mover la cabeza en un gesto de incredulidad. Lisa sintió que le daba un vuelco el corazón. Jamás habría pensado que iba encontrar a Mari precisamente allí. Todo le parecía un sueño: ¿de verdad su búsqueda, que había durado semanas, llegaba a su fin esa misma tarde? Miró a Nora, que parecía igual de aturdida.
—¡Ver para creer! —dijo Mari, que se restregó los ojos con la mano—. Siempre me pregunté si era abuela. Y ahora de repente tengo delante a dos chicas guapas. Bente debe de estar muy orgullosa.
Lisa quiso intervenir y corregirle diciendo que no era hija de Bente, pero Mari le dijo a Nora:
—Eres igual a Ánok. ¿Cómo están él y Bente?
Nora se encogió de hombros.
—Ni idea. Nunca conocí a mi padre. Y hace tiempo que no tengo contacto con mi madre.
Mari miró a Nora desconcertada.
—¿No conoces a tu padre? No lo entiendo. Pero si Bente se escapó con él.
Nora y Lisa intercambiaron una mirada de irritación.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Nora.
—Bueno, porque me lo dijo ella —contestó Mari—. Me preocupaba mucho porque nunca volví a saber de ella. Hoy en día sigo sin entender por qué rompió el contacto conmigo —añadió con tristeza.
Nora arrugó la frente.
—Perdona, pero tu marido se ocupó de que Bente y Ánok se separaran después de que le contaras sus planes de huida.
Mari levantó una mano.
—Un momento, ¿que yo hice qué?
Nora puso cara de sorpresa.
—¿Cómo iba a saber si no cuándo y dónde habían quedado?
Mari respiró hondo y se inclinó hacia delante, exaltada.
—Ni idea, pero en todo caso yo no se lo dije. ¡Jamás en la vida habría traicionado a Bente! —exclamó.
Amund se apoyó en la barra, se acercó a Nilla y dijo en voz baja:
—Tal vez deberíamos irnos a otro sitio. —Señaló con la cabeza la mesa de las dos mujeres, que habían interrumpido su conversación y miraban con evidente curiosidad al pequeño grupo de la barra. La familia americana también los miraba con interés. Solo el lector de prensa continuaba leyendo impasible.
Nilla asintió, agarró a Mari del brazo con suavidad y dijo:
—Vamos arriba.
Lisa, Amund y Nora siguieron a Mari y Nilla a la primera planta, donde vivían las dos amigas. Además de dos dormitorios y un baño, había un pequeño salón con vistas al jardín. Alrededor de una mesa ovalada había dos sofás y un sillón orejero, en el que se sentó Amund, mientras que Nora y Lisa tomaban asiento en un sofá, enfrente de Nilla y Mari.
Mari miró a Nora y a Lisa conmovida.
—¡No lo entiendo! Durante todos estos años mi marido me hizo creer que Bente había roto con Ánok. Me culpaba de haber hecho infeliz a nuestra hija por no haberme opuesto a la relación. ¡Será hipócrita! —Mari se dejó caer hacia atrás e intentó recobrar la compostura.
Nilla posó una mano sobre el brazo de Mari y preguntó:
—¿Qué pasó exactamente? ¿Cómo consiguió Knut separar a Bente y Ánok?
—Sobornó a Ánok, que procedía de una familia muy pobre, con mucho dinero para que se fuera de Tromsø con ella y desapareciera de su vida para siempre —contestó Nora.
Mari abrió los ojos de par en par.
—Pero eso significa que por entonces Bente ya estaba embarazada. Y se las tuvo que arreglar sola. Dios mío, es horrible —susurró.
Lisa miró a los ojos a Nora y vio en ellos reflejada su propia conclusión: la reacción de Mari era auténtica, era obvio que realmente no sabía nada de los tejemanejes de su marido.
Nora se inclinó hacia delante.
—Pero mi madre no estuvo del todo sola, y eso es gracias a ti, indirectamente.
Mari miró a Nora desconcertada.
—Tekla la acogió en la granja de los Karlssen. Ha sido prácticamente nuestra segunda casa —explicó Nora.
Mari se llevó una mano a la boca, se volvió hacia Nilla y exclamó:
—¡Durante todos estos años ha estado tan cerca!
Nilla sacudió la cabeza y dijo:
—No os lo creeréis, pero hemos buscado a Bente por todas partes. No se nos ocurrió que pudiera estar precisamente en la granja.
Mari asintió.
—Y Tekla no me dijo nada porque ella también pensaba que había traicionado a su prima. Por fin entiendo por qué rompió el contacto conmigo.
Mari se quedó callada y se limpió la nariz. Con la voz entrecortada preguntó:
—¿Creéis que Bente estaría dispuesta a verme?
Nora se irguió y contestó con reservas:
—A decir verdad, no lo sé. Al fin y al cabo, hasta hace unas semanas había conseguido ocultarme quién es mi padre y por qué ya no tiene contacto con sus padres. Por cierto, ¿qué hay de su padre? ¿Está vivo?
Mari sacudió la cabeza.
—No, Knut falleció hace unos años, pero yo ya me había separado de él mucho antes. Ya no soportaba más sus continuos reproches y su odio por Ánok. Cuando nuestro hijo Kåre, el hermano menor de Bente, se fue de casa, también me fui yo.
—Kåre es investigador polar, ¿verdad? —preguntó Lisa—. Hemos intentado localizarlo, para preguntarle por ti, pero ahora mismo está en una expedición.
Mari asintió.
—Sí, vuelve en agosto —dijo—. Desde pequeño soñaba con seguir algún día los pasos de Roald Amundsen. Le encantan las extensiones de hielo y la soledad que se respira allí arriba. A veces pienso que en otra vida fue un oso polar —añadió con una leve sonrisa. Posó su mirada en Nora, que tenía la mirada perdida con gesto adusto.
Mari se inclinó hacia delante y le rozó la rodilla.
—Comprendo que te sientas decepcionada y furiosa con tu madre, pero si piensas en lo que ha tenido que sufrir…
Nora apretó los dientes.
—Sí, ya lo sé. Pero necesito un tiempo para asimilarlo —dijo—. Pero no tengas miedo, no cometeré el mismo error que ella y desapareceré para siempre. Además, tiene que saber lo antes posible que no la traicionaste —añadió, más conciliadora.
—Gracias —dijo Mari, que sonrió aliviada. Desvió la mirada de Nora hacia Lisa—. Entonces sois hermanastras —afirmó, y dijo—: ¿Dónde conoció Bente a tu padre? ¿Sigue con él?
Lisa sacudió la cabeza y tragó saliva. Había seguido la conversación en silencio hasta entonces, y se preguntaba desde hacía unos minutos cómo encajaría la anciana más noticias emocionantes. A fin de cuentas tenía casi noventa años y parecía ya bastante agotada. Tal vez sería mejor darle un respiro.
—Pobre Bente —dijo Mari, y aquellas palabras penetraron en la mente de Lisa—. Entonces no tuvo suerte en el amor.
Nilla también estaba preocupada por su amiga, pues le apretó la mano y se volvió hacia sus invitados.
—Creo que podríamos tomar un pequeño refrigerio. Le pediré a Sven que nos traiga unos bocadillos de la cafetería. —Mari le sonrió.
—Tienes razón, Nilla. Somos unas anfitrionas desastrosas.
Antes de que los demás pudieran decir nada, las dos ancianas se levantaron y salieron de la sala.
—Aún no puedo creer que de verdad hayamos encontrado a nuestra abuela —dijo Nora, que hablaba a Lisa con el corazón en la mano—. A veces me daba la sensación de estar persiguiendo a un fantasma.
Lisa asintió.
—A mí también. Pero como mínimo hemos tenido tiempo para pensar en ella y prepararnos para un posible encuentro. Para ella tiene que haber sido muy impactante vernos de repente y enfrentarse a los fantasmas del pasado.
Lisa miró a Nora y a Amund pensativa.
—Y de momento solo sabe la mitad de la historia. No sé si sería mejor no seguir…
Amund le cogió la mano y la miró a los ojos.
—Tu abuela lo soportará. Imagino que no solo os parecéis mucho físicamente. Y si tú estuvieras en su lugar querrías saber la verdad.
Lisa hizo una mueca de escepticismo, pero Amund le apretó la mano y le sonrió.
Antes de que Lisa pudiera replicar, Mari regresó con una bandeja al salón. Nora se levantó de un salto para cogérsela y repartió las tazas y los platos en la mesa. Nilla llevó una bandeja con bocadillos y una botella que sostuvo en alto.
—¿Os apetece un poco de licor? Es de miel, casero —anunció, y los sirvió en los vasitos. Lisa sintió en la nariz un fino aroma a miel, canela y clavo.
Después de brindar, Nora dijo:
—Está bueno, nunca había probado algo así.
Nilla sonrió con picardía.
—No me extraña, es una receta de Prusia oriental. —Antes de que Nora pudiera contestar, Mari se volvió hacia ella y Lisa y preguntó—: ¿Cómo se os ocurrió buscarme?
Lisa sintió que se le aceleraba el pulso. Nora le dio un golpecito en el costado.
—Vamos —le dijo en voz baja.
Lisa se mordió el labio inferior.
Mari levantó la mirada, le guiñó el ojo y se señaló con un dedo el labio inferior.
—Yo también lo hago cuando no sé qué decir. O cuando tengo que decir algo importante.
Lisa se inclinó en su asiento hacia delante y respiró hondo.
—Bente no es mi madre. Hace unas semanas supe que tenía parientes noruegos, por eso vine aquí —dijo, y sacó el medallón de plata que siempre llevaba en el cuello.
Mari no salía de su asombro. Lisa le dio la cadena. A Mari le temblaban las manos cuando abrió el medallón, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó en voz baja.
—De la herencia de mi madre —contestó Lisa.
—¿Sunniva? —susurró Mari.
Lisa se encogió de hombros.
—Nadie sabía cuál era su verdadero nombre. Cuando fue a parar a sus padres adoptivos, pasó meses sin hablar. La llamaron Simone —explicó, y expuso de forma sucinta lo que sabía de su tío Robert de Heidelberg.
Mari la escuchó sin mover un músculo. Estaba pálida y agarraba el medallón con una mano con tanta fuerza que se le estaban poniendo los nudillos blancos. Nilla se acercó a ella y la rodeó con el brazo.
Mari la miró y dijo:
—Entonces aquel día no perdió la vida. ¿Entonces por qué no la encontré? ¡Dios mío, no tendría que haberme dado por rendida tan pronto! —exclamó, desesperada.
Nilla sacudió la cabeza.
—Pero si no lo hiciste. La buscaste durante horas. Seguramente otra gente la salvó de los escombros y se la llevaron mientras estabas inconsciente.
Lisa, Nora y Amund se miraron desconcertados. Nilla se levantó, se acercó a un pequeño armario y regresó con una cajita. La abrió y sacó un títere de mano destrozado. Era un gato repleto de salpicaduras marrones.
—Era el juguete preferido de Sunniva —aclaró Nilla—. Mari lo encontró entre los escombros del tren en el que ella y la familia de Joachim querían huir de Prusia oriental. El tren iba cargado de munición. Cuando fue víctima de un ataque, saltó por los aires.
Mari se puso a temblar, con la mirada fija hacia delante. Con la voz temblorosa, susurró:
—Había mucha sangre. Cadáveres por todas partes. Muchos tan destrozados que apenas se reconocían como seres humanos. —Enmudeció, parecía revivir la terrible escena.
—Vamos, cariño —dijo Nilla—. Te llevaré a la cama. —Le hizo una seña a Amund para que la ayudara.
Amund levantó a Mari con cuidado del sofá y la sacó del salón. Lisa y Nora la miraron preocupadas.
—Maldita sea, lo que me imaginaba. Ha sido demasiado —dijo Lisa.
Nora sacudió la cabeza.
—Estas cosas no se pueden dosificar. ¿O de verdad crees que mañana o pasado mañana lo habría aguantado mejor? Seguramente habría sido peor.
Lisa se reclinó en el sofá.
—Puede ser. Solo espero que no tenga el corazón débil como su padre o Faste.
—Seguro que no —dijo Amund, que volvió al salón—. Vuestra abuela es realmente una mujer increíble. Se ha recuperado y me ha dicho que os diga que siente mucho haberos asustado. Ahora solo necesita un poco de tranquilidad.
Lisa respiró aliviada y se levantó.
—Creo que deberíamos irnos y volver más tarde.
Nora y Amund asintieron.
—Nos encantaría que os quedarais y pasarais aquí la noche. —Nilla estaba en el umbral de la puerta y sonreía a Lisa y Nora—. Mari tiene muchas cosas que contaros. Y que preguntaros, claro.
Nora y Lisa se miraron indecisas.
—En la granja hay muchas cosas que hacer.
Amund la interrumpió.
—Sobreviviremos a un día sin vosotras. Llamadme mañana cuando queráis que os venga a recoger.
Al día siguiente por la mañana las nubes de lluvia se habían disipado. El día prometía ser soleado y cálido. La hierba del jardín de detrás de la casa aún estaba húmeda cuando Lisa salió de la cabaña de madera donde ella y Nora habían pasado la noche. Mari y Nilla habían preparado la antigua cabaña de pescadores como habitación de invitados.
Para su sorpresa, Lisa había dormido a pierna suelta y se había despertado a la hora de siempre, las seis. Hacía tiempo que no necesitaba despertador para despertarse puntual. Por un momento no sabía dónde se encontraba, y buscó a Amund con la mano por instinto. Aunque solo habían pasado unas horas desde su despedida y pronto lo volvería a ver, lo echaba de menos con una intensidad que jamás había experimentado.
Antes de ir a casa de Mari y Nilla, Lisa llamó a Amund para desearle los buenos días.
—Adivina qué número acabo de marcar —dijo Amund, y soltó una carcajada—. Te me has adelantado por un segundo. —Lisa sonrió.
»Quería contarte que he recibido una carta de Caroline —continuó Amund.
Lisa se acercó más sin querer el teléfono al oído.
—¿Y, qué dice?
—Que siempre me ha echado de menos y que quiere que nos veamos lo antes posible —contestó Amund. La alegría que transmitía su voz era evidente.
Lisa suspiró aliviada. Le daba miedo que Cynthia Davies hubiera conseguido poner a su hija en contra de Amund.
—¿Cuándo irás? —preguntó.
—La semana que viene —dijo Amund, y añadió en voz baja—: No sabes lo agradecido que estoy contigo. Sin ti tal vez nunca habría reunido el valor suficiente para ponerme en contacto con Caroline.
Lisa entró en la casa por la puerta trasera. El aroma a café recién hecho se le metió en la nariz. Asomó la cabeza en la cocina y vio a una mujer desconocida que estaba metiendo una bandeja en el horno con panecillos.
—Buenos días, Lisa —dijo una voz tras ella. Era Nilla, que saludó con amabilidad a Lisa—. ¿También necesitas un café? —Lisa asintió.
La mujer de la cocina se acercó a ella con curiosidad.
—¿Es una de las nietas de Mari? —preguntó.
Nilla, asintió.
—Sí, es Lisa. —Hizo un gesto hacia la mujer—. Y esta es nuestra cocinera Berit. A su hijo Sven ya lo viste ayer en la cafetería.
Poco después Nilla y Lisa estaban sentadas en una mesa redonda tomando un café. Nilla llevaba un vestido de una tela vaporosa que resaltaba su figura delicada y reforzaba el aspecto de hada que Lisa había advertido el día anterior.
Nilla miró a Lisa y sonrió.
—Cuando te miro, me da la sensación de rejuvenecer setenta años. O regresar con una máquina del tiempo a mi juventud.
Lisa le devolvió la sonrisa y dijo:
—Sería muy práctico tener una máquina del tiempo, así podría seguir de cerca la vida de Mari.
Nilla asintió.
—Sí, ha vivido muchas cosas. Por eso es tan bonito que os haya conocido a ti y a Nora.
—¿Cómo es que Amund no sabía nada de ti? —preguntó Lisa.
Nilla ladeó la cabeza,
—Bueno, es una larga historia —dijo.
Lisa le sirvió café y la miró a la expectativa. Nilla le dio un sorbo a la taza y miró ensimismada por la ventana.
—Peer, el padre de Amund, era el hermano menor de Ingolf, que desde el principio participó en la resistencia contra los invasores alemanes. En el verano de 1941 me enteré por mi prometido Ole, y él se unió al grupo de mi primo, que hacía contrabando con aparatos de radio y otras cosas prohibidas por los alemanes. —Nilla hizo una pausa—. Por cierto, Ole era el hermano mayor de Mari.
Lisa asintió.
—He visto su tumba —dijo—. Murió muy joven.
Nilla se dio la vuelta un momento, sacó un pañuelo del bolsillo del vestido y se secó los ojos tras las gafas.
—Sí, igual que Ingolf, que fue asesinado dos años antes que él.
Lisa se quedó callada.
—Por los alemanes —dijo en voz baja.
Nilla asintió.
—Entonces Ole se implicó aún más y empezó a ayudar a huir a personas que eran perseguidas por los nazis. Eso era mucho más peligroso que el contrabando.
—Debiste de pasar mucho miedo por él —dijo Lisa.
Nilla se encogió de hombros.
—Por supuesto. Las noches que iba en barca a las islas Shetland no podía dormir, me pasaba las horas imaginando todo lo que le podía pasar. Pero sobre todo me sentía orgullosa de él. Era tan valiente… —A Nilla le brillaron los ojos, y las mejillas se le tiñeron de rosa.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Lisa.
A Nilla se le ensombreció el semblante.
—Los nazis descubrieron el escondite donde Ole ocultaba a la gente que debía llevar a Inglaterra. Los dos hombres que aquel día quería sacar del país pudieron huir a tiempo. Él fue ejecutado allí mismo.
Lisa contuvo la respiración un momento.
—Es horrible —murmuró.
Nilla asintió y puso cara de tristeza.
—Lo peor fue que los alemanes habían recibido un soplo.
Lisa tragó saliva.
—¿Ole fue traicionado? ¿Por quién?
Nilla torció el geto.
—Nunca lo supimos exactamente.
—Pero ¿tienes tus sospechas? —intervino Lisa.
Nilla asintió.
—Sí, y estoy bastante segura de que son ciertas. Pero no pude probarlo. —Lisa la miró intrigada—. Me temo que fue el marido de una antigua amiga de Mari y mía. Un oportunista egoísta que cambiaba de chaqueta según soplara el viento —contestó Nilla—. Pero dejemos el tema —continuó—. Allá él con su conciencia.
—¿Para Ole no fue difícil que precisamente su hermana se enamorara de un soldado alemán? —preguntó Lisa tras un breve silencio en el que ella y Nilla se sumieron en sus pensamientos.
Nilla sacudió la cabeza.
—No, en absoluto. Al contrario, a Ole le gustaba mucho Joachim. Incluso se habían hecho amigos. Al contrario que el padre de Mari y su hermano gemelo, él no lo consideró automáticamente un enemigo, sobre todo porque en realidad Joachim no estaba de acuerdo con los nazis y su ideología. —Nilla sonrió a Lisa—. A mí también me caía muy bien tu abuelo, sobre todo porque hacía muy feliz a Mari. Los cuatro soñábamos con vivir todos juntos en la granja de los Karlssen después de la guerra. A Joachim le encantaba Noruega.
Lisa se sintió aliviada. Sus temores de que su abuelo fuera un nazi convencido eran infundados.
—Pero por desgracia todo fue distinto —dijo Nilla, nostálgica.
—Si lo he entendido bien, Mari pasó los últimos años de la guerra con la familia de Joachim en Prusia oriental —dijo Lisa—. ¿Cuándo regresó a Noruega? ¿Y cómo acabó en Tromsø?
Nilla bebió un sorbo de café antes de seguir hablando.
—Cuando Lisbet, la madre de Mari, se enteró de que Joachim había fallecido en Rusia, quiso que Mari regresara a Noruega lo antes posible con la pequeña Sunniva. Estaba convencida de que su marido Enar superaría por fin su enfado con Mari y la aceptaría de nuevo en la familia. Sin embargo, también sabía que tardaría un tiempo en llegar a esa conclusión, de modo que le propuso a Mari ir a las Lofoten a casa de su tío Kol y esperar allí.
—Hace unas semanas conocí al hijo de Kol en una boda —dijo Lisa—. Se acordaba mucho de Mari, sobre todo de su profunda tristeza.
Nilla suspiró.
—Sí, en aquella época realmente Mari no paraba de encajar un golpe tras otro. Cuando por fin, en otoño del cuarenta y cinco, llegó a las Lofoten, le esperaba la siguiente mala noticia: su madre se había quitado la vida.
—Oh, no —dijo Lisa, y se llevó la mano a la boca—. ¡Es terrible!
Nilla asintió.
—Sí, lo fue. Sobre todo porque Lisbet ya no quiso seguir viviendo cuando se enteró de la supuesta muerte de Mari. No tenía noticias de su hija desde Navidad, y Mari también había dejado de escribirme a mí. Durante aquellos meses tras el fin de la guerra reinaba un caos increíble. En primavera nos llegaron noticias de las terribles circunstancias en las que la gente había huido de Prusia oriental en enero. Lisbet removió cielo y tierra para conocer el paradero de Mari. Finalmente en la Cruz Roja le informaron de que toda la familia de Joachim había muerto en un ataque a una estación de tren. Lisbet no lo soportó. Además, su marido seguía, por lo menos de puertas afuera, con su actitud intransigente. Para él Mari había muerto cuando eligió a Joachim.
Lisa se desplomó en su silla y miró a Nilla consternada.
—¡Cómo se puede ser tan testarudo!
—Si Enar hubiera sabido lo desesperada que estaba Lisbet, seguro que habría reaccionado de otra manera —dijo Nilla—. No era mala persona, no pienses eso.
Lisa arrugó la frente.
—No lo sé. Un odio tan cerval tiene algo destructivo.
Nilla miró a Lisa muy seria.
—No puedes olvidar en qué época pasó todo esto. Después de la guerra se inició una verdadera persecución de todos los colaboracionistas, fueran reales o supuestos. Las mujeres que tenían relaciones con soldados alemanes eran víctimas de un rechazo total. No importaba en absoluto si era por amor, o si esos alemanes eran nazis o no. Peer, el padre de Amund, no fue una excepción, por desgracia. Nunca superó la muerte de su querido hermano Ingolf. Yo siempre lo invitaba a Nordfjordeid con nosotros para distraerle, y lo llevaba a menudo a la granja de los Karlssen. Allí se sentía muy a gusto. La muerte de Ole había unido aún más a él, Enar y Finn, que se fomentaban mutuamente su odio hacia los alemanes. Y por desgracia también hacia Mari. Pero Enar y Finn también cargaban en su conciencia con la muerte de Lisbet. Llegó un momento en que no pude más, no me cabía duda del bando que defendía.
—Y siempre te estaré agradecida por ello —dijo Mari, que llevaba un rato detrás de la barra escuchando su conversación sin que Lisa y Nilla se dieran cuenta. Se acercó con una taza de té en la mano a su mesa y se sentó.
—Por eso Amund no sabía de mi existencia —afirmó Mari dirigiéndose a Nilla.
—Exacto. Su padre no quería tener nada que ver con la amante de un alemán.
Lisa se estremeció sin querer y lanzó a su abuela una mirada incómoda a la que esta contestó con una leve sonrisa.
—No te preocupes —dijo Mari—. Hace tiempo que no hablamos de estas cosas, ¿verdad Nilla? —Tras una breve pausa continuó—: Pero entonces fue duro. El hecho de haber ido a parar justamente a las Lofoten me parecía un golpe especialmente cruel del destino. En el norte los alemanes, que habían destrozado durante la retirada muchas ciudades y pueblos, les hicieron la vida imposible a la población civil. Por eso a todo el mundo le costaba bastante hablar de cualquier cosa que les recordara a los invasores.
Mari se sirvió leche abundante en el té y le dio vueltas.
—Mi tío Kol me dio a entender sin tapujos que solo me había aceptado en su casa porque era la última voluntad de su hermana. Me había prohibido estrictamente mencionar mi pasado «alemán» y no ocultaba que a su juicio yo había manchado el honor de la familia.
Lisa miró a Mari impresionada.
—Es horrible —susurró.
Mari le dio un apretón en el brazo a Lisa y sonrió.
—Sí, fue la época más oscura de mi vida, en los dos sentidos de la palabra.
La aparición de la cocinera interrumpió a Mari. Con una sonrisa afable les informó de que la mesa del desayuno estaba puesta fuera en el jardín y que acababa de sacar los panecillos del horno. Mari y Nilla le dieron las gracias y fueron a la parte trasera de la casa con Lisa. En la mesa, situada delante de la pared de la casa estaba sentada Nora, que les saludó con una enorme sonrisa.
—Me siento como si estuviera de vacaciones —dijo—. He dormido a gusto y luego me siento en una mesa preparada para el desayuno. ¡Es fantástico! —Se detuvo y arrugó un poco la frente—. Solo espero no habérmelo perdido.
—Mari y Nilla me estaban contando cómo se reencontraron después de la guerra —dijo Lisa, y cogió un panecillo.
Nora se inclinó hacia delante en su silla y las miró a las dos, intrigada.
—Como ya hemos dicho, el invierno en las Lofoten con la familia de mi tío fue el más largo y oscuro de mi vida —empezó Mari—. Aunque la palabra «vida» suena demasiado activa. En aquella época estaba como petrificada. Sí, es exactamente eso. No me habría importado convertirme en roca, sin recuerdos, ni dolor, ni esperanza. No sé qué habría pasado si la noche polar hubiera durado más. Tal vez me hubiera… —Mari se detuvo y se encogió de hombros.
Lisa la miró a los ojos.
—¿Y qué te lo impidió? ¿De dónde sacaste las fuerzas para no rendirte?
Mari sonrió con nostalgia.
—Creo que fue el regreso del sol. Aunque al principio no podía alegrarme por ello, pues despertaba mis ganas de vivir y por tanto me obligaba a abrir los ojos ante mi situación desesperada. En las Lofoten me sentí mucho más extraña y rechazada que en Masuria. Apenas entendía el dialecto que hablaba la gente, y se mostraban muy distantes y cerrados conmigo. Pero sobre todo dependía de un hombre que me despreciaba.
Lisa y Nora intercambiaron una mirada. Lisa intentó imaginar cómo se sintió Mari. Lo había perdido todo: su marido, su hija, su madre, su hermano, su hogar, incluso dos hogares. No podía hablar con nadie de su pasado, ni buscar consuelo en ningún lugar. Tenía que vivir con el reproche de haber llevado la desgracia a su familia. Y aun así Mari no se rindió. Si ella se hubiera encontrado en una situación parecida, ¿habría tenido la fuerza para seguir adelante? Lisa no se atrevía a contestar a esa pregunta con un simple «sí».
—Mi salvación llegó en forma de barco de vapor —continuó Mari con una sonrisa—. Los Hurtigruten, que durante la guerra habían perdido casi todos sus barcos de correo, empezaron una nueva vida y, tras una larga pausa, llegaron a las Lofoten la primavera de 1946. Cuando me enteré de que en los barcos buscaban personal, me enrolé como ayudante de cocina. Gracias al año de aprendizaje en la cocina de mi suegra, pronto me ascendieron a cocinera y tenía buenos ingresos.
—¿Y vivías en Tromsø cuando no estabas en el barco? —preguntó nora.
Mari sacudió la cabeza.
—No, me mudé en 1953 después de casarme con Knut —contestó—. Antes estuve en Bergen. En mi primera visita fui a ver a mi antigua profesora, con la que ya me alojé una vez cuando mi padre me echó de casa. En un primer momento pensó que era un fantasma, pues ella también había tenido noticia de mi supuesta muerte. Pero luego me recibió con tanto cariño que por primera vez en muchos meses encontré un poco de felicidad.
—Y entonces me llamasteis —dijo Nilla—. Todavía me veo en la escalera de casa de mis padres colocando latas de conservas en la estantería cuando sonó el teléfono. Cuando oí la voz de Mari, estuve a punto de desmayarme.
Mari miró a Nilla emocionada y le apretó la mano.
—En la siguiente parada en Bergen Nilla estaba ahí, con todos sus bártulos. Había decidido trabajar también en los Hurtigruten.
Nilla asintió.
—Sí, la llamada de Mari fue lo más bonito que podía pasarme. Ante todo, porque recuperaba a mi mejor amiga, pero también porque por fin había una manera de irse de Nordfjordeid.
Mari se inclinó hacia Lisa y Nora.
—Nilla siempre tuvo ganas de viajar —dijo, al tiempo que les guiñaba el ojo—. Y cuando luego cedí a la insistencia de Knut y me casé con él, Nilla cumplió su mayor sueño y se convirtió en azafata de SAS Norge, la compañía aérea noruega.
Nilla inclinó a un lado la cabeza y esbozó una sonrisa soñadora.
—Sí, en los años cincuenta y sesenta era algo muy raro. Y por fin podía ver mundo.
—¿Y cómo acabasteis aquí? —preguntó Lisa.
Mari sonrió.
—Por la nostalgia de los fiordos —dijo—. Por lo menos en mi caso ese fue el motivo. Cuando me separé de Knut, ya nada me ataba al norte. Quería volver a estar rodeada de montañas que se reflejaran en las aguas profundas de un fiordo, saborear el viento salado y escuchar el sonido del silencio.
—Y yo no tenía ganas de trabajar en un aeropuerto o en administración cuando poco a poco fui haciéndome mayor para trabajar en el aire —explicó Nilla—. La idea de abrir una cafetería con Mari era muy tentadora. Y gracias a sus habilidades culinarias fue un éxito desde el principio —añadió.
—Así que aquí buscó refugio la santa Sunniva —dijo Lisa, y miró la pequeña cueva situada encima de las ruinas de un monasterio benedictino en una ladera de la isla de Selja.
—Fue una princesa que vivió en Irlanda en el siglo X —le explicó Mari—. Un rey bárbaro estaba tan prendado de su inteligencia y belleza que pidió su mano. Pero Sunniva era cristiana, y no quería casarse con ese hombre porque tendría que renegar de su fe.
—Lógico —dijo Lisa.
—Sí —continuó Mari—. Pero el rey bárbaro se sintió muy ofendido e invadió el país. Sunniva huyó con algunos fieles y acabó en Selja, no muy lejos de la isla de Vågsøy. Se escondieron en esta cueva de sus perseguidores y rogaron ayuda a Dios para que no fueran descubiertos. Entonces cayeron unas rocas y bloquearon la entrada a la cueva. Sunniva y sus acompañantes estaban a salvo de sus perseguidores, pero no pudieron abandonar su escondite y murieron allí.
—Qué triste —murmuró Lisa, que tiritó un momento al pensar en los muertos.
Mari asintió y siguió hablando:
—Pronto empezaron a correr leyendas de extraños destellos de luz en la isla. El primer rey cristiano de Noruega, Olav Tryggvason, hizo abrir la cueva y encontró el cadáver de Sunniva incorrupto y despidiendo un olor agradable. Fue canonizada, la primera y única santa de Noruega. Es la patrona de la costa oeste, y más adelante los protestantes también la empezaron a venerar.
Mari sacó una vela del bolsillo y la puso en una pequeña columna de roca.
—Tu abuelo Joachim siempre soñó con hacer una excursión aquí después de la guerra conmigo y Sunniva —dijo, y encendió la vela—. Me hace muy feliz que me hayas acompañado hoy. El 8 de julio es el día de la santa Sunniva, así que es el santo de tu madre.
Mari agarró del brazo a Lisa y le dio un apretón.
Lisa recordó la imagen de Simone y notó un nudo en el estómago. Le devolvió el gesto a Mari y con la otra mano se secó una lágrima.
—Háblame de mi hija —le pidió Mari.
Lisa asintió y sacó un álbum de fotografías de la mochila. Unos días antes una agencia de transportes le había llevado algunas cajas de Fráncfort en las que Susanne había metido las cosas del piso de Lisa que quería llevarse a su nueva vida. Había dejado muchas cosas y le había pedido a Susanne que las donara a una organización benéfica. El mobiliario se quedaba en el piso, ya que sus tíos de Heidelberg querían alquilarlo amueblado.
Mari y Lisa se sentaron en uno de los salientes de roca de la entrada de la cueva y ojearon el álbum. Lisa había reunido fotografías de Simone para su abuela que representara a grandes rasgos su vida. Mari contempló las fotos visiblemente emocionada, escuchó las explicaciones y anécdotas de Lisa y de vez en cuando acariciaba con cariño el rostro de su hija.
—¿Fue feliz? —preguntó al cabo de un rato.
Lisa miró una imagen en la que sus padres aparecían morenos y sonrientes en un café callejero del sur de Francia.
—Creo que sí. Su familia adoptiva la trató como a una hija propia, y el matrimonio con mi padre fue muy armonioso. Recuerdo a mi madre como una persona equilibrada y feliz. Pero también era infatigable y sentía un profundo rechazo a quedarse mucho tiempo en un sitio. —Lisa recordó el momento en que Simone se negó en rotundo a mudarse a Noruega—. A veces me parecía que estaba huyendo de algo —continuó, pensativa—. Solo ahora que me habéis contado más cosas de ella lo entiendo. El principio de su vida terminó de forma tan traumática que no conseguía estar tranquila.
Mari asintió y se volvió de nuevo hacia el álbum.
—Se parecía mucho a su padre —dijo en voz baja, y limpió la lágrima que había caído sobre la fotografía.
Tras su primer encuentro con Nora y Lisa les pidió unos días de pausa para asimilar todas las novedades. Lisa lo entendía. Al fin y al cabo habían metido a su abuela de improviso en una vorágine de sentimientos. ¡Cómo debía de dolerle todo aquello! Pensaba que había perdido a su pequeña Sunniva, y ahora se enteraba de que Simone la había buscado de joven y que fue rechazada por su padre y por Finn.
También el desacuerdo con Bente, que consideraba erróneamente a Mari una traidora, debió de costarle mucho. Lisa esperaba que la visita de Nora a Bente surtiera efecto. Había ido a Oslo para hablar con su madre y convencerla de quedar con Mari.
Sin embargo, a Lisa lo más difícil le parecía el regreso a la granja de los Karlssen, de la que Mari fue expulsada setenta años antes. Después de la excursión en la costa, Mari quería ir con Lisa a Nordfjord. Por lo menos eso había dicho por teléfono cuando hablaron para quedar. ¿Cómo encajaría los recuerdos que le asaltarían inevitablemente una vez allí? De su madre, que se quitó la vida por pena ante su supuesta muerte; de su padre, que se mantuvo intransigente hasta su último suspiro; de su hermano mayor Ole, asesinado por los alemanes. Y de su gran amor Joachim, al que conoció allí.
—Vamos —dijo Mari, y Lisa salió de sus cavilaciones.
—¿De verdad quieres ir hoy… quiero decir, no será demasiado? —empezó Lisa.
Mari la interrumpió con un enérgico gesto con la cabeza.
—¡Por supuesto! A mi edad nunca se sabe si te vas a levantar al día siguiente. —Sonrió a Lisa—. Eres muy amable por preocuparte tanto por mí. Significa mucho para mí. Pero, por favor, no te angusties.
Dos horas después Lisa giró el coche de la carretera marítima hacia la entrada de la granja. Mari había pasado los últimos kilómetros en silencio a su lado, mirando por la ventana. Parecía nerviosa, tenía los labios prietos y estaba muy pálida. Lisa aparcó delante del granero y se apresuró a ayudar a su abuela a salir del coche. Mari miró en silencio alrededor e intentó no perder la compostura. Al cabo de un rato se aclaró la garganta y señaló el establo al aire libre.
—Antes ahí había un pequeño establo para las vacas y las cabras. Y al lado estaban las gallinas. Pero por lo demás apenas ha cambiado. —Sacudió la cabeza, sorprendida—. Parece que fue ayer cuando me sentaba bajo el manzano. O cuando bajaba dando saltos la escalera de la casa para ir a ver a mi yegua Fenna en la cuadra. O cuando salía del huerto con una cesta llena de judías recién recogidas y giraba por la esquina del granero.
Lisa se sorprendió buscando sin querer con la mirada a la joven que había sido su abuela. Mari agarró del brazo a Lisa y se dirigieron a la casa.
—Dentro también hay muchas cosas que están como cuando eras joven —dijo Lisa—. La cocina y el baño se reformaron, pero el salón y las buhardillas tienen el mismo aspecto que en tu época. Por lo menos eso me dijo Tekla.
Tekla apareció en la puerta de la casa como por arte de magia. Agachó la mirada, cohibida, cuando Lisa y Mari llegaron hasta ella.
—Mari —dijo en voz baja—, siento mucho haber interrumpido el contacto contigo. Como mínimo tendría que haberte dado la oportunidad de explicármelo todo. Así Bente también habría sabido que no tenías nada que ver con las intrigas de su padre.
Mari acarició a Tekla en el brazo.
—No te preocupes, cariño. Hace mucho tiempo de todo eso. Sobre todo te estoy agradecida por haber aceptado a Bente entonces y haberle dado un hogar a ella y a Nora.
Tekla abrazó a Mari con fuerza.
—Gracias —dijo—. Y bienvenida —continuó, al tiempo que la invitaba a pasar con un gesto.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Lisa.
—Estamos solas —respondió Tekla—. Amund debería volver pronto, solo quería ir a buscar un momento un regalo para su hija. Inger y Faste han ido a casa de unos amigos con Finn. Se lo ha pedido él —explicó Tekla, que lanzó una mirada incómoda a Mari—. Me temo que no quería verte.
Mari se encogió de hombros.
—Para él tampoco es fácil. Probablemente necesita un poco más de tiempo para estar listo para volver a verme —dijo con toda naturalidad, pero Lisa notó la decepción en su voz.
Para distraerla le preguntó:
—¿Me enseñas la habitación donde vivías? Todo este tiempo me he preguntado si estaba durmiendo en tu antigua cama.
Mari sonrió y asintió.
—Y luego la cena —dijo Tekla, que desapareció en la cocina, de la que salía un maravilloso olor a cebollas asadas y caldo de hierbas.
La antigua buhardilla de Mari era una de las dos habitaciones vacías. Abrió la puerta, se detuvo y miró fijamente el cuarto. Lisa la miró desconcertada, pues no veía nada fuera de lo normal. La habitación tenía el suelo de madera como las demás y contaba con muebles pintados de colores. Mari señaló un viejo arcón situado junto a la cama.
—Era de mi madre. Allí guardaba el ajuar cuando llegó a la granja.
Mari se acercó al arcón y cogió de la tapa una hoja de papel doblada con su nombre. Se sentó en la cama, leyó la carta y rompió a llorar. Lisa se sentó a su lado y la abrazó por los hombos. Mari le alcanzó la nota. Estaba escrita con una letra inclinada muy pulcra:
Mari:
Padre quería que quemara el arcón y su contenido, pero no podía hacerle eso a nuestra madre, que había guardado en secreto todo esto para ti, tampoco después de su muerte. Esperaba ansiosa a que regresaras. Siempre he sabido que seguías viva. Durante mucho tiempo eso me enfureció. Ahora me alegro de que mi intuición no me engañara. Nos veremos pronto. Dame un poco de tiempo.
FINN
Lisa ayudó a Mari a abrir el arcón. Mari fue sacando en silencio el contenido pieza a pieza y las fue dejando encima de la cama: un oso de peluche de punto, una muñeca de trapo, varios libros destripados, algunos delantales sencillos, un espejo de mano, un cepillo y varias cintas para el pelo. Debajo de todo había un paquete envuelto en papel de seda. Mari lo cogió. Le temblaban las manos mientras retiraba el papel. Lisa contuvo la respiración al ver el precioso vestido que Mari dejó sobre la cama: una falda negra a la altura de la rodilla con un delantal bordado de colores con una bolsita de tela. A conjunto iba un corpiño granate sin mangas ribeteado con un bordado y una blusa blanca con las mangas abultadas.
—Este bunad lo encargó mi madre para mi boda con Joachim —dijo Mari al cabo de un rato. Con una sonrisa distraída acarició el traje—. Así lo habría colocado ella cuando me hubiera sorprendido con él. Nunca me lo he puesto.
Lisa miró a Mari.
—¡Lástima! Es precioso.
Mari asintió y cogió la mano de Lisa.
—Me gustaría que te lo quedaras tú.
Lisa se quedó callada y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—A lo largo de los años siempre he soñado con una chica que llevara este bunad y esperara a su novio en el altar. Ahora sé que tú eres esa mujer. —Mari le guiñó el ojo—. Y creo que la próxima vez que tenga ese sueño el novio estará a tu lado.