Masuria, otoño de 1941
Cuando Mari se imaginaba Lindenhof antes de llegar al país de Joachim daba por hecho que su vida allí apenas se diferenciaría en esencia de la que llevaba en la granja de los Karlssen. Al fin y al cabo Lindenhof también era una caballeriza. La idea la consolaba un poco y mitigaba su nostalgia. Sin embargo, poco después de la marcha de Joachim comprendió hasta qué punto se equivocaba. El tema de las tareas de las que querría o podría hacerse cargo la joven nuera de Karl y Edith Ansas no se planteó, ya estaba decidido. La condesa Edelgard von Lötzendorff dio instrucciones a su cocinera de que tomara a Mari bajo su protección y la formara para que más adelante fuera su sucesora en la cocina de la finca.
Mari reprimió el reflejo de rebelarse contra esa orden, pues no quería poner en un aprieto a su suegra. Además, por lo visto allí a nadie le molestaba que la condesa decidiera dónde trabajaba cada cual. Era la señora, y había que hacerle caso, y de todos modos generalmente las mujeres no tenían nada que hacer en las caballerizas. Se ocupaban de las tareas domésticas, el huerto y el ganado pequeño.
—La cabeza bien alta, Mariechen —dijo el abuelo Gustav, y le dio un pellizco cariñoso en la mejilla a Mari. Había notado la mirada melancólica con la que observaba a su suegro Karl, que estaba sacando a un caballo ensillado del establo. Ella estaba saliendo del huerto, donde había ido a coger zanahorias y hierbas frescas. De camino a la gran cocina, en la planta baja de la casa señorial, se encontró a Gustav, que estaba dando su paseo matutino.
—Estoy seguro de que Karl te dejará montar siempre que pueda —dijo.
Mari esbozó una sonrisa forzada. No servía de nada quejarse por estar todo el día en la cocina y apenas pasar tiempo al aire libre con los caballos. Podría haber sido peor. No quería ni pensar qué habría ocurrido si la condesa la hubiera escogido como su criada. A las hermanas Auguste y Annegret Rogalski, que le echaban una mano limpiando a su madre Irmgard, el ama de casa de la familia de los señores, parecía gustarles su trabajo. Sobre todo porque así podían ser partícipes de primera mano de la vida de su señora, que les infundía un gran respeto. Mari, en cambio, prefería ver lo menos posible a esa gente. Le resultaban demasiado ajenas sus convicciones políticas, además de su orgullo de casta.
Los señores rara vez entraban en la cocina. Edith comentaba los lunes el plan semanal de comidas con la condesa en el antiguo despacho del conde, que ahora su viuda utilizaba de «central de mando», como lo llamaba en broma el abuelo Gustav. De vez en cuando enviaban a Elfriede abajo para transmitir algún deseo especial o modificaciones urgentes en el menú A pesar de que la nuera de la condesa era de la edad de Mari, parecían de mundos distintos. Para la mujer del futuro dueño de la finca sería inconcebible tener conversaciones personales con los empleados o entablar amistad con ellos.
—Tengo que darme prisa, seguro que Edith ya me está esperando —se excusó Mari.
Gustav asintió con una sonrisa y siguió andando pesadamente, apoyado en el bastón, hacia la pequeña puerta trasera del patio, mientras Mari se dirigía presurosa con su cesta a la casa señorial. Atravesó la puerta del servicio para llegar al pasillo, al fondo del cual se encontraba el reino de Edith.
La cocina estaba revestida con azulejo blanco y azul, dominada por unos enormes fogones negros cuyos fuegos de latón en círculo pulía y encendía Edith todos los días. También lucían resplandecientes la multitud de ollas de latón, sartenes, cacerolas y hervidores que había en las estanterías de pared o colgadas de ganchos. El tubo del horno, que funcionaba exclusivamente con madera, daba a un ahumadero donde se balanceaban jamones, tocino y salchichas. En una pared había una tapa tras la cual había un montaplatos que se accionaba con una manivela. Con ella se podían transportar los platos para los señores directamente a la primera planta, donde los recogían las sirvientas. Enfrente había una despensa bien abastecida.
—¿Para qué son? —preguntó Mari, y señaló varios barriles de madera que había en un rincón. Edith, que estaba quitando de uno de los fogones una argolla para que la olla grande que quería poner encima encajara perfectamente, se pasó el dorso de la mano por el rostro acalorado y dijo:
—Hoy hacemos col fermentada. —Señaló con la cabeza dos cajas grandes llenas de repollos.
Mari reprimió un suspiro, pues era una tarea interminable. Tenía la sensación de pasarse la mayor parte del día pelando y cortando patatas y verduras. La cocina diaria en la granja de los Karlssen no era muy importante: lo que Edith Ansas preparaba allí para una comida a su familia les habría bastado para una semana. Además se añadía las conservas y el secar la fruta, pues era temporada de manzanas y peras.
Al principio frotó con fuerza los barriles de madera, que luego cubrió con hojas de col limpias.
—Para que luego el líquido sea claro —explicó Edith.
Ella y Mari pasaron las horas siguientes rallando los repollos con ayuda de unos cepillos en unas enormes tinas. El tintineo de un timbre de bicicleta anunció la llegada del correo.
—Qué cruel —exclamó Edith. Miró el reloj que colgaba encima de la pared y se limpió las manos en el delantal—. ¿Ya es tan tarde?
Ottmar Pillokeit, un hombre enjuto de mediana edad que desde que era cojo de una pierna por una herida en la guerra anterior, se las arreglaba cuando podía para ir al mediodía a Lindenhof a disfrutar del arte culinario de Edith. Era un invitado apreciado, pues, además del correo y la prensa, llevaba sobre todo las novedades de la zona. En contrapartida Edith se esforzaba mucho por alimentar a ese hombre flaco, sin mucho éxito, aunque Pillokeit se servía con bastante apetito y disfrutaba de las salchichas y otros obsequios que le ofrecía Edith.
Mari dejó las patatas y las puso en una gran fuente, Edith sacó del fogón el asado de cerdo. Durante la semana casi siempre había patatas y carne de cerdo en sus múltiples variantes. Los señores solían comer lo mismo que su servicio, pero no en el amplio comedor situado contiguo a la cocina, sino arriba en sus aposentos. La mayoría de las veces les acompañaba Fritz Ansas, el inspector de la finca. La condesa, que condenaba todo tipo de pérdida de tiempo, comentaba entretanto los incidentes de la finca con él y se informaba sobre la obra que tenía lugar a unos kilómetros de la finca, que él controlaba con regularidad. Allí se albergarían vacas lecheras, ovejas y cerdos.
Mientras Edith colocaba en el ascensor de comida las raciones para «los de arriba», Mari ponía la mesa larga en el comedor, donde poco a poco iba entrando todo el servicio, incluidos los trabajadores forzados polacos. Buscó impaciente con la mirada el portador de las cartas. Todos los días esperaba correo de Joachim, que le escribía con frecuencia. Sin embargo, a veces había pausas largas durante las cuales las cartas se quedaban perdidas en algún lugar. Entonces Mari se preguntaba inquieta si a su marido le había ocurrido algo, y luchó en vano contra las imágenes que se le aparecían de Joachim herido o muerto en un campo de batalla.
Aquel día Pillokeit le hizo un gesto ya desde la puerta y sacó dos cartas de la gran cartera de piel. Una era de Joachim, la otra llevaba la letra de Nilla. Mari se las metió enseguida en el bolsillo del delantal y le hizo un gesto de agradecimiento a Pillokeit, que enseguida comprendió la importancia que tenía para Mari leer a solas el correo militar de Joachim antes de leérselo en voz alta a sus padres.
Después de comer Edith y Mari mezclaron la col rallada con sal, granos de mostaza triturados y comino y empezaron a echarla en el barril de madera.
—Para, para —dijo Edith cuando Mari quiso con un impulso decidido llenar un barril entero de golpe—. Solo un puñado cada vez. Luego hay que aplastarlo bien —dijo, y le indicó a Mari que se colocara descalza en el barril y pisara la col.
Cuando ya se hubo formado tanto caldo que todo estaba cubierto, echaron la siguiente capa. Cuando el barril estaba lleno, lo taparon con una tabla y le pusieron encima el peso de una piedra grande. Así la col fermentada siempre quedaba en salmuera y no se hinchaba, como le explicó Edith a su aprendiza.
—¿Y cuánto tiempo tiene que fermentar? —preguntó Mari.
—Bueno, entre dos y tres semanas —contestó Edith—. Entonces los barriles se llevan al sótano.
Mari miró de reojo el reloj de la puerta: eran casi las seis y media. Pronto se pondría el sol, más de una hora antes que en Nordfjord.
—Vete, Mariechen —dijo Edith, y le sonrió con ternura—. Sé que ya no aguantas más —continuó, y lanzó una mirada elocuente al bolsillo del delantal de Mari.
Mari se sonrojó. A su suegra no se le escapaba nada. Se disculpó por haber ocultado la llegada de la carta de Joachim, pero Edith sacudió la cabeza.
—Después de cenar nos la puedes leer. Ahora corre.
Como le quedaba poco tiempo antes de la cena, Mari no pudo ir a su lugar preferido, la pasarela del lago de los cisnes, como ella llamaba al lago Lucknainer. En cambio salió corriendo hacia la orilla cercana del Spirdingsee. En un sitio había tres barcas de remos. Mari le dio la vuelta a la más pequeña, la empujó en el agua, subió y remó un poco hacia el lago. Retiró los remos y por fin sacó las dos cartas. En realidad la de Joachim era solo una tarjeta. Cuando trasladaron a su unidad tenía pocas ocasiones para escribir cartas de verdad. Bajo la luz del sol poniéndose, que teñía de rojo el agua que rodeaba la barca, leyó las escasas líneas.
Querida Mari:
No paro de pensar en ti. Estos últimos días hemos estado de viaje y ahora hemos parado en un antiguo cuartel de tanques de los rusos. Está en medio de un bosque precioso. Dormimos de tres en tres en una habitación, tenemos armarios y colchones de plumas y una estufa, incluso luz eléctrica, que enseguida tenemos que apagar. Mañana te escribiré más, te lo prometo. Muchos saludos también a mis padres y a mi abuelo. Tu Joachim.
P. D.: Jeg elsker deg og kyss på hele deg, skatten min: te quiero y me encantaría cubrirte de besos, mi amor.
Mari se quedó mirando pensativa la tarjeta. Dado que Joachim no podía escribir dónde se encontraba exactamente con su unidad o adónde se trasladaba, y por lo tanto prácticamente no informaba de nada relacionado con acciones bélicas, no tenía ni idea de si estaba en un entorno relativamente pacífico o solo era lo que quería hacerle creer para no angustiarla. ¿Cuándo volvería a verlo? Llevaba tres semanas fuera, y en teoría hasta finales de enero no tendría vacaciones. Si tenían suerte, pasaría la Navidad en casa.
Mari cerró los ojos y susurró la última frase de la carta. Se estremeció al pensar en los labios de Joachim y las dulces caricias con las que hacía temblar y arder su cuerpo.
El chapoteo de un pez al saltar sacó a Mari de sus ensoñaciones. Abrió enseguida la carta de Nilla y leyó ansiosa las novedades de su país. Era el primer informe exhaustivo que le enviaba su amiga. Tal y como le había pedido Mari le había adjuntado una postal vacía de Nordfjordeid que quería enmarcar y poner en su mesita de noche.
Nilla intercalaba con destreza habladurías sin importancia del pueblo con noticias que interesaban realmente a Mari: una precaución por si la censura de correo abría la carta. Después de contarle la transformación progresiva de Gorun en una decente ama de casa, le escribió sobre el regreso involuntario de Finn a la granja. Tuvo que interrumpir sus estudios para hacerse cargo de las tareas de Mari. Nilla dejó entrever que estaba de todo menos contento con eso, algo que Mari ya imaginaba. Al fin y al cabo, su hermano gemelo llevaba en Oslo la vida que siempre había soñado.
Se mordió el labio inferior. Otra persona que le guardaba rencor. Solo esperaba que la guerra terminara tan rápido como la propaganda nazi no se cansaba de anunciar. Entonces Finn podría volver a la universidad, y ella y Joachim irían juntos a Noruega… «deja de soñar», se dijo. Aunque jamás lo admitiría, le asustaba imaginar un futuro de color de rosa por miedo a que ocurriera justo lo contrario. Siguió leyendo.
Así que ya ves, desde que te fuiste no han pasado muchas cosas, todo sigue como siempre. Los cambios que queríamos hacer en el huerto tendrán que esperar un tiempo. Aún no hemos plantado el jazmín junto al rosal. Si hay una plaga de caracoles correría un grave peligro. De momento es mejor que crezca en su lugar.
Mari dejó caer la carta y arrugó la frente. Entonces Ole y Nilla habían aplazado su boda. Poco antes de que Mari se fuera de Bergen habló por teléfono con Nilla. Ole le había confesado por fin que era un miembro activo de la resistencia, lo que a ella le pareció muy romántico, aunque no dejaba de ver el peligro que corría. Por eso le había propuesto a Mari un código para su futuro intercambio epistolar para contarse las cosas delicadas para ocultárselas a los posibles lectores de la censura postal. El huerto era la granja, el jazmín era Nilla y el rosal Ole. La plaga de caracoles hacía referencia posiblemente al peligro que amenazaba a Ole si se descubrían sus acciones ilegales. Así que había comprendido que como su esposa ella inevitablemente también estaba en el punto de mira de los alemanes si le descubrían.
El tañido lejano de las canpanas de la iglesia recordó a Mari que era hora de volver a Lindenhof. De camino pasó por las cabañas de las familias de deportados y los trabajadores forzados. Sus habitantes parecían haberse ido todos a cenar a la casa, pues no había ni un alma. Se paró al oír cuatro sonidos de timbal que le sonaban familiares y salían amortiguados de una cabaña. ¿Había oído bien? Miró intrigada por una ventana entreabierta de la cabaña, donde vivía el cochero Hugo con la familia de su sobrina. Había dos figuras en cuclillas delante de una cómoda donde había un aparato de radio. Mari abrió con cuidado la ventana para ver mejor la habitación.
—¡Abuelo Gustav! —exclamó Mari sorprendida. Los dos hombres se dieron la vuelta asustados.
—Hombre, Hugo —soltó Gustav—. Te has olvidado de cerrar la ventana. Suerte que es Mariechen.
Mari sacudió la cabeza. ¡Menuda imprudencia! Por lo visto el cochero y el abuelo estaban oyendo el programa en alemán de la BBC de Londres, que los nazis condenaban con duras penas por ser considerado escuchar una emisora enemiga. No quería ni pensar lo que habría ocurrido si un delator y no ella hubiera oído la típica sintonía de los primeros compases de la quinta sinfonía de Beethoven con la que se anunciaban las noticias.
Ahora comprendía Mari adónde iba a pasear Gustav tan a menudo, y por qué él y Hugo aparecían tarde a las comidas con frecuencia.
—Debéis tener mucho cuidado —les rogó, y continuó, dirigiéndose a Gustav—: Imagínate que esto llegara a oídos de tu hijo Fritz. ¡O de la condesa!
A Gustav se le ensombreció el semblante. Para él era como una puñalada que uno de sus hijos fuera un nazi convencido. Al ver la cara de preocupación de Mari, se le relajaron los rasgos.
—Tienes razón, Mariechen —dijo al final—. No te preocupes, en adelante iremos con más cuidado. Y ahora vámonos antes de que vengan a buscarnos.
Sin embargo, a Mari más que el miedo a ser descubiertos le pesaba la alegría por la inesperada posibilidad de por fin volver a tener una visión objetiva de los sucesos de la guerra y los acontecimientos fuera de Alemania. No daba mucho crédito a los informes eufóricos de la homogénea prensa alemana, las informaciones radiofónicas y los noticiarios del cine. Gustav y Hugo no tenían nada en contra de que Mari se uniera a ellos como tercer miembro del grupo de oyentes conspiradores de la BBC ni en ponerle al día de las novedades más importantes, pues estaba dispuesta a vigilar siempre que pudiera organizarse.
Casi no encontró ocasión hasta finales de otoño. Los días pasaban rápido y sin pausa con el trabajo en la cocina y el huerto. Por la mañana, a las seis, cuando tomaban el primer desayuno, Mari ya tenía que encender la cocina y hacer varias cafeteras de sucedáneo de café de malta que hacía ella con cebada y achicoria tostados. Además había pan de levadura de centeno. La fina harina de trigo estaba reservada para cocinar y para los panecillos que la condesa encargaba para las ocasiones especiales o los invitados. La condesa y su nuera normalmente se hacían servir huevos duros, mermelada y miel. Los demás preferían un desayuno más sustancioso: bocadillos de manteca de cerdo con jamón, carne ahumada, salchicha y queso, además de huevos revueltos y pepinillos en vinagre.
Cuando se trabajaba en el campo, hacia las diez tomaban un segundo desayuno. En octubre, durante la cosecha de patatas y la siembra de trigo de invierno, Mari llevaba todos los días a los trabajadores bocadillos en grandes cestas, acompañada de Gustchen y su hermana Gretchen, que llevaban cafeteras de esmalte llenas. Por el camino no se cansaban de contarle a Mari los últimos chismes de la vida de los señores. Estaban convencidas de que Mari se moría de aburrimiento en la cocina y les daba verdadera lástima.
—Imagínate, el hijo de la condesa ahora está destinado en el puesto de mando de campaña de Hochwald —susurró Gustchen emocionada. Mari la miró desconcertada—. Está en Lötzen, no muy lejos de aquí.
Gretchen asintió con aire de solemnidad.
—Heinrich Himmler ha instalado allí el cuartel general de las SS para estar más cerca del Führer.
Mari recordó un comentario del abuelo Gustav que unas semanas antes se había indignado porque precisamente ese aspirante a estratega hiciera construir su guarida de lobos en sus bosques de Masuria, desde donde dirigía la campaña de Rusia.
—¿No es fantástico? —siguió parloteando Gustchen—. Ahora el joven conde seguro que podrá venir más a menudo a visitar a su mujer.
Mari sintió un escalofrío en la espalda. De modo que el heredero de Lindenhof era un hombre de las SS, uno de esos hombres dominadores cuya actitud arrogante tanto enfurecía a su hermano Finn en Oslo. Le asombró una vez más la despreocupación acrítica de las dos hermanas, sobre todo porque sabía por Joachim que su padre se había unido a los «rojos» y había escapado por los pelos a un arresto en 1933 por su pertenencia al Partido Comunista. Solo lo impidió la intervención decidida del viejo conde, que se hizo responsable de su herrero. Pero tal vez sus hijas ni siquiera lo sabían.
Mari se reservó su opinión sobre las relaciones políticas de su nuevo país por su seguridad, no porque considerara que Gustchen y Gretchen fueran unas nazis convencidas o espías de la condesa. Más bien era por temor a que dijeran algo sin querer que desvelara la actitud de rechazo de Mari.
—¡Está tan elegante con su uniforme! —exclamó Gustchen.
Mari reprimió una sonrisa. De modo que ese era el verdadero motivo de su entusiasmo. Suponía que a las niñas el joven conde les parecía igual de bien como soldado imperial o en otro ejército, lo importante era que llevara el uniforme con gallardía.
Al cabo de unos días, una noche Mari tuvo el dudoso placer de pisar por primera vez la planta superior de la casa señorial. La condesa daba una copiosa cena con motivo de la visita de su hijo y algunos militares de alto rango y funcionarios del partido, celebración que tuvo a Edith y Mari muy ajetreadas durante días con los preparativos. Los invitados habían pedido expresamente «comida casera alemana sencilla», pero, por supuesto, era impensable ofrecerles la cena de dos platos que era habitual en la zona formada por un plato de patatas salteadas, una buena sopa con grumos, una crema de leche desnatada con grumos de harina. El menú debía consistir en una sopa de remolacha, seguida de pescado asado, recién pescado en el Spirdingsee. El punto álgido sería un jamón guisado en vino de Borgoña, y de postre estaban previstos crepes de trigo sarraceno con compota de ciruela.
Mari acababa de volver a la cocina con una cesta grande llena de leños de haya del almacén de madera. En una sartén salpicaba la manteca. Los tacos de tocino despedían un aroma tentador y darían a la sopa de remolacha el aroma adecuado.
Edith dejó a un lado el cuchillo con el que estaba cortando setas.
—La joven condesa ha estado aquí. Esta noche tendrás que ayudar a servir.
Mari miró a su suegra asustada.
—¿Que tengo que servir? Pero no puedo hacerlo.
Edith le dio un golpecito en el brazo.
—Eres una señorita muy espabilada. Y si la condesa lo quiere así… —Edith se encogió de hombros con cara de resignación y le señaló una silla donde habían dejado un delantal blanco planchado y una cofia.
Mari tragó saliva. No era capaz de acostumbrarse a obedecer órdenes sin rechistar solo porque procedían de gente supuestamente superior. A fin de cuentas era noruega. En Noruega todas las personas son iguales, los títulos nobiliarios se abolieron ya en 1821. Además, solo había campesinos libres, y no arrendatarios sin tierra propia.
Al cabo de una hora Mari iba siguiendo a las criadas con una gran bandeja llena de platos soperos hacia el comedor. La condesa y los invitados estaban sentados alrededor de una gran mesa ovalada vestida con mantelería de lino blanca, cubertería de plata, porcelana fina y brillantes vasos de cristal. Aparte de la condesa Edelgard von Lötzendorff y su nuera solo había hombres, todos de uniforme. Mari se concentró en la bandeja y se quedó con la cabeza gacha siempre un paso por detrás de las criadas, que repartían los platos.
—¿Es ella? —Oyó que preguntaba un hombre en voz baja que estaba sentado junto a la condesa.
Mari vio de reojo que la condesa asentía. El que estaba sentado a su lado debía de ser su hijo, pues llevaba el uniforme de las SS y un anillo con sello con el escudo de armas de la familia. Repasó a Mari con la mirada sin disimulo y se detuvo un momento en su barriga. Entonces desvió la mirada hacia su mujer y puso cara de pocos amigos. La expresión era de desdén. En las mejillas pálidas de Elfriede aparecieron dos manchas rojas, y le temblaba la mano con la que metía la cuchara en la sopa.
De pronto a Mari le dio lástima. Tal vez no era tan engreída, pensó. Simplemente era insegura y miedosa.
A principios de noviembre Mari sintió por primera vez al feto en su vientre. Estaba preparando la masa del pan para el día siguiente mezclando los restos de la levadura de la última vez con agua tibia y dejándolo calentar cuando sintió un leve cosquilleo. Se detuvo y escuchó en su interior. Sí, ahí estaba de nuevo, un leve empujón. Mari se puso una mano en la barriga y sonrió. Nada más terminar de cenar, cuando tenía que mezclar el agua con harina para que la masa pudiera fermentar durante la noche, escribiría a Joachim para contárselo.
¿Qué estaría haciendo? Hacía un mes que Hitler había anunciado la «Operación Taifun» y había ordenado la marcha hacia Moscú. Antes del invierno debía de tener lugar la última batalla decisiva en el frente del Este para sellar la victoria frente al enemigo. Sin embargo, el asalto a la capital soviética se había quedado literalmente enterrado en el lodo. A las tropas les costaba mucho avanzar, y el invierno ruso estaba al caer.
La suposición de Gustchen de que el joven conde les visitaría más a menudo se confirmó. Las tierras de Lindenhof no estaban formadas solo por numerosos prados, terrenos y campos, también incluían extensos terrenos boscosos. Tradicionalmente noviembre era el mes en el que tenían lugar las cazas a ojeo. Heinrich, conde de Lötzendorff, las aprovechaba para ofrecer a personalidades importantes la ocasión de mantener conversaciones confidenciales, así como para impulsar su propia carrera. Para Edith y Mari esa cantidad de visitas implicaba sobre todo mucho trabajo adicional.
—Menos cuento —increpó el joven conde a su esposa.
Mari, que estaba cogiendo huevos frescos del corral, se detuvo en la puerta de la granja para que no la vieran. A unos metros de ella había dos caballos ensillados. Heinrich ya estaba sentado en su caballo, Elfriede estaba frente a su yegua y le dirigió una mirada suplicante a su marido.
—¿De verdad tengo que ir? —preguntó.
Heinrich le lanzó una mirada de desdén y dijo en tono cortante:
—Eres la futura señora de una de las caballerizas más antiguas de la zona. Me dejarás en ridículo si no superas de una vez tu ridículo miedo a los caballos. Toma ejemplo de esa chica noruega, que monta estupendamente. Y pronto le regalará un hijo a su marido.
Con esas palabras golpeó con los talones las ijadas del caballo y salió al galope por la puerta, tras la cual se había congregado el grupo de caza del día, que le esperaba. Elfriede se encogió de hombros. Se llevó las manos a la cara y entró corriendo en la casa.
De camino a la cocina Mari se encontró con su suegro Karl. Estuvo a punto de tropezar con ella, tan ensimismado como estaba en sus pensamientos. Mari esperaba que le hiciera un gesto amable con la cabeza como siempre que se encontraban y siguiera caminando en silencio, pero se quedó quieto y dijo con la voz ronca:
—Munición en vez de ropa de invierno.
Mari lo miró preocupada.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Parecía que en ese momento Karl advirtiera su presencia.
—Nuestros soldados están luchando a menos treinta grados con uniformes de verano. Y Hitler no les envía ropa de abrigo como le exigen sus generales, sino munición. —Karl sacudía la cabeza, abatido.
Mari le agarró del brazo al ver que hacía amago de dirigirse al establo.
—¿Cómo lo sabes?
Karl hizo un movimiento de cabeza indefinido hacia los cazadores que se estaban yendo, rodeados de una jauría de perros que ladraban con furia.
—Dos oficiales del Estado Mayor que están destinados en la guarida de lobos estaban hablando antes de eso —contestó, y se fue con paso lento.
Mari se abrigó mejor los hombros con el pañuelo de lana en un acto reflejo e intentó imaginar cómo se las arreglarían Joachim y sus compañeros en adelante con el frío extremo con sus finos uniformes de verano y las botas sin forrar por las interminables estepas hasta Moscú. Esperaba que hubiera recibido el paquete con el jersey grueso y los calcetines de lana que Mari le había enviado. Se sentía impotente. Era horrible no saber dónde estaba exactamente su marido, si estaba sano, si seguía vivo. Mari suspiró y regresó a la casa.
Su angustia por Joachim se mitigó un poco al mediodía, pues el cartero le llevó una carta de él tras una pausa de días. Pillokeit estaba contento.
Mari y Edith seguían en la cocina, donde estaban haciendo unas tortitas de patata y harina que a Mari le recordaban a los lefse de su país. Luego le añadirían suero de leche y compota, unos de los platos sin carne que se hacían los viernes.
Pillokeit entró con el semblante serio y le entregó a Mari un montoncito de cartas que ella ojeó rápido y con un suspiro abrió el sobre que contenía la letra conocida de Joachim. Levantó la vista al oír un grito ahogado. Edith estaba temblando. Pillokeit le acercó presuroso un taburete de la cocina.
Mari vio que Edith tenía un sobre en la mano agarrado con fuerza. Miró desconcertada a Pillokeit, que le indicó con los labios el nombre de Karl-Gustav. Edith miró el sobre con los ojos bañados en lágrimas y lo dejó caer sin fuerzas. Mari lo recogió. Era la última carta que Edith le había enviado tres semanas antes a su hijo mayor, destinado en el Atlántico en un buque de guerra. Junto a la dirección figuraba un sello: «Devolución. Destinatario caído por la gran Alemania».