Nordfjord, verano de 2010
—Ven —se limitó a decir Lisa, y salió del salón. Salió presurosa de la casa y se dirigió a los pastos de detrás de la granja.
—Cara, espera —gritó Marco tras ella—. No podemos hablarlo dentro con calma…
Lisa contestó sin detenerse:
—No, no podemos. —Y siguió caminando. En un lugar protegido por los arbustos se quedó quieta. Allí la ladera formaba un saliente en el que varias rocas se habían detenido al caer desde las cimas y con el transcurso de las décadas habían sido cubiertas de musgo. Formaban una suerte de tresillo natural. Lisa lo descubrió en sus incursiones fotográficas.
Se volvió hacia Marco, que había llegado al lugar un poco asfixiado.
—Aquí estamos solos —dijo, y señaló una roca.
Marco se acomodó en ella con cuidado. Parecía sentirse incómodo. Ya no quedaba ni rastro de ese gesto confiado con el que unos minutos antes la había abrazado de forma tan posesiva. A pesar de la rabia, Lisa reprimió una sonrisa divertida. Ahí sentado, con su traje italiano impecable y los zapatos cosidos a mano, Marco parecía un extraterrestre en aquel paisaje primitivo y salvaje. No le extrañaba que prefiriera hablar con ella en la casa.
Lisa fue consciente de que prácticamente nunca había ido con Marco a disfrutar de la naturaleza. En Hamburgo le bastaba con un paseo entre «plantas y flores» o por la orilla del río para estirar las piernas al aire libre y disfrutar de un poco de vegetación. A ella le pasaba lo mismo. Fue en Noruega donde supo lo que significaba para ella sumergirse en una naturaleza en gran medida virgen, allí tocó una fibra hasta entonces intacta y que la hizo despertar.
La rápida caminata había atenuado un poco la rabia de Lisa por la aparición sorpresa de Marco. Se plantó delante de él.
—¿Qué pasa? ¿Por qué actúas como si nuestra última conversación en Hamburgo no se hubiera producido nunca? ¿Cómo te atreves a presentarme en la página web de tu agencia como socia? ¿Por qué no contestas a los correos electrónicos y no te pones al teléfono? ¿Y por qué demonios apareces aquí de repente y te presentas como mi prometido? —Lisa sintió que la rabia volvía a encenderse.
Marco levantó las dos manos.
—Tienes razón, cara, tendría que habértelo dicho —empezó, con una sonrisa compungida—. No quería arriesgarme a que me rechazaras. No habrías aceptado que viniera.
Lisa asintió.
—Correcto. ¿Y por qué? ¿Ya te has olvidado? He cortado contigo.
Marco dejó caer los hombros.
—Esperaba que hubieras cambiado de opinión. Además, comprendí que te había dejado demasiado tiempo sola aquí con esto —dijo, y señaló la granja con un gesto vago.
Lisa se sentó en una de las rocas y puso cara de pocos amigos.
—Te has dado cuenta demasiado tarde.
Marco asintió.
—Ya lo sé. Pero aun así esperaba que no fuera demasiado tarde para demostrarte que me tomo en serio tus necesidades. Por eso he venido.
—¿No se trata más bien de que haya echado a perder tus planes? ¿De que me haya desvinculado y no participe en la agencia? —preguntó Lisa con frialdad.
La sonrisa de Marco se desvaneció e hizo un gesto de enfado.
—¿Por qué siempre piensas que tengo intereses egoístas? ¿Por qué no crees en mi amor?
Lisa le miró a los ojos.
—Sí que lo hago, pero he comprendido que para nosotros el amor son cosas distintas.
Marco agachó la mirada. Al cabo de un rato dijo en voz baja:
—Supongo que lo has descubierto porque ahora tienes posibilidad de comparar. Un hombre al que entregar tu corazón sin reservas.
Lisa se quedó callada. Marco volvía a sorprenderle con una de sus corazonadas de las que en el fondo no le creía capaz. No encajaban con su imagen de macho duro, que él mismo se encargaba de cuidar.
Marco la miró y esbozó una media sonrisa.
—Puedo ser un poco superficial, pero tonto no soy.
Lisa sacudió la cabeza con energía.
—Nunca he dicho… —empezó.
Marco le acarició la rodilla.
—No pasa nada. Sé cuándo he perdido. La mirada que me ha dirigido ese apuesto vikingo era inequívoca. Y no es ningún secreto que hace tiempo que no tienes claros tus sentimientos por mí. Simplemente durante mucho tiempo no quise darme cuenta. Tienes razón, no entraba en mis planes. Por eso en Hamburgo también intenté evitar que cortaras conmigo. Y luego me he convencido de que no lo decías de un modo definitivo. —Marco sonrió con amargura y le tendió la mano a Lisa—. ¿Amigos?
Lisa le cogió de la mano y la apretó.
—Amigos.
Marco se levantó.
—¿Me enseñas un momento tu nuevo hogar, antes de que me vaya?
Lisa también se levantó.
—¿Quieres volver hoy?
Marco asintió.
—Claro, ¿qué hago aquí?
—Pero… —Lisa quiso añadir algo, pero Marco la interrumpió:
—No pasa nada. En el fondo me lo esperaba, si no no me habría apuntado las horas de vuelo de Sandane a Oslo —añadió con una sonrisa—. Y me tienta más la idea de ir a un local sofisticado de Oslo esta noche que quedarme en este poblacho.
Lisa le devolvió la sonrisa, aliviada.
—De todos modos deberías quedarte uno o dos días en Oslo. Seguro que Nora te da muchos consejos. La ciudad está mucho más viva de lo que pueda parecer a primera vista.
Al cabo de una hora Lisa llevó a Marco a Sandane, al aeropuerto. Nora les acompañó un rato y la dejaron unos kilómetros después de Nordfjordeid, donde quería ir a ver a una amiga.
—Me alegro de haber venido —dijo Marco cuando Nora se bajó—. Aunque habría preferido que volviéramos juntos a Hamburgo, claro.
Lisa le lanzó una breve mirada y volvió a concentrarse en la carretera estrecha y llena de curvas.
—No entiendo tu entusiasmo por este rinconcito de tierra, pero se nota que perteneces aquí. No sé cómo explicarlo. Simplemente estás radiante —dijo Marco.
Lisa comprobó asombrada que sus palabras la conmovían en lo más profundo, se suponía que era porque no se lo esperaba. No viniendo de él.
—Gracias —dijo en voz baja—. Para mí es muy importante que me lo digas.
—Bueno, aun así es una lástima que abandones tu carrera. Se te echará de menos, a ti y a tus fotos —dijo Marco, y se encogió de hombros.
Lisa sacudió la cabeza y le dio un golpe juguetón.
—¡Eres incapaz de darte por vencido!
Marco sonrió.
—Hay que intentarlo. Al fin y al cabo tengo que ver cómo encuentro un sustituto que esté a la altura. ¿Estamos en contacto?
—Por supuesto —contestó Lisa, y supo que lo decía en serio. Le interesaba realmente saber cómo le iban las cosas a Marco. Y se imaginaba siendo amiga suya. Tal vez fueran de esas pocas exparejas en las que el dicho trillado de «pero podemos ser amigos» realmente funcionaba.
—Te deseo lo mejor, Lisa —dijo Marco, y la agarró con ternura del brazo—. Sé feliz con tu hombre de campo.
Lisa le devolvió el abrazo y lo siguió con la mirada cuando pasaba por seguridad. Un breve instante de melancolía dio paso a una profunda satisfacción. Se sentía completamente en paz consigo misma. Realmente era el momento de poner orden.
Ya era tarde cuando Lisa regresó a la granja. Miró indecisa hacia las ventanas de Amund en el viejo establo. Estaban a oscuras. Los postigos no estaban cerrados, así que no estaba en casa. Tal vez estaba en el bar, o había salido a montar. Aliviada por no tener que hablar hoy con él, subió a su buhardilla. En la casa también reinaba un silencio sepulcral, seguramente todos dormían. Era normal, eran más de las once y el día empezaba pronto. Lisa notó que estaba agotada. Abrió los postigos para que entrara la claridad que aún reinaba y se quedó dormida en cuando se acostó.
Al día siguiente por la mañana Lisa se dirigió a los pastos para recoger los caballos que estaban previstos para las excursiones del día. Se detuvo delante del prado donde pastaban algunas yeguas con sus potros. No tuvo que esperar mucho hasta que Erle, seguida de sus potros, se acercó a la valla y le saludó con un relincho.
Desde que Lisa había visto el retrato grabado de Virvelvind, el antepasado de Erle, en los viejos bancos, se sentía aún más ligada a la yegua. Sacó una zanahoria del bolsillo y se la dio a Erle. El caballo masticó satisfecho el manjar mientras Lisa le acariciaba el remolino de la frente. Como tantas otras veces, acabó pensando en su abuela Mari. ¿Cuánto tiempo seguiría su hijo incomunicado en el Ártico? Seguro que un tiempo. Según la facultad de Tromsø su expedición terminaba a finales de verano. Hasta entonces Lisa tendría que ser paciente hasta saber si Mari estaba viva y dónde.
Después de cepillar a los caballos y darles una ración extra de pienso concentrado, fue a la casa a desayunar. Se detuvo al oír dos voces procedentes del establo. Por lo visto Amund estaba hablando con el viejo Finn. De ella, Lisa había oído su nombre con toda claridad. Se acercó con cuidado a la puerta abierta y cuando miró en el interior, vio a los dos hombres en la penumbra.
—¡No entiendo que me haya engañado de esa manera! Que haya fingido estar enamorada para utilizarme para sus fines. Y luego se larga sin más. —Amund sonaba más triste que enfadado.
—Yo tampoco me lo explico —admitió Finn—. Hace unos días dije que Lisa se parecía a su abuela, que era una egoísta y una desconsiderada y se fue con ese alemán sin más.
—¿Alguna vez has pensado que tal vez Mari no tuviera otra opción? —preguntó Lisa al entrar en el establo. Ya no tenía ganas de seguir oyendo las vagas insinuaciones de Finn sobre los supuestos pecados de Mari. Era el momento de obligarle a hablar sobre aquella época.
Amund y Finn dieron un respingo y se la quedaron mirando callados.
Amund fue el primero en intervenir.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
Lisa levantó una ceja.
—Pues trabajar. Y vivir aquí, ¿te habías olvidado?
—Pero te fuiste con tu prometido. Yo mismo vi cómo Nora os llevaba al aeropuerto…
Lisa sacudió la cabeza.
—No es verdad. A lo mejor viste que los tres nos íbamos en coche, todo lo demás está aquí dentro —dijo, señalándole la cabeza—. Y ahora hablemos de ti y de Mari —continuó Lisa, dirigiéndose a Finn—. Quiero saber de una vez por qué la odias tanto. Y por qué se ha borrado todo rastro de ella aquí —dijo, se interpuso en el camino del anciano, que quería salir del establo.
Amund le tocó el brazo al viejo Finn.
—Tiene razón. Es el momento de hablar. Nunca se sabe cuánto tiempo va a poder seguir haciéndolo.
Finn rechazó la mano de Amund.
—Cuándo me meterán en una caja, quieres decir —gruñó—. No hace falta que te andes con remilgos, sé que tengo los días contados. —Miró al suelo. Su rostro parecía pensativo. Lisa contuvo la respiración sin querer. Para su sorpresa, al cabo de un rato se dibujó una sonrisa traviesa en el rostro arrugado de Finn. La miró a los ojos.
—Me gustas. No das tu brazo a torcer. —Asintió y dijo en voz baja—: Como ella.
Lisa y Amund intercambiaron una mirada.
—¿Me vas a contar qué pasó? —preguntó Lisa.
Finn asintió.
—Pero no ahora. Esta noche. Ahora os dejo solos, seguro que tenéis que hablar —contestó él, y regresó a su sonrisa pícara.
Lisa asintió y le dejó pasar. Finn salió a paso lento, apoyado en su bastón.
Lisa lo siguió con la mirada un momento y luego se volvió hacia Amund.
—Estoy soñando, ¿verdad? —preguntó—. De verdad tiene intención de hablar conmigo por fin. No me lo puedo creer.
Amund la miró.
—No te lo estamos poniendo fácil.
Lisa le devolvió la mirada y se encogió de hombros.
—Bueno, la aparición de Marco tiene que haber sido más que extraña para ti. Pero a partir de ahora me gustaría que hablaras conmigo en vez de torturarte y dejarte llevar por tu imaginación.
Amund se quedó callado.
—¿Entonces tenemos un futuro? —preguntó, sin aliento.
Lisa sonrió.
—Ya sabes que no me rindo fácilmente.
Amund esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Se acercó a Lisa y la estrechó entre sus brazos.
Después de cenar, Lisa subió la escalera con Nora y llamó a la puerta de la habitación de Finn.
—Pasa —dijo una voz ronca.
Lisa hizo un gesto con la cabeza a Nora, que estaba igual de emocionada que ella. Abrió la puerta y se quedó quieta. Fue como entrar en otro mundo que jamás habría esperado en la granja. Todas las paredes estaban cubiertas hasta el techo de estanterías repletas de libros. El suelo estaba cubierto de montones de libros ordenados en capas, entre los que se abría un pequeño camino hasta la cama, un arcón de ropa, un pupitre y una sencilla silla de madera con reposabrazos. Finn estaba sentado en ella mirando a sus visitas.
—He traído a Nora —dijo Lisa—. A fin de cuentas Mari también es su abuela.
Finn asintió y les invitó a sentarse en la cama con un gesto. Lisa y Nora avanzaron con cuidado entre los montones de libros y se sentaron. Al hacerlo se cayeron algunos libros de la estantería detrás de la cama y comprobó que había muchos alemanes: clásicos del siglo XVIII y XIX, pero sobre todo escritores de principios del siglo XX. Lisa captó con la mirada algunos títulos de Thomas Mann, Berthold Brecht, Georg Trakl y Gottfried Benn antes de volverse hacia Finn.
Era obvio que el anciano no sabía por dónde empezar. Se aclaró la garganta varias veces, abrió la boca, la volvió a cerrar, miró al suelo, respiró hondo y finalmente dijo:
—Hasta el día en que enterraron a mi padre no supe nada de Mari. Como si estuviera muerta. —Se quedó callado.
Lisa se inclinó hacia delante.
—Entonces Nilla, la mejor amiga de Mari, fue al cementerio, ¿verdad? Tekla nos lo contó —dijo. Finn asintió. Lisa se mordió el labio inferior y decidió agarrar el toro por los cuernos—. ¿Por qué la odias tanto? —preguntó. Oyó que Nora contenía la respiración a su lado.
Finn puso cara de pocos amigos.
—Me arruinó la vida —contestó—. Y no solo la mía —añadió—. Por su culpa tuve que dejar los estudios, y tras la muerte de Ole quedó claro que jamás podría continuar. Estaba condenado a hacerme cargo de la granja y enterrar mi sueño de hacer una carrera científica.
Lisa y Nora intercambiaron una mirada.
—Pero ¿por qué fue culpa de Mari? —preguntó Nora.
—Si no se hubiera enamorado de ese alemán y se hubiera quedado aquí, nuestro padre la habría considerado su heredera. Había nacido para criar caballos —contestó Finn.
—¿Había nacido? ¿Entonces no está viva? —intervino Lisa.
Finn se encogió de hombros.
—No lo sé, ni quiero saberlo. —Lanzó una mirada sombría a las dos chicas.
—¿A qué te refieres cuando dices que no solo te arruinó la vida a ti? —preguntó Nora.
—Mi padre jamás superó su traición. Y mi madre se lo llevó a la tumba con su muerte prematura —dijo Finn, y se vino abajo.
Lisa quiso decir algo, pero el anciano parecía tan agotado que no lo hizo. Rozó el brazo de Nora y le dijo en voz baja:
—Creo que ya es suficiente por hoy.
Nora asintió. Las dos se levantaron y salieron de la habitación. Finn no se dio cuenta, parecía ausente y ensimismado.
—Bueno, en realidad ahora no sabemos mucho más —dijo Nora mientras bajaban la escalera hacia la planta baja.
—Es verdad —admitió Lisa—, pero para haber callado durante años, no ha sido un mal inicio. Estoy segura de que con el tiempo nos contará más cosas.
Nora torció el gesto sin querer.
—Eso puede tardar. ¿No quieres saber toda la verdad de una vez?
Lisa se frotó los ojos.
—Tienes razón. ¿Sabes qué? Vamos a averiguar si esa tal Nilla sigue viva —propuso.
—Buena idea —contestó Nora—. Pero ¿por dónde empezamos?
—En eso tal vez os pueda ayudar.
Lisa se dio la vuelta y miró a Amund, que estaba en la puerta de la cocina con un bocadillo en la mano.
—¿Tenéis hambre? —preguntó.
Lisa y Nora lo negaron con la cabeza.
—¿Por qué crees que puedes ayudarnos? —preguntó Lisa.
—Porque Nilla es prima de mi padre —contestó Amund, que obviamente se deleitaba con sus caras de asombro—. Venid a mi casa y os contaré todo lo que sé.
»Hace poco que descubrí que era la mejor amiga de vuestra abuela. A decir verdad, tampoco tenía ni idea de que existiera Nilla —dijo cuando poco después se instalaron en su casa con Lisa y Nora.
El buen tiempo de los últimos días había hecho una pausa y unas nubes oscuras pendían sobre el fiordo, y llovía a cántaros. Amund se inclinó sobre la mesa situada frente al sofá y encendió una vela, que tiñó la sala de una luz cálida.
—Cuéntanoslo todo —le apremió Nora, que se inclinó hacia delante en su butaca.
Amund se recostó y rodeó a Lisa con el brazo, que estaba sentada a su lado.
—En el concurso de caballos me encontré por casualidad con Lene, una de las múltiples primas de no sé qué grado —dijo, y esbozó una media sonrisa—. A veces tengo la sensación de que medio Vågsøy es familia mía.
Lisa y Nora se miraron un instante. Así que esa era la misteriosa mujer con la que conversaba tan animadamente Amund.
—Hacía siglos que no nos veíamos. A Lene le pareció gracioso que viviera justamente en Nordfjordeid, donde se había criado la prima de mi padre. Le sorprendió bastante que no lo supiera —continuó Amund.
—¿Entonces tu padre nunca habló de ella? —preguntó Lisa.
Amund sacudió la cabeza.
—Cuando me enteré de que Nilla podía ser importante para vuestra búsqueda, sentí curiosidad —dijo—. A mi padre ya no le podía preguntar, pues falleció hace diez años. Y mi madre se quedó igual de sorprendida que yo al oír hablar de la existencia de Nilla. Así que aproveché los días que pasé en Vågsøy para seguir la pista.
—¿Y qué has averiguado? —preguntó Nora en tensión.
Amund se encogió de hombros levemente.
—Por desgracia no mucho. —Lisa y Nora se miraron decepcionadas. Amund sonrió con picardía y añadió tras una breve pausa—: De todos modos sé que está viva. Y dónde vive.
Lisa le dio un golpe en el hombro.
—¡Eres imposible! Mira que mantenernos en vilo…
Apareció el hoyuelo de Amund al ver su último triunfo.
—Si queréis podemos ir a verla mañana.
—¿Vive cerca? —exclamó Nora, que se desplomó sobre su butaca—. ¡No me lo puedo creer! —Se levantó—. No os enfadéis conmigo, pero estoy hecha polvo. Que tengáis una buena velada. ¡Hasta mañana! —dijo, y le guiñó el ojo a escondidas a Lisa al salir de la habitación.
Lisa llevaba todo el día esperando el momento de por fin estar a solas con Amund. Desde que la había estrechado entre sus brazos tras su reconciliación cada vez tenía más ganas de verlo. Solo de pensarlo sentía un estremecimiento cada vez más fuerte en el vientre.
De pronto Lisa se sintió insegura y cohibida, como la primera vez cuando era una adolescente. No, distinto. Era mucho más profundo. Entonces le preocupaba que su novio se sintiera decepcionado por su inexperiencia, o que no se cumplieran sus propias expectativas. Ahora era como si corriera un grave peligro, como si se precipitara por un acantilado escarpado en cuyo fondo se abriera un abismo cuyas dimensiones fuera incapaz de percibir.
—Tal vez será mejor que me vaya —tartamudeó, e hizo amago de levantarse.
Amund le puso una mano en el brazo y la atrajo hacia sí con suavidad.
—Quédate —dijo en voz baja.
Lisa sintió que se le aceleraba el corazón. Se volvió hacia Amund y lo miró a los ojos. Él la penetró con la mirada, al mismo tiempo que le ofrecía un acceso a su interior. Ella lo miró y supo que la veía a ella, que la conocía. Como jamás la había mirado un hombre. Lisa cerró los ojos y se dejó llevar.
Algo húmedo rozó la mejilla de Lisa. Abrió un ojo medio dormida y vio un ojo canino de color ámbar. Torolf volvió a darle un empujoncito con el morro. Lisa estiró una mano y le rascó el cuello. Estaba en el pequeño dormitorio de Amund en la cama del futón desplegable.
—Estás en el lado equivocado. —Oyó por detrás.
Sintió que se arrimaba el cuerpo cálido de Amund. La rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Torolf ladró un momento y apoyó la cabeza en el hombro de Lisa.
—Vete de aquí —gruñó Amund—. Búscate una novia.
La cabeza de Torolf desapareció.
Lisa se echó a reír.
—Esto sí que va a ser divertido, si ya estás celoso de tu perro. Torolf me gustaba mucho antes que tú.
Amund se incorporó un poco y apoyó la cabeza en una mano. Con la otra apartó un rizo de la cara de Lisa.
—No es verdad. Él solo percibió enseguida lo que sentía por ti. Por eso te aceptó tan rápido.
Lisa se acurrucó contra Amund y cerró los ojos. No recordaba haberse sentido tan relajada jamás tras la primera noche con un hombre. Le parecía de lo más natural estar tumbada en la cama con Amund.
Por la tarde Amund, Lisa y Nora se fueron cuando terminaron el trabajo. Lisa apenas había podido dormir la noche anterior. De la emoción por el inminente encuentro con Nilla Kjøpmann, que por fin les aportaría información sobre el destino de su abuela, y porque ella y Amund apenas se habían quitado la mano de encima hasta la madrugada. Había sido como un viaje de exploración a un país desconocido y familiar a la vez. Lisa pensaba que tenía bastante experiencia en amoríos, al fin y al cabo había disfrutado de momentos de pasión y muy placenteros con varios hombres. Pero aquella noche con Amund había comprendido y experimentado el dicho de «amar a alguien en cuerpo y alma». Había vivido en un nivel hasta entonces desconocido, algo parecido a otra «primera vez».
—¿Nos vas a decir de una vez adónde vamos? —preguntó Nora, que estaba sentada en el asiento trasero.
Tras salir de Nordfjordeid por la E39 en dirección al norte salieron a la montaña. La carretera pronto se adentró en un bosque espeso. De vez en cuando pasaban por pequeños lagos y cada vez menos por viviendas.
—En el fondo solo un fiordo más allá —contestó Amund—. A Voldafjord.
Lisa se volvió hacia Nora.
—¿Conoces la zona?
Nora sacudió la cabeza.
—Yo tampoco —confesó Amund—. Solo sé que es una zona muy concurrida para pasear.
Lisa hizo una mueca de impaciencia.
—Eso no es muy revelador, me da la sensación de que toda Noruega es una zona bonita para pasear, a juzgar por las descripciones de mi guía de viajes.
Nora soltó una risita.
—Tienes razón. Para muchos noruegos pasear es casi como una religión popular.
Lisa miró por la ventana. El cielo seguía encapotado. De vez en cuando caían aguaceros. Junto a la carretera se extendía ahora un gran lago, en cuyo extremo se erguía imponente un gran macizo montañoso. Amund señaló unas casas en la otra orilla.
—Ahí tienes los constructores navales que viste en el festival vikingo —le dijo a Lisa—. En Bjørkedal hace generaciones que se construyen barcos tradicionales.
La conversación se fue extinguiendo. Lisa se sumió en un estado de ánimo irreal, onírico y al mismo tiempo eufórico, con los sentidos agudizados. Envuelta por el aroma de Amund y la serenidad que transmitía, se sentía como en un capullo en el que le empujaban los movimientos inquietos procedentes de Nora a su espalda.
—¿Queda mucho? —preguntó Nora al cabo de un rato—. Me muero de nervios —añadió a modo de disculpa.
Amund sacudió la cabeza.
—No, en realidad deberíamos llegar enseguida a Voldafjord. Desde ahí ya no queda muy lejos.
Pasados unos minutos abandonaron la vía rápida y tomaron una pequeña carretera secundaria que transcurría por la orilla del Austefjord. Al final del brazo de mar se encontraba su destino: Fyrde, un pueblecito formado por dos docenas de casas y una antigua iglesia de madera.
Amund atravesó despacio la población y miró alrededor buscando algo.
—Ah, debe de ser ahí —dijo, y señaló una de las casas dispersas, con un cartel encima de la puerta.
—Turgåers Café —leyó Lisa—. ¿El café del excursionista?
Amund asintió y aparcó el coche en el borde de la carretera.
—¿Y aquí vive Nilla? —preguntó Nora.
—Eso no lo sé. Pero es la dueña del café. Aunque supongo que ya no lo lleva ella. De todos modos aparecía en las páginas amarillas como la propietaria —respondió Amund, y abrió la puerta del coche—. ¿Vamos?
Lisa y Nora intercambiaron una mirada y asintieron.
Recorrieron a toda prisa los pocos metros que había de la carretera al café bajo la lluvia. Un cartel junto a la puerta anunciaba que había una taberna al aire libre detrás de la casa. Amund aguantó la puerta a Lisa y Nora y las siguió hasta el interior. Frente a la entrada había una barra a lo largo de la pared, y detrás una puerta con una ventana pasaplatos que daba a la cocina.
El salón iluminado, con tres ventanales, estaba amueblado con una colorida mezcolanza de mesas, sillas, butacas y sofás que, a pesar de sus diferentes estilos, combinaban bien. En la pared de detrás de la barra había colgado, junto a una estantería alta para vasos, un tablón donde se ofrecían los platos del día. Una parte de la barra tenía un cristal delante y estaba repleta de dulces y pasteles.
Tres de las cinco mesas estaban ocupadas. Una familia con dos niños, obviamente turistas estadounidenses, un anciano que leía el periódico y dos mujeres que conversaban animadas. Lisa, Amund y Nora se acercaron a la barra, donde un joven estaba preparando una bandeja de vasos de zumo. Les sonrió con amabilidad.
—Disculpa, ¿puedes decirnos dónde podemos encontrar a Nilla Kjøpmann? —preguntó Amund.
El joven asintió y asomó la cabeza por la ventana que daba a la cocina.
—Nilla, ¿puedes venir un momento? —gritó, se dio la vuelta de nuevo y se fue con la bandeja hacia la mesa de la familia estadounidense.
Se abrió la puerta de la cocina y apareció una mujer mayor. Era delgada, tenía la tez pálida y los ojos azules claros tras unas gafas sin montura. Llevaba el fino cabello blanco recogido en una larga trenza, sujeta en forma de corona a la cabeza. Lisa pensó que parecía una vieja reina de las hadas.
Cuando la anciana posó la mirada en Lisa, abrió los ojos de par en par. Se agarró al marco de la puerta en busca de un apoyo y susurró:
—¡No es posible! —Estiró una mano vacilante hacia Lisa y exclamó—: ¡Mari!
Sin duda había encontrado a Nilla, la amiga de Mari.