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Masuria, verano de 1943 a principios de 1945

La pequeña Sunniva estaba de pie sobre un taburete junto a su abuela, delante de una encimera de la cocina, y agarró con las dos manos una fuente con masa de patata. Miró a Edith intrigada, que asintió con la cabeza.

—Y ahora a formar bolas, mi pequeña —dijo, y le enseñó a su nieta a hacer bolas. La niña miraba muy atenta, asentía con energía y daba palmadas que hacían que todo saliera disparado. Volvió a abrir las manos y miró dentro decepcionada.

—¿No? —preguntó, y puso cara de confusión.

Mari, que estaba sofriendo cebollas en los fogones, intercambió una mirada divertida con Edith.

Sunniva tenía ya un año y cuatro meses. Desde que sabía andar, nada le parecía mejor que «ayudar» a los mayores. Lo que más le gustaba era acompañar a su abuelo Karl a ver los caballos en el establo, pero también ir a la cocina de Edith, con tantos aparatos misteriosos y ollas relucientes con los que hacía magia. Era una niña tranquila, alegre, que compensaba el amor que recibía por todas partes con su alegría.

La campanilla de un timbre de bicicleta hizo que Sunniva, Edith y Mari prestaran atención. Mari sintió que se le encogía el estómago. La última vez que el cartero Pillokeit llegó antes de lo normal a Lindenhof Edith recibió la noticia de la muerte de su hijo mayor. Mari miró a su suegra, que también parecía angustiada. Sunniva, en cambio, gritó con alegría:

—¡Uau, uau! —Y bajó del taburete para correr hacia Pillokeit. El cartero solía llevar encima un caramelo u otra golosina para su amiguita.

—Espera —dijo Mari, y cogió un pañuelo húmedo—. Primero hay que limpiarse las manos.

Sunniva estiró los brazos, muy obediente, y se dejó limpiar la pegajosa pasta de patata antes de salir corriendo por el pasillo.

Al cabo de un instante estaba de nuevo en la cocina y se escondió detrás de la gran cesta de la leña.

—¿Estáis jugando al escondite? —preguntó Mari, que miró hacia la puerta y se quedó sin respiración.

No era Pillokeit, sino Joachim.

Edith dejó caer el cucharón con el que estaba metiendo las bolas de patata en una olla de agua hirviendo. El ruido sacó a Mari de su aturdimiento. Dio un par de pasos hasta Joachim y se lanzó a sus brazos.

—Ven, Sunniva, no tengas miedo, es tu pappa —dijo Mari, y se agachó hacia su hija, que salió temerosa de detrás de la cesta. Había observado con los ojos de par en par cómo su madre y su abuela saludaban al desconocido con lágrimas de alegría en los ojos y no paraban de abrazarle. Joachim se puso en cuclillas delante de Sunniva, se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y la sacó con un títere de gato en el dedo.

—Miau —dijo, con la voz cambiada—. Soy Minino. ¿Me ayudas, por favor? —Sunniva se acercó un paso—. Estoy buscando a la pequeña Sunniva —continuó Joachim con voz de gato—. ¿La conoces? —Sunniva asintió—. ¿De verdad? ¡Qué suerte! ¿Puedes decirme dónde está? —preguntó Joachim.

Sunniva asintió de nuevo y sonrió.

—Niva —dijo, y se señaló a sí misma.

—¿Tú eres Sunniva? Estoy muy contento de haberte encontrado por fin. ¿Puedo quedarme contigo?

Joachim le dio a Sunniva el títere. La niña lo agarró y lo apretó contra su cuerpo.

Habían pasado casi dos años desde las últimas vacaciones de Joachim. Sus esfuerzos por tener unos días libres siempre se veían frustrados. Joachim solo conocía a su hija por las fotografías que Mari le enviaba con regularidad.

—No te esperábamos —dijo Mari.

—Pensé que yo sería más rápido que una carta anunciando mi llegada —contestó Joachim—. He tenido mucha suerte, me aprobaron la solicitud de vacaciones sorprendentemente rápido. Y luego he podido hacer el tramo hasta Johannisburg casi de un tirón, donde unos conocidos me han prestado una bicicleta.

Edith se secó las lágrimas de los ojos y observó a su hijo.

—Estás muy flacucho —afirmó—. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Diez días —contestó Joachim.

Edith puso cara de desilusión antes de anunciar con energía:

—Bueno, ponte cómodo. Voy a prepararte algo de comer.

Mari y Joachim sonrieron con disimulo. El lema de Edith era: una buena comida mantiene unidos el cuerpo y el alma.

Mari coincidía en silencio con su suegra en cuanto a la transformación de Joachim: había adelgazado y parecía exhausto. Sin embargo, no era eso lo que le preocupaba. Sentía como si Joachim estuviera rodeado de una bruma que ensombrecía su mirada y hubiera eliminado el brillo dorado de sus ojos. Como si padeciera un dolor secreto que le atormentaba el alma y no el cuerpo.

—No preguntes —le rogó Joachim, que desvió la mirada. Estaban acurrucados en la cama. Era primera hora de la mañana. La pequeña Sunniva estaba durmiendo tranquila en su camita con rejas, el despertador de Mari sonaría en un cuarto de hora para ir a la cocina. El tono de sufrimiento en su voz hizo que Mari se abstuviera de insistir en que le contara sus experiencias en Rusia.

Después de que Joachim pasara la primera noche en casa dando vueltas inquieto al lado de Mari y se aferrara a ella gimiendo medio dormido como si se ahogara, ella comprendió que durante los últimos meses había tenido que ver y soportar cosas horribles. ¡Le habría gustado tanto ayudarle! Pero aún no estaba preparado para hablar de las malas experiencias vividas y así aliviar su alma. Le resultaba insoportable pensar que pronto tuviera que regresar a aquella guerra atroz.

La aparición de los rizos castaños de Sunniva junto a la cama de sus padres sacó a Mari de sus cavilaciones.

—Mami —dijo la pequeña, le dio a Joachim el títere del gato al que había estado abrazada toda la noche y lo miró a la expectativa.

Joachim se incorporó, subió a su hija a la cama y se puso a jugar con ella. La timidez con la que le había tratado el día anterior se había desvanecido durante la noche, y pronto estuvo dando gritos de placer mientras Joachim le hacía cosquillas.

A última hora de la tarde Mari y Joachim salieron a pasear a «su» pasarela en el lago de los cisnes. Joachim había pasado todo el día con su padre en las cuadras y los pastos, y saltaba a la vista que le había sentado bien. Por lo menos desde fuera parecía algo más relajado.

Sunniva se subió a hombros de su padre y ordenó a su caballito «hop-hop» que saltara por encima de las raíces de los árboles y los arbustos, lanzando gritos de júbilo. Era un día cálido y despejado. En el horizonte se elevaban unas gruesas montañas de nubes blancas. Una suave brisa mecía un poco las hojas de los cañaverales, de vez en cuando pasaba zumbando una abeja o una mosca, y en el agua los cisnes avanzaban despacio.

Joachim había colocado una sábana sobre la pasarela, y debajo Sunniva jugaba protegida del sol con el títere del gato y el caballito de madera que le había hecho su abuelo Karl. Mari y Joachim estaban sentados juntos, balanceando las piernas sobre el agua.

—¿Por qué no puede ser así siempre? —dijo Mari en voz baja. Joachim la abrazó con más fuerza. Mari le miró a los ojos. En un arrebato de miedo, preguntó—: ¿Crees que alguna vez viviremos juntos? ¿Y que realmente un día nos mudaremos a Noruega?

Joachim se quedó callado.

—Tenemos que creerlo, cariño —contestó con la voz ronca—. Es lo único que me da fuerzas para aguantar.

Mari se estremeció. Esperaba una respuesta de consuelo, confiaba en que Joachim la tranquilizaría y le daría ánimos. En ese momento comprendió que habían cambiado los papeles y le tocaba a ella infundir optimismo.

Se enderezó, sonrió a Joachim y se esforzó por hablar en tono animado.

—Esta guerra no puede durar eternamente. Los nazis se empeñan en encubrir sus pérdidas y derrotas, pero sé por el abuelo Gustav y por Hugo que el curso de la guerra ha dado un vuelco y que los aliados ya hacen planes para después de la guerra.

Joachim apretó la mano de Mari.

—Solo quiero que mis dos amores sigan sanas y salvas. Prométeme que… —Joachim se detuvo y volvió la cabeza con brusquedad.

Mari sintió que se le encogía el estómago. Ahí estaba de nuevo, la idea de una desgracia que amenazaba, que lo invadía como una niebla oscura. Comprendió asustada que esperaba morir. Mari se arrodilló delante de él y le besó los ojos anegados en lágrimas.

—Te lo prometo —dijo en voz baja.

Los días de vacaciones de Joachim pasaron demasiado rápido. A Mari le parecieron como una isla luminosa en el mar gris de incertidumbre en el que todos navegaban. Cuando el miedo y la añoranza por su marido amenazaban con abrumarla, Mari se refugiaba en el recuerdo de aquellos días de verano, cuando ella y Joachim pudieron olvidar todo lo que ocurría alrededor durante unas horas de felicidad y el mundo solo consistía en ellos y Sunniva. Se hizo una idea de cómo podría ser la vida después de la guerra: fácil y sin preocupaciones.

Todas las noches, antes de apagar la luz, Mari leía el poema que Joachim le había dejado en secreto a modo de despedida. Se lo sabía de memoria, pero lo sentía más cerca al ver su letra, con la que había escrito los versos de Eichendorff.

Fue como si el cielo

besara la tierra con suavidad,

para que en el centelleo de flores

ella no pudiera soñar más que con él.

ella no pudiera soñar más que con él.

El aire acariciaba los campos,

meciendo las espigas levemente,

un suave susurro en los bosques,

tan estrellada era la noche.

ella no pudiera soñar más que con él.

Y si mi alma desplegó

ampliamente sus alas,

voló por tierras calladas,

como si volviera a casa.

La esperanza de que la guerra terminara pronto con la que Mari había consolado a Joachim era fundada. Durante el cuarto verano de la guerra se había demostrado que los aliados disponían de recursos inagotables. El ejército alemán cada vez se resistía menos y sufría graves pérdidas.

—Abuelo, ¿cuándo verán de una vez que esta guerra no se puede ganar? —preguntó Mari al abuelo Ansas.

Estaban sentados con el cochero Hugo en una sala bien aislada en la buhardilla de su casita, adonde hacía tiempo que habían trasladado las escuchas de las noticias de la BBC. Era principios de septiembre. Estaban informando de la entrada de tropas británicas y estadounidenses en el sur de Italia, pues el día antes el general estadounidense Eisenhower había dado a conocer el armisticio de los aliados con Italia, la exaliada de Hitler.

—Estoy seguro de que hay oficiales y otros miembros del ejército por todas partes que lo hacen y les parecen absurdas las palabras de aliento —contestó Gustav—. Pero a ver quién es el valiente que le propone a Hitler negociar un armisticio con los aliados.

—No sería valiente, sino suicida, porque para eso nuestros soldados deberían rendirse sin condiciones. Y eso el Gröfaz jamás lo permitiría y consideraría un traidor a la persona que lo planteara. ¿Ya lo habéis olvidado? Estamos a la cabeza de una guerra global —replicó Hugo con una sonrisa amarga.

¿Gröfaz? ¿Qué significa eso? —preguntó Mari.

Hugo torció el gesto y esbozó su sonrisa socarrona.

—«Comandante más grande de todos los tiempos» —contestó—. Acabo de oírlo cuando llevaba a la estación a unos oficiales que estaban de visita con los señores. Los señores no tienen en demasiada estima las capacidades estratégicas del Führer.

El abuelo hizo una mueca de desprecio.

—Y no son los únicos. Pero ese humor negro solo consigue reforzar a la gente en su actitud de aguantar mecha porque cree que es su destino. Es mucho más fácil de soportar que la verdad.

Su amigo asintió.

—Y si lo que Joachim nos contó es cierto, luego se producirá un despertar maligno y… —Hugo se detuvo y miró al suelo.

Mari miró irritada a Gustav, que había hecho callar a Hugo con una mirada, pues lo estaba observando con gesto severo.

—¿Qué os contó Joachim? —preguntó ella.

Gustav se levantó con un gemido de su silla.

—Vámonos. Ya volvemos a llegar tarde.

—Abuelo, por favor —dijo, y se plantó delante de él—. Ya me di cuenta de que Joachim se callaba algo horrible. ¿Qué le pasó en Rusia?

Gustav le acarició la mejilla.

—Mariechen, créeme, a veces es mejor no saberlo todo. Además, le prometí a Joachim que no te lo diría. Para él era muy importante, no puedo traicionarle.

Mari renunció de momento a insistir. Ya le sacaría el tema a Gustav cuando tuvieran un momento de calma y le dejaría claro que tenía derecho a saber qué angustiaba a su marido. Y que la incertidumbre era más difícil de soportar que la verdad, por terrible que fuera.

Pasados unos días Mari ya no estaba segura de si realmente eso siempre era así. Una carta de Nilla la arrancó de la apacible cotidianeidad que impregnaba la vida en Lindenhof. Sabían poco de la guerra, que para entonces ya hacía estragos en toda Europa. Como Mari apenas salía de la finca y procuraba evitar a los invitados de uniforme de la condesa y sobre todo a su hijo, a veces le parecía que vivía en otro planeta pacífico cuyo habitante más importante fuera su hija.

Tal y como Mari le escribió a Joachim poco después de su nacimiento, Sunniva era el sol que iluminaba la familia Ansas, de modo que hacía honor a su nombre, que significaba la que da luz. El gran parecido con su padre era suficiente para ablandarle el corazón. No solo Mari tenía la sensación de estar más cerca de Joachim al mirar los ojos castaños de Sunniva, en los que a veces se reflejaba un brillo dorado. Sus padres y el abuelo Gustav también contemplaban conmovidos lo mucho que la pequeña se asemejaba a su padre.

Mari seguía y acompañaba el desarrollo de su hija con una mezcla de asombro y agradecimiento, descubría con ella Lindenhof y el entorno más próximo y se dejaba contagia por su auténtico disfrute por cosas y acontecimientos que antes daba por supuestos o no se fijaba en ellos. Sin embargo, en esos momentos de felicidad siempre había un punto de añoranza por Joachim. Mari daría cualquier cosa por compartir esas experiencias con él. Además, sabía lo mucho que sufría él por apenas conocer a su hija y perderse su infancia.

Antes de leer la carta de su amiga, Mari sabía que no la esperaban buenas noticias. La caligrafía que solía ser limpia era temblorosa y estaba emborronada en algunos lugares. Mari pensó que eran lágrimas y se le aceleró el corazón. Leyó rápido las primeras líneas, en las que Nilla le informaba como de costumbre sobre hechos intranscendentes del día a día.

Por desgracia nuestra preocupación por el rosal del jardín se ha confirmado. A pesar de que hemos hecho todo lo posible por protegerlo de los caracoles, lo encontraron hace unos días por la noche y se comieron todas las hojas, así que no hubo modo de salvarlo.

Mari se quedó mirando aquellas palabras, cuyo significado fue asumiendo poco a poco. No cabía ninguna duda: habían descubierto que Ole era miembro de la resistencia, los alemanes lo habían ido a buscar y lo habían matado.

¿Ole muerto? No podía ser. Ole no. Cerró los ojos y le invadió una corriente de recuerdos de su hermano: Ole corriendo sin aliento con ella en una carrera, calmando con paciencia a un caballo nervioso, molestando a su hermana pequeña con bromas cariñosas, enfrentándose con insolencia a un oficial alemán, estrechando feliz a Nilla entre sus brazos para besarla con pasión… Nilla. Mari abrió los ojos. ¿Cómo iba a digerir su amiga la muerte de Ole? ¿Y sus padres? ¿Su padre caería de nuevo en la rígida tristeza en que se sumió cuando falleció su madre Agna? ¿Y cómo reaccionaría su madre al asesinato de su primogénito?

Mari miró la carta de Nilla con los ojos anegados en lágrimas. ¿Qué había pasado? ¿Por qué habían eliminado a su hermano en vez de arrestarlo primero e interrogarlo? Mari sabía por las anteriores cartas de Nilla que Ole escondía a perseguidos políticos y les ayudaba a huir a Inglaterra. ¿Le sorprendieron mientras lo hacía? O aún peor: ¿alguien le había traicionado? Dejó escapar un fuerte suspiro.

¿Mamma? —preguntó Sunniva, que levantó la mirada de su casa de muñecas, situada en el suelo junto al escritorio de Mari.

Mari se inclinó hacia su hija y se la colocó en el regazo. Sunniva se percató de su tristeza: abrazó a Mari en silencio y apretó su cabecita contra el pecho de su madre. Mari abrazó a su hija y las meció a las dos para consolarse.

—Sí, está madura. Puedes ponerla en la cesta —le dijo Mari a Sunniva, que le enseñaba una fresa roja y gruesa e interrogaba a su madre con la mirada.

Estaban las dos en el huerto de detrás de los establos cogiendo fresas. Era un día de julio soleado. En el prado contiguo daban saltitos tres cigoñinos en su primer intento de volar, mientras sus padres buscaban insectos y ratones. El aroma dulce de un jazmín en flor atraía a las abejas y los abejorros, cuyo zumbido sonaba de fondo del estridente canto de los grillos como si fuera un bajo.

Mari estaba a punto de volver a agacharse sobre las fresas cuando posó su mirada en la avenida de tilos que pasaba por delante de la finca. Como mínimo una docena de caballos muy cargados pasaban a trote lento. Mari se hizo sombra en los ojos con una mano para ver mejor. ¿Quién podía ser esa gente? ¿Y qué hacían allí?

—Sunniva, ven aquí —gritó Mari. La pequeña también había visto la cola de carga y había salido corriendo del huerto. Mari siguió a su hija, que se había detenido en el borde de la avenida y observaba con mucha atención a los numerosos desconocidos que iban sentados en los coches o caminaban al lado de los vehículos.

»¿De dónde venías? —le preguntó Mari a una chica joven que caminaba de la mano de un niño de la edad de Sunniva. Parecía exhausta, se limitó a hacer un movimiento vago hacia el este.

—De la zona de Memelland —le dijo una anciana que iba sentada en uno de los coches.

—¿Y adónde vais? —preguntó Mari.

La mujer se encogió de hombros.

—Ni idea. Todo al oeste que podamos, para que no nos cojan los rusos.

Mari sintió que se le erizaba el vello. A pesar de que la mujer hablaba con mucha calma, sus palabras sonaban a desdicha y amenaza.

—¿Dónde está Memelland? —preguntó Mari cuando, pasadas unas horas, comió con la familia y los trabajadores de la finca.

—En Lituania, al noreste de aquí —contestó el abuelo Gustav, que estaba sentado a su lado—. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque antes he visto a una gente que venía de allí huyendo de los rusos —respondió Mari.

Gustav puso cara de pocos amigos y asintió.

—Entonces ya hemos llegado a ese punto. Nosotros también tendremos que prepararnos pronto —dijo.

—¿Prepararnos para qué? —Fritz Ansas, que estaba sentado frente a su padre, formuló la pregunta en un tono áspero.

Gustav lo fulminó con la mirada y apretó los labios.

Fritz sacudió la cabeza enojado y se volvió hacia Mari.

—No tienes de qué preocuparte —dijo, y anunció, dirigiéndose a todos los demás—: Los rusos jamás cruzarán la frontera del Reich. Y gracias al arma milagrosa que nuestro querido Führer introducirá en breve, al final nos haremos con la victoria.

Gustav soltó un suspiro de desdén, pero se abstuvo de hacer comentarios. Mari miró a sus suegros. Karl parecía no haberse enterado de la disputa: estaba columpiando a su nieta en las rodillas y metiéndole el último bocado del plato en la boca, que Sunniva saboreó con evidente placer. Edith los observaba sacudiendo la cabeza y le reprochó que mimara tanto a la niña.

Su marido murmuró, bondadoso:

—Vamos, Edithche, ¿quién se pasa todo el día haciéndole carantoñas a nuestra pequeña y no la deja salir de la cocina?

Mari sonrió sin querer y se olvidó de Fritz y de sus arrogantes afirmaciones.

Al día siguiente el cartero Pillokeit llevó una nota oficial a Lindenhof firmada en persona por el líder de zona Erich Koch. En ella solicitaba a toda la población masculina de Prusia oriental en edad de trabajar, que hasta entonces no se hubieran enrolado en el servicio militar por edad o por indispensabilidad, a construir el llamado muro del este. En destacamentos de entre tres y cuatro semanas, saldrían grupos formados por juventudes hitlerianas, hombres de hasta cincuenta años, trabajadores forzados y prisioneros de guerra, para levantar en la frontera oriental del Reich trampas para tanques, pozos de tiradores y búnqueres para combatir el asalto de los rusos.

Enseguida corrió la noticia, y una multitud que discutía acaloradamente se reunió en el patio alrededor de Pillokeit, bajo los viejos tilos.

Mari se colocó junto a Gustav y le preguntó en voz baja:

—Pero ¿ese líder de zona no dijo hace poco en la radio que Prusia oriental era segura?

Gustav se encogió de hombros.

—Una vez más, ya ves el valor que tienen las fanfarronerías de esos cabezas huecas.

El cochero Hugo se unió a ellos y dijo con ironía:

—El último llamamiento a filas de Hitler, armado con azadas, layas y palas. Solo puedo decir una cosa: ¡hip, hip, hurra!

Gustav no siguió la broma de su amigo. Se pasó la mano por la frente y dijo muy serio:

—Es una pura pérdida de tiempo. Sería mejor evacuar a la gente lo antes posible. Pero eso significaría que ya no creemos en la victoria final.

Hugo asintió.

—Tienes razón. El fanatismo de ese sanguinario nos llevará a todos al infierno.

Fritz Ansas fue enviado en septiembre a llevar una pala, y se presentó voluntario a la milicia nacional, dispuesto a sacrificar su vida en defensa de la patria. Su hermano Karl también esperaba todos los días que lo llamaran a filas, algo que a su mujer Edith la angustiaba. Además de sufrir por Joachim, ahora tendría que añadir la preocupación por Karl. Mari entendía muy bien a Edith. No conocía a un hombre menos belicoso que su suegro. No se lo imaginaba manejando una escopeta o disparando a alguien. La mera idea era absurda.

Un gélido día de noviembre el cartero Pillokeit finalmente llevó un sobre con el sello del ejército alemán dirigido a Karl. Mari hizo un gesto con la cabeza a Edith, que estaba probando el guiso de menudillos de ganso que llevaba horas cociéndose en una olla grande. Sunniva estaba a su lado en un pequeño taburete y le iba pasando las especias que Edith le pedía.

—Voy a buscarlo —dijo Mari, y salió corriendo de la cocina hacia los establos. Poco después regresó con su suegro, que abrió la carta con gesto compungido.

—¿Y, cuándo tienes que irte? —preguntó Edith, que intentó echar un vistazo a la carta. Karl la miraba como si no lo entendiera y empezó a temblarle todo el cuerpo. Su esposa lo abrazó, preocupada. Mari cogió la carta.

En el campo de batalla, 3 de noviembre de 1944

Estimado señor Ansas:

Lamento tener que darle hoy la triste noticia de que su hijo, el oficial veterinario Joachim Ansas, ha caído en un ataque de las tropas rusas a la impedimenta de provisiones de nuestra compañía el 25 de octubre en actitud valiente y cumpliendo su obligación de soldado, fiel a su compromiso con el Führer, el pueblo y la patria.

En nombre de sus compañeros, me gustaría expresarle mis condolencias a usted y a su esposa por tan dolorosa pérdida. La compañía siempre conservará un recuerdo honroso de su hijo y verá en él un ejemplo.

La certeza de que su hijo dio la vida por la grandeza y el futuro de nuestro eterno pueblo alemán puede darle fuerzas y servirle de consuelo en el terrible sufrimiento que le ha tocado vivir.

Mi más sentido pésame, le saludo con un Heil Hitler.

REINHOLD SCHUSTER

Teniente coronel y jefe de la compañía.

Un interminable «¡no, no, no!» resonaba en los oídos de Mari. Cuando Ottmar Pillokeit la agarró por los hombros y la sacudió fue consciente de que era ella la que gritaba. Miró a su hija, que se había escondido detrás de la gran cesta de leña y la miraba asustada. Lloriqueaba en voz baja y apretaba su animal preferido contra el pecho: el títere del gato que le había regalado Joachim. La mirada de la niña asustada hizo que Mari volviera en sí. «Recobra la compostura —se dijo—. Por Sunniva. ¡Ahora te necesita más que nunca!». Cerró un momento los ojos y apareció el rostro de Joachim. «No he olvidado mi promesa, mi amor. Protegeré a nuestra hija».

—¿Cuánto tiempo queréis seguir esperando? Los rusos están cerca de la frontera. Tenemos que largarnos de aquí lo antes posible —les apremió el abuelo Gustav.

Daba vueltas nervioso por el salón de la familia Ansas, donde Karl, Edith, Mari y Sunniva habían sido llamados a un «consejo de guerra». Hacía unos días que había empezado un nuevo año, en un rincón aún estaba el árbol de Navidad adornado.

—Pero está prohibido bajo pena abandonar el lugar de residencia y huir. Y nuestros soldados seguro que nos protegerán —dijo Edith, vacilante.

—Vamos, Edithche. Eso ya no se lo cree ni el Führer. ¿O por qué te crees que su guarida de lobos quedó abandonada en noviembre? —Gustav miró a los demás muy serio—. Creedme, es el momento. Joachim me dijo que no podemos esperar compasión de los rusos. Después de todo lo que los nuestros les han hecho durante los últimos años, se vengarán con crueldad, y nadie puede reprochárselo.

Mari se estremeció y sin querer abrazó con más fuerza a Sunniva, que estaba dormida en su regazo. De nuevo recordó con nitidez la escena en el lago de los cisnes en la que le prometía a Joachim cuidar de Sunniva y procurar que saliera ilesa de aquella guerra.

—¿Qué nos importa esa prohibición? ¡Para mí solo cuenta que no le pase nada a Sunniva! Se lo juré a Joachim.

Edith y Karl intercambiaron una mirada y asintieron. El último deseo de su hijo eliminó todas las dudas. Gustav suspiró aliviado y se sentó con los demás en la mesa.

—Edith tiene razón —dijo—. Por supuesto, no podemos recoger nuestras cosas sin más y largarnos. La condesa jamás lo permitiría. Y tampoco llegaríamos muy lejos porque hay muchos controles en la carretera. Pero tengo una idea para desaparecer de aquí sin llamar la atención. —Gustav se volvió hacia Edith—. Tú tienes parientes cerca de Johannisburg. —Edith asintió y miró intrigada a su suegro—. Hoy Pillokeit traerá la triste noticia del fallecimiento de tu querida tía Erna, a cuyo entierro debéis ir tú y Karl.

Edith abrió los ojos de par en par.

—Qué me dices —exclamó—. ¿Ernache ha muerto? ¿Cómo lo sabes?

Gustav hizo un gesto de impaciencia.

—No lo sé, y espero que la señora goce de buena salud. Pero eso no puede saberlo nuestra señora cuando le pidas dos días libres.

Edith se dio un golpe en la frente.

—¡Seré boba!

Aquella misma noche Mari hizo una mochila y una maleta pequeña para ella y Sunniva.

—Solo lo imprescindible —le advirtió Gustav—. Al fin y al cabo en teoría solo vamos a estar tres días fuera.

Mari le dio a Sunniva sus dos juguetes preferidos, el caballito de madera y el títere del gato.

—¿Cuál te quieres llevar? —preguntó. Sunniva arrugó la frente y estiró las manos hacia los dos.

Mari se lo negó con la cabeza.

—No puede ser, mi veslepus. Uno de los dos tiene que quedarse aquí.

Sunniva hizo un puchero, pero no rompió a llorar.

—Minino viene. El caballito nos espera aquí.

Cogió el caballito, lo colocó junto a la casa de muñecas y lo tapó con cuidado con un pañuelo de cuadros.

Mari se volvió hacia su escritorio. Cuando recogió las cartas de Joachim desde el campo de batalla del cajón, se le cayó de las manos la última carta de Nilla. Leyó de nuevo pensativa las líneas que su madre le había hecho llegar a través de su amiga.

Karlssenhof, 7 de diciembre de 1944

Querida hija:

Me encantaría abrazarte ahora mismo y consolarte un poco por tu tristeza por Joachim. Pienso todos los días en ti y en la pequeña Sunniva. ¡Lo que daría por conocerla!

Tu padre persevera en su actitud intransigente, pero estoy convencida de que pronto cederá. No me malinterpretes, pero en este caso tu pérdida parece positiva. Enar te echa de menos, aunque aún no lo admita. Por eso quería proponerte que vuelvas lo antes posible a Noruega. Le he pedido a mi hermano Kol que os acoja a ti y a Sunniva en las Lofoten. Estoy segura de que no tendréis que esperar mucho para poder regresar a casa desde allí.

Mari dejó la carta. La sensación de añoranza de su madre se apoderó de ella como una ola y le cortó la respiración. De pronto la posibilidad de volver a verla pronto y por fin hacer las paces con su padre parecía factible.

Unos golpecitos a la puerta sacaron a Mari de sus ensoñaciones. El abuelo Gustav entró en la habitación y le entregó un sobre marrón. Mari miró dentro y sacó su pasaporte noruego. Miró sorprendida a Gustav, que le guiñó el ojo en un gesto de complicidad.

—He pensado que podría serte útil. Dentro de poco será mejor no ser alemán.

Mari se quedó perpleja.

—¡Muchas gracias! ¿Cómo lo has encontrado?

Gustav sonrió.

—No me des las gracias a mí. El bueno de Pillokeit tuvo que ayudar al alcalde a quemar cierta documentación, y entonces dio con tu pasaporte. Y esto —dijo, y le enseñó a Mari varias hojas de permisos de viajes en blanco.

Mari se levantó y abrazó a Gustav.

—¡Eres el mejor abuelo del mundo! —dijo en voz baja.

Al día siguiente por la mañana se levantó mucho antes de que amaneciera. En el plan de Gustav estaba previsto que ella saliera de la finca a hurtadillas bajo la protección de la oscuridad y más tarde la recogerían los demás en la carretera a Johannisburg. Su ausencia apenas levantaría sospechas, pues la condesa no la veía prácticamente nunca. Mari le puso a su hija varias capas de prendas de abrigo. Siguiendo un impulso, sacó el medallón de plata que siempre llevaba al cuello en una cadena desde el día de su boda. Sunniva se acercó con curiosidad. Mari lo abrió y le enseñó los retratos.

La pequeña los señaló y dijo con una sonrisa:

Mamma y pappa.

Mari asintió.

—Exacto. Y para que sepas que siempre estamos contigo tienes que ponértelo.

Antes de ponérselo y esconderlo debajo de la camiseta interior, sacó la postal de Nordfjordeid del marco situado en la mesita de noche, la dobló varias veces y se la metió en el medallón.

Al cabo de una hora Mari y Sunniva estaban sentadas con Edith y Gustav en un trineo que Karl conducía por la carretera nevada de Johannisburg. Se había impuesto un silencio pesado, solo interrumpido por los leves sollozos de Edith. Aunque nadie lo dijera, todos pensaban que era una despedida sin retorno. Mari tenía la sensación de abandonar un hogar por segunda vez en su vida. En ese momento era consciente del cariño que había cogido durante los últimos años a Lindenhof y su entorno, también porque continuamente le recordaba a Joachim y los momentos de felicidad vividos con él.

Cuanto más se acercaban a la ciudad, más concurrida estaba la carretera. Por lo visto no eran los únicos a los que ya no les importaba la prohibición de huir y se dirigían a la estación. Delante del tren, que ya estaba escupiendo vapor, se agolpaba una gran multitud, incluidos varios soldados que cargaban armas y municiones en varios vagones de mercancías.

Mari agarró a Sunniva del brazo y siguió a Edith, que se abrió camino con resolución hasta el tren. Poco después les hizo una señal desde la ventana abierta de un compartimento en el que había descubierto sitios libres.

Mari le dio a Gustav la mano de Sunniva y dijo:

—Llévala dentro, yo voy a ayudar a Karl con el equipaje.

Gustav subió al tren. Mari y Karl le pasaron a Edith las mochilas y maleta, que las puso en el compartimento por la ventana.

Cuando seguía a su suegro hacia la puerta del tren, Mari vio por el rabillo de ojo que se armaba jaleo al final del andén. Se quedó quieta y vio a dos soldados que corrían hacia las defensas antiaéreas y apuntaban el cañón hacia arriba. Sonó un pitido agudo.

—Mariechen, vamos —la apremió Karl, que le tendió la mano para ayudarla a subir los escalones.

En ese momento el tren se puso en marcha con un movimiento brusco. Mari perdió la mano de Karl y se tambaleó hacia atrás en el andén. Se incorporó e intentó correr tras el tren, pero el gentío le bloqueaba el camino.

—¿Por qué ha salido de repente? —gritó Mari a un empleado de la estación uniformado—. ¡Mi familia está ahí dentro!

El hombre se encogió de hombros.

—Órdenes del ejército. Si hay amenaza de fuego enemigo, los transportes de tropas tienen que tener vía libre —le explicó, e hizo el amago de continuar.

Mari lo agarró del brazo.

—Pero ¿volverá? —preguntó, desesperada.

Antes de que el empleado pudiera contestar, dos aviones volaron raso sobre la estación. Mari se tiró al suelo en un acto reflejo, como la mayoría de la gente que estaba en el andén. Oyó descargas de ametralladoras y el ruido de los aviones que se alejaban. Luego se hizo el silencio. Mari se levantó y miró hacia la vía. Suspiró aliviada: ahí estaba el tren.

Al cabo de un segundo una explosión rompió el silencio. Una potente bola de fuego salió de uno de los vagones de mercancías. Tras un instante de pánico, Mari echó a correr. ¡Tenía que sacar a su hija de allí! Otra detonación desgarró el tren.

—¡Sunniva! —gritó Mari, que siguió a trompicones y de pronto ya no sintió el suelo bajo los pies. Se sintió empujada y catapultada. Una columna de hierro se estrelló contra ella. Luego todo estaba oscuro.