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Masuria, invierno de 1941/primavera de 1942

La muerte del hermano mayor de Joachim eclipsó el Adviento en la familia Ansas. Edith buscaba consuelo en su fe y aprovechaba cada ocasión que se le presentaba para ir a la iglesia de Nikolaiken y más adelante, tras las primeras nevadas, a las capillas de las aldeas vecinas, donde rezaba por que Joachim regresara sano y salvo de la guerra. En casa y en la cocina señorial se sumergió con un ahínco que casi parecía rabia en los preparativos navideños, como si quisiera mitigar su dolor con el trabajo.

Su marido se había vuelto casi mudo y apenas se dejaba ver en las comidas en común. Cuando Mari le llevaba algo de comer al establo, él le hacía un gesto con la cabeza y le dedicaba una sonrisa ausente, cuando advertía su presencia, y dejaba los platos intactos. A Mari le recordaba a su padre cuando estaba triste por la muerte de su madre. Karl, que tenía un carácter mucho más afable, parecía desintegrarse poco a poco. Mari deseaba que luchara contra su destino y diera rienda suelta a su ira e impotencia, como hacía el abuelo Gustav. Pero su suegro seguía en silencio y paralizado por su tristeza.

La esperanza a la que se había aferrado Mari desde la marcha de Joachim no se cumplió. Su marido no tendría vacaciones durante las fiestas. Cuando llegó la carta en la que se lo comunicaba a principios de diciembre, Mari sintió ganas de desaparecer y dormir hasta que llegara Joachim a despertarla. Envidiaba a los animales que se pasaban los meses tristes y fríos hibernando y volvían a aparecer en primavera.

—Lo siento, Edithche —dijo el cartero Pillokeit—. Pero el correo militar tiene tanto trabajo que hasta Navidad no se pueden enviar más paquetes. Y las cartas también tienen que pesar como máximo cincuenta gramos. El tren tiene muchas dificultades de transporte.

Edith se quedó mirando el paquete que le quería dar a Pillokeit y sacudió la cabeza.

—Qué cruel —dijo—. ¿Eso significa que no podemos enviar nada a Joachim por las fiestas? —Miró con los ojos desorbitados a Mari, que estaba en los fogones dando vueltas al puchero que había para comer.

Mari puso cara de pocos amigos.

—¿Qué significa eso de dificultades de transporte? —preguntó al cartero.

Pillokeit miró un momento al pasillo y cerró la puerta de la cocina. Bajó la voz y dijo:

—El rápido avance de nuestras tropas que ocupa los mensajes eufóricos —señaló con la cabeza la radio del pueblo que se encontraba en la estantería del aparador—, también tiene su lado oscuro. No hay suficientes vías para cambiar la red ferroviaria rusa a la alemana. El tren del Reich apenas tiene locomotoras preparadas para el invierno y pocos trenes, por no hablar de carbón y otros combustibles.

Mari respiró hondo.

—Pero eso significa que no solo no se puede enviar correo militar a los soldados, sino tampoco abastecimiento.

Pillokeit se llevó un dedo a los labios y asintió.

—No lo digas en voz alta —le advirtió—. Se considera desmoralización de las tropas.

Mari lanzó una mirada inquisitoria a Edith.

—¿Qué significa eso? —dijo, repitiendo aquella palabra desconocida. Aunque Mari ya se sentía bastante segura con el alemán, las expresiones de los nazis siempre le parecían un misterio. Aún le costaban más las abreviaturas que tanto les gustaba utilizar en el lenguaje oficial.

—Es un concepto un poco confuso —explicó Pillokeit—. En el fondo se refieren a cualquier manifestación crítica sobre la guerra que pueda suscitar dudas sobre la «victoria final» de los nazis.

Mari asintió y se volvió de nuevo hacia los fogones. Cada vez comprendía mejor al abuelo Gustav, que se mofaba de la propaganda nazi y de su miedo a que la gente pueda empezar a pensar por sí misma y no siguiera aceptando sus mentiras evidentes.

—Pero la mayoría es demasiado cobarde para eso, o piensa demasiado en su propio beneficio —afirmó unos días antes con amargura.

Eso le recordó a Mari la última carta de Nilla, donde su amiga le hablaba de Maks, el marido de Gorun, que había «reflexionado» sobre su actitud hasta entonces intransigente hacia los invasores alemanes. El motivo era tan sencillo como vergonzoso: el comisario del Reich Josef Terboven había anunciado una nueva orden de racionamiento en Noruega según la cual la cantidad de alimentos y productos de consumo recibidos dependería de la colaboración con las tropas de ocupación alemanas. Mari imaginó la sonrisa burlona de Ole al comentar el cambio de opinión de Maks con una de sus citas preferidas: «Primero hay que comer, luego viene la moral».

Mari se quedó mirando los fogones sumida en sus pensamientos. La preocupación por Ole, que según contaba Nilla cada vez estaba más implicado en la resistencia, se había convertido en una compañía constante. Iba justo después del miedo por Joachim, que había aumentado tras la muerte de su hermano. Cualquier día Pillokeit podía entrar en la cocina con el semblante serio y comunicarles la terrible noticia. Mari se mordió el labio inferior. No podía dejarse llevar por pensamientos tan sombríos. Joachim se lo había pedido explícitamente: «Piensa en nuestro hijo —escribió en una de sus últimas cartas—. No debe crecer con un corazón miedoso. Regálale tu sonrisa y tu alegría de vivir, que a mí me dan tantas fuerzas cuando pienso en ti».

En diciembre llegó el frío más extremo y mucha nieve, por lo que se acabaron los paseos y las excursiones en barca en el lago para Mari. El abuelo Gustav construyó una pequeña estufa en su habitación, arregló una vieja mecedora que había descubierto en la buhardilla y creó un rincón muy agradable donde a Mari le gustaba acurrucarse al terminar el trabajo. Cuando se sentaba en la mecedora y escuchaba su interior, experimentaba momentos de profunda felicidad. Notaba con alegría los movimientos de su hijo, hablaba con él en voz baja o le cantaba las canciones infantiles que sabía de su madre.

No tenía mucho tiempo para pasar esos ratos tranquilos. Además de los numerosos preparativos para la fiesta de Navidad de los señores, que esperaban varios invitados, también había que preparar las fiestas de la casa de la familia Ansas. Como en Noruega, Mari deseaba en vano poder librarse de la limpieza que tanto odiaba, pero su suegra era igual de implacable que su madre Lisbet. Mientras fregaba y enceraba el suelo, vaciaba los armarios y los arcones y les quitaba el polvo, lavaba y planchaba las cortinas, limpiaba la porcelana fina y decoraba las habitaciones con ramas de abeto frescas, no paraba de escuchar la radio.

Desde la muerte de su primogénito Edith ya no soportaba el silencio. Contra toda lógica, a veces creía oír su voz pidiendo ayuda, como le confesó avergonzada a su nuera. Para alivio de Mari, que esperaba el continuo ruido de la propaganda, la programación radiofónica consistía principalmente en programas musicales en los que ponían sobre todo música moderna, de baile y clásicos populares, interrumpidos de vez en cuando por las noticias u otros mensajes. Cuando el abuelo Gustav estaba cerca, le guiñaba el ojo a escondidas a Mari. La contradicción entre los comunicados oficiales eufóricos sobre el transcurso de la guerra y los informes de la BBC «enemiga» le producían una constante fuente de diversión.

Finalmente Mari comprobó que los propios alemanes ya no podían seguir encubriendo los hechos: el ejército alemán no avanzaba en el Este de forma victoriosa, sino que estaban atrapados en una guerra de trincheras, aunque lo maquillaran a su gusto como «rectificación del frente» o «mejora del frente». Estaban dando una información parecida cuando Gustchen entró en la cocina a llevar delantares y pañuelos recién planchados. Se inclinó con gesto cómplice hacia Mari, que estaba haciendo bolas de patata.

—Ayer oí por casualidad que el joven conde hablaba con su madre poco antes de que se fuera —le dijo en voz baja.

Mari reprimió una sonrisa. Gustchen oía «por casualidad» muy a menudo lo que decía el joven conde. Procuraba ocuparse de las tareas que se desarrollaban cerca de él cuando estaba de visita.

—Imagínate, nuestro querido Führer se ha colocado ahora en lo más alto del ejército alemán. —Mari se encogió de hombros. Gustchen, que esperaba más entusiasmo, le explicó—: Seguro que ahora Joachim ya no tardará mucho en volver. Si el Führer se hace cargo personalmente del asunto, los rusos pronto serán derrotados.

Mari estaba deseosa de compartir el optimismo de Gustchen, pero nada indicaba que fuera a confirmarse. Al contrario, pensaba Mari. Poco antes de Navidad, Hitler en persona había hecho un llamamiento al pueblo alemán para que dieran ropa de abrigo para los soldados que estaban luchando en Rusia. Para Mari era una prueba de que la guerra se prolongaría aún más, y ni siquiera podía enviar a Joachim un paquete con galletas, por no hablar de una chaqueta, botas forradas o una bufanda gruesa. Ese año habría preferido saltarse la Navidad, no tenía ánimos para celebraciones.

A sus suegros y al abuelo Gustav les ocurría algo parecido. El día de Nochebuena, que pasaron los cuatro juntos, fue relativamente tranquilo. Edith había colocado una fotografía de Joachim y otra de Karl-Gustav junto al pequeño abeto adornado, el segundo con una vela delante. No paraba de frotarse los ojos enrojecidos. A Mari también le costaba contener las lágrimas. ¿Dónde estaría Joachim ahora? ¿Estaba pasando frío? La idea de que pudiera esar alojado a temperaturas de menos cuarenta grados sin ropa de abrigo adecuada en un cuartel sin calefacción le provocaba un nudo en la garganta.

El primer día festivo empezó temprano. Aún estaba oscuro cuando Karl puso delante de un trineo un caballo tranquilo que tenían en la caballeriza como animal de trabajo. Por los caminos cubiertos de una nieve profunda fueron a Nikolaiken para la primera misa. Cuando Mari entró en la iglesia que resplandecía iluminada por la multitud de velas, por primera vez en mucho tiempo le dio una tregua la angustia y la tristeza que le permitió unirse con especial fervor a los villancicos. Algunas melodías las conocía de su país. El punto álgido de la misa consistía en un auto de Navidad que el pastor había preparado con los niños de su parroquia.

De regreso a casa, los campos cubiertos de nieve y los árboles brillaban bajo la luz del sol. Solo se oía el roce de las cuchillas del trineo, el crujido del hielo en el lago y el tintineo de las campanillas de los arreos del caballo. Todo parecía muy tranquilo. En esos momentos a Mari le costaba creer que estuvieran en guerra, sobre todo porque Masuria no era objetivo de los ataques aéreos. Los intensos bombardeos que según la información de la radio se producían con regularidad sobre Colonia, Hamburgo, Berlín y muchas otras ciudades más al oeste eran tan difíciles de imaginar para ella como la situación en el campo de batalla.

—¿Dónde se ha metido otra vez Gustav? —preguntó Edith cuando regresaron a Lindenhof, y miró a Mari desconcertada—. En media hora empezamos, y nuestros invitados llegarán enseguida.

En casa de los Ansas habían sido invitados a la comida de celebración, además del ama de llaves Irmgard Rogalski con sus dos hijas y el cochero Hugo, Pillokeit, el cartero soltero.

Mari cogió su chaqueta.

—Voy a buscarlo —dijo, y le hizo un gesto con la cabeza a su suegra. Cruzó el patio con decisión hasta la puerta trasera, donde encontraría al abuelo. Por lo visto los dos viejos amigos habían vuelto a pasar el rato delante de la radio.

—¿Adónde vas tan deprisa?

Mari se quedó quieta y se dio la vuelta. Tras ella estaba el joven conde, que estaba saliendo del establo. ¡Maldita sea, por qué no había tenido más cuidado! Desde la cena en que Mari tuvo que servir procuraba desaparecer cuando él estaba en la caballeriza. No era tarea fácil, pues era obvio que Heinrich, conde de Lötzendorff, hacía lo posible por encontrarse con Mari y hacerle cumplidos. Tenía una manera de hacer comentarios seductores en un tono dominante que a ella le repelía, no solo porque su conducta le parecía indecorosa y poco adecuada, sino porque le infundía un miedo subrepticio. Una voz en su interior le avisaba de que un día tal vez tomaría lo que él creía que era suyo, ya que en última instancia en Mari solo veía, como en todas las empleadas de la finca, a alguien que tenía que doblegarse ante sus deseos.

Ella se puso tensa sin querer y le miró directamente a los ojos. Pronto se dio cuenta de que eso le molestaba.

—No veo por qué ha de ser de su incumbencia —dijo con frialdad.

El conde levantó una ceja y esbozó una sonrisa burlona.

—Seguro que los viejos vikingos estarían orgullosos de su descendiente luchadora. —Había en su voz un matiz de admiración—. Lástima que vuestros hombres sean tan endebles. No tienen disciplina, ni espíritu de lucha —añadió.

Mari se esforzó por mantener la calma.

—Cuidado no vaya a equivocarse —contestó ella, y dio media vuelta.

En la puerta trasera del patio vio a Gustav y Hugo que le sonreían satisfechos. El abuelo le hizo el signo de la victoria a espaldas del conde, que se fue a la casa señorial.

Mari corrió hacia ellos y los agarró del brazo.

—¡Por fin, aquí estáis! Edith y los demás ya están esperando.

Hugo le dio una palmadita cariñosa en el brazo.

—¡Le has dado su merecido a ese canalla!

El abuelo Gustav le lanzó a su amigo una mirada de falso reproche.

—No puedes decir del conde que es un canalla sinvergüenza.

Hugo soltó una risita.

—Claro que puedo. Esas fueron las últimas palabras de su propio padre.

Mari sonrió. Era una de las anécdotas preferidas de Hugo. Encontró al conde gravemente herido tras el accidente a caballo, y su última preocupación era por su querida finca, que a partir de entonces quedaría en manos de su hijo, que a sus ojos era un sinvergüenza inútil.

En el salón ya estaban reunidos todos los invitados, entre ellos Fritz, el hermano de Karl, que consideraba una obligación pasar las festividades importantes con la familia. No solo a Mari le habría gustado liberarle de esa obligación: su presencia solía crear un ambiente rígido y poco natural. Comprobó aliviada que Ottmar Pillokeit, que estaba sentado entre el ama de llaves y Gustchen, daba conversación al grupo. Con su voz grave contaba las últimas habladurías de la zona y cosechaba muchas risas.

Mari se deslizó hasta la puerta y fue corriendo a la casa señorial, a la enorme cocina. Llegó justo a tiempo para ayudar a Edith a sacar del horno la cazuela de pato asado y llevarla a los invitados que estaban esperando. Además del pato relleno de anzana había patatas hervidas y repollo estofado con la grasa del pato. De postre Edith colocó sobre la mesa bandejas repletas de galletas de Navidad y vasitos de kaddik, un licor casero de enebro.

Mari se reclinó en su silla y buscó una posición cómoda. Últimamente le dolía a menudo la espalda y se cansaba enseguida. Le encantaría estar con Joachim, acurrucarse en sus brazos y sentir su calor. Edith, que cuidaba a su nuera aún más desde que unos días antes notó por primera vez el movimiento de su futuro nieto, le alcanzó un cojín.

—¿Ya está pataleando otra vez el renacuajo? —preguntó en voz baja, y puso una mano sobre la barriga de Mari, que ya tenía claramente inflada.

Mari sacudió la cabeza con una sonrisa.

—Creo que está durmiendo —dijo. A diferencia de Edith, estaba convencida de que tendría una niña. No sabía explicar por qué estaba tan segura: simplemente lo sabía.

Una voz fuerte y cortante acalló la animada conversación. Fritz Ansas había ido a buscar la radio a la cocina y la había puesto encima de la cómoda en la que Edith guardaba la porcelana fina y la mantelería. Fritz adoptó una postura formal y les pidió silencio con un gesto. En la radio atronaba el discurso de Navidad del ministro de propaganda Joseph Goebbels. Mari miró a los demás. Su suegro estaba ausente, como de costumbre, su mujer aprovechaba la pausa en la conversación para ofrecer café «de verdad» recién hecho para celebrar el día. Gustchen y Gretchen tenían las cabezas juntas y se reían en voz baja de algo, el cartero Pillokeit escuchaba el discurso con gesto impertérrito, el ama de llaves interceptó la mirada severa de Fritz a sus hijas y les ordenó en voz baja que se comportaran.

Al abuelo Gustav se le se fue ensombreciendo el semblante poco a poco. Con suerte mantendría la compostura y no provocaría a su hijo, pensó Mari. Goebbels estaba anunciando que el Reich alemán sería más grande, más bonito y más majestuoso tras esta guerra. Gustav se metió en la boca una galleta de especias, que mordió y tragó enseguida. De pronto el discurso quedó tapado por su tos ahogada, Mari se levantó de un salto para ayudarle, preocupada. Edith y Pillokeit también se apresuraron a darle golpes en la espalda y servirle un vaso de agua.

Gustav apretó el brazo de Mari y le guiñó el ojo de forma casi imperceptible. Ella suspiró, pero de puertas afuera continuó preocupada. Gustav habría sido un gran actor. Su ataque de tos era tan convincente que incluso Fritz, que al principio lo miraba con recelo, empezó a inquietarse. Pasado un rato Gustav se desplomó en la silla con la cara roja. Se disculpó en voz baja por el incidente.

Hugo sirvió a los adultos aguardiente en los vasos y brindó por su amigo.

—Un brindis por el susto.

El abuelo Gustav, en cambio, siguió en silencio y con gesto adusto el discurso de Navidad del escritor Thomas Mann, exiliado en Estados Unidos, que solía dirigir a sus compatriotas alemanes en la BBC para explicar el horror y los planes demoniacos del régimen de Hitler. Mari había acompañado a él y a Hugo la tarde anterior a casa del cochero y aprovechó la ocasión para oír en persona la «radio enemiga». Cuando Thomas Mann se despidió diciendo que esperaba que los alemanes «pudieran sentir vergüenza y desesperación en vista de la desgracia en la que estaban sumiendo a toda Europa», los tres se miraron impresionados.

Gustav acarició en el brazo a Mari.

—¡Ay, Mariechen, en qué lío te has metido! Solo espero que con el niño superes esta locura sin sufrir daños.

A mediados de marzo todavía se imponía el duro invierno. En los prados y campos se acumulaban metros de nieve, los ríos y lagos continuaban cubiertos por una gruesa capa de hielo y las temperaturas eran muy bajas.

—¿Es que aquí nunca se acaba el invierno? —se lamentó Mari, y se tiró el aliento a las palmas de las manos frías. Estaba en el almacén de leña poniendo leños en una gran cesta. Las provisiones de leña habían disminuido considerablemente durante los últimos meses.

Gustchen, que debía ayudar a Mari debido al avanzado estado de su embarazo a llevar la cesta a la cocina, puso cara de sorpresa.

—¿No estás acostumbrada a esto? ¿En Noruega no dura el invierno mucho más?

Mari sacudió la cabeza.

—No en nuestra zona. También nieva mucho, y puede hacer mucho frío, pero la corriente del Golfo delante de la costa oeste hace que en marzo empiece a deshelar.

Gustchen sonrió a Mari.

—Las cigüeñas traen la primavera, así que no durará mucho —dijo a modo de consuelo.

—¿Qué significa que no durará mucho? —preguntó Mari, que sintió un escalofrío y una punzada de dolor.

—¿Qué te pasa? —preguntó Gustchen, que miraba a Mari asustada.

—Creo que llegará pronto —dijo Mari, se llevó una mano a la espalda y se puso la otra sobre la barriga inflada.

—¿Estás segura?

Mari asintió. Las contracciones irregulares que durante los últimos días sentía cada vez con más frecuencia eran muy distintas y no eran tan dolorosas, ni mucho menos.

—Ayúdame a llegar a la casa —le rogó, y apoyó un brazo en el hombro de Gustchen, no porque necesitara un apoyo, sino porque le daba miedo resbalar y caerse.

Edith, que las había visto por la ventana, las recibió en el pasillo y ayudó a Mari a subir la escalera hasta su habitación, al tiempo que le pedía a Gustchen que fuera a buscar a su madre.

—Pronto habrá terminado —dijo Edith pasadas unas horas, y le refrescó a Mari la frente acalorada con un paño húmedo.

Irmgard Rogalski, que echaba una mano a su amiga en el parto de su primer nieto, ya había avisado de que el útero estaba completamente abierto.

Mari no podía contestar, pues una fuerte presión le quitaba el aliento.

—No puedo más, no puedo más —exclamó cuando la contracción aflojó, y se aferró al brazo de Edith. Nunca había sentido semejante dolor. Se sentía agotada y sin fuerzas.

—Ya lo sé —dijo Edith, y le acarició la mejilla.

¡Forbannet! —blasfemó Mari en voz alta, y se arqueó con la siguiente contracción.

—Ya noto la cabecita —dijo Irmgard, y animó a Mari a seguir empujando.

Mari respiró hondo. El niño presionaba hacia fuera, ahora no podía dejarlo en la estacada.

Al cabo de media hora Mari oyó el primero grito del recién nacido. Irmgard Rogalski, que ya había traído al mundo a muchos niños en Lindenhof y en la zona, cortó el cordón umbilical y limpió la cara del recién nacido de la mucosidad para que pudiera respirar bien y abrir los ojos. Lo envolvió en un pañuelo y lo puso en el regazo de Mari.

—Es una niña —anunció.

—¡Gracias a Dios! —Se oyó la voz del abuelo Gustav. Estaba esperando en la puerta y ahora, atraído por el llanto, asomaba la cabeza a la habitación de Mari, que esbozó una débil sonrisa. Él se inclinó con cuidado sobre ella y su hija.

—Estoy muy contento de que sea una niña. Por lo menos así nunca terminará como carne de cañón.

Rusia, 22 de abril de 1942

Querida Mari:

No puedes imaginar lo feliz que me hace la noticia del nacimiento de nuestra hija. Al mismo tiempo me entristece no poder haber estado contigo. Por desgracia, aún no sé cuándo tendré vacaciones.

El nombre Sunniva me gusta mucho. Me has hablado mucho de esa santa valiente. Nuestra pequeña Sunniva estará bajo una protección especial. Cuando hayamos vuelto a Noruega, tenemos que hacer sin falta una excursión a la isla en la que murieron ella y sus seguidores. Se llama Selja, si no recuerdo mal, ¿verdad? No está muy lejos de las Hornelen. Me encanta rememorar aquella excursión, esos recuerdos me dan fuerzas.

Aquí por fin ha dejado de hacer tanto frío. Sin embargo, la consecuencia del deshielo es que estamos estancados en el lodo y las batallas se han interrumpido. Un respiro que es bienvenido para escribir cartas con calma, arreglar cosas, lavar la ropa… ya ves, me voy a convertir en la perfecta ama de casa…

¿Hay novedades de Nordfjord y tu familia?

Espero que estéis bien. Dales recuerdos a todos de mi parte.

Querida Mari, en mi pensamiento estoy contigo y no hay nada que desee más que poder abrazaros pronto a ti y a nuestra hija.

Te quiero,

JOACHIM

Mari dejó caer la carta y se inclinó sobre la cuna que estaba junto a la butaca. La pequeña Sunniva ya tenía casi seis semanas y estaba haciendo una siesta. Como si notara la mirada de su madre, bostezó con todas sus fuerzas y abrió los ojos. Ya no eran azules como cuando nació, poco a poco iban adquiriendo un tono castaño. También el cabello suave era castaño. Mari acarició a la niña en la barbilla, y ella soltó un grito de felicidad. Buscó los ojos de Mari y esbozó una gran sonrisa. Mari se quedó atónita: era la primera vez que Sunniva le sonreía intencionadamente. Sintió que las lágrimas de la emoción le inundaban los ojos. Sacó enseguida a la niña de la cuna, la abrazó y respiró el aroma dulce de la cabecita caliente.

—Bueno, ahora escribiremos a tu padre —dijo al cabo de un rato, y se sentó en la mesita que había puesto en la habitación para ese fin.

Lindenhof, 29 de abril de 1942

Amor mío:

Mientras te escribo tengo a nuestra Sunniva en mi regazo, que intenta agarrarse los piececitos. No lo consigue del todo, pero sus movimientos son cada vez más definidos. Imagínate, acaba de sonreírme por primera vez. Ha sido como si me saludaras tú, porque tiene tus ojos.

Sunniva nos ilumina a todos, incluso consigue sacar a tu padre un poco de su tristeza. Ya le ha hecho un sonajero muy bonito, y aparece mucho más para ver a tu hija. Daría cualquier cosa porque pudieras conocerla pronto.

Me alegro de que el invierno por fin haya terminado para vosotros. Aquí llega la primavera con las cigüeñas, según me ha dicho Gustchen, que a principios de mes regresan a sus nidos, por Pascua. Entretanto han puesto algunos huevos en la finca y los están incubando.

Me preguntas por las novedades en Noruega… mi esperanza de que padre y Finn fueran menos implacables con el tiempo ha sido en vano, y eso preocupa a mi madre y la atormenta. Mi gran consuelo es que Nilla la visita con frecuencia y cuida de ella.

Mari se detuvo y miró pensativa el extremo de la pluma. No, era demasiado arriesgado mencionar a Ole y lo ocurrido a su amigo Ingolf. No quería ni pensar en las consecuencias que podía tener para ella si la censura abriera la carta y la leyera.

Tras una pausa extrañamente larga, Nilla le escribió para felicitarla por el nacimiento de su hija. En una de las diminutas manoplas cosidas por ella que acompañaban a la carta, Mari encontró un papel doblado varias veces en el que Nilla le informaba en pocas palabras de la muerte de su primo Ingolf. En diciembre de 1941 había preparado y apoyado, bajo el mando del capitán Linge, el ataque de las fuerzas aéreas y navales británicas a las unidades alemanas destinadas en Måløy. La operación fue un éxito, pero Ingolf y Linge tuvieron que pagarlo con sus vidas. La muerte de su amigo había animado a Ole a comprometerse todavía más con la resistencia para permitir la huida de personas que estaban en peligro a las islas Shetland. Esa actividad se castigaba con una pena importante que quitaba el sueño a Nilla muchas noches. Mari la entendía muy bien, a ella le pasaba lo mismo. Respiró hondo, ahora no quería pensar en eso. Volvió a inclinarse sobre la mesa y terminó la carta a Joachim.

Mañana podré ir con Hugo a Nikolaiken. Haré fotografías a Sunniva para que por fin tengas una imagen de ella.

Cuídate. Te echo mucho de menos. Tusen kyss, tu Mari.

La pequeña Sunniva estaba inquieta, hacía ruidos y muecas.

—No llores —dijo Mari, y la cogió en brazos—. Enseguida tendrás tu leche, mi veslepus.

La pequeña le dio un manotazo en la mejilla. Mari agarró la manita, le puso un poco de tinta de la pluma y la presionó en la carta de Joachim.

—¿Ves? Así tu pappa también tendrá un saludo tuyo.